17
Debilidades
Cuando entramos en la recepción del hotel y le pregunto a Jenny, mi otra compañera, si el señor Lloyd está en su despacho, he de aguardar paciente a que la pobre chica logre asimilar mi pregunta, al tiempo que consigue no babear y cerrar la boca, mientras contempla a Yinn.
—Ehh… pues… cre… creo que sí.
Bueno, al menos es una respuesta coherente, aunque ni ha conseguido enfocar la vista en mí.
Yinn le sonríe y se apoya despreocupado en el mostrador, mientras juguetea con las tarjetas de visita que tenemos apiladas en un recipiente.
—¿Va a… a registrarse? —pregunta Jenny, con expresión esperanzada.
—Me acompaña, es mi primo —anuncio, esperando acaparar algo de su atención. No lo consigo.
—Oh… encantada…
—Yinn.
El genio toma su mano, se inclina clavando en Jenny su mirada y le besa el dorso como un galán de los años veinte.
Bufo exasperada y repiqueteo impaciente en el suelo con la punta del zapato.
—Je… Jenny —se presenta agitada.
Las mejillas de la muchacha se encienden y sus ojos brillan nerviosos.
—Vamos, Rodolfo —mascullo molesta.
Yinn suelta una carcajada, le guiña un ojo a Jenny, que termina de hiperventilar al borde del colapso, y me sigue por el pasillo de servicio.
—No puedes entrar en el despacho —le advierto.
—Pues voy a hacerlo. Ya te dije que no te dejaría sola ni un segundo.
Busco el medallón de Horus y se lo muestro.
—Creo que me basta con este y contigo en el pasillo. Claro está, si no te despistas seduciendo a toda la clientela femenina.
—¿Celosa?
—Preocupada.
Me sonríe abiertamente. Yo más que nadie entiendo cómo se sienten las mujeres cuando lo tienen cerca, igual que sé que si no albergara este rencor hacia él, carecería de la fortaleza necesaria para resistir sus encantos.
—Voy a entrar contigo en ese despacho, Cata, pero no con esta apariencia, sino con la de un soplo de aire invisible, alerta y expectante.
—Espero que cumplas a rajatabla esos tres adjetivos, porque si regreso, espero tener un trabajo aguardando.
Yinn asiente, comprueba que no asoma nadie por el pasillo y, en un giro veloz, desaparece ante mis ojos.
—Voilà!
Oigo su voz frente a mi rostro, tan cerca que siento su cálido aliento en mi piel. Curiosa, alargo un dedo y atravieso el espacio.
—Acabas de atravesar mi corazón, pelirroja —dice.
Doy un respingo y retiro la mano, rauda.
Oigo su risa mofándose de mí.
—Es broma —confirma—. Ahora soy un ente, un espectro volátil, intangible e invisible. Puedo ser una lánguida brisa, como también un fiero viento.
—Me recuerdas a Bruce Lee y su famosa frase sobre el poder del agua.
—¿Era un genio de agua?
Esta vez me toca reír a mí.
—De agua no sé; un genio, seguro. ¿Sabes?, resulta muy molesto no saber dónde estás y, lo que es peor, lo que haces.
Siento un soplido en mi oreja y me vuelvo sobresaltada.
—Odio esta apariencia, condenado genio.
—Pues te aseguro que puede ser muy, pero que muy excitante. Imagínate en tu cama, sola…
—¡Stop, camino cortado! —aviso como recordatorio.
—Jajajajajajaja… Eres ingeniosa, preciosa, y ahora abre esa puerta, antes de que mi imaginación tome el control.
Llamo a la puerta y aguardo, chistándole para que permanezca en silencio.
—Adelante.
Giro el pomo y me adentro en el despacho del director. Como siempre que hago acto de presencia en ese lugar, mi cuerpo se envara indefectiblemente.
El hombre me recorre de arriba abajo con extrañeza. No llevo el uniforme, sino unos tejanos y una camiseta rosa, que ahora, por cómo Lloyd fija con lasciva atención sus ojos en mis pechos, compruebo es demasiado ceñida.
Me muerdo incómoda el labio inferior y respiro hondo antes de hablar.
—Señor Lloyd, vengo a solicitar unos días de vacaciones. Me ha surgido un problema familiar imprevisto y he de viajar al extranjero hoy mismo.
Abre los ojos con asombrada indignación.
—Catalina, lamento muchísimo ese contratiempo, pero te pido unos días para encontrarte una sustituta. —Se levanta de su silla y se acerca a mí con fingido semblante paternalista—. Te ayudaré en lo que pueda, eres una de mis mejores empleadas, pero este favor que me pides es demasiado grande. ¿Cuántos días serían?
—No lo sé, señor Lloyd, le prometo llamarle cuando lo sepa. Solo le diré que es algo urgente.
