29
Contratiempos
En la parte de atrás de un sobrio, elegante y sólido Rolls Royce Phantom negro, apoyo la cabeza en el hombro de Yinn, preguntándome quién es realmente el misterioso Sam Line, para ser dueño de uno de los coches más caros del mundo.
Conduce él mismo, obviamente un placer difícilmente delegable. A su lado, su ayudante Izan, un hombre grande e intimidador, rapado al cero, y junto a Yinn el otro hermano áureo que ya conocemos, el rubio y anodino Louis.
—Me siento como si me hubieran atrapado de nuevo —rezonga Yinn incómodo.
—Pues es el coche más amplio y cómodo que existe.
—Prefiero otro habitáculo —me susurra al oído—, aunque estrecho y ardiente.
Sonrío avergonzada y lo reprendo con una mirada admonitoria.
Aún permanecen en mí los vestigios de la pasión, el fuego que este ser despierta en mi cuerpo y que soy incapaz de aplacar por mucho que lo intente.
Tenerlo tan cerca, olerlo, sentirlo, escucharlo, me hace vibrar de un modo especial, de un modo que nunca he conocido.
Yinn se pone de medio lado, ofreciéndome la cálida consistencia de su pecho para que me recueste. Me apoyo en él, cierro los ojos y suspiro plenamente satisfecha. Él cierra sus poderosos brazos en torno a mí, y no puedo contener una sonrisa de felicidad.
Alzo la cara hacia él y me embebo de sus verdosos y almendrados ojos, siempre con ese brillo pícaro que me seca la garganta, coronados por unas cejas en forma de V invertida, traviesas y pronunciadas. Deslizo la mirada por el perfecto puente de su nariz, por su hermosa y amplia boca, con esa sempiterna sonrisa pendenciera y sexy que podría derretir los polos, y me siento languidecer de amor.
Paso los dedos por su mentón y los hundo en su espesa melena oscura que le llega hasta los hombros. Es tan atrozmente guapo, varonil y sensual que solo contemplarlo hace que me cosquillee el estómago y se me erice la piel.
Me arrebujo y cierro los ojos. Pienso en mi madre y me doy cuenta de que estoy en su misma situación. Nadie mejor que yo puede entender por lo que tuvo que pasar cuando mi padre se fue, porque la sola idea de alejarme de Yinn me estruja el corazón de una manera tal, que siento un amago de dolor físico, una pequeña pero aguda punzada helada atravesando mi pecho.
Llevo rápidamente mis pensamientos por otros derroteros antes de que lo bese de nuevo o me eche a llorar, y me concentro en la misión que tenemos por delante.
Vamos rumbo al aeropuerto internacional de Vancouver. En una de las pistas privadas nos espera un avión propiedad de la logia. Lo que me hace sospechar la implicación de personajes de las altas esferas.
Es bien sabido que, desde siempre, la masonería está compuesta por círculos cerrados y limitados de hombres con un alto nivel cultural y también de elevadas posiciones sociales. Hombres con inquietudes, que buscan conocimientos superiores y se entregan por entero a la causa de la logia, preservando sus secretos y transmitiéndolos a los iniciados. Un mundo oculto, que ahora se abre ante mí suscitándome una serie de cuestiones, entre ellas, qué otros secretos guardan.
De repente, un violento impacto en el lateral del vehículo nos impulsa hacia el carril contrario.
Suelto un grito alarmado y me encojo sobresaltada.
—¿Qué demonios ha sido eso?
Sam mira a ambos lados, con el rostro desencajado.
De nuevo otro golpe, esta vez en el lado contrario. El Phantom se desvía nuevamente, ahora hacia el arcén. Sam lucha por recuperar el control del vehículo y regresa a nuestro carril, tras varios pitidos de los coches que pasan a nuestro lado.
—¡Joder! ¿Qué pasa? ¿Quién nos ataca?
Todos miramos por las ventanillas. Aparentemente no hay nada fuera de lo normal, pero justo en ese momento sentimos otro impacto en la parte trasera del Phantom, que nos impulsa hacia delante con violencia.
