37
Símbolos

Dicen que los mejores planes son precisamente los que no se piensan y si tal afirmación es cierta, este plan tiene que ser todo un éxito.

Caminamos por las empedradas callejuelas de Toledo Louis, Tessa y yo.

La nueva incorporación se debe a que tuve la brillante idea de despedirme de mi amiga y ella me impuso su presencia. No porque fuera imprescindible para la misión, sino porque se presentó en casa con la maleta y me esposó a la silla hasta que accedí a que viniera, eso o perdíamos el avión.

Durante el vuelo, y ante mi completo asombro, descubrí que Louis y Tessa conectaban a la perfección, ella con sus sarcasmos ácidos, y él con su humor negro.

Si de algo no careció el viaje fue de entretenimiento. Pullas, pulsos de ingenio y comentarios descarados amenizaron el largo trayecto transoceánico.

Reconozco que estoy disfrutando como hacía tiempo que no lo hacía. Bien era cierto que hacer de árbitro y juez no invita a aburrirse.

—Tenemos que visitar primero la catedral —dice Louis, ajustándose las gafas sobre el puente de la nariz, al tiempo que comprueba con mirada concienzuda su libreta de notas.

—Oye, rubito, no hemos venido como turistas, no lo olvides —contesta Tessa.

Él la mira de soslayo, frunce los labios y pone los ojos en blanco en busca de paciencia.

—Rubita, si alguien sabe los pasos a seguir, soy yo, así que cierra esa bonita boca, que ganas mucho callada.

Ella lo fulmina con la mirada. Yo me sitúo rápidamente entre los dos y me dirijo a Louis.

—¿Por qué la catedral?

—En su fachada, en los bloques de piedra hay marcas de cantería con jeroglíficos que debo apuntar. Todo indica que la ciudad está llena de pistas.

—Vamos entonces.

La plaza de la Catedral está atestada de turistas, pero Louis no está interesado en entrar en la iglesia, se limita a recorrer con la mirada la fachada lateral. Cuando localiza una incisión en la piedra, intenta reproducirla en su cuaderno.

—Parece un simple compás —murmura Tessa, displicente.

—Lo único simple son tus comentarios.

—Eres un imbécil redomado, encanto.

—¿Imbécil y encanto en la misma frase? Creo que tengo posibilidades —señala Louis, mordaz.

—Sí, de oler mi perfume mientras te masturbas pensando en mí.

Él suelta una abrupta carcajada, se detiene y ríe a mandíbula batiente.

—Detesto tu perfume —replica, secándose las lágrimas, todavía entre risas—. Lo otro no lo descarto.

Esta vez es Tessa quien se ríe.

—Eres raro, pero gracioso.

—Tú eres graciosa, pero rara.

—Si esto tiene que acabar en boda —los interrumpo divertida—, no encontraréis mejor catedral que esta.

—Antes se me secan los ojos —masculla Louis.

—Sí, de tanto mirarme —responde Tessa, con un guiño.

Él bufa y se centra de nuevo en las curiosas marcas talladas en diferentes bloques.

—Tessa, deja de incordiar, ¿vale? Es un buen tipo.

No paso por alto la extraña mirada que le dedica ella. Una mirada muy alejada del acostumbrado interés sexual que le despiertan los hombres que le gustan, pero muy cercana a otro tipo de interés, puede que más profundo. Sonrío para mis adentros.

Recorremos los aledaños del edificio y las callejuelas colindantes. Cuando Louis parece conforme con sus apuntes, mira un plano y nos conduce hasta la calle de San Ginés número tres, donde está la entrada a la Cueva de Hércules, justo bajo la Casa Encerrojada de Toledo, o Palacio Encantado.

—¿Sabíais que la Mesa de Salomón es uno de los tesoros más buscados de la humanidad?

Ambas lo miramos intrigadas.

—Fue ambicionada por las culturas judías y árabes, por los templarios, normandos, Hitler, la secta Tuhle y Heinrich Himmler, el Vaticano y hasta la CIA.

Tessa silba impresionada, Louis se ruboriza.

—Pero solo en dos ocasiones alguien se atrevió a entrar en la cueva —continúa—. La primera fue cuando el rey Rodrigo, en el año 711,quiso poner un nuevo candado a la puerta metálica que cerraba la entrada, como hicieron los anteriores monarcas, pero le pudo la curiosidad.

