32
Clavicula Salomonis
La teletransportación colectiva lo ha desgastado más de lo que había supuesto. Siente que sus fuerzas merman progresivamente y solo ruega no tener que utilizarlas más.
Ese es el último tramo de su viaje, de su existencia. Su destino siempre lo ha estado conduciendo a este momento y hubiera partido complacido si no fuera por ella. Ve con tanta claridad lo que llena el corazón de Catalina, que apenas puede contener las ganas de amarla hasta el final. Un final que nota atrozmente cerca.
Wahêd los conduce hacia uno de los túneles subterráneos al azar. Pero cuando se aproxima a la entrada, ve un símbolo sobre el dintel. Se detiene y lo observa intrigado.
—Estos extraños caracteres que acompañan a este símbolo son los que se mencionan en el Lemegeton, el Transitus Fluvii, alfabeto oculto —apunta Sam—. Louis, ¿los reconoces?
Este entrecierra los ojos y los estudia con atención.
—Las inscripciones parecen hebraicas.
Wahêd observa el dibujo. Un doble círculo encierra ocho flechas con figuras geométricas en los extremos que dividen el interior; en el espacio entre ambos círculos, aparecen cuatro inscripciones.
—No —dice él—. Son pantáculos planetarios. Y no es hebreo, sino un alfabeto místico conocido como la Escritura de Malaquías, o escritura de los ángeles. Para obtener la forma de los caracteres de este alfabeto se basan en las posiciones de las estrellas en los cielos y trazan líneas imaginarias de una estrella a otra. Estamos ante uno de los sellos mágicos de Salomón, el pantáculo que invoca al planeta Venus.
—Imagino que la entrada a los demás túneles estarán marcadas por otros símbolos —aventura Sam.
Wahêd asiente y se dirige hacia el pasadizo de la derecha. Sobre la entrada, grabado en la piedra, hay un doble círculo de nuevo, esta vez encerrando un cuadrado seccionado en otros dieciséis más pequeños; dentro de cada minicuadrado, un carácter malaquiano.
—Este es el pantáculo de Saturno —dice Wahêd—. Resulta obvio cuáles serán los otros dos.
Siente la mirada inquisidora de Cata sobre él; en cambio Sam y sus acólitos asienten.
—Júpiter y Marte, ¿no? —pregunta Sam.
—En efecto.
Wahêd siente cómo su cuerpo se rebela y su poder languidece. Esos sellos protegen contra espíritus malignos. Experimenta el impulso de alejarse de allí. Su interior se retuerce con un dolor pulsante que soporta a duras penas. No obstante, ha de continuar.
—¿Y cuál debemos seguir? —pregunta Cata, acariciándole el brazo.
Ella tampoco puede dejar de tocarlo.
Todos lo miran, pero él no sabe la respuesta.
Se encoge de hombros y frunce el cejo. El tiempo es crucial, su malestar se agudiza.
—Según la copia de Crowley, debemos ceñirnos al día y a la hora para averiguar el planeta correcto —interviene Sam.
—¿Tenéis aquí la copia?
—La tengo aquí —responde Louis, señalándose la sien.
—Bueno, pues es viernes —continúa Sam. Alza la muñeca y mira su reloj de pulsera, encarándolo hacia la luz que proyecta Wahêd—. Ahora son las ocho de la mañana.
Esta vez todos contemplan a Louis expectantes.
—Ambos datos coinciden con Venus —afirma él con seguridad.
Se dirigen de nuevo al túnel de la izquierda, el marcado con el pantáculo de Venus, y se aventuran en un corredor angosto y profundo.
Wahêd va primero, Cata tras él, Sam y los dos acólitos, Louis e Izan, cierran la fila.
El hueco eco de sus pasos resuena en la piedra, alargando el sonido a lo largo del túnel, envolviéndolos.
Wahêd comienza a sentir un aura extraña, latente e inquietante, como una presencia que se cierne con fuerza sobre ellos. Quizá sean los vestigios del poder que ese templo tuvo en la Antigüedad, reminiscencias mágicas, o incluso la regia figura espectral de Salomón.
Sea como sea, las vibraciones crecen a medida que avanzan y él las siente como pequeños aguijonazos que se clavaran en su piel. Todos sus instintos se agudizan, sabe que deambulan por un lugar vivo, dispuesto a engullirlos en sus negras fauces. Algo peligroso acecha en las sombras, no le cabe la menor duda.