—Son ellos —dice Yinn—, nos han encontrado.
Contengo el aliento y el miedo se apodera de mí. Recuerdo aquel día junto a mi madre, en aquel puente donde la perdí.
Algo nos golpea con tanta fuerza que nos empuja nuevamente hacia delante. Nos sacudimos con brusquedad dentro del vehículo al impactar contra el camión que circula frente a nosotros.
—¡Sam, sujeta el volante con fuerza e intenta mantener el control! —exclama Yinn, alargando el cuello y mirando en derredor—. ¡Los demás, meted la cabeza entre las piernas!
Me mira con determinación y obedezco en el acto.
Lo oigo pronunciar unas palabras en su lengua ancestral y acto seguido desaparece.
Ladeo la cabeza y, demudada, compruebo que no está.
Siento el impulso de incorporarme, cuando una vez más el coche es golpeado y empujado hacia el carril contrario.
Me encuentro con la mirada del acólito, el pánico la ensombrece.
Sam da un volantazo tras otro en su intento de recuperar el control del Phantom. Las ruedas chirrían, el vehículo se agita con violencia, los pitidos hieren mis oídos y un pulso alocado late en mi sien.
El coche gana velocidad. Sam logra adelantar a varios vehículos, alejándose de lo que quiera que sea que nos persigue. Es un conductor avezado y hábil y maneja el coche concentrado y frío.
Mantengo la cabeza entre las rodillas, nerviosa y tensa, pero el resto del trayecto transcurre sin más contingencias. Sin embargo, Yinn no aparece.
—Tenemos que esperarlo —me oigo suplicar.
—Catalina —contesta Sam—, él nos encontrará. Sabe a dónde nos dirigimos.
—¡Mirad ahí arriba! —exclama Louis.
Sigo la dirección de su mirada y frente a nosotros, en el cielo, se ha formado una extraña nube oscura dentro de la que se ha desatado un curioso remolino de corrientes de aire, como un incipiente tornado, en el que destellan relámpagos y los truenos rugen con furia.
Para cualquier ojo profano, sería el nacimiento de una gran tormenta gestándose en lontananza, pero yo sé que no es así. Yinn está luchando contra las invisibles y maléficas fuerzas que nos han atacado.
—Es él, ¿verdad? —pregunta Sam, mirándome por el retrovisor.
Asiento e intento reprimir el temor que me atenaza.
El cielo se oscurece a un ritmo alarmante. Entre los densos cúmulos, resaltan los fugaces destellos de rayos, que iluminan brevemente diferentes puntos de la tormenta.
Empieza a llover, el día se convierte en noche y mi angustia en desesperación.
Sam enciende las luces, pero no disminuye la velocidad.
Me abrazo a mí misma y me sobresalto tras cada rugido que rompe el silencio atronando en mis oídos, en pos de los latigazos azulados que atraviesan la oscuridad.
«¡Oh, Dios, Yinn! ¡Por favor, por favor que regrese!», recito como una letanía sagrada, como si cada repetición lo acercara a mí.
Y de pronto siento que quizá pueda ayudarlo. Maldita sea, si soy una híbrida, si tengo un halo, es posible que haya heredado algún poder. Yinn me lo ha advertido, me ha sugerido que acepte mi origen, que explore mis recursos, pero ¿cuál es? ¿Qué hago? ¡Mierda!
—Estamos llegando —anuncia Sam.
Coge el desvío hacia el aeropuerto y la tormenta queda atrás.
Llegamos a salidas internacionales, pero sigue por un camino paralelo que circunda la terminal hasta una pista trasera, donde hay varios hangares pequeños.
Un avión está preparado, con las luces encendidas y la escalerilla desplegada.
—No voy a subir a ese avión sin Yinn.
—Acaba de desaparecer ante nuestros ojos. Es un ser mágico, aparecerá a voluntad donde desee, en el avión o en Jerusalén —contesta Sam con convencimiento.
—Eso si ha logrado ganar la batalla —murmura Izan.
Lo fulmino con la mirada y frunzo el cejo.
