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Contenciones
Viajar en el espacio abrazada a este cálido, húmedo y fornido pecho, viendo cómo todo mi alrededor se desdibuja en una especie de vorágine de color semejante al fondo del cuadro El grito, de Edvard Munch, es la experiencia más surrealista y confusa de mi vida, aunque temo que no será la última.
Cuando emergemos de ese agujero espacio-temporal, que se cierra como la terminación de una caracola huidiza, y siento la estabilidad bajo mis pies, a punto estoy de besar el suelo, como suele hacer el Santo Padre al descender del avión.
Me encuentro mareada, confusa y débil, tal vez esa sea la causa de que no me suelte del abrazo del genio, o quizá sea porque la protección, calidez y tranquilizadora consistencia de su cuerpo me ofrece el amparo que necesito en este momento. Sea como sea, mis brazos se niegan a soltarlo a pesar de notar su envaramiento, un tenso malestar que manifiesta abiertamente en su expresión.
—Creía que deseabas abrazarme.
—Creías mal. Pretendía reconfortarte, no aprovecharme de ti —contesta, aún rígido.
Lo contemplo ceñuda, lo suelto y me alejo unos pasos.
Está tan empapado como yo, un detalle que por alguna misteriosa razón le confiere un aspecto peligroso y oscuro, como el depredador que acecha bajo la lluvia durante horas a una presa confiada.
—Hasta no hace mucho, tu único objetivo era seducirme —replico cáustica— y ahora no toleras ni que te abrace. Anda, haz el favor de darme tu libro de instrucciones.
Yinn eleva ligeramente las comisuras de sus labios en una sonrisa tibia.
—Yo iba a pedirte lo mismo.
Me encojo de hombros y decido no perder más energía en comprender al genio.
—En vista de que ambos carecemos del dichoso manual, ciñámonos a nuestro interés común.
Él asiente con mirada abstraída. Resulta más que obvio que está muy lejos de aquí.
—Tierra llamando a Yinn, conteste —digo, ahuecando la palma de la mano sobre la boca—. Base terrícola de Ontario busca respuesta alienígena, digo genícola… Uno, dos, responda.
Los almendrados ojos pardos de Yinn se entornan con extrañeza, aunque con un deje de diversión en su semblante.
—No he entendido ni una palabra, pero prefiero que no me lo expliques.
—Solo bromeaba, suelo hacerlo para aliviar situaciones y calmar mi ánimo —aduzco.
—Puede que a ti te haya funcionado —murmura—, pero yo, lo que se dice aliviado, no lo estoy.
Baja la vista apretando la mandíbula y yo, completando mi larga lista de estupideces matutinas, sigo su mirada para toparme de lleno con una entrepierna de considerables dimensiones tensando con su acerado volumen el liviano y mojado algodón de su pantalón de pijama, que por cierto no deja nada a la imaginación.
Contengo el aliento y desvío rauda la mirada, las mejillas me arden y mi corazón se acelera.
—¿Impresionada? —masculla jactancioso.
—Tal vez, si fueras un hombre.
Esto parece ofenderle y avanza dos pasos hacia mí con gesto felino.
Su hosco atractivo me golpea. Su salvaje hombría me agita y su peligrosa belleza me estremece. Todo en él provoca descargas eléctricas por todo mi cuerpo, aguijoneando mis sentidos y despertando una necesidad que crece a cada instante.
—Soy un genio varón —musita irritado. Me coge la mano y me la apoya en su vasto pecho—. Esto que tocas, esto que ves, es tan real como cualquiera de los hombres de tu mundo. Con una salvedad, que mi vigor, mis atenciones y mis apetitos son mucho más excelsos.
Sus palabras me secan la garganta, me aceleran el pulso, hacen que se me pongan los pezones erectos y humedecen cierta parte de mi anatomía femenina. Me privan del habla en favor de una serie de lujuriosas imágenes mentales que pueblan mi pensamiento y abotargan mi entendimiento. ¡Por Dios, cómo puedo desearlo con tanta intensidad!
Aparto la mano, la cierro en un puño para evitar que regrese en busca de la calidez de su piel y retrocedo otro paso, mientras lucho internamente por acompasar mi respiración y normalizar mi pulso.
—Tu lealtad hacia tu pareja es francamente meritoria —añade con un susurro roto, mientras me observa con la cabeza inclinada, los ojos entrecerrados, rictus tenso y un pequeño músculo palpitando en su marcado mentón—. Sin duda, una cualidad que habla bien de ti, pero que empiezo a odiar con toda la fuerza de mi alma inmortal.
Nuestras miradas se enlazan como dos lenguas de fuego que crepitan con un deseo común. Un deseo tan urgente que eriza mi piel y hace hormiguear mi corazón.
