8
Tentaciones

Me despierto con una clara determinación cuando lo veo dormitar en el gastado sillón de orejas: transformarlo en un hombre actual y enseñarle el mundo.

Corro a la ducha antes de que él se despierte y bato todos los récords en higiene personal apresurada cuando se me pegan las sábanas.

Tras la fugaz ducha, me seco el largo cabello ondulado, me maquillo ligeramente y busco en los cajones una goma para el pelo. Ya me estoy recogiendo la melena cuando una voz me detiene.

—Suelto.

Miro hacia la puerta cerrada y sé que él está al otro lado. Me ve.

—Es mi pelo —le recuerdo, alzando la voz.

—Y ese es mi consejo.

Haciendo caso omiso, me hago una cola alta, con destreza y rapidez, y salgo furiosa del aseo.

—Enséñame ahora mismo a pedir deseos —le exijo, con los brazos en jarras—. Voy a pedir que dejes de observarme a través de las paredes. Aborrezco que se entrometan en mi intimidad.

El genio me mira con una sonrisa contenida y asiente.

—Para pedir deseos has de ser concisa y cuidar bien lo que mencionas, no creerías la cantidad de confusiones y líos que han causado los deseos mal formulados.

Lo cojo de la muñeca y lo arrastro hacia el cuarto de baño. Lo siento en el inodoro y lo contemplo pensativa, mientras me froto la barbilla.

—Voy a cortarte el pelo y a afeitarte, gigante, y no quiero ni una réplica.

—Solo has de desearlo.

Niego con la cabeza, balanceando mi larga coleta.

—¡Ah, no! Eso lo voy a hacer yo solita, no pienso malgastar un deseo en algo tan fácil.

Abro un par de cajones y despliego sobre la encimera del lavabo unas tijeras, la maquinilla de afeitar que Allan decidió dejar en mi baño para esos largos fines de semana que solemos pasar juntos, un peine, una toalla y un aftershave.

Yinn me observa con el cejo fruncido; por su expresión más parece que lo que tan prolijamente preparo sean instrumentos de tortura.

—Tranquilo, machote, no es la primera vez que lo hago, aunque nunca he cortado tanto pelo.

—Lo estoy, pero solamente porque soy inmortal.

Le doy un ligero empujón socarrón, le dedico una sonrisa desdeñosa y me pongo manos a la obra.

No lo pienso, le corto esa larga coleta de genio justo por la base de la cinta.

La cola de pelo negro cae pesada sobre el linóleo. Luego me dedico a atrapar mechones entre los dedos, los alzo y los igualo con las tijeras. Concentrada en mi trabajo, no soy consciente de la proximidad de mi cuerpo al del gigante.

Más de una vez, mis pechos rozan su brazo, su espalda o su hombro. Me disculpo algo avergonzada, pero abstraída en mi labor vuelvo a incurrir inconscientemente en los mismos peligrosos contactos. Curiosamente, me apercibo de que el genio cierra los ojos, mortificado ante los continuados roces, o aprieta los dientes contenido.

Voilà!

Ahueco el cabello del genio con las manos, dándole volumen, y retrocedo para contemplarlo.

—Perfecto —presumo.

—Prefiero no mirar —musita él.

—Cobarde. Y ahora, esta ridícula barba de chivo.

Yinn alza el rostro y me contempla ofendido.

—¿Me has llamado chivo?

—Solo a tu barba —respondo divertida.

—Pues que sepas que esta barba es un distintivo de rango.

—Bueno, pues entonces no la necesitas. Aquí no lo tienes, aquí eres un cadete, gigante.

Yinn gruñe entre dientes y me fulmina con la mirada. Chasqueo la lengua y agito la mano para quitarle brío a su enfado.

Cojo nuevamente las tijeras y le corto la barba, apurando con cuidado. Después, se la rasuro a conciencia, hasta terminar con un afeitado convencional.

Le pongo una toalla con agua fría envolviéndole el mentón. Acto seguido, le unto la piel con mi apreciado aloe vera y, para finalizar, el aftershave de Allan.

Me separo unos pasos para contemplar mi obra.

Me muerdo el labio inferior. «Pero ¿qué he hecho?», me pregunto mortificada.