—La ganará —replico, deseando fervientemente que mis palabras se hagan realidad.
El coche se detiene. Trago saliva y salgo de él.
Louis saca dos maletas del maletero y se dirige hacia el avión, donde una azafata nos espera en la entrada.
Sam me coge del brazo, Izan me escolta y los tres subimos al aparato. No dejo de mirar el cielo, donde la tormenta permanece aislada en una especie de núcleo extrañamente definido, contrastando con el resto del cielo, ahora ya despejado.
Entro en el avión, un lujoso jet privado, y me siento en un anatómico y mullido sillón de piel color crema. La azafata me sonríe cortés, mientras me aconseja ponerme el cinturón de seguridad. Lo intento, pero me tiemblan los dedos.
Mientras lucho con el cierre del cinturón, noto una vibración en el bolsillo de mi chaqueta. Es mi móvil. Lo cojo y miro la pantalla, es Allan; apenas me queda batería.
Dudo si coger la llamada. Cuando he hablado con él en el pasillo de la logia, le he confesado la verdad, que estoy enamorada de otro y le he dicho que me olvide, que no pienso regresar.
Al principio no me ha creído, después me ha pedido explicaciones, luego han venido los ruegos y finalmente la ira. En ese momento le he colgado.
Algo me dice que es urgente y cojo la llamada.
—¿Allan?
—¡Por Dios, Cata, tienes que venir de inmediato!
Suena crispado y nervioso.
—¿Qué ocurre?
—Es Tessa, está en el hospital. Hemos tenido un accidente volviendo a casa.
El corazón me da un vuelco, me falta el aliento y cierro los ojos un instante.
—¡Dios mío, no puede ser! ¿Cómo ha sido? ¿Dónde está?
Una pausa que me destroza los nervios.
—Ha sido… ha sido culpa mía… Yo le rogué que fuéramos a Vancouver. Necesitaba encontrarte, verte… Ella se negó, pero la convencí. En el coche, de vuelta, no sé qué ha pasado, hablábamos de lo que tú me has dicho antes, hemos discutido, he perdido el control y nos hemos estrellado contra la mediana. —Su voz se va apagando—. Está en el hospital de Vancouver y… quiere verte. Está… muy mal.
Las lágrimas arrasan mis ojos. Esto no puede estar pasando.
—Iré ahora mismo. ¿En qué planta está?
—Te espero en la entrada.
Cuelga.
Suspiro lentamente, el aire parece quemar mis pulmones. Me seco los ojos y me pongo en pie, ante el asombro de los hombres que me acompañan.
—Antes de partir, tengo que hacer una visita urgente.
Sam me mira como si hubiera perdido el juicio.
—Eso es del todo imposible. Las fuerzas del mal nos siguen de cerca, el genio las contiene para darnos tiempo. Perder siquiera un minuto es una temeridad.
—Se trata de la vida de mi amiga, está grave en el hospital, aquí en Vancouver, y quiero verla antes de irme… Puede que…
Mi voz se quiebra en un sollozo.
—Ahí fuera hay millones de vidas en juego, una sola no puede pararnos.
—Pero resulta que esa una es muy importante para mí.
Sam y sus hombres me franquean el paso.
—¿No te has preguntado lo conveniente que ha sido esa llamada? —pregunta Sam, taladrándome con la mirada—. Justo cuando vamos a despegar, te quieren hacer bajar del avión.
Observo a los tres hombres. Soy consciente de que no van a permitirme salir del avión y, en honor a la verdad, algo me dice que Sam tiene razón, que puede que todo sea un engaño, que hayan utilizado la voz de Allan para…
Un momento, si no se trata del verdadero Allan, es evidente que antes tampoco lo era, porque ha mencionado la conversación anterior. Mis conjeturas asoman como pequeños fogonazos en mi mente, haciendo que me maldiga interiormente.
Si es como ellos suponen, yo misma he atraído el peligro al decirle a Tessa dónde estaba. Pero quien me hablaba era mi amiga, no tengo ninguna duda al respecto. Por Dios, ¿qué está pasando?