—¿Y qué le pasó?

Tessa abre interesada los ojos y lo mira con fijeza. Louis parece fascinado por su repentina atención.

—Pues según dice la profecía, vio en el Espejo de Salomón, imagino que en la superficie brillante de la mesa, cómo los árabes asolaban la Península, hecho que se cumplió como castigo a su desobediencia. Setecientos años de invasión musulmana.

—¿Y la segunda?

—La segunda fue un grupo liderado por el cardenal primado de Toledo, Juan Martínez Siliceo, en el año 1546.

—¿Y qué les pasó?

—Murieron todos en condiciones misteriosas.

Tessa lo mira horrorizada y se detiene justo cuando se adentran en un arco de medio punto donde comienza la escalera que desciende al Museo de la Cueva.

—Espera un momento —dice frunciendo el cejo—. Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

—No. —Sonríe malicioso—. Todo lo que he contado lo refieren las Crónicas.

—¿Y ponen un museo en un lugar ultrasecreto y mágico, ambicionado por media humanidad?

Louis asiente, pasándose la mano por el tupido cabello dorado. Tessa sigue la dirección de su mano, con una expresión extraña en su semblante.

—Mejor os lo explico cuando no estemos en un lugar público.

—Bajemos al museo —digo yo con cierta impaciencia.

Traspasamos unas puertas dobles de madera y entramos a un recinto donde comienza la visita.

Tenemos que bajar una escalinata empinada, estrecha y con abruptos recodos; una escuálida barandilla de hierro nos ofrece una escasa sujeción.

Descendemos un nivel hasta un entramado de galerías subterráneas formadas por bóvedas de piedra paralelas y semicirculares, unidas por arcos prácticamente cerrados, de clara construcción romana, muy parecida a los acueductos de esa cultura. En los extremos de la sala se abren ciertos boquetes o puertas tapiadas, que imagino que dan a otras secciones restringidas.

Recorremos el lugar escudriñando cualquier rincón susceptible de esconder una entrada secreta.

Por fortuna, estamos solos.

—¿Y ahora? El resto de las salidas están tapiadas —señalo frustrada.

—Como os decía antes —comienza Louis en voz baja—, todo esto del museo es solo un ardid para blindar y proteger la verdadera entrada. Hay muchos intereses, muchos movimientos conspiradores, ya no solo de ocultismo, sino gubernamentales y eclesiásticos, que no están interesados en que se descubra.

—¿Y por qué no? —inquiere Tessa, confusa.

—Pues porque el verdadero peligro de la Mesa de Salomón es que dice la verdad a quien le pregunta. Y su respuesta se proyecta en forma de imagen, tanto respecto al pasado más remoto, como al presente o futuro. Imaginaos lo que sería preguntar sobre alguna de las muchas incógnitas de la humanidad y que las respuestas empezaran a señalar culpables. El mundo estallaría en una revuelta como nunca antes.

»Si supierais realmente el engaño en el que vivimos, la cantidad de sangre y de mentiras que se han vertido solo por el poder y las riquezas, y por parte de quien realmente no debería.

—¿La Iglesia? —aventura Tessa.

—Y el gobierno, las altas esferas que nos manejan como a títeres. Nos ocultan el conocimiento, lo blindan para tenernos ciegos y dóciles. Hay tantos enigmas que tendrían solución… Como qué esconde la base militar Área Cincuenta y uno en Nevada, o quién mató a los Kennedy, o qué pasó con Hitler, o quién perpetró el atentado a las Torres Gemelas… Y tantas y tantas cosas que de salir a la luz trastocarían el orden mundial.

—¡Santo Dios! —exclama Tessa, asustada—. Quizá sea mejor no saber nada.

Louis la mira reprobador.

—No, el mundo necesita un cambio ya. Una era de luz que despeje las tinieblas que llevan siglos sepultándonos.

Un escalofrío me recorre. Aspiro aire rancio y húmedo y me abrazo a mí misma. Mis esperanzas comienzan a tambalearse.

—Si nadie ha conseguido entrar desde el siglo XVI, ¿cómo demonios lo haremos nosotros?

Tessa pasa un brazo sobre mis hombros y me estrecha con calidez.

—Seguro que Cerebrito conoce una entrada secreta —afirma convencida.

—Gracias por la confianza, guapita, empieza a gustarme tu perfume.

Ella le sonríe abiertamente.

