Una riña entre vecinos


Era mediados de agosto y Hanson estaba aún en las primeras horas de su turno. De nuevo estaba patrullando en el distrito 5.

—Cinco Tac 51, estamos recibiendo denuncias de una disputa entre vecinos en el bloque 800 de Havenscourt.

—Cinco Tac 51, recibido. Voy para allá.

—Enviaremos un coche de apoyo en cuanto haya uno disponible.

—Voy a echar un vistazo. ¿Tiene la dirección del denunciante?

—Negativo, Cinco Tac 51.

—Recibido. Ya casi estoy ahí. Informaré sobre el coche de apoyo.

Giró hacia el norte para tomar Monroe y vio el problema dos manzanas más adelante: seis u ocho personas a ambos lados de la calle estaban dando voces, gesticulando, inclinándose en actitud amenazante e insultándose. Un segundo policía no serviría más que para agravar la situación.

La calle estaba llena de coches aparcados, así que encendió las luces estroboscópicas del techo, aparcó en doble fila y se apeó del coche sin coger la porra. Una porra no iba a solucionar el problema ni a protegerlo durante mucho tiempo con toda aquella gente, y parecería idiota llevándola colgada a un costado. Si las cosas se ponían lo bastante serias como para tener que utilizarla, serían lo bastante serias como para meterle un balazo al que intentase quitarle el arma.

Además, aquellos vecinos estaban actuando como si él no estuviera allí, como si no hubiera un coche patrulla con las luces encendidas en mitad de la calle. Hasta el momento era invisible, pero sonrió igual que un extra en una escena con mucha gente e hizo un gesto con la mano a los vecinos que estaban al otro lado del coche patrulla para indicar que iba para allá a hablar con ellos. Los vecinos no le hicieron caso cuando subió por el terraplén lleno de malas hierbas que había en la esquina, y continuaron profiriéndose insultos al otro lado de la calle por encima del coche policial.

—¡Eh!

—¡Eso lo ha hecho tu madre!

—¡Vete a tomar por culo, puta!

Si ellos querían fingir que no habían reparado en él, él fingiría que no había visto ningún problema: sería un blanco loco vestido con un uniforme de la Policía de Oakland que llevaba encima una pistola Magnum del calibre 357. Se detuvo delante del individuo más grande y que más gritaba a este lado de la calle y le sonrió.

—¿Qué tal va eso, caballero?

No era el responsable y tampoco era muy listo, pero era un tipo grande y miró a Hanson con cara de pocos amigos, con la intención de ahuyentarlo. No tenía miedo, aunque sabía que un agente de la Policía de Oakland podría pegarle un tiro impunemente; pero se quedó desconcertado cuando vio que Hanson continuaba sonriendo y lo miraba con gesto tranquilo. Hanson afirmó con la cabeza y contestó que sí, como si estuviera de acuerdo con él en algo que hubiera pensado pero aún no hubiera dicho.

Hanson levantó la vista hacia el cielo.

—Me parece que va a hacer más calor todavía. Cada día tenemos el sol más cerca, ¿lo sabía? —preguntó. Luego meneó la cabeza en un gesto negativo—. He leído que dentro de unos años empezará a prender fuego a los árboles.

Los gritos empezaron a disminuir.

—Sea como sea —siguió diciendo Hanson—, nosotros no podemos hacer nada. Respecto al calor.

La gente del otro lado de la calle había enmudecido. Se preguntaban qué estaría haciendo aquel poli. Hanson se volvió hacia un tipo corpulento de treinta y pocos años que se dirigía hacia él. Cuando subió el terraplén se había fijado en que estaba con una mujer más joven y había deducido que el problema era ella.

—Buenas tardes —le dijo—. Me han enviado aquí para solucionar un problema vecinal, y debe de ser esto. ¿Qué es lo que pasa?

—Voy a decirle qué es lo que pasa.

—Bien. Perfecto. ¿Le importa decirme su nombre? —pidió Hanson a la vez que sacaba la libreta—. Espero que resolvamos esto para poder continuar con lo mío.

—No le digas una mierda —le advirtió la mujer con la que estaba.

—Fred —respondió el interpelado mirándola primero a ella y después a Hanson—. Me llamo Fred, ¿vale?

—Sí, señor. Muchas gracias —dijo Hanson escribiendo en su libreta—. ¿Puede decirme por qué motivo está todo el mundo tan cabreado?

La gente del otro lado de la calle había vuelto a chillar. En el lado de Hanson hubo uno o dos que contestaron con más insultos, pero Fred los miró y se callaron.

—Gracias, muchas gracias —le dijo Hanson.

—¿Ve a esa gorda de ahí, la que va vestida de naranja, con una de esas prendas anchas…? ¿Cómo las llaman…?

—Bata.

—Sí, una bata. —La mujer que le había advertido que no dijera una mierda lanzó un bufido en dirección a Hanson. La miró y luego dijo—: Alvin, ¿te importa encargarte de Louise por mí?

El tipo corpulento con el que Hanson había hablado del sol hizo un gesto afirmativo, fue hacia la mujer y la puso detrás de él. Hanson tenía ya la sensación de casi haber resuelto aquel problema cuando de improviso, calle adelante, un par de casas más allá, se detuvo un sedán Ford de color negro, casi nuevo pero prácticamente solo con el chasis. De él se bajaron cuatro miembros de la banda de los Musulmanes Negros vestidos con el habitual traje negro, camisa blanca y pajarita negra. Se cruzaron de brazos y se quedaron allí, observando a Hanson.