Todo me empieza a dar vueltas y me siento mareada de nuevo. No obstante, si Tessa está en peligro, jamás me perdonaré haberla ignorado. Si algo le sucede…
Tengo que ir.
Me levanto de nuevo y me encaro con ellos.
—¡Voy a salir! —anuncio con determinación.
Sam niega lentamente con la cabeza.
Avanzo hacia la puerta. Un brote de ira comienza a crecer en mí.
—No, me temo que tendremos que reducirte.
Dirige una sutil inclinación de cabeza hacia Izan y el hombre, grande y musculoso, se abalanza sobre mí.
Me apresa contra su fornido pecho y aprieta los brazos, que son como barras de acero que me estrechan, me cortan el aliento.
Me debato furiosa, aprieto los dientes y lucho por zafarme de él.
Inmovilizada y dolorida, veo que Sam abre un maletín del que saca una aguja hipodérmica.
—Nos obligas a esto. No era necesario ni era para ti —dice, acercándose.
—¡Suéltame! —exclamo atemorizada.
Algo estalla en mi interior, una especie de erupción volcánica que evapora el miedo de un plumazo. Siento un calor intenso saliendo de mi cuerpo, alimentado por la furia.
Grito de rabia y frustración y en ese momento un poder sobrecogedor palpita en mi pecho. Grito de nuevo y la bola de fuego que crepita en mi ser comienza a brotar por cada uno de mis poros.
Ardo.
Mi cabello se enciende y comienza a flotar alrededor de mi cabeza ondeando, chisporroteando en el aire de la cabina. Pero no es lo único que levita, mis pies se despegan del suelo.
Izan me suelta con un alarido de dolor. Huelo a tela quemada y a miedo, el de los tres hombres que me miran inmóviles y asustados.
—¡Apartaos! —siseo amenazante.
Ellos se alejan a la carrera y se pegan al panel delantero, intentando entrar en la cabina del piloto.
Sin tocar el suelo, me desplazo hacia la salida. Bajo del avión y, sin saber muy bien qué hacer, me dirijo al coche. Lo que contemplo en el cristal de la ventanilla me deja de una pieza.
Todo mi cuerpo está rodeado de un halo de energía en forma de llamas. Parezco una especie de medusa de fuego, un ser flamígero y temible, una llama humana y letal, con ojos color rubí.
Retrocedo impactada, la ira desaparece y mi cuerpo se apaga. Caigo al suelo desmadejada y jadeante. Oigo voces detrás de mí.
Me incorporo tambaleante, los hombres descienden la escalerilla, van armados.
Me introduzco en el Phantom, tiento la llave del contacto mientras contemplo asustada cómo ellos disparan en mi dirección.
Arranco. El motor ruge con fuerza, piso a fondo y salgo disparada fuera de la pista.
Oigo los impactos de la balas en la carrocería, encojo los hombros y agacho la cabeza todo lo que puedo, sin perder visibilidad.
Enciendo el navegador y tecleo «hospital de Vancouver». De inmediato, una voz átona de mujer comienza a guiarme.
Ignoro los avisos, que, parpadeantes, se han encendido en mi mente. No quiero pensar en lo que pueda encontrarme en el hospital. Puede que sea una trampa, pero si no me aseguro, nunca me lo perdonaré. Quiero creer en mí, en mis recién descubiertas capacidades, en que todo saldrá bien, quiero creer que Yinn está bien. Y espero que esos «quiero» tengan la fuerza suficiente como para transformarse en realidad.
Tomo la bifurcación de la autopista que conduce al hospital, y me sumerjo entre el pesado tráfico.
Impaciente y nerviosa, conduzco imprudentemente, sorteando toda clase de vehículos. Cuando veo ante mí el imponente edificio del hospital, una mole de altísimos bloques blancos, suelto el aliento y elevo una plegaria mentalmente.
Detengo el coche en la puerta principal, salgo del Phantom y me adentro en el vestíbulo, mirando a mi alrededor.