Llegan a un recinto amplio, cuadrado, con paredes de piedra arenisca, plagada de inscripciones planetarias. Hay cuatro gruesas columnas circulares formadas por bloques y labradas con símbolos cabalísticos, y en la pared opuesta, una enorme puerta de plata con la estrella de David grabada, les cierra el paso.
—No puedo teletransportaros a través de ese material —informa Wahêd.
Se aproximan al portón plateado y polvoriento.
—Resulta obvio que protege de los genios —comenta Sam.
Cata pasea sus dedos por el enorme hexagrama, con semblante pensativo.
—No está frío —murmura con asombro—. ¡Mirad, hay una rueda giratoria justo en el centro!
Wahêd se acerca y observa con atención. Hay dos pequeñas ruedas dentadas, una a cada extremo lateral de la grande. Y dos muescas, una arriba y otra abajo.
Acerca una mano a la rueda dentada que parece mover el engranaje. Oye el roce seco y gastado de la piedra al girar y ve que en las casillas superiores se suceden cuatro símbolos planetarios, en las inferiores cuatro colores, negro, azul, rojo y verde, y que en el centro hay un saliente que supone que activa el mecanismo.
—Son los símbolos de Venus, Saturno, Júpiter y Marte —menciona Louis escrutando ceñudo la rueda.
—En efecto —masculla Wahêd—. Imagino que ahora solo tenemos que hacer coincidir el símbolo correcto con el color adecuado.
—Bueno, entonces nada más es cuestión de ir probando —opina Sam, girando la primera rueda y presionando el saliente circular.
Se oye un resorte saltar bruscamente, justo cuando Louis grita:
—¡¡¡No!!!
Al punto, una de las cuatro columnas comienza a desplomarse, entre chirridos quejumbrosos que retumban por toda la sala.
Cata grita y se refugia contra el pecho de él, que la abraza, la pega a la puerta y la protege con su cuerpo.
Tras varios segundos agónicos, el ruido cesa, el suelo deja de temblar y una espesa nube de polvo y arena flota a su alrededor, impidiéndoles ver con claridad.
Cata y los hombres tosen violentamente. El derrumbamiento de la columna no solo pone en peligro la estabilidad de la sala, sino que ha consumido parte del oxígeno que hay en ella.
—¡Maldita sea! —masculla Sam con un molesto carraspeo—. No tenemos margen de prueba.
—Ni de error —puntualiza Cata—. Si se desploma otra columna, se nos caerá el techo encima.
Wahêd se aparta de ella y observa los bloques de la columna, diseminados en el fondo de la estancia.
—Ha caído la columna izquierda de ese lado. Si fallamos de nuevo y cae su opuesta en diagonal, el techo se aguantará; en caso contrario, se nos caerá encima. Mejor no averiguarlo —concluye.
—Cuatro colores, cuatro símbolos y cuatro columnas, lo he sospechado justo cuando has girado el mecanismo —dice Louis, sudoroso y pálido.
—Por Dios, Louis, ¿recuerdas el esquema de los pantáculos angélicos de Salomón? —suplica Sam, mirando nervioso a su alrededor.
La piedra cruje y se lamenta, como si rozaran unas con otras, sometidas a una presión desconocida. La estructura se debilita.
Louis cierra los ojos, sus labios se mueven en rápidos y silenciosos susurros. Es fácil ver cómo su mente pasa de un recuerdo a otro, buscando el indicado. Su concentración es encomiable en un momento como ese.
Wahêd pasa el brazo por los hombros de Cata y la pega a él. No se trata únicamente de la primaria necesidad de tenerla cerca, o de protegerla, es que además le transmite su fuerza. No solo su alma y su corazón se sienten atraídos por ella, también su debilitado espíritu ha descubierto que puede beber del poder que desprende la mujer. Ha descubierto que ella es capaz de recargar sus fuerzas, al menos un tiempo. Y cada segundo que su magia muere, él también lo hace.
—Si poseemos el favor de los pantáculos —comienza a decir Louis de manera mecánica, como si leyera un fragmento memorizado— e invocamos a los espíritus con ellos, obtendremos su obediencia y su sumisión, porque nos temerán. Además de gozar de esas virtudes, nos protegen de peligros terrenales, de la hechicería y la brujería y ganamos el favor de los hombres.
»El fuego se extingue, el agua se aquieta y todas las criaturas temen los nombres escritos en ellos y obedecen por ese temor. Estos pantáculos se hacen del metal más adecuado a la naturaleza del planeta y de esta manera no es preciso observar la regla de los colores.
