Lone Pine


Es medianoche en Lone Pine. La nieve forma remolinos en los haces de luz de los faros que suben por una carretera virgen que discurre bajo el monte Whitney, serpentean entre los árboles y penetran en un camino de entrada para coches casi escondida, donde finalmente se apagan. Ayudante del sheriff del condado de Inyo. Hanson se apea del coche patrulla y pisa la nieve, que le llega hasta los tobillos. Cierra la portezuela sin hacer ruido, con un leve chasquido. Está guapo con su uniforme caqui, tiene pinta de estar comiendo mejor y durmiendo más, tiene las mejillas sonrosadas a causa del frío.

El resplandor de una vela que arde dentro de la casa, que por lo demás está a oscuras, ilumina de forma parpadeante su figura cuando va caminando por la nieve hasta un establo situado detrás de la vivienda. Al llegar allí, abre la gruesa puerta de madera dibujando un profundo arco en la nieve. En el interior del establo podría ser septiembre, es como si el heno y la alfalfa dulce se hubieran segado y embalado esa misma tarde, porque todavía conservan la tibieza del sol otoñal y el aroma del trébol morado. La puerta del pajar está cerrada con un pestillo para protegerlo de la intemperie, las ventanas están opacadas por el paso del tiempo; en cambio, el establo resplandece de luz.

Champán relincha al verlo, y el potrillo de pelaje gris perla que nació a finales del verano se pone en pie. Hanson le da a la yegua una manzana que se saca del bolsillo del chaquetón y a continuación se agacha para darle un terrón de azúcar al potrillo.

—Volveré cuando haya salido el sol.

De pronto siente una breve pero intensa conmoción a su espalda, se vuelve y ve al conejo del templo, que ha emergido de una bala de heno rota y se le acerca mirándolo fijamente sin miedo alguno. Hanson sonríe.

—Estaba claro.

Le da la zanahoria que ha traído, luego se vuelve y se rasca la frente como si estuviera intentando recordar. Le envuelve el calor del establo: Champán y su potrillo, el conejo del templo, los ratones del pajar, la familia de mofetas que está hibernando debajo del suelo, las arañas en sus telas de araña, las palomas blancas que emiten arrullos desde las vigas del techo… Todos se encuentran a salvo. Él los mantiene sanos y salvos, se dice a la vez que echa una última mirada y después cierra la puerta. La nevada ha cobrado intensidad y el granero resplandece con una luz suave que no viene de ninguna parte.

Cuando abre la portezuela del coche patrulla se enciende la luz interior y ve un objeto envuelto en papel de estraza; lo saca y vuelve a cerrar la portezuela con el codo. Retira el papel y observa el ramo de tulipanes amarillos que ha comprado para Libya. Es primavera, piensa. Estamos otra vez en abril.

La nieve ha cubierto el techo y el maletero del coche, y también los tapacubos. Permanece un momento ahí de pie, sintiendo la nieve en el pelo y en los labios, sosteniendo las flores en el hueco del brazo, contemplando la vela que brilla en la ventana, y vemos que no lleva pistola. Está desarmado. Al entrar en la casa llevando las flores, ve la tabla de Weegee apoyada contra la pared, al lado de la puerta trasera, y a su espalda la nieve termina de cubrir el coche patrulla.

Oímos a Libya en el dormitorio, en cuya ventana parpadea la vela.

—Vaya, ayudante Hanson. Es usted toda una sorpresa.

—Así es, pero usted más.

—Vamos a la cama —dice ella.

—Mira —replica Hanson.

—Son preciosas —contesta Libya.

Un minuto después, la vela se apaga.

Hanson está durmiendo con un brazo apoyado sobre la curva perfecta de la espalda de Libya, mientras la nieve se acumula contra la casa, cada vez más alta y más profunda, hasta que acaba por hacerla desaparecer.