Si antes era tormentosamente guapo, ahora esta endiabladamente bueno. Su espesa melena oscura le roza los hombros con un corte actual y desenfadado. Lamento al instante mi decisión.

—Ahora, mientras te duchas, buscaré con qué vestirte, aunque no sé dónde vas a meter tanto cuerpo —musito, dirigiéndome a la puerta.

—¿No vas a hacerlo tú? —inquiere él con esa maléfica sonrisa torcida—. Creía que no ibas a desaprovechar deseos en cosas fáciles…

Le sostengo la mirada, desafiante, nos contemplamos en un reto de intereses.

—Vamos, no seas malo, dúchate y saldremos de compras.

Yinn niega con la cabeza.

—O me duchas tú o tendrás que desearlo.

—Eres odioso, ¿sabes?

—Sé.

Lo fulmino con la mirada, respiro hondo, pongo los ojos en blanco y lo observo furiosa.

—No pienso ducharte, así que desembucha.

—Cobarde —me espeta sonriente.

Me planto frente a él, alzando el rostro en actitud amenazante.

—Dime cómo se hace o volveré a coger las tijeras y no será pelo lo que corte.

Yinn alza las palmas de las manos mostrando su rendición, entre risas.

—Has de decir: «Deseo, en este caso, que te duches en esa bañera y lo deseo ya». Y en ese orden: la acción, el lugar y el cuándo.

Lo escruto con desconfianza, pero asiento.

—¡Deseo que te duches en esa bañera y lo deseo ya!

—Como desees, ama.

Y al instante, casi sin que le dé tiempo a mi retina a asimilar la nueva situación, me veo rodeada del vapor del agua caliente y a Yinn desnudo y enjabonándose de pie en la bañera, ¡ante mis ojos!

Cuando quiero darme la vuelta y huir despavorida, la visión de un escultural y masculino cuerpo húmedo y duro me sigue escaleras abajo. Por Dios, ¿se puede ser más perfecto?

Me dirijo al cuarto de invitados y rebusco en el armario prendas de Allan.

Soy incapaz de apartar de mi mente la brillante piel acanelada del genio, ni las suaves curvas de sus tirantes nalgas, ni esa espalda prodigiosa, ni esos brazos musculosos alzados, ni sus grandes manos frotándose el cabello, ni la acerada y abultada superficie de sus abdominales, ni esas piernas poderosas de largos músculos, ni la basculante virilidad que pendía tentadora. ¡Dios Santo, estoy ardiendo como nunca antes!

Pego la frente a la puerta del armario y me golpeo suavemente. Mi frustración sexual crece a un ritmo alarmante. Necesito solucionar ese tema cuanto antes, con Allan, por supuesto. Porque ya temo ser víctima de una combustión espontánea por pensamientos lujuriosos.

Respiro hondo con los ojos cerrados y cuento hasta diez para recuperar algo del dominio perdido. Luego, continúo buscando entre las perchas.

Saco unos vaqueros anchos y una camiseta grande, negra, que a Allan lo hacen parecer un rapero desharrapado, y también unos slips negros, que estiro pensando en cómo demonios meterá aquí lo que acabo de ver. Me recrimino mentalmente, las comparaciones son odiosas, no importa el tamaño, sino el uso, pero maldita sea, intuyo que en cuestiones de uso, seguro que el genio es un jodido experto.

De mal humor, subo la escalera y, cuando entro en mi cuarto de nuevo, casi me da un infarto.

Yinn, con el oscuro cabello mojado rozándole ligeramente los hombros, goteando sobre su impresionante torso desnudo, y una ridícula toalla de manos alrededor de sus caderas, remarcando un bulto sospechosamente necesitado, me espera en el centro de la habitación.

Su mirada pendenciera me termina de obnubilar, abro la boca, pero nada sale de ella.

—No me has dejado toallas —se excusa, sin que su semblante acompañe su intención.

—Lo… siento… —Me aclaro la garganta y carraspeo nerviosa—. Te dejo algo de ropa y…

Yinn se acerca tendiéndome la mano, parte de la toalla se descuelga peligrosamente. Aparto rauda la vista.

—¡No te me acerques! —le advierto agitada.

Sé que sonríe vanidoso, aunque me niego a comprobarlo.

—¿Y cómo piensas darme la ropa?

