20
Los guardianes
Wahêd rumia su suerte, mientras toma a Catalina en sus brazos de nuevo para descender al valle.
Está furioso, mucho, a decir verdad. Furioso consigo mismo por no saber gestionar y controlar debidamente sus emociones, por implicarse tanto en esta «empresa», como ella ha dicho. Lo que Catalina no sabe es que protegerla se ha convertido en su absoluta prioridad, y que cada vez que amenazan con dañarla, algo en su interior se inflama de ira.
Todavía intenta asimilar el miedo que lo atenaza cuando percibe que el peligro la acecha. Es un miedo agudo, primario, desbordante, angustioso y definitivamente inusual. Solo el temor de no llegar a tiempo lo consume, y esa ansiedad desconocida está acabando con él.
Ha volcado su frustración sobre ella en forma de indignación. Y lamenta al instante haber reaccionado así, al ver la tristeza en su mirada, pero por otra parte, piensa que si está molesta con él será más fácil para ambos controlar la poderosa atracción que sienten.
En ese aspecto, ni él mismo se entiende. No obra con coherencia, en realidad, ha perdido esa virtud desde el momento en que la vio.
Por un lado, se muere por la rendición de la mujer. A cada instante, ve cómo las barreras de Catalina comienzan a tambalearse; es cuestión de tiempo que se entregue a él. Pero por otro, si lo hace, teme que tomarla suponga un antes y un después en su existencia.
Intuye que él sería el vencido, el que languideciera bajo sus caricias. Entonces, tendría que arrastrar su derrota cuando regresara a su mundo, con el único consuelo de evocar esos momentos eternamente, sintiéndose preso de un recuerdo y de unos ojos que está seguro que lo perseguirían hasta el final de sus días.
Suspira cuando la deposita en el suelo.
Le gusta tenerla cerca, poder tocarla, mirarla, olerla. Incluso cuando lo mira ofuscada, su único deseo es besarla hasta desfallecer.
Ni siquiera sabe cómo logró resistir la incursión de su lengua aquel día sin moverse. Desató una tormenta de fuego en su interior con un simple beso, algo que jamás le había sucedido. Y cuando ella ponía sus manos sobre él, todo su cuerpo ardía, evaporando el poco juicio que le quedaba. Pero debe resistir y esa lucha comienza a desgastarlo.
En cuanto los pies de Catalina tocan el suelo, se aleja de él, mostrando su desagrado.
—Esperemos aquí, vendrán.
Ella asiente, busca con la mirada una roca, elige la más cercana y plana y se sienta encima, apoyando la cabeza en la rodilla de su pierna flexionada, con semblante pensativo.
—¿Te ha dado tiempo a encontrar la cueva?
—No, pero sé que está ahí. La vibraciones que he sentido se han intensificado en cuanto he tocado el agua.
—Lamento ser un escollo en tu búsqueda —dice sin mirarlo.
—Cata, no eres un escollo, eres la llave. Mi deber es protegerte y evitar que caigas en manos de Malik.
Ella se encoge de hombros, aunque su expresión es tirante.
—Pero soy una llave torpe y molesta —murmura con sequedad.
—Y yo un protector insufrible, ¿no?
—Entre otras muchas cosas —repite sus palabras. Eso lo hace sonreír.
—Eres una pequeña y molesta llave con buena memoria —bromea él, agachándose para coger un guijarro y lanzarlo al río.
—Preferiría ser cualquier otra cosa.
—¿La esposa de Allan, por ejemplo?
Los bellísimos ojos de la joven se abren con asombro y de inmediato se velan con la sombra de la inseguridad.
—Por ejemplo.
—Cuando me pierdas, por fin, de vista —musita él subrayando el «por fin»—, no habrá ningún obstáculo para que puedas convertir ese deseo en realidad sin mi ayuda.
—No, yo haré que se cumplan mis propios deseos, como todo el mundo.
—Entonces, puede que me eches de menos.
Sus miradas se enlazan con gravedad, el corazón de Wahêd se sacude ante una emoción innombrable, mientras maldice para sus adentros. Ella rompe el vínculo fijando la vista en el río con expresión melancólica. En ese instante, Wahêd envidia la brisa que acaricia su piel y mece sus largos cabellos, y ahí, como un hermoso ángel de fuego, le roba el aliento una vez más.
Graba en su memoria esa imagen para atesorarla cuando su vasallaje termine.
—Háblame de Modigliani —pide ella de pronto—. ¿Por qué estabas ese día en su exposición privada?
