14
Decisiones
Corro.
Corro inmersa en mis pensamientos por el sendero que bordea el lago Ontario, en McDonald Park. Un hermoso camino junto a un carril bici, flanqueado por grandes árboles y que suele estar rebosante de gente haciendo footing.
A esta temprana hora, apenas me cruzo con algún corredor y agradezco esta reconfortante soledad.
Con mi iPod ceñido al brazo derecho sujeto con una cinta de velcro, la música de Enya fluyendo de los auriculares, mis mallas negras y el cortavientos rosa chicle a juego con mis zapatillas, casi logro convencerme de que nada en mi vida ha cambiado.
Pero este espejismo que intento crearme para desfogar tensiones es quebrado por incesantes e inquietantes pensamientos, que brotan como la mala hierba en un campo de cultivo.
Siento trotar conmigo el udyat, el colgante del ojo de Horus, mi particular escudo protector, y aun así, ese leve peso que golpetea mi pecho no alivia la carga y el miedo que me asuela.
Contemplo el lago. Sobre su apacible superficie agrisada, fiel reflejo de un alba incipiente aún, pende una espesa capa de niebla que le otorga un aspecto lúgubre.
Las nubes impiden que un sol dormido luzca sus brillantes galas sobre esa límpida superficie opacada de agua dulce.
Controlo el ritmo de mi respiración, agradeciendo cada bocanada de aire frío que vigoriza mis pulmones y activa mi mente.
Huir de nuevo. Ese es el plan, y acompañada por uno de esos seres, uno en el que me esfuerzo en confiar. Pero no puedo, soy incapaz de fiarme plenamente de él y, por qué no admitirlo, también de mí misma.
Dejar la vida por la que luché, tirar por la borda sueños, proyectos y puede que una relación estable, y sacar a la luz todo cuanto enterré en mi memoria, para vivirlo de nuevo, despierta en mí una amargura angustiosa.
Entonces, un pensamiento resalta luminoso entre los demás: si tengo que huir, ¿por qué no hacerlo con Allan? A otro país quizá, tan lejos como sea posible.
Si el amuleto funciona, tal vez logre ocultar mi existencia a los seres que me buscan. Mi deseo es tan grande que hasta me dan ganas de llorar de frustración ante lo improbable de mi soñador razonamiento. Terminarían encontrándonos, y pondría a Allan en grave peligro. Jamás podría perdonarme que algo malo le sucediera.
No, esta batalla es mía, y como tal la enfrentaré.
Un molesto y reiterativo claxon me saca abruptamente de mis reflexiones.
Giro la cabeza hacia la carretera y descubro el coche de Allan, que recorre despacio la calzada.
Me detengo, me quito los auriculares y veo cómo su Pontiac gris perla estaciona frente a mí. Me dirijo hacia él. Allan sale del coche, me sonríe y me abre los brazos.
Corro hacia ellos y me fundo contra su pecho como si llevara mil años sin verlo. Eso lo desconcierta.
—Ey, preciosa, ¿qué ocurre?
Soy incapaz de alzar la mirada, los sentimientos se me desbordan e intento constreñirlos infructuosamente.
—Ocurre que te quiero —mascullo emocionada.
—Y yo, pero estoy enfadado contigo. Anoche te caíste por la escalera y esta mañana no se te ocurre otra cosa más que hacer footing. Cuando te he visto no me lo podía creer.
—No me riñas —gimo—, si lo he hecho es señal de que estoy perfectamente. Solo fue un susto.
Sus manos acarician mi espalda, hundo el rostro aún más en su fina rebeca azul, huelo su aroma y me siento tan reconfortada que las lágrimas asoman de nuevo. Tal vez sea la última vez que esté entre sus brazos. Mis hombros se sacuden, tiemblo.
—Mi vida —murmura él, alarmado—, ¿sucede algo?
Me alza el rostro y me contempla con semblante inquisidor y perspicaz.
—¿Tiene que ver con tu primo?
Niego con la cabeza.
—Es… estuvimos charlando sobre nuestra niñez… y bueno… recordé a mi madre y ya sabes que eso me hace daño.
