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Atenciones

Pasear por la avenida principal de la ciudad, repleta de tiendas y de gente, es la peor idea que he tenido en mucho tiempo.

No hay una sola mujer que no se quede ojiplática ante la visión de Yinn y el gran abanico de expresiones que encuentro a mi paso sería un excelente estudio para un manual de psicología femenina.

Evidentemente, la emoción que predomina es la de genuina admiración por un ejemplar tan soberbio, seguida de una lujuria difícilmente disimulada.

Cuando van en grupos se dan codazos entre ellas sin ningún disimulo y si van acompañadas de sus parejas, lo admiran en silencio. A algunas hasta parecen salírseles los ojos de las órbitas y la gran mayoría termina volviéndose para contemplarle el trasero.

Los hombres, todos sin excepción, lo miran con desdén y una envidia sibilina.

Compruebo que nada funciona mejor para pasar desapercibida que ir acompañada de un hombre tan formidable como el que camina a mi lado. Reconozco y saludo a un par de amigas, que ni reparan en mí de tan emocionadas como están babeando por Yinn.

Y sé que no solo caen fulminadas por un físico arrebatador, no, a eso se le suma esa manera tan segura y felina de caminar, ese aura tan atrozmente sensual que desprende, ese brutal magnetismo que emana, como si su nutrida experiencia sexual fuera una luz verde sobre su cabeza, como las de los taxis libres.

Y el muy truhan sonríe altanero, consciente de su poder y orgulloso del influjo que desprende con total naturalidad.

—Te encanta causar sensación, ¿eh, grandullón?

—Hay cosas que me encantan más —musita, repitiendo nuevamente esas palabras.

—¿Como qué?

Se detiene a mirarme, lo que provoca que un grupo de chicas finja mirar un escaparate mientras lo observan furtivamente entre risas nerviosas.

—Como los retos —contesta.

Me obligo a tragar saliva y casi a respirar. Desvío la atención hacia una tienda de ropa, Gley’s, lo cojo de la muñeca y tiro de él hacia la entrada del establecimiento.

—Ahí va el primero. Veamos qué tienen de tu talla.

El amplio establecimiento nos recibe con aroma de nuevo y un ambientador fresco.

La dependienta se vuelve hacia nosotros con una sonrisa que se le congela cuando repara en Yinn.

Pongo los ojos en blanco por enésima vez.

—¿Puedo ayudarlos en algo?

Apuesto a que nunca ha tenido tantas ganas de ayudar.

—Necesitamos renovar su guardarropa, le robaron la maleta en el aeropuerto.

La mujer, alta, esbelta y tan rubia como un sol de invierno, aprovecha la ocasión para escrutarlo más detenidamente, exhibiendo una profesionalidad que no vela su disfrute.

—Acompáñeme, creo que sé lo que le puede ir bien, espero tener tallas.

Tras seguirla por filas interminables de estanterías, percheros giratorios y pasillos extremadamente pulidos, va cargando a Yinn con tejanos, camisas, cazadoras, camisetas, pantalones de lino y hasta foulards.

Y sin esperar ningún tipo de aprobación por nuestra parte, nos conduce a los probadores.

—Si necesita otra talla o que le ajuste alguna prenda, no dude en llamarme.

Me lanza una mirada de gata envidiosa y hace una mueca desdeñosa, como si no comprendiera qué hace un tipo como él con alguien como yo.

—Gracias —murmuro cortante—, pero creo que ya me apañaré yo solita.

Y alzando altiva la barbilla, la obsequio con una sonrisa forzada.

Asiente con sequedad y se aleja haciendo resonar sus tacones contra el lustroso pavimento y contoneándose exageradamente.

—Odio a las empleadas que se creen directivas y, sobre todo, a las que ni te dan tiempo a escoger tus prendas —rezongo ceñuda.

—Lo que odias es que me coma con los ojos.

—En tal caso debería odiar a la mitad de la población de Ontario, si esa es la proporción en géneros, claro está.

Yinn me sonríe condescendiente y señala toda la ropa que la estirada dependienta ha colgado en los ganchos del probador.

—Has dicho que me ayudarías —apunta.

Niego con la cabeza.

—He dicho que me apañaría solita y me refería a opinar.

Yinn se revuelve incómodo en el estrecho habitáculo.

—¿Por qué estas cosas son tan pequeñas?

—Porque no hay muchos gigantes, y aunque los hubiera. Deja de quejarte y empieza a probarte prendas, no tenemos todo el día.

En ese momento comienza a sonar mi móvil, me vuelvo. Es Allan.

A mi espalda, oigo el rumor de ropas e imagino a Yinn despojándose de los vaqueros. Me reprendo mentalmente y descuelgo la llamada.

—Dime.

—¿Dónde estás? —pregunta Allan.

—En Gley’s, comprando ropa.

—No sueles comprar ropa allí.

—Hoy sí.

Tras un silencio, de repente me apercibo de que hay varias mujeres mirando atónitas un punto justo tras mi espalda.

—Bueno, cielo, quería decirte que esta noche hay fiesta en casa de Tom, ya están todos avisados. Llevaré unas cervezas. ¿A qué hora paso a recogerte?

¡Joder, la noche de amigos!

—Eehh… bueno, iré en cuanto pueda.

—Tengo la tarde libre, puedo pasarme un poco antes y…

—No estoy sola —digo, apretando los dientes.

—¿Cómo?

—Esto… ha venido un… primo lejano a pasar unos días.

Mi mente comienza a maquinar a marchas forzadas.

—¿Primo? Creía que no tenías familia, ni siquiera lejana.

—Pues la tengo. Coincidimos en el hotel. Ya sabes, me extrañó el apellido y, charlando, pues resulta que somos familia, ¿no te parece increíble?