—Louis, ¿has pensado algo o toca improvisar? —pregunto, mirando a mi alrededor.

—Ambas cosas —responde él, sacando su bloc de notas—. Inspeccionemos cuidadosamente cada bloque de piedra, buscando alguna marca o ideograma extraño. En un documento secreto en la logia descubrí el modo de entrar, pero tenemos que localizar el acceso correcto.

Nos dividimos para recorrer los distintos pasadizos. Aguzo la vista, buscando con afán por la irregular superficie agrisada de la roca cualquier leve muesca. Me detengo cada tanto y me concentro en cada palmo, en cada recoveco, en cada saliente. Nada.

De pronto, veo un triángulo abierto, con el vértice rodeado por un pequeño círculo. ¡Es un compás, un símbolo masónico!

—¡Louis!

El eco de mi voz se expande y rebota entre los muros de piedra.

Entrecierro los ojos y descubro otro símbolo, una herradura justo encima del primero. Bajo intuitivamente la vista y descubro entusiasmada un triángulo completo, a la derecha, el símbolo de un pez en vertical y a la izquierda una flecha apuntando hacia abajo.

Oigo los pasos acelerados de Louis y Tessa detrás de mí.

—¡Bingo! Mira, Tessa, un simple compás —se burla él, sonriente.

Ella le saca la lengua y arruga la nariz fingiendo disgusto.

—Esa es la clave: el compás masónico, símbolo del conocimiento oculto. Los otros cuatro son signos lapidarios.

Revisa los apuntes de su libreta y dibuja con trazo rápido los grabados del muro. Parece reflexionar un instante y luego asiente vehemente.

Nos mira a ambas con una sonrisa.

—Empiezo a comprender —anuncia pletórico—. El único signo que se repite aquí y en la fachada de la catedral, además del compás, es este. —Señala el que tiene forma de pez—. Y es la clave de todo.

Lo miramos sin comprender su razonamiento.

—¿Un pez? —inquiere Tessa.

—No es un pez, es la Vesica Piscis, con su forma almendrada, representa lo femenino y la fertilidad. Este signo ya se usaba en las pinturas rupestres. Es la unión creadora de lo Sagrado Femenino y lo Sagrado Masculino, y una alegoría del Grial.

»Diría, sin temor a equivocarme, que solo una mujer puede entrar en la cueva. Un mujer sin ambición, con el corazón lleno de amor. Un alma pura femenina enlazada con un alma pura masculina. Tú, Cata.

Louis se fija en la flecha que indica la parte inferior del muro. Comienza a palpar con los dedos la fila de bloques de piedra donde está la Vesica Piscis de arriba abajo. Cuando presiona el último bloque, oímos que salta un resorte, una vibración leve que nos aparta temerosos del muro.

—¡Dios mío, se ha abierto un resquicio! —exclama Tessa.

—Es una puerta —aclara Louis. Mira precavido a su alrededor y la entreabre.

Tras los gruesos bloques de piedra hay otra puerta, gruesa y metálica. Numerosos candados la cierran. Curiosa, veo un pequeño saliente con un sello en el centro. Un sello muy familiar para mí.

Entonces comprendo que el anillo de Salomón es la verdadera llave para entrar. Lo acerco a la pieza y encajo el relieve de la estrella de David en él.

Louis asiente complacido, mientras Tessa traga saliva, nerviosa.

Sorprendentemente, se abre por el lado contrario a donde están los candados. Soltamos una exclamación casi al unísono.

—Solo puedes entrar tú —me recuerda Louis—, nosotros te esperaremos aquí.

—Pero ¿y el jeroglífico que hay que resolver?

—Ahora veo que no es necesario. Solo vas a pedir un deseo, no a hacer preguntas, ni a apoderarte del mundo. Evita mirar el espejo de la superficie de la mesa, inclina servil la mirada, formula el deseo y sé muy específica, eso sí. Luego date la vuelta y regresa aquí.

Asiento. Tiemblo, pero solo por miedo a fracasar.

Tessa me contempla un instante con absoluta preocupación y me abraza vigorosamente. Siento su temor como propio.

Cuando me suelta, Louis hace lo mismo, aunque con una sonrisa despreocupada, que intenta aliviar la tensión.

—Suerte —murmuran casi a la vez.

Sonrío e intento imprimir a mis palabras una seguridad que no siento.

—Lo traeré de vuelta.