De repente abre los ojos, como iluminado por un pensamiento impactante, y nos mira con complacencia.
—¡Recuerdo los metales correspondientes a cada planeta!
Los demás dejan escapar el aliento y lo miran impacientes.
—Saturno se rige por el plomo, Júpiter por el estaño, Marte por el hierro y Venus por el cobre.
Los demás se miran entre ellos con la ansiedad pintada en los rostros.
—Puesto que este pasadizo es el de Venus, hemos de emparejarlo con el color cobre —musita Sam—. Pero ¿cuál es el color cobre?
—El color del plomo es negro —comienza Wahêd—, el del estaño ha de ser azul. El hierro, rojo, así que, por descarte, el cobre ha de ser verde.
—Pero el cobre es más parecido al rojo que al verde —objeta Louis.
—Yo solo sé que Marte se rige por el color rojo —interviene Sam con convencimiento.
El corpulento Izan, que tiene los ojos muy abiertos y suda copiosamente, se agita nervioso y mira en derredor como buscando algo.
—Entonces Marte sin duda es rojo —dice Cata—. El óxido de hierro se usa para preparar pigmentos rojizos en la pintura al óleo. Y tengo la certeza de que el cobre corresponde al verde. En pintura usamos la malaquita para fabricar ese color, y en su composición lleva carbonato de cobre.
—Adelante entonces —aprueba Sam, fijando su mirada en Wahêd.
Él asiente, dirige su mirada a Cata y, durante un breve instante, se pierde en sus ojos. Ese mar, ahora revuelto, sigue siendo su refugio de paz. Su último deseo solo puede concedérselo ella, y es morir ahogado en su cerúlea mirada hasta que la luz de su alma se apague definitivamente.
Suspira, intenta calibrar las fuerzas que le quedan para salvaguardar la vida de los humanos que lo acompañan en caso de que no logren resolver el acertijo, y acciona los discos giratorios, colocando el símbolo de Venus arriba y el color verde abajo.
Hace una pausa, respira hondo y presiona el saliente.
La piedra vuelve a gruñir quejicosa. Una serie de crujidos se desatan durante apenas unos segundos. Todos aguardan temerosamente impacientes, respirando agitados, pegados al enorme y pesado portalón.
Sin embargo, nada sucede. Los ruidos cesan.
—La puerta no se abre —se lamenta Cata, pesarosa.
—Tampoco ha caído ninguna columna —señala Wahêd, tan confuso como ellos.
—Lo que quiere decir que no hemos errado —interviene Sam.
—No, pero algo se nos escapa —contesta él.
—¡Es una trampa! —exclama Izan, sumido en la desesperación.
—Tranquilízate, Izan —exige Sam, furioso—. Debemos mantener la calma y pensar en lo que se nos pasa por alto.
—Hasta ahora, todo está en relación con los pantáculos —rumia Louis con semblante concentrado—. Los planetas, sus colores… todo son características de los sellos…
La luz que emite Wahêd comienza a parpadear. Todos se vuelven hacia él, alarmados.
Se apoya en Cata, las fuerzas comienzan a fallarle.
—¡Yinn! —exclama ella, sujetándolo. Su hermoso rostro se tensa en una mueca aterrada.
—Estoy bien, pelirroja —musita con calma—. Un poco débil, solo eso.
Cata se vuelve nerviosa hacia Louis.
—¡Tenemos que salir de aquí!
—Eso pretendemos todos —señala Sam—. Estos condenados sellos nos ocultan algo…
—¡Sellos! —exclama Cata con un deje esperanzado en la voz—. ¿Cuántos sellos hay por planeta?
Louis abre mucho los ojos, iluminados por una súbita revelación.
—¡Eso es! —dice—. Cada planeta tiene un número determinado de pantáculos. Siete Saturno, siete Júpiter, siete Marte y creo que cinco Venus.
—¡Joder! ¿«Creo»? —le espeta Cata, ansiosa.
—No queda más remedio que comprobarlo —sugiere Wahêd.
—Yo lo haré —propone Sam, aproximándose al mecanismo—. Ya lo hemos girado una vez y lo que quiera que vaya a pasar ha quedado detenido. Nos quedan cuatro.
Y, con apremio, vuelve a girar ambas ruedas hasta colocar el símbolo de Venus, un círculo con una pequeña cruz en su parte inferior, en la casilla superior y el color verde en la inferior. Presiona el saliente y repite tenaz la operación. Así hasta completar la operación por quinta vez.