Las lágrimas pierden timidez y ganan atrevimiento de forma súbita.
Me abraza con fuerza y apoya la barbilla sobre mi cabeza.
—Chis… mi amor. No es malo recordar, pero debes evocar momentos dulces y agradables que te arranquen una sonrisa y olvidar los que te hacen daño. No se puede cambiar el pasado, pero tienes el deber de vivir el presente con lo que tienes, de sentirte orgullosa de ti misma y de ser feliz por tu madre y por todos los que te queremos.
Dejo que despliegue sobre mí todo su cariño, aunque cada palabra, cada gesto, cada mimo sean en este momento agujas que se clavan en mi alma. ¿Qué sería mejor, desaparecer o inventarme un viaje imprevisto, del que podría no regresar?
No puedo desaparecer sin más, aunque no será fácil ingeniar algo lo suficientemente creíble.
Suspiro y, por enésima vez, lucho por reprimir el llanto.
—Allan —comienzo—, necesito alejarme un tiempo.
Las caricias cesan en el acto, como congeladas en el tiempo.
Cuando alzo la mirada, me topo con un semblante sorprendido.
—No he querido preocuparte, pero llevo ya un tiempo ignorando mi estado de ánimo, ocultando mi abatimiento. No estoy bien y necesito hacer un viaje sola, aclararme las ideas, alejar esta tristeza y los recuerdos que de nuevo me atosigan.
—¿Han vuelto las pesadillas sobre el accidente?
Asiento, faltando a la verdad.
—Nena, tienes que volver a la consulta de la doctora Sullivan. No creo que estar sola sea lo más aconsejable para ti.
Allan pasea las manos por mi cuello y me lo masajea dulcemente. Cierro los ojos y casi ronroneo ante el agradable contacto.
—Allan —suplico lastimera—, lo necesito, necesito paz, alejarme de la civilización, encontrarme de nuevo. —Hago una pausa y fuerzo una sonrisa tranquilizadora—. Hablaré con el señor Lloyd, me debe las vacaciones del año pasado.
—No sabes cómo me gustaría acompañarte, cielo.
—Lo sé, pero tienes que trabajar y, como te digo, quiero soledad. Te prometo regresar como Súper Ratón, supervitaminada, mineralizada y meganimada.
Allan suelta una carcajada y me estrecha con fuerza.
—No me gusta tu idea, Catalina, en realidad la aborrezco, pero la respetaré con una ineludible condición.
Sonrío, camuflando la honda pena que me abate.
—¿Cuál?
—Quiero que prometas que me llamarás todos los días y me dirás dónde estás, ¿prometido?
—Prometido, papi.
—Jajajajajaja. Te adoro, nena. Planearemos juntos tu escapada, ¿te parece?
Respiro largamente y niego con la cabeza con gesto culpable.
—Ya lo he hecho yo, perdona, quiero partir esta misma semana.
—¿A qué vienen estas prisas, Catalina? ¿Y por qué me lo has estado ocultando?
Odio mentirle, me hace sentir sucia y despreciable, pero lo que más odio en este momento es su desolada expresión, la decepción que nubla su rostro empañando su azul mirada.
—Lo lamento mucho, Allan, ha sido todo muy repentino, cariño, ya sabes, uno de esos locos impulsos míos. Y no te lo he comentado porque temía que pusieras objeciones y no quería discutir.
Enredo mi mano en su claro cabello trigueño y lo miro con extrema dulzura.
—¿Me perdonas? —ruego con un mohín suplicante.
—¿Acaso hay algo que no puedas conseguir de mí?
¡Dios, lo quiero tanto!
Lo abrazo por última vez con fuerza y me juro que volveré a sus brazos y a mi vida.
—Te amo y prometo compensarte a la vuelta —digo.
—Tú y tus promesas.
—Siempre las cumplo.
—Sí, pero no quiero más promesas, solo te quiero a ti a mi lado, y envejecer juntos.
—Trato hecho —acepto.
Allan me sostiene la barbilla y apresa mis labios con pasión. Nos besamos largamente, él sellando mi promesa, yo despidiéndome, quizá para siempre.