Allan me espera sentado en una de las sillas fijadas al suelo.
Se pone en pie con expresión contrita y camino hasta él.
En cuanto llego a su altura, se abraza a mí y hunde su rostro en mi hombro.
—Gracias… yo… me siento tan mal…
—Quiero verla —me limito a musitar, incómoda por su cercanía.
—Está en la última planta —responde algo contrariado.
Miro su atribulado rostro, no puedo dejar de sentir compasión por él.
Asiente, me coge de la mano y me conduce a los ascensores.
En silencio, entramos en uno junto a varias personas. Deseo liberar mi mano de la de Allan, pero comprendo que en un momento como este necesita sostén.
Cuando llegamos al último piso, me dejo guiar por él por los largos corredores, donde algunas enfermeras deambulan con sus portafolios y sus carritos de asistencia.
Giramos un recodo a la derecha y me extraña que salga por una puerta que lleva hacia una escalera.
—Debo contarte lo que vas a ver, antes de que entres en la habitación —dice. Me coge la otra mano, suspira, baja la cabeza y gime con un apagado sollozo—. Tiene todo el cuerpo vendado, ella… ha salido despedida por el parabrisas delantero y…
Trago saliva, siento un escalofrío y un dolor en el pecho.
—¡Necesito verla ya!
Allan me contempla con los ojos húmedos.
—¿Crees… crees que serías capaz de darme un último abrazo? Estoy roto, Cati, destrozado… yo… no puedo más.
Su voz se rompe, su cuerpo se sacude con los espasmos de un violento sollozo.
Lo abrazo, liberando mi angustia. Allan se pega a mí como si fuese su tabla de salvación. Se aferra a mi cuello mientras llora y se inclina sobre mi hombro derecho.
—Allan… lamento… tanto todo esto.
De pronto, se separa de mí con una sonrisa maligna curvando sus labios.
Da unos pasos hacia atrás con mirada perversa y escondiendo las manos tras su espalda.
—No lamentas una mierda, maldita zorra.
Abro los ojos sorprendida. Todas mis alarmas se encienden. Retrocedo hacia la puerta.
—Sí, huye, lárgate. A ver cuánto tardan en encontrarte… sin esto.
Alza el brazo derecho con semblante triunfal. De su mano pende una cadena.
¡Mi amuleto! ¡El medallón de Horus!
Como impulsado por un resorte, corre hacia la escalera y sube los escalones de dos en dos.
Tengo que recuperar el amuleto o estoy perdida.
Corro tras él.
Oigo una puerta cerrarse. Subo a la carrera, me topo con una puerta metálica, la abro y salgo a una amplia azotea.
Allan está en el murete del fondo, mirando al cielo y mostrando el medallón a las nubes, de espaldas a mí.
Cuando se vuelve, su rostro es una máscara pérfida que esboza una sonrisa escalofriante.
—¡Kamil, oh poderosa ghoula! ¡Aquí te entrego a la mujer! ¡He cumplido lo prometido! —dice.
Ante mis ojos, una nebulosa comienza a perfilarse, adquiriendo paulatinamente consistencia, sin llegar a mostrarse completamente sólida.
Sin embargo, llego a vislumbrar la silueta translúcida y aterradora de una figura femenina de rasgos demoníacos, cabello largo y oscuro y ojos completamente negros, incluido el globo ocular. Son como dos pozos sin fondo, que albergan un mal puro y siniestro, un vacío sin alma.
Como atrapada en una opresiva pesadilla, observó inmóvil cómo la espectral figura sobrevuela lentamente el espacio que nos separa. La negrura de su alma brota por esos ojos impíos que destellan ansiosos.
Alarga una garra hacia mí, y retrocedo sin darle la espalda. Veo que Allan avanza sigiloso para alcanzarme por el flanco izquierdo, con una expresión tan siniestra que me corta el aliento.
Un sibilante susurro llega hasta mí, tan gélido y escalofriante que toda mi piel se eriza.
—Ven a mí… humana… Devoraré tu alma y liberaré a mi pueblo…
Niego con la cabeza. Miro desesperada al cielo, cierro los ojos y llamo a Yinn con toda la fuerza de mi mente.