Él me sonríe y me coge las manos, yo reprimo el impulso de retirarlas.
—Catalina, no puedo dejarte ir.
Y esa frase parece encajar en otro contexto, uno que comienza a tomar forma peligrosamente, dada la intensidad de su mirada.
—Me debe las vacaciones del año pasado y jamás he faltado un día a mi trabajo, ni estando enferma. Creo que al menos merezco este favor, y más cuando es un tema delicado que me atañe personalmente.
—¿Deseas contármelo? No olvides que además de tu director siempre te he ofrecido mi amistad.
Si por amistad se entiende insistir hasta la saciedad en cenar, llevarme a casa, al cine o a pasear, sí.
—No se moleste, pero no tengo ánimo para explicar nada ahora mismo.
—Chis… pequeña, no te preocupes, lo entiendo.
Ante mi completo estupor, se atreve a ofrecerme consuelo acariciándome la mejilla. Me retiro alarmada y le doy la espalda sin saber qué hacer.
—No te inquietes, Catalina, cuenta conmigo para todo. En realidad, yo…
Siento sus manos en mis brazos y su cuerpo pegado al mío. Me tenso y lucho por aplacar el acceso de rabia que me inunda.
—… yo sería incapaz de negarte nada y creo que lo sabes. Pero si te concedo hoy este permiso, sería justo que me concedieras una cena a tu regreso.
No puedo controlarme, me vuelvo hacia él y lo fulmino con la mirada.
—¿Insinúa que si le regalo mis favores obtendré los suyos?
—No, no, no me malinterprete —se apresura a desmentir, volviendo al usted—, es solo que hace tiempo que espero la oportunidad de conocernos mejor. Resulta más que obvio que me atrae, y mucho, a decir verdad.
—Tengo novio, señor Lloyd, y lo quiero, no tengo ninguna necesidad de conocer a otros hombres y…
De repente, el hombre me coge por los hombros y me besa. Me quedo bloqueada, hasta que un cenicero sale volando hacia la cabeza de Lloyd, impactando justo sobre su oreja derecha.
El director ahoga una dolorosa exclamación y me suelta.
—No pensaba abusar de usted —me recrimina ofuscado, frotándose el cuero cabelludo—. Ha estado a punto de abrirme la cabeza por un insignificante beso.
—Será mejor que me largue —digo, dirigiéndome hacia la puerta.
—Escúcheme, Catalina, le concedo las vacaciones. Hablaremos a su regreso.
—No hay nada de qué hablar. Si trabajar aquí va a suponer tener que enfrentarme a su acoso, le aseguro que no pienso volver.
Entonces Lloyd se abalanza sobre mí con mirada perturbada y una urgente preocupación y me retiene contra la pared, junto a la puerta.
—No puedes irte, Catalina —murmura excitado, volviendo al tuteo—. Te necesito.
—¡Suélteme!
—Escúchame, lo estás entendiendo todo mal, no hay acoso por mi parte, solo una patética necesidad de seducción que no sé cómo llevar a cabo. Mi interés hacia ti te aseguro que es formal. Yo… no dejo de pensar en ti, Catalina, hasta sueño contigo.
—Eso es problema suyo, señor Lloyd. Se empeña en cerrar los ojos a la realidad. Tengo novio, pero aunque no lo tuviera, le aseguro que no es para nada mi tipo de hombre. Lo lamento y ahora, suélteme.
Los azules ojos de Lloyd centellean con una mezcla de emociones cambiantes.
—No, Catalina, esto te aseguro que también es problema tuyo.
Y se cierne de nuevo sobre mí, con la fuerza desatada de la demencia, pupilas dilatadas, rostro crispado y pérdida de control total.
Toma mis labios con rudeza, lastimándomelos, y antes de que piense siquiera cómo defenderme, una fuerza invisible tira de la chaqueta de Lloyd, lo levanta en el aire y lo lanza sobre la mesa del despacho. Impacta sobre la superficie, arrastrando el portafolios y los útiles de escritorio, y cae con estrépito hacia el otro lado.
Salgo del despacho como una exhalación, mientras una brisa me sigue. Avanzo sin mirar atrás. Oigo unos pasos alcanzarme y sé que Yinn vuelve a ser visible, pero no me detengo. Siento que me falta el aire y necesito salir con urgencia del edificio.
Cruzo la avenida y me siento jadeante en un banco del parque que circunda el lago.
—Que conste que no soy el culpable de que no tengas trabajo cuando regreses —musita Yinn, sentándose a mi lado.
—Tampoco yo.
—Tú sí, Cata, tú sí.
Lo miro ceñuda, el malestar sigue pesando en mi ánimo y, por alguna razón, me sorprende la necesidad de aliviarme llorando.
—Yo no le he dado jamás pie a ese hombre.
