21
Tortura

Paseamos como una pareja normal, mirando tiendas en este pequeño pueblo de montaña, y maldita sea si no me gusta esta sensación.

Yinn es ocurrente, divertido, inteligente, culto y chispeante. Una delicia para los sentidos, todos en general. Y cada segundo que pasa, las ganas de saborear este fruto prohibido crecen vertiginosamente.

Solo recordar su tono de voz cuando ha hablado en ese extraño dialecto antiguo me pone los pelos de punta, dilatando algo más que mi imaginación.

Me estoy acostumbrando demasiado a tenerlo cerca, disfrutando más de lo debido con su presencia, aunque la represión que me impongo empieza a ser tormentosa.

—Es increíble la cantidad de cosas inútiles que necesita el hombre para subsistir —comenta, observando una nevera.

—Una nevera no es inútil —disiento—. Hace que los alimentos se conserven frescos más tiempo y congela los que no vas a consumir a corto plazo.

—¿Y para qué los compráis entonces?

—Pues para almacenarlo, supongo.

Deambula con interés por la tienda y señala confuso una báscula, mirándome inquisitivo.

—Sirve para pesarte —le explico—. Este aparato te dice los kilos que te sobran.

—¿Pagáis por un artilugio que os dice lo que odiáis escuchar?

—Jajajajajajaja… algo así. Admito que no es un artículo imprescindible, yo lo aborrezco, pero reconocerás que la nevera sí es un gran invento.

Yinn niega con la cabeza, dibujando en sus labios una sonrisa irónica.

—Ambos artículos son innecesarios. Vuestros antepasados no los necesitaban. Si salieseis a cazar para consumir alimentos frescos, tampoco necesitarías controlar el peso.

Touchée —convengo.

Je suis touché tellement qu’il fait mal —susurra, clavando en mí sus agudos ojos.

Escuchar esa voz grave y sugerentemente modulada pronunciando esa frase en francés de una forma tan sensual gelatiniza mis rodillas y caldea algo más que mi ánimo. ¿Tan tocado está por mí que le duele? ¡Por Dios, cierto o no, eso empieza a superarme!

—¿Y esto?

Cuando me apercibo de lo que está señalando, mis mejillas se encienden y oculto una risita nerviosa.

—Bueno, esto, esto es un consolador.

Yinn coge el objeto fálico y lo escudriña con creciente curiosidad.

—¿Y cómo demonios puede consolar esto las penas?

—Jajajajajajaa… No son penas lo que quita, sino las ganas.

Yinn me mira como si hubiera perdido el juicio. Eso consigue que me ría de nuevo. Su expresión perpleja y curiosa atrae la atención de la dependienta, que ya ha babeado lo bastante por él cuando hemos entrado y que ahora lo contempla absolutamente arrobada.

—¿Ganas de qué?

—Satisface el apetito sexual, Yinn. Las mujeres se lo introducen en la vagina y…

Ahora el que estalla en una abrupta carcajada es él. Mira el consolador que sostiene en la mano y ríe sin parar, contagiándome su risa.

—¿Los hombres… de es… ta época son… inútiles? —consigue preguntar entre carcajadas.

—Algunos. Jajajajajajaja.

—Tam… bién hay vaginas de plástico… jajajaja… para caballeros tímidos.

—¡Por todos los dioses, opositáis a la extinción!

Me apoyo en una lavadora, doblada de risa. Yinn señala el electrodoméstico con lágrimas en los ojos e intenta controlar las carcajadas para preguntar.

—No me digas que de ahí salen los niños.

—Jajajajajajaja… noooo… sale la ropa lavada.

—Pues sí que es bajita la lavandera.

—Jajajajajajaja… Dios mío, para ya de preguntar o me voy a hacer pis encima.

—Bueno, imagino que siguen existiendo los pañales, ¿te compro uno?

—Uno no, un paquete, jajajajaja…

Yinn se acerca a mí y me coge de la mano.

—Anda, vamos, ya he tenido suficiente de mi adaptación al medio por hoy.

Salimos de la tienda con una sensación de bienestar tan ligera que no dejamos de sonreírnos.

—¿Me invitas a cenar? —pregunta animado.

—Tendré que pedir el tercer deseo.

—Pide una buena cantidad, tenemos que cenar y buscar alojamiento para esta noche, pelirroja.

Le sonrío con júbilo. Empiezo a cogerle el gusto a esto de los deseos.

—Deseo quinientos dólares canadienses en el bolsillo de mis tejanos y los deseo ya.

La mirada del genio resplandece, aclarando sus ojos.

—Como desees, ama.

Y al instante noto un bulto presionándome el bolsillo del pantalón.

Meto la mano y saco un grueso fajo de billetes.

—¡Asombroso, eres un genio genial!

—Jajajajaja, y tú una preciosa preciosidad.