Las emociones me embargan y, cuando nos separamos, busco dentro de mí la fuerza necesaria para ofrecerle una sonrisa feliz.
No sé si lo consigo, pero me aparto unos pasos y me despido agitando la mano.
—¡Vas a llegar tarde y tú eres capaz de echarme a mí la culpa!
—Jajajajajaja… La tienes.
—Pero no me la eches —bromeo.
Entre risas, sube al coche y yo mantengo la sonrisa en mi cara hasta que arranca y desaparece calle abajo. En ese preciso instante, doy rienda suelta a mi dolor y lloro desconsolada.
El entarimado que me había esforzado por levantar para construir el pavimento de una vida estable y corriente se sacude bajo mis pies, anunciando su estrepitosa caída. Comprendo ahora que por mucho que lo intente, por mucho empeño, tesón y determinación que ponga en maquillar la cruda realidad de mi destino, no lo cambiaré. Que una sola gota de lluvia ha bastado para disolverlo en un implacable baño de realidad.
No, huir no funciona, olvidar tampoco. Tan solo queda un camino transitable: enfrentar la verdad y terminar lo que quiera que empezara mi madre.
Limpio las lágrimas de mi rostro con impaciencia, sorbo por la nariz y miro el lago con expresión decidida. Respiro profundamente y reanudo la marcha.
Si ha de ser así, muy bien, que sea. Adelante entonces, ¡golpéame, maldito destino! «Estoy preparada —pienso, apretando los dientes—, pero te juro que pienso devolver cada golpe».
Lo que no esperaba es que me devolviera el guante tan pronto.
Una garra invisible me apresa con violencia la muñeca derecha. Apenas logro proferir un grito de terror antes de ser impulsada con vehemencia hacia el lago.
Acelero la carrera, impelida por esta brusca fuerza invisible que me arrastra. Temo caer al suelo e intento clavar los talones para frenar mi avance.
Miro desesperada a ambos lados, me revuelvo, grito, trastabillo y finalmente caigo sobre los guijarros del sendero, aplastada por una losa de pánico descontrolado que me sepulta, cuando oigo un susurro siseando en mi oído:
—Morirás si no me entregas la llave.
Aterrorizada, palpo en mi pecho el colgante de Horus, mi amuleto, pero no lo encuentro. El pánico se acentúa, estrujando mis pulmones. Y de pronto, un tirón asombrosamente enérgico me alza del pavimento con tanto ímpetu que salgo despedida hacia el lago y me sumerjo en él.
Pero no lo hago sola.
Esa energía me arrastra al fondo y enmarcada por la penumbrosa masa de agua dulce, distingo la silueta de una mujer, desdibujada y difusa, pero reconocible. Unos ojos extraños, negros como una noche sin luna, clavan en los míos una mirada de maligna diversión que me hiela la sangre.
Boqueo, pataleo, lucho desesperada por zafarme. Veo cómo enormes burbujas de aire emergen de mi garganta y escapan raudas hacia la superficie. Siento cómo mis pulmones se contraen dolorosamente cuando el agua ocupa el lugar del oxígeno con alarmante rapidez. Y a mi mente acuden imágenes similares de la noche en que murió mi madre.
Sobre mí la luz, la vida, ondeando en la densa superficie, frente a mí la muerte en forma de espectro femenino, que tira de mí hacia la negrura que oculta el lecho fangoso del lago.
Entre el dolor y el miedo, surge otra emoción, tan poderosa que destiñe las otras dos. Una furia imperiosa que estalla en mi pecho y se extiende por todo mi cuerpo. Percibo cómo la sangre burbujea en mis venas, siento su calor, su fuerza, y la presión que aferra mi brazo se aligera.
A mi alrededor surge un desconcertante resplandor cobrizo y la mirada bruna de ese ser mágico me contempla con asombro.
Súbitamente, un inusitado remolino de agua me envuelve, como un tornado que gira a mi alrededor succionándome. Empiezo a perder la visión periférica, mi cuerpo se rinde.
Rodeada por una corriente acuática que bulle y me zarandea en un paroxismo burbujeante, pierdo la conciencia.