—No lo dudo, pero no hace falta que lo hagas. Provocas deseo en los hombres, me asombra que ni siquiera seas capaz de percibir la innata sensualidad que desprendes y las constantes miradas masculinas que atraes. Creo que ese desconocimiento aún te hace más irresistible.
—¿Han intentado forzarme y pretendes que me sienta orgullosa? ¡Por el amor de Dios!
—Pretendo que seas consciente de tu poder, para anticipar estos ataques y evitarlos. Antes de que ese hombre se te acercara, he visto con claridad que estaba loco por ti. Cuando le has dicho que no volverías, he adivinado con somera exactitud su inminente reacción. Tú no.
—Lo siento, no soy adivina —replico irritada.
—Se trata de leer el lenguaje corporal, no las runas.
—¿Y qué dice ahora mi lenguaje corporal, listillo?
Yinn pasea su mirada por mi rostro.
—Estás furiosa, te sientes culpable, pero lo que más me impresiona es tu estúpido empeño en no mostrar el menor signo de debilidad. Llora, maldita sea, desahógate.
Giro la cara hacia el lado contrario y niego con la cabeza. Yinn me coge la barbilla y me obliga a mirarlo.
—Ese malnacido lo pensará muy mucho antes de volver a forzar a nadie. Te juro que he sentido deseos de matarlo cuando te ha besado.
—¿Celoso?
—No de él, ni de Allan, sino del mundo entero por tenerte en él.
Su penetrante mirada se funde con la mía un largo y mágico instante en el que mi corazón se encoge y mis lágrimas brotan.
—Y, como tú a mí, yo también te odio por privarme de ti —confiesa en tono ronco—. Me deseas casi en la misma medida en que me aborreces.
—Yinn, abrázame —gimo desolada.
—¿Es un deseo?
Niego con la cabeza. Las lágrimas ruedan por mis mejillas.
—Es un ruego.
—Entonces es idéntico al mío.
Y me abraza con infinita ternura, sin tensiones carnales, sin suspicacias, sin motivo concreto, pero con una dulzura que me arropa, me solivianta y caldea mi pecho.
Sus poderosos brazos me acogen, y su amplio y musculoso pecho me ofrece el solaz que solo puede ofrecer el hogar. Y así me siento, con una familiaridad inusitada, una comodidad agradecida y con un cobijo reconfortante.
Escucho los latidos de su corazón, como si fueran el péndulo del reloj de pie que hay en mi salón, y ese ritmo regular borra todo mi malestar de un plumazo. Me siento segura y protegida y esa confortable sensación es tan adictiva que me relajo en sus brazos, casi siento como si me derritiera en ellos, y me niego a abandonar este bienestar, pues lo perdí a los once años, una lluviosa noche de octubre.
Alzo el rostro hacia él y sujeto su marcado y masculino mentón. Cuando su rostro desciende hacia el mío y su mirada me cautiva, una fuerza extraña me lleva a estirarme y besar sus labios.
Yinn permanece inmóvil, ni siquiera abre la boca. Esa actitud me acicatea y de nuevo lo beso, esta vez más audaz, tentando con la punta de la lengua la unión de sus mullidos labios. Un gemido ronco emerge de su garganta cuando logro entrar en su boca.
Saborear su lengua es mi perdición. En toda mi vida he sentido tal voracidad. Aferro con mis manos su ancho cuello con tal desesperación que más parece que abrazo una boya en alta mar, e incremento la intensidad del beso, pero Yinn no responde, solo me deja hacer. Eso me frustra y abandono sus labios para mirarlo inquisidora.
—Bésame —suplico.
Su mirada oscurecida por un deseo tormentoso resplandece, pero su cabeza niega y su semblante permanece adusto.
—No, a no ser que sea un deseo. Y si lo es, quiero advertirte que no podré parar, romperé las reglas.
Miro su hermosa boca, perfilada, generosa y tentadora, y cierro los ojos para poder pensar con claridad. Estoy flaqueando, pero la necesidad de tenerle dentro de mí es tan abrumadoramente desgarradora que comienza a tomar el mando.
—Si yo te pido que me hagas el amor, no romperías nada.
—No, pero terminarías odiándome más y por el resto de tu vida.
—¿Acaso eso importa?
—A mí me importa.
Resoplo confusa y me despego de sus brazos con un ademán brusco.
—Esto es condenadamente difícil. Si tan solo fuera una más de tus muchas amas a las que solo te limitas a complacer…
—No, nada tienes que ver con mis otras amas, y no voy a limitarme a complacerte.
—¡Por todos los santos, Yinn! ¿Qué me estás haciendo?
Me pongo en pie, me froto la cara, exasperada, y lo encaro confusa y airada.
—Ni la mitad de lo que tú me estás haciendo a mí —contesta.
—¡Dios!