—Ve a secarte, Cata —gime—, o te secaré con mis caricias para humedecerte luego con mi lengua.
Esa amenaza resulta tan embriagadora que bloquea de un plumazo mi raciocinio, soy incapaz hasta de parpadear. El influjo de su deseo me apresa en un yugo inmovilizador que me ancla al suelo.
—Deja de mirarme así —suplica agónico—, porque estoy a punto de mandar al cuerno las malditas reglas. El castigo que me aguarda no puede ser más tormentoso que esta condenada represión.
Veo el dolor distorsionando su bello rostro. Sufre. Y de inmediato siento una piedad que activa mi movimiento, sacándome apresuradamente del recibidor para impelerme escaleras arriba.
Cuando cierro la puerta de mi habitación, me apoyo en ella jadeante y cierro los ojos.
Dos cuestiones me asaltan entre el tropel de pensamientos agitados que inundan mi cabeza. La primera referente a cómo escapar del mal que me acecha, para poder recuperar mi vida, y la segunda concerniente a cómo voy a resistir la tentación de devorar a este ser con el que tengo que pasar cada instante de esta infame odisea. Porque eso es precisamente lo que más deseo, devorarlo, consumirlo y gozarlo hasta la extenuación.
Aspiro hondo, con los ojos cerrados, expulso el aire lentamente, depurando mi mente de todo pensamiento inquietante, y recuerdo lo que dijo en una ocasión en una entrevista un famoso psiquiatra.
El doctor afirmaba que las preocupaciones, como todo, debían tener su justa medida, que, según él, debía ser lo más ínfima posible.
Delante del presentador, alzó su vaso de agua y le preguntó cuánto pesaba. El hombre contestó que aproximadamente doscientos gramos, el buen doctor negó con la cabeza y explicó que no importaba el peso, sino el tiempo que lo sostuviera. Si lo hacía un breve lapso de tiempo, su peso era ligero, llevadero, soportable, manejable. Si lo sostenía más tiempo, entonces su peso se volvería doloroso, y si el tiempo se incrementaba, llegaría a paralizarlo.
Lo mismo pasaba con la preocupación. Si se le dedica poco tiempo, resulta llevadera, por lo que permite actuar y tomar o cambiar decisiones fácilmente, si le dedicamos más tiempo del necesario, duele, y si no dejamos de preocuparnos, nos paralizamos, con lo que jamás resolveremos el problema de origen.
Abro los ojos y decido soltar mi particular vaso de agua. Si algo no puedo permitirme es quedarme paralizada.
Levanto una barrera en mi mente y me concentro en secarme, cambiarme de ropa y preparar la maleta.
Mientras me ahueco la larga cabellera ondulada con los dedos, recuerdo su deseo de verme el pelo suelto, motivo por el que decido hacerme un rodete en la coronilla, ni un mechón dejo suelto.
Mientras ultimo los preparativos, miro por la ventana cómo la entrometida señora O’Bryan se acerca a mi porche.
Bufo con desdén y salgo del cuarto.
Oigo que la puerta se abre cuando empiezo a descender los escalones. La irritante y aguda voz de la mujer flota hasta mí como el molesto graznido de un grajo entrometido.
—¿Quién es usted? —inquiere, ajustándose la montura de pasta de sus gafas.
—Una visita —responde Yinn, que sigue como lo he dejado. Tan solo cubierto con el empapado pantalón del pijama.
—¿Cree que es decente abrir la puerta con esta lamentable facha? —lo increpa mi vecina, frunciendo su delgada boca.
—Tan decente como hacer una visita a estas horas —responde él con una sonrisa irónica.
¡Toma ya! Genio uno, chismosa cero. Solo lamento comprobar una y otra vez que el condenado genio es absolutamente perfecto.
—No es una visita de cortesía, señor… —Alarga la pausa, esperando escuchar el nombre de su interlocutor, pero Yinn permanece divertidamente mudo—, señor lo que sea. Me he decidido a venir porque anoche oí ruidos extraños y vi unas luces bastante inusuales salir por las vidrieras de la puerta principal. Quise pensar que era una fiesta o algo así, pero quería asegurarme de que mi querida vecina se encuentra bien. No he podido pegar ojo en toda la noche.
Sonrío. Maquilla el cotilleo con preocupación vecinal. Está claro que para lo único que utiliza el vaso de agua la señora O’Bryan es para escuchar a través de las puertas.
Irrumpo en la entrada, dejándome ver.
—Buenos días, señora O’Bryan. No se preocupe, lo único inusual que pasó anoche fue que se reventó la caja de fusibles. Ya he llamado al técnico. Por cierto, le presento a mi primo Yinn, ha venido desde España a visitarme.