La lanzo sobre la cama y salgo atropelladamente del cuarto con el corazón a mil por hora.

Tengo que enfriar mis pensamientos y decido ocuparme en preparar el desayuno.

Así todo es más fácil, poner el filtro en la cafetera, tostar el pan, servir el zumo de naranja, concentrarme en cocinar al punto exacto los huevos revueltos y luego engullir.

Con el control recuperado, respiro hondo cuando lo oigo entrar en la cocina. Esta vez me vuelvo despacio.

—Disculpa, he echado un vistazo al desván por si la llave estuviera más cerca de lo que pensamos.

Mis pupilas se dilatan y mi garganta se seca, ooootra vez. Esto está acabando con mi paciencia y, lo peor de todo, con mi buen juicio.

Está apoyado de manera indolente en el marco, ocupando todo el vano de la puerta, con una pierna cruzada delante de la otra, mirándome con una fijeza que quema.

Decir que está tremendo es a todas luces quedarse corta. El ancho pantalón de Allan no solo le está estrecho y corto, hasta pienso que le impide la circulación de las piernas y que en poco tiempo las tendrá azules. La camiseta negra más bien parece pintada sobre su piel, y aun así quita el aliento.

—Nunca ha sido tan necesario ir de compras como en tu caso —logro observar sin que me tiemble la voz.

—Sí, por favor, de todas las veces en las que me he sentido atrapado, esta te aseguro que está siendo la más dolorosa.

Suelto una carcajada. Por fin alivio tensiones, aunque no todas.

—Vamos, gigante, te espera un día ajetreado.

Yinn se acerca a la barra, se sienta en un taburete, toma una tostada de mermelada y la muerde con una voracidad que me estremece.

—No tan ajetreado como me gustaría, pelirroja.

Sonríe intencionado, en la comisura de sus labios queda un rastro de mermelada de fresa que deseo limpiar con mi lengua. Me vuelvo con vehemente furia hacia los fogones y me muerdo el labio inferior. Y pensar que, últimamente, lo más difícil de mi vida habían sido los exámenes finales de la carrera.

—¿Tienes servilletas o te encargas tú de limpiarme la boca?

Resoplo y le regalo una mirada airada.

—Me temo que voy a pedir otro deseo.

Yinn se encoge de hombros y me guiña un ojo.

—Como quieras, pero no olvides que acaba de empezar el día y ya has gastado uno.

Me acerco a él con la sartén en la mano y actitud decidida. Le sirvo los huevos con ademanes bruscos, mientras ordeno mis pensamientos para formular correctamente el deseo.

—Voy a arriesgarme a gastar dos.

—Chica valiente —murmura—. Luego no te quejes —añade, mordiendo de nuevo la tostada.

—Deseo que dejes de leerme el pensamiento indefinidamente y lo deseo ya.

Los almendrados ojos de Yinn chispean.

—Como desees, ama.

Aguardo un instante, esperando quizá algún artificio pomposo, un estallido de luz, algo. Pero todo sigue igual.

—¿Ya está? —pregunto desconfiada.

—Claro, ya no puedo leerte la mente. Lástima, empezaba a ser mi pasatiempo.

Lo observo recelosa y ceñuda. Frunzo los labios y, finalmente, me siento a un extremo de la barra a desayunar, lejos de él.

—¿Me temes, Cata?

Niego, sin apartar los ojos de mi plato, masticando metódicamente.

—Comprendo —agrega con diversión—. Te temes a ti, o mejor dicho, a tus impulsos.

—Engreído.

—Reprimida.

Nuestros ojos se encuentran y ambos sonreímos sarcásticos.

Acabamos el desayuno en silencio.

Cuando Yinn se acerca a mí, el aire se carga de deseo. Suerte que ya no puede leer mi mente, o eso espero, porque solo deseo subirme a la barra, meterlo entre mis piernas y tirar de su pelo mientras le devoro la boca.

En ese preciso momento, lamento mi último deseo, pues ahora que no me siento acechada mentalmente, que no hay motivo para reprimir mis lascivos pensamientos, estos toman el control con apabullante rapidez.

—Será mejor que nos larguemos. Reventarás esa camiseta de un momento a otro, como el increíble Hulk.

—¿Cómo quién?

—Olvídalo, grandullón.