—Una de sus musas era mi ama. Pintaba desnudos, y ella, Marie Label, era una mujer muy transgresora para la época. Cuando llegaron los gendarmes para clausurar la exposición por escándalo público, me pidió que la sacara de allí. Modigliani era un tipo reservado, con una veta de rebeldía que plasmaba en sus pinturas.
»Murió poco después de pedir permiso para casarse con Jeanne, embarazada de nueve meses. Era libertino y bohemio, como casi todos los pintores de la época.
—¿Has conocido a más pintores?
Asiente y decide sentarse a su lado, mientras sigue lanzando guijarros al río.
—A tu Tintoretto y a Da Vinci.
Catalina clava en él una mirada atónita. Palidece y despega los labios con genuino asombro.
—¡Dios mío!
Wahêd le sonríe complacido, le encanta acaparar su atención.
—El hombre de Vitruvio soy yo —confiesa, ante el completo estupor de la mujer—. Aquel día, Leonardo me tumbó en el suelo, me puso un vara recta en el ombligo, en la que había atada una cuerda, y trazó un círculo con tiza. Luego me hizo extender los brazos y empezó a tomar medidas y a anotarlas. Según él, yo poseo la proporción áurea.
»Leonardo di ser Piero pertenecía a una de las mayores logias del mundo, la de los rosacruces. Como incansable perseguidor de todas las ciencias, incluida la oculta, descubrió la magia de la alquimia, y a nosotros. Era un hombre extraordinario, con capacidades asombrosas, dada su cualidad humana.
»Lleno de inquietudes de todo tipo, mostraba unas ansias impropias por conocer los misterios de la humanidad. Limitado por la época, solo pudo transmitir los secretos codificados en sus obras a través de mensajes subliminales. Claves únicamente visibles para los francmasones.
—Es… es… fascinante. ¿Era tu amo?
—No, mi amo era su maestro, Andrea del Verrocchio. Uno de los deseos que me pidió fue para Leonardo.
—¿Cuál fue?
—Liberarlo de la acusación de sodomía por la que fue denunciado en el tamburo de Florencia. Uno de los modelos de su taller era invertido, como Leonardo. El joven y casquivano Jacopo Saltarelli confesó que mantenía relaciones con él. Por deseo de Andrea, hechicé la mente del signore ufficiale, para que se mostrase magnánimo, pues la sodomía era un delito grave, castigado la mayoría de las veces con pena de muerte.
»Al final, la acusación fue desestimada con la condición de que no hubiera más denuncias en el tamburo, creo que a raíz de eso se entregó al celibato.
—¡Increíble! —exclama maravillada.
Lo contempla con franca admiración, pero en medio de su escrutinio frunce el cejo con extrañeza.
—Tu rostro no es el del boceto de Leonardo.
—No, solo mi cabello —admite—. Leonardo sabía quién era yo realmente. Cambió mis facciones a propósito, pero dejó pistas de mi existencia. El dibujo es un símbolo alquímico, una herejía flagrante en aquel entonces. Representa el orden celestial y terrenal y en el centro el hombre, como microcosmos.
»Pero no fue un hombre lo que representó, sino un ser inmortal que moraba en la tierra y el cielo, gobernando ambos mundos. Yo. Un ser mágico, inmortal y antinatural, lo más parecido al Baphomet que adoraba su logia. Si analizas detalladamente el dibujo, descubrirás en él algunas señales sobre sus inclinaciones y sus cultos.
—¡Santo Dios!
Solo por tener los ojos de la mujer sobre él, sentía la necesidad de seguir hablando.
—Jacopo Comin, Tintoretto, era un hombre anodino, de ánimo violento y humor agrio, nada resaltable, no como la atractiva personalidad de Da Vinci.
—Sus obras son sublimes —replica Catalina—. Mezclaba los escorzos usados por Miguel Ángel con el vívido color de los grandes maestros venecianos.
—Si supieras cómo conseguía esos escorzos…
Ella abre mucho los ojos, ávida de conocimiento.
—Solía usar figuras de cera para estudiar la incidencia de la luz sobre ellas, pero cuando no las conseguía, usaba cadáveres, porque tenía terminantemente prohibida la entrada a ninguna persona a su taller. No enseñaba su obra hasta que la terminaba.
—¡Dios del cielo!
Yinn sonríe, absorbiendo la fascinación de su mirada.
—¿Y qué hay de Nostradamus?
—Esa historia la dejaremos para después, ahí vienen los dene.
Dos indios nativos, de rasgos característicos, piel oscura, cabello negro largo y trenzado a la espalda, aunque vestidos con tejanos, camisa de cuadros y sombrero vaquero, se dirigen hacia él sin mediar palabra entre ellos.