Cata se abraza con fuerza a Wahêd, Izan aprieta entre sus manos el medallón que cuelga de su cuello y cierra los ojos, y Louis se limita a mirar con temor a su alrededor.
Un sonido brusco y un chirrido espeluznante los sobresalta. Algo metálico se desliza y unos goznes gruñen.
La puerta comienza a entreabrirse en lenta agonía.
Todos resoplan aliviados y se asoman precavidos a la negrura que los aguarda.
Wahêd se adelanta para iluminarles el camino. Mantiene a Cata junto a él; ella le rodea la cintura y se pega a su costado. No sabe muy bien quién sostiene a quién, ni quién protege a quién.
Aprieta los dientes, concentrando toda su energía en intensificar el halo que proyecta tan trabajosamente. Y a pesar de que consigue agrandar el círculo luminoso a su alrededor, no logra apreciar paredes, sino solo un espacio vasto y despejado.
—Esto es enorme —murmura Sam.
El eco de su voz se pierde en el vacío, languideciendo en la distancia.
—Creo que estamos debajo de lo que fue la sala del trono —aventura Wahêd—. Era la estancia más majestuosa de todo el templo. Concretamente, nos encontramos en la Cámara del Tesoro, un duplicado exacto de la sala real en cuanto a dimensiones. Salomón accedía aquí por un pasadizo oculto bajo su trono.
—¿Aquí estuvo el Arca de la Alianza? —pregunta Cata.
—Estuvo aquí, sí, en el santuario, dentro de un tabernáculo. En la parte norte del templo. Y no solo el Arca, sino los más fastuosos tesoros de la Antigüedad.
Ella alza la mirada hacia él con curioso interés.
—¿Hay algo que no sepas?
—Ahora mismo muchas cosas.
Cata sonríe abiertamente.
—¿Como por ejemplo?
—Como por ejemplo lo que pensarán estos tipos si te llevo a un rincón oscuro un ratito mientras ellos buscan.
—Dios, Yinn, no estás tan débil, después de todo.
—Para eso y para ti, nunca lo estaré.
Siente la mirada prendada de la mujer sobre él y un calor extraño inunda su pecho. En realidad, lo que le ha dicho es justo lo que desea hacer en esos momentos; huir con ella muy lejos de allí.
De repente siente un escalofrío, una brisa helada ha penetrado junto a ellos en la cámara.
Contrariado, ve que no es el único que lo ha percibido.
Izan mira un punto concreto, justo detrás de ellos. Su nerviosismo ha desaparecido misteriosamente y en su semblante se muestra una curiosa complacencia.
Wahêd descubre que, como temía, hay más de un esclavo en los puntos estratégicos. Eso y que su amo acaba de entrar en la sala.
Acelera el paso y llegan al fondo de la cámara, donde vislumbran un cofre dorado sobre un pedestal de piedra caliza. En el centro de la pared se abre una estrecha puerta. En las paredes laterales asoman lucernas polvorientas.
Se acerca al cofre y lo abre. La tapa emite un gruñido.
Sam se inclina y mira dentro.
—¡Está aquí!
Alarga la mano y saca un libro de tapas metálicas, con el emblemático hexagrama grabado en el centro y relieves en las esquinas. Un pasador asegura el grimorio Clavicula Salomonis, La Llave Menor de Salomón, el verdadero Lemegeton.
—¡Dios Santo! También están los elementos para montar el almadel —exclama Sam, sacando una tablilla de cera con sellos protectores y cuatro velas.
Wahêd se tensa, la maléfica presencia, fría y sibilina que se agazapa en las sombras, aguarda insidiosa. Sabe que tendrá que contenerla mientras ellos realizan los ritos. Maldice interiormente su debilidad. Es consciente de que sin la ayuda de Cata no tienen ninguna posibilidad.
—¡Daos prisa! —apremia, clavando su preocupada mirada en Sam—. No estamos solos.
Siente la mirada de los demás como dardos asustados e inquisidores que lo sepultan con una responsabilidad que lo angustia.
Cata abre mucho los ojos y se pega a él. Sam y sus hombres se apresuran con los preparativos, echando furtivas miradas temerosas a la oscuridad que los rodea.
Wahêd se inclina hacia Cata. Una idea temeraria pero necesaria toma consistencia en su cabeza.
—No puedo hacerlo sin ayuda —confiesa—. Mi desvinculación como genio deteriora mis fuerzas, lo que, sumado a los últimos enfrentamientos, hace que mi poder se resienta cada instante un poco más.