La mujer lo recorre con la mirada con abierta reprobación y frunce de nuevo los labios.
—España, ¿eh? Debe de ser torero, pues se necesita valor para abrir la puerta semidesnudo y mojado. Va a pillar una pulmonía, joven.
—Si es así, debo de ser el tipo más desgraciado que existe, con la cantidad de cosas buenas que podría «pillar». Si me dejaran, claro. Además, no encuentro valeroso matar a un animal acorralado.
Carraspeo, manteniendo la forzada sonrisa hierática de mis labios, mientras le clavo a Yinn disimuladamente un codo en el costado. Él exhala un estrangulado gemido y me fulmina con la mirada.
—Si no le importa, señora O’Bryan, tengo prisa, llego tarde a trabajar.
—Oh, por supuesto, querida. Si necesita algo, ya sabe dónde encontrarme.
—Muy amable, señora O’Bryan —masculla Yinn—. No soy torero, sino más bien toro, y de mal talante cuando me sacan tan temprano de la cama.
La mujer abre con temeroso asombro los ojos y gruñe ofendida.
—Discúlpele, es un toro sin modales —aclaro, ocultando una sonrisa jocosa.
—Ya veo. Buenos días, señorita Rivero.
—Buenos días.
La mujer se aleja con pasos cortos y raudos, espalda envarada y cabeza erguida.
Cierro la puerta y miro censora al genio.
—Conque un toro, ¿eh?
—Sí, pelirroja, ¿necesitas una prueba?
—Lo que necesito es un respiro.
—Entonces, cede.
—No, seguro que tendrás más suerte con tu próxima ama.
—No es por tu novio, ¿verdad?
Entorna los ojos, se aparta un largo mechón de su oscuro cabello y esboza una seductora sonrisa torcida.
—El motivo no te concierne, solo la decisión.
—Si desmonto el motivo, cambiaría la decisión —alega convencido.
—No puedes.
—No me retes, Cata, aún no sabes de lo que soy capaz.
—Ni deseo saberlo.
—¿Tampoco deseas saber por qué insisto tanto?
Esa cuestión sí me intriga sobremanera. El genio ve con claridad la vacilación en mi rostro y sonríe complacido.
—Quid pro quo entonces, pelirroja, tú me dices tu motivo y yo el mío.
Asiento, a pesar de que mi sensatez pugna por obviar su propuesta.
—Las damas primero.
Lo miro, está apoyado en la puerta de forma indolente y despreocupada, pero en su rostro se trasluce una gravedad inusitada.
—Te odio —confieso, sorprendida por la vehemencia impresa en mis palabras—. Odio todo lo que representas. Lo perdí todo por vuestra culpa. Si mi vida no corriera peligro, jamás te habría liberado de ese brazalete, aun sabiendo como sé todo lo que puedes ofrecerme.
Sostiene mi mirada con aplomo y asiente casi imperceptiblemente.
—Te deseo —admite—, tanto que me duele. Te deseo como jamás he deseado nada en mi vida, ni siquiera mi libertad. No puedo decir el motivo, pues ni yo mismo lo sé, solo sé que a tu lado me siento un voraz y hechizado insecto, deslumbrado por el fuego más hermoso y vibrante que existe.
»Es una fuerza imperiosa la que me atrae hacia ti, Cata, una urgencia tan apremiante que necesito recordarme a cada instante que eres inalcanzable, por mucho que me pese, algo que, paradójicamente, suelo olvidar cuando te tengo de nuevo frente a mí, tan cerca como ahora.
Da un paso hacia mí, traspasándome con su ardiente mirada depredadora.
—Y ese olvido es tan peligroso para mí como para ti —continúa—. Sin embargo, ninguno de los dos sabemos cómo afrontarlo.
Siento un cosquilleo en el estómago y un aleteo en el pecho.
—Recordémonos mutuamente ese peligro —sugiero pesarosa—, cuando la situación… se caldee demasiado.
Yinn mira la maleta, que he depositado junto a la escalera, y hace un gesto para que la coja.
—Al hotel, ¿no?
Abre los brazos para que me cobije en ellos, hacia una nueva epopeya espacio-temporal de luz, color y confusión, en forma de gusano estrangulado.
—Evitaremos el contacto físico en la medida de lo posible —digo precavida—. Además, tengo ganas de conducir y, por lo que veo, no tendré mucha ocasión de hacerlo.
Yinn asiente con semblante imperturbable.
—Te recuerdo que tienes tres deseos por delante.
—Deseo verte seco, vestido y sonriente en el asiento del copiloto de mi viejo Chevrolet azul, y lo deseo ahora.