Wahêd se pone en pie y se adelanta con semblante grave. Los otros dos inclinan la cabeza, avanzan algunos pasos más y, finalmente, se hincan de rodillas frente a él, mostrándole su respeto y sumisión.
Los hombres pronuncian su vasallaje en la antigua lengua y él los acepta pronunciándose en el ancestral dialecto dene.
—Deseo ver a Vanut. No soy una amenaza, a menos que me obliguen a serlo.
Los nativos asienten con mirada circunspecta. Cuando fijan la vista en Catalina, los ojos de ambos se oscurecen preocupados.
—Necesitamos vuestro rango y vuestro nombre para presentaros ante Vanut —dice uno de los nativos, el más mayor, con actitud servil.
—No os daré mi nombre, solo decidle que soy un djinn de aire, uno al que él enseñó muy bien, y que ha llegado el momento del alzamiento. Sabrá quién soy.
El hombre asiente y ambos dan un paso atrás, ejecutando una secuencia de respetuosas inclinaciones.
—La mujer es tan sagrada como yo —advierte Wahêd amenazante—. Decidle a Vanut que mañana al alba lo aguardaré al pie de las cataratas.
—Así lo haremos, espíritu del aire —murmuran los dos sin alzar la mirada.
Los dene se vuelven y se alejan presurosos.
Wahêd puede oler su temeroso respeto tan bien como puede ver que la presencia de Catalina los inquieta, y eso no le gusta.
Finalmente se vuelve hacia ella, que lo observa de forma extraña, como si lo viera por primera vez.
—He podido sentir tu poder —murmura impresionada—. Nunca te había visto tan tenso.
Él sonríe con picardía, se inclina y le tiende la mano.
—Yo creo que sí. Un par de veces, quizá más —bromea, guiñándole un ojo.
Ella resopla divertida.
—No me refería a ese tipo de tensión.
—Soy un ser peligroso, Cata, no lo olvides. Soy tu vasallo y tu protector, pero para otros soy un arma.
—Y para otras un juguete.
Capta un leve deje celoso en su tono.
—Depende de quién me maneje —admite—. Pero te diré una cosa. Cuando no tengo amo, soy todas esas cosas a la vez, depende de lo que quiera yo. Cambian mucho las cosas cuando tengo el control.
—Cambias como el aire.
—Yo soy el aire, Cata, es mi elemento. Puedo ser brisa, pero también tornado, o una mezcla de ambos, ya te lo dije. Ahora mismo, desearía ser esa brisa que te acaricia.
Ella traga saliva visiblemente, se ruboriza y desvía la mirada. Resulta tan adorable cuando se avergüenza, que tiene que recordarse que se debe controlar, antes de mover un solo músculo. La impulsividad no es una alternativa; sin embargo, es incapaz de contener el deseo de incomodarla con su atención. Poder admirar su rubor y el brillo de sus ojos es la única libertad de la que puede gozar sin caer en la tentación.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Como veo que el campo no es para ti, lo mejor es que busquemos una habitación en Fort Simpson o nos refugiemos en alguna cabaña de guardabosques. Tú eliges.
—Fort Simpson.
—Pues deberás pedir el deseo de ir hasta allí, no creo que seas capaz de saltar más de tres rocas juntas. Además, hoy aún te quedan dos.
Catalina lo fulmina con la mirada, coge con hosquedad su mano y se incorpora con un gruñido airado.
—Deseo ir a Fort Simpson y lo deseo ya.
Wahêd abre los brazos, descubriendo una inesperada ansiedad por recibirla en ellos.
Ella titubea, algo la detiene. Se muerde el labio inferior y se pasa la lengua por el superior. De pronto, algo tirante palpita bajo el vientre de Wahêd, que maldice para sus adentros. La corporeidad humana resulta embarazosamente incontrolable y tortuosamente interpretable.
—Ven a mí, preciosa —susurra sin poder omitir un ronroneo sensual que provoca un débil jadeo en la mujer.
Catalina aspira profundamente, sus cautivadores ojos oceánicos refulgen contenidos.
Se acerca despacio y cada paso acelera el corazón de Wahêd. Cuando ella se pega a su pecho, la rodea con los brazos y cierra los ojos para asimilar lo que le hace sentir. Goza apenas un instante de esa sensación, la abraza con fuerza y se inclina sobre ella, cubriéndola por completo.
Catalina se estremece ostensiblemente, Wahêd tiembla, la energía que los une es más poderosa de lo que creía. Casi puede oír el deseo chisporrotear entre los dos como un hierro candente sumergido en agua fría.
Un hierro que tendrá que templar a base de golpes de muñeca, o enloquecerá sin remedio.