»Solo hay alguien que puede ayudarnos y es la hermana de Kamil, Yaced. Es ambiciosa, y pretende apoderarse del trono. Invocadla cuando tengáis preparado el almadel. Me ayudará a enfrentarme a Kamil y sus legiones. Mientras lo hago, debéis efectuar el rito de Convocación y de Eliminación. Una vez que lo consigáis, y solo en este caso, que Sam realice el de Vinculación con el anillo. —Y añade, dirigiéndose a Cata—: Con ese rito no solo perderás la condición de llave dimensional, sino todos tus poderes. Con él desaparecerá tu condición de híbrida y recuperarás tu vida.
—Mi vida sin ti —musita ella con un hilo de voz.
—Tu vida, solo eso importa.
Cata se abraza a su pecho y entierra su rostro en él.
La coge de los hombros y la separa para poder mirarla a los ojos.
—Escúchame, Cata, nada de lamentaciones. Piensa que yo nunca he sido real. Evócame como un sueño, o un recuerdo con el que sonrías o suspires, pero no como un amante, ni como un hombre. Solo he sido un sueño del que estás a punto de despertar.
—Entonces no quiero despertar.
—¡Maldita sea, Cata, abre los ojos de una condenada vez! No cometas el error de tu madre, no entregues tu vida por una quimera. No merece la pena. Dentro de muy poco dejaré de existir, yo no importo.
Ella se derrumba en sus brazos entre sollozos, aferrándose a él con una intensidad que lo desgarra.
—A mí me importas. Y me importarás mientras respire, esté donde esté.
Wahêd ya no puede resistirse más. La sujeta con firmeza y se inclina sobre su boca.
Cata lo recibe con voracidad. Sus lágrimas son saladas y tibias, su anhelo infinito, su dolor le desgarra el pecho.
Desea morir en ese beso, otorgarle el olvido. Desea no haber caído bajo su influjo, no haberla tentado, pero fue débil e incauto y ahora ella pagará las consecuencias, al menos durante un tiempo. No ha sabido protegerla y si algo agradecerá a la muerte es evitarle el peso de su conciencia.
Se obliga a apartarse de ella y la mira lleno de sentimientos encontrados, todos con un marcado matiz culpable.
—¿Serás capaz de perdonarme?
Cata cierra sus enormes ojos turquesa, mientras gruesas lágrimas ruedan por sus mejillas en un reguero incesante. Cuando los abre, el sufrimiento que se refleja en ellos apuñala su pecho.
—¿Perdonarte? Si mi vida solo tuvo sentido el día que te invoqué.
Wahêd se sacude tembloroso. Apenas es capaz de contener lo que estalla dentro de él: un amor tan grande que lo dota de una fuerza desconocida.
—No me iré sin saberte a salvo —logra decir—. Te lo juro. Como tú vas a jurarme que vivirás por mí. Como pago de mi sacrificio, exijo tu felicidad. Quiero tu palabra, Cata. Es… mi primer y último deseo.
Ella, llorosa y trémula, hipa y asiente. Se muerde el labio inferior y frunce el cejo.
—Tienes… mi corazón, mi alma… y mi palabra.
Wahêd asiente complacido, a pesar de que el dolor lo zarandea implacable. La estrecha contra sí y piensa que el amor es sin duda la energía más poderosa del Universo y que es afortunado por gozar de ella.
—Aléjate de mí, Cata.
La separa de él y se aparta unos pasos sin dejar de absorber cada detalle de su rostro.
Ella lo observa con extrañeza y miedo.
—No, quiero estar en tus brazos hasta el final.
—El final está detrás de mí.
Siente la presencia acercarse a su espalda ominosamente.
—¡No! —exclama Cata con impotencia.
—Te amo, pelirroja, como ninguna criatura amó jamás a otra.
»¿Quieres saber el tercer motivo por el que decidí ayudarte aquel primer día?
Ella asiente compungida.
—Porque comprendí que no podría negarte nada. Tus ojos me esclavizaron con más fuerza que tu invocación.
—Yinn…
Wahêd cierra los ojos un instante, atesorando la imagen de la mujer que ama, como escudo y espada contra lo que se abalanza sobre él.
Se vuelve, aprieta la mandíbula, cierra los puños y abre los ojos, asomando a ellos toda su fiereza, su empuje y decisión. Sus tatuajes destellan, acentuando su luminoso fulgor.
Dispuesto a encarar su última batalla.