Un zigzagueante halo de bruma negra como la noche ondea hacia mí como un velo mortuorio.
Sobre mi cabeza, las nubes prietas y oscuras se frotan entre sí, como llamando al dios del trueno, que no tarda en vociferar su genio e iluminar el cielo con su látigo.
Me sobrecojo cuando la punta de esa garra nebulosa me acaricia el cuello. Dejo escapar un grito sorpresivo y salto hacia atrás. En mi piel permanece la sensación ominosa, como si hubiera reptado sobre mí una serpiente húmeda.
Llego a la puerta de la azotea y me vuelvo apurada para abrirla. Pero está cerrada y por alguna razón sé que mi única oportunidad es enfrentarme a esa cosa, con lo que sea que heredé de mi padre.
Sé cómo llamar a la fuerza que habita en mí. La furia es el camino.
Un pensamiento prende la llama: la muerte de mi madre.
No obstante, es una llama titilante, lo percibo; es débil, la tristeza gana terreno.
Con la espalda pegada a la puerta metálica, aguardo a que la ghoula me dé alcance. Sus tentáculos hebrosos y desmadejados, como una decrépita mortaja deshilachada y siniestra, me atrapan, congelando cada una de mis terminaciones nerviosas, provocándome tal repulsión que todo mi cuerpo se sacude en un violento espasmo.
De repente, siento como si una aguja afilada atravesara mi pecho. Abro la boca demudada, el terror me invade. No siento dolor, pero un helor letal comienza a extenderse por todo mi cuerpo, inmovilizándome. Mi rostro se desencaja en una mueca angustiada, me falta el aliento. Abro los ojos y una mirada demoníaca se clava en la mía, rezumando un poder oscuro y triunfal.
Soy incapaz de mover un solo músculo, incapaz de gritar, incapaz de luchar. Tan solo soy una patética e indefensa mosca atrapada en la tela de una araña atroz.
Percibo con absoluto terror cómo la garra helada me aprisiona el corazón. Contengo el aliento. Dos lágrimas brotan de mis ojos, como dos prófugas escapando de la muerte, únicas mensajeras de la angustia que me oprime.
Y entonces llega el dolor, como una ola que parece lejana, pero que, al alcanzar la orilla, rompe en la arena con toda su fuerza.
Gimo apenas, la parálisis convierte mi cuerpo en mi propia prisión, contenedor del tormento que me zarandea sin piedad.
Noto cómo me apago, percibo cómo mi calor corporal retrocede ante la horda de arañas de hielo que apagan una a una todas mis funciones vitales…
Un gorjeo escapa agónico de mi garganta, me ahogo…
Mi vista se nubla, mi esperanza se diluye… y entonces lo veo.
Un furioso remolino de aire emerge de entre las nubes, apartándolas con su vigor.
Un ciclón giratorio parece dirigirse raudo en mi dirección. Intento enfocar la mirada, pero me pesan los párpados y el aire escapa de mis pulmones en un silbido entrecortado.
El tornado envuelve a la oscura fuerza que me atenaza. Oigo un rugido espeluznante, como el gruñido lastimero de un animal. El espectro de Kamil me libera y caigo al suelo, presa de espasmódicos jadeos en busca de aire.
Logro alzar la cabeza entre toses violentas. Mi cuerpo se estremece en continuos escalofríos, para alejar el frío que cala mi interior.
Sobre mi cabeza observo dos fuerzas entremezcladas, girando e impactando entre ellas. La negrura de Kamil y el brillante plata de mi genio de aire enzarzados en una batalla mortal. Un ovillo de aire y humo del que penden puntitos brillantes y que emite rugidos sobrecogedores.
Los truenos restallan sobre ellos como tambores de guerra.
Intento incorporarme, pero algo se me echa encima.
Un cuerpo consistente y pesado cae sobre mí. Jadeo y me debato. Allan me golpea con fuerza en su intento de reducirme.
La llama prende, esta vez con fuerza.