Embriagada por la euforia, me lanzo a su cuello y me aprieto contra él. Yinn se envara en el acto.

—Oh, lo siento. No he debi…

—Yo lo único que siento es no tener la libertad de poder hacer lo mismo.

Me separo de él a regañadientes. Mi cuerpo solo desea volver a sentir el calor del suyo.

—¿Ninguno de tus amos te dio nunca uno de sus deseos a ti?

Yinn me observa con gravedad.

—Ninguno se atrevió. ¿Te atreverás tú?

Trago saliva, sus ojos me escrutan con tanta intensidad que aceleran mis latidos.

—¿Qué pedirías?

Formulo la pregunta aun intuyendo lo que va a responder.

—A ti, toda una noche a mi servicio.

Siento que mi corazón cabalga desaforado en mi pecho, un hormigueo recorre mi espina dorsal y el estómago se torna ingrávido en mi interior.

—Suena bien —confieso subyugada.

—Todo lo que seas capaz de imaginar no es ni siquiera una sombra al lado de lo que te haría sentir —murmura tentador.

—Me torturas, Yinn —replico con un hilo de voz quebrada.

Él se acerca a mí y me toma la barbilla alzando mi rostro. Todo mi cuerpo se estremece.

—No, Cata, eres tú la que me tortura a mí. Y no tienes la más ligera idea del daño que me haces.

Miro su delineada y suave boca, de la mía escapa un suspiro anhelante.

—Tus miradas me matan —murmura con semblante atormentado.

El deseo de besarlo es tan pujante que casi me parece sentir una mano en la espalda empujándome hacia él. Resistir ese impulso me desgarra, me abate y me frustra.

Aparto la mirada no sin esfuerzo y le doy la espalda. Necesito recuperar la compostura, enfriar mi deseo, repetirme que sería un error entregarme a mis impulsos. Pero toda la fuerza que necesito parece esquivarme. Un único pensamiento acude en mi ayuda, una imagen que cae como una losa sobre mí: la noche que perdí a mi madre.

—Busquemos un restaurante, es más seguro para ambos sucumbir a la gula —propongo.

Yinn esboza una sonrisa que no llega a sus ojos.

—Al menos no me matas de hambre.

«¡Te mataría a besos!», pienso. De inmediato borro ese pensamiento y me concentro en buscar un local acogedor.


Sentados a la mesa de un restaurante italiano, degustamos el postre sin dejar de charlar. Aunque es más parecido a un interrogatorio por mi parte. Solo saber que ha conocido a personajes tan emblemáticos de la historia crea en mí tal ansia de conocimiento que apenas pruebo bocado. Él, en cambio, engulle con un entusiasmo envidiable.

—Creo que nos hemos quedado en Nostradamus —le recuerdo, apoyando los codos en la mesa y, sujetando mi cabeza entre las manos, lo observo con mirada hambrienta.

Yinn alza la mirada del plato y me dedica una sonrisa contenida.

—Quieres saber del bueno de Michel, ¿eh?

—Es el mayor visionario de la historia y estuviste con él. Quiero saberlo todo, me muero de curiosidad.

—Ya que me privas de otros placeres, déjame disfrutar de este. Después te complaceré, al menos en eso.

Asiento y lo contemplo con inquieta expectación.

—Deberías acabarte el postre —me aconseja entre bocado y bocado—. Un poco de azúcar no te vendría mal, a veces eres un poco agria.

Le saco la lengua y arrugo la nariz forzando un mohín ofendido.

—En tal caso, gigante, tú no deberías probarla, o te volverás demasiado empalagoso.

—Jajajajajaja, ¿crees que soy dulce?

—En ocasiones.

Yinn se retira un mechón de pelo y arquea una ceja con asombro.

—Es la primera vez que me tildan de eso.

—Al menos soy la primera en algo.

—Eres la primera en más cosas —afirma.

Lo que leo en sus ojos me desconcierta, siento cómo el fuego latente que intento controlar emite una llamarada que me obliga a apartar la mirada de él y fijarla en el plato.

Jugueteo con mi panacota sin decidirme a recogerla con la cucharilla.

—Pelirroja, mañana es mi último día contigo y hoy ya has agotado los deseos. La última vez que estuve por aquí, oí un dicho que decía algo así como que nunca te quedes con la duda.

—Yo no tengo dudas.

—Dudas si tomar de mí lo que tanto deseas, y temes tomarlo porque sabes que jamás experimentarás algo como lo que yo puedo darte.

Esa verdad me golpea y durante unos segundos me bloqueo ante esa certeza que lleva tiempo gritando en mi interior. Soy plenamente consciente de que mi lealtad hacia Allan no es tan fuerte como debería y que mi rencor hacia los genios en general palidece día a día.

Mañana es mi última oportunidad de liberar el abrasador deseo que provoca en mí. ¡Y por todos los demonios del Averno, sé que me arrepentiré toda la vida si no pruebo su magia!