—Sí, resulta bastante increíble.

—Qué pequeño es el mundo —mascullo, mostrando una ligereza que no siento—. ¿Te importa que lo lleve esta noche?

—Eh… no, claro, será interesante conocerlo.

—No lo sabes tú bien —contesto, cada vez más intrigada por la atención que causo.

Un grupo de personas murmuran con semblante escandalizado.

Me doy la vuelta curiosa y me topo con el desnudo trasero de Yinn, que, medio inclinado, se intenta subir unos pantalones.

—¡Joder!

—¿Pasa algo, cielo?

¡Se está probando la ropa sin correr la cortinilla! Su única barrera es mi cuerpo.

—Eehh… no, no, todo va bien. ¿A qué hora tenemos que estar allí?

Cierro agitada la cortinilla y me encojo de hombros a modo de disculpa con la gente que mira reprobadora.

—A las ocho. Pasaré a buscaros, nena. Te dejo, el señor Willoby me reclama.

—Chao, cariño.

Cuelgo apresurada y suelto el aire contenido.

—Mierda, Yinn, estás dando un espectáculo.

—Y más lo daré como me vuelva a golpear la frente con este condenado espejo —se queja irritado.

Tras un instante, abre la cortina y aparece sudoroso y ceñudo.

Comienzo a observarlo, cuando él me coge de la muñeca y me atrae hacia el interior del probador.

—¿Qué tal me queda?

Aprisionada en un lateral, no soy capaz de mirar su cuerpo directamente, ni a través del espejo.

—No te veo bien —gruño.

El genio inclina la cabeza hacia mí y pega su frente a la mía.

—Pues no puedo estar más cerca.

Se me diluyen las quejas en el hechizo de su cercanía. Solo soy capaz de perderme en sus ojos y de sentir cómo mi cuerpo gime de hambre por este hombre.

—Bueno, en realidad, sí puedo estar más cerca —agrega con un deje sensual.

Apoyo las palmas de las manos en el inmenso pecho del genio, con intención de apartarlo de mí, pero en vez de eso, acaricio las protuberancias de sus pectorales. La sedosa camisa blanca que lleva no mitiga el calor que emana de su cuerpo.

—Ese es el problema —logro musitar—, necesito estar más lejos para ver el conjunto.

—¿Realmente es eso lo que necesitas, Cata?

Acerca tentador sus labios a los míos, casi rozándolos, y me estremezco trémula.

Compruebo horrorizada que mis traidoras manos ascienden por el pecho de Yinn, acarician sus hombros y se esconden tras su melena al amparo de su nuca. Yinn, cierra los ojos y gime.

Debo salir ya de este condenado influjo o terminaré fornicando como una posesa en un jodido probador. La sola idea me desquicia.

—Necesito distancia para poder opinar —insisto, con un poco convencido hilo de voz.

Yinn clava una mirada ardiente y sufrida en mí.

—Entonces, habrás de soltarme.

Tremendamente avergonzada, despego mis manos de él y me escabullo del probador.

Solo deseo salir de esta tienda, escapar de él y lanzarme de cabeza al lago. Pero logro recuperar la compostura y mirarlo simulando indiferencia.

Paseo la mirada por la camisa blanca, que realza el tono de su piel, y por los espectaculares tejanos desgastados de cintura baja, que perfilan sus esbeltas piernas y que le quedan de impresión. Cuando mis ojos se posan en la bragueta de botones, la desvío ante la poderosa evidencia de lo que palpita tras la tela.

Y entonces recuerdo la visión de su trasero.

—Por cierto, no hace falta que te quites la ropa interior para probarte pantalones.

—No me la he quitado —replica.

—Por Dios santo, si yo misma te he visto el trasero cuando te subías los pantalones.

—Pero no me he quitado la ropa interior, es que no me la he puesto. Me apretaba demasiado —se justifica.

Miro al techo y resoplo.

—Ahora mismo soluciono eso. No te muevas de aquí.

Corro a la sección de ropa interior, cojo varios slips y bóxers, y cuando regreso me topo con la dependienta relamida pasando las manos por la cintura de Yinn y alisando intencionada la camisa sobre su acerado vientre.

—¿Se puede saber qué haces, guapa?

La rubia me mira, claramente molesta por la interrupción.

—Ajustándole la camisa, creo que le sentaría mejor un modelo más ceñido.

—Y yo creo que deberías largarte y no volver a poner las manos en mi novio, o me obligarás a decirle a tu jefe lo demasiado dispuesta que eres.

Nos sostenemos la mirada un tenso instante. Finalmente, se disculpa y se marcha airada.

Miro furiosa a Yinn, que sonríe complacido.

—¿Y se puede saber por qué te dejas manosear?

—Me estaba ayudando, ¿acaso no es ese su trabajo?

—Se estaba tomando demasiadas libertades y lo sabes.

—¿Celosa, pelirroja?

—Por mí como si te llevas a la cama a media ciudad.

—No es la impresión que acabas de dar —responde, desabrochándose la camisa.

—No soporto a las aprovechadas.

—¿Qué seré esta noche, novio o primo?

Evidentemente, había escuchado mi breve conversación telefónica.

—El papel de novio ya está cogido, guapo, así que serás mi primo.

—Cuando quieras, me hago cargo del primer papel.

Su ofrecimiento eriza mi piel, simulo desdén y lo aliento tediosa a probarse el resto de las prendas.

Todo lo que se prueba le queda de fábula, claro que, con ese cuerpo, hasta el aire es un adorno.

Salimos con una gran bolsa que agujerea mi cuenta corriente; suerte que puedo formular el deseo de que se llene de nuevo. Sonrío ante tal perspectiva. Bueno, no todo son complicaciones, después de todo.