—¿Es posible que por fin vea una decisión en tus ojos? —inquiere esperanzado.

—Me confundes —miento—. Eso es todo.

Su mirada adquiere gravedad, al tiempo que sus labios se alargan en un gesto que no llega a sonrisa.

—¿Sabes, pelirroja? Observo tu lucha y te confieso que nunca ha sido tan duro el papel de espectador pasivo, pues si no tuviera las manos atadas, hace tiempo que habría inclinado la balanza a mi favor.

—Eso se llama confianza.

—No, eso se llama realismo.

Me dedica su último trago de vino dulce, deposita la copa en la mesa y me guiña un ojo.

—Paga, encanto —musita—. Busquemos un hotel.

—Jajajajaja… Has sonado como todo un gigoló.

Yinn se encoge de hombros, mostrando el desconocimiento de ese término.

—Un gigoló es un hombre que le ofrece su compañía fuera y dentro del lecho a una mujer a cambio de dinero.

—Retiro lo de que los hombres de este tiempo son inútiles.

—Jajajajajaja… Retirado queda.

Se pone en pie y me retira la silla con exquisita caballerosidad. Pone la mano en mi espalda y nos dirigimos a la barra.

—Dime, Cata, ¿en qué clase de extraña sociedad os habéis convertido? Dependéis de máquinas, pagáis por tener con quién cenar, os sumergís en mil entretenimientos, olvidando el principal, el contacto directo. Y aún no me atrevo a preguntar si los niños siguen viniendo de la manera tradicional.

—Vienen de la manera tradicional, aunque su concepción goza ahora de un abanico más amplio de posibilidades.

—Mejor no me las cuentes. Me niego a borrar ese romanticismo que siempre os supuse.

Pago la cuenta y salimos del local.

La noche es cerrada, apenas una delgada cuña plateada resplandece débil, sepultada por el negro y pesado manto punteado de la noche.

Giramos a la derecha por la avenida principal y decidimos adentrarnos en el parque municipal. Al otro lado se ve el cartel de un hotel.

Los frondosos árboles centenarios oscurecen la blanquecina luz de gas de las farolas. El sendero principal resulta algo lóbrego, pero a la vez dotado de un encanto místico.

—Huele a jazmín —digo, aspirando embriagada.

—No, huele a peligro.

Su tono me alerta. La actitud relajada de su cuerpo se evapora. Se detiene y me coge de la mano.

Casi al instante, aparecen frente a nosotros tres sombras amenazantes, algo encorvadas, que sostienen varios objetos metálicos en las manos.

—¿Un paseo romántico, parejita?

Miro hacia atrás y descubro horrorizada que otros tres hombres nos cortan la retirada.

—¿Tengo que desearlo? No me quedan deseos —susurro con urgencia.

—No, protegerte es mi principal cometido.

Me pego a él y me aferro a su brazo.

—¿Nos presentas a tu novia?

—Creo que no, mejor me presento yo —responde Yinn con aparente normalidad.

Los hombres se miran entre ellos y todos a la vez avanzan hacia nosotros.

—Tenemos un valiente, ¿eh? He mandado a muchos al hospital. Podrás ser grande, amigo, pero nosotros somos seis y queremos tu dinero. Y al bombón que te acompaña.

—No vas a tener el dinero ni a mi bombón —contesta con seguridad—, pero sí tendrás algo de mí.

—¿Qué, grandullón?

—Una lección que no vas a olvidar nunca.

Entonces Yinn me separa de él y con la velocidad de un puma famélico, se lanza sobre los tres hombres que tiene delante.

Descarga sus puños sobre ellos con tal violencia que oigo cómo se rompen sus costillas. Utiliza diestras llaves de algún arte marcial extraño, lanzando sus poderosas piernas contra cuerpos ya renqueantes, y en menos de diez segundos sus oponentes se retuercen en el suelo, aullando de dolor, e incluso piden auxilio.

Los otros tres vacilan, pero cuando Yinn corre hacia ellos, huyen despavoridos.

Cuando regresa a mi lado, ni siquiera jadea.

—¿Estás bien? —pregunta.

Asiento. Entonces, él me coge en brazos y me aleja de la melodía de lamentos que entonan los asaltantes.

Me abrazo a su cuello mientras lo miro arrobada. Puedo andar, y él lo sabe, pero estar acurrucada contra su pecho resulta tan reconfortante y excitante al mismo tiempo, que alargo ese disfrute.

—Has peleado como un hombre —comento.

—Aquí es lo que soy. Solo tú debes conocer mi verdadera identidad.

—Eres un hombre peligroso entonces.

Me mira y niega con la cabeza.

—No, lo que soy es un hombre atormentado.

Su tono me eriza la piel. Escondo la cara en el hueco de su hombro y suspiro.