Los denominados Musulmanes Negros acababan de empezar a aparecer en incidentes que tenían lugar en el este de Oakland, lo mismo que hacían en Portland cuando Hanson trabajó allí en los años setenta. Seguían los avisos de la policía en un buscador de frecuencias, eran difíciles y peligrosos, pero en aquella época eran honrados y estaban preparados para morir si era necesario para defender sus convicciones, y Hanson los respetaba y hasta los admiraba. En cambio estos nuevos Musulmanes Negros de Oakland eran en su mayoría delincuentes que se vestían como los Musulmanes, matones con trajes baratos que robaban la autoridad de los originales, y Hanson no quería que empezaran a presentarse cada vez que acudía a atender un aviso.

Hanson no leía el periódico, ni veía la televisión ni hablaba con muchos compañeros, así que no tenía la menor idea de por qué los empresarios y los políticos que controlaban la ciudad preferían apoyar a los Musulmanes Negros a costa de todos los demás ciudadanos negros de Oakland, pensando que de ese modo no parecerían los racistas que en realidad eran, y porque tenían más miedo de los organizados Musulmanes Negros del norte de Oakland que de los desorganizados ciudadanos negros del este y el oeste. El ayuntamiento concedía a los Musulmanes Negros de más edad créditos libres de intereses y becas al desarrollo, aun cuando el dinero se evaporaba, los créditos no se pagaban nunca y no había habido desarrollo alguno.

—¿Esos de ahí son amigos suyos? —preguntó Hanson a Fred.

—No los conozco de nada.

—¿Le importaría disculparme un momento? Enseguida vuelvo.

—Adelante.

—Le agradezco su ayuda —dijo Hanson—. Ahora vengo.

Fue hacia los cuatro pandilleros sintiéndose más afinado que un violín. Se sentía bien, en forma, caminando por esa delgada línea en la que no podía cagarla a no ser que empezase a pensar que podía cagarla. No le gustó tener que interrumpir ese momento con Fred y la disputa vecinal, pero estos se habían calmado bastante porque sentían curiosidad por ver qué iba a hacer él a continuación. Iba canturreando en voz baja para sí:

Agentes de policía, cómo puede ser,

podéis detener a cualquiera excepto al cruel Stagger Lee,

ese malvado, malvado y cruel Stagger Lee…

—Buenas tardes, hermanos musulmanes —los saludó en un tono festivo y agresivo—. ¿Han venido a restaurar la paz en el barrio? ¿A echarme una mano con estos? —Añadió señalando con un ademán el grupo de gente que observaba desde sus casas—. Espero que sí. Son cuatro y yo soy solo uno. Claro que yo llevo mi placa oficial —dijo tocándose el pecho—. La gorra especial la he dejado en el coche patrulla.

Ellos lo miraron fijamente con una ensayada actitud de matones impasibles, como si vieran a través de él. De nuevo era invisible, pensó Hanson.

—¿Qué dicen?

Ninguno de ellos dijo nada, de modo que empezó a inspeccionarlos con la mirada, igual que un instructor de entrenamiento físico, gruñendo y haciendo comentarios acerca del poco lustre de sus zapatos, de sus cortes de pelo, de lo mal que les sentaba el traje y de la suciedad de sus uñas… Ellos reaccionaron como reaccionarían unos reclutas, con la vista fija al frente y las manos a la espalda, aguantando la crítica de una inspección, tal como les había enseñado alguien, mientras él les leía la cartilla. ¿Y qué otra cosa podían hacer, con todo el barrio mirando? ¿Agarrarlo, darle una paliza y matarlo? Quizá lo hubieran hecho los auténticos Musulmanes, pero aquellos chicos no; todavía no estaban preparados para morir.

Hanson retrocedió hasta el coche en que habían venido y los observó a todos en conjunto.

—¿No van a ayudarme? —les dijo—. Entonces, ¿por qué no vuelven a subirse al coche y se van a hacer pan a la panadería?

—Hemos venido a supervisar la interacción de la policía con la comunidad —dijo el que estaba al mando como parte de un discurso que había memorizado.

—Pues muy bien. Pero no se interpongan en mi camino.

—Haremos lo que sea necesario.

—Será por su cuenta y riesgo —advirtió Hanson. Seguidamente giró sobre sus talones y se fue, atento por si, por encima de sus acúfenos, oía pasos en la calle, el roce de una solapa, algo que le indicase que venían tras él. Podían dispararle un tiro en la nuca, en cuyo caso acabaría siendo él el hazmerreír, pero ya habían dejado pasar la oportunidad; además, no le importaba mucho que le disparasen. Así por fin podría dormir de verdad.

Los dos grupos que antes discutían ahora parecían mostrar más interés por él. Hanson saludó una vez más con la mano a los que estaban al otro lado de la calle.

—Enseguida estoy con ustedes —les dijo—. Gracias por su paciencia. —Luego se dirigió a Fred—: Los Musulmanes van a supervisar mi interacción con la comunidad negra: espero que en eso pueda usted echarme una mano. Quisiera quedar bien delante de ellos. —La mujer había desaparecido, y también el tipo corpulento llamado Alvin—. ¿Quiere decirme de qué va todo esto?

La cosa había tenido que ver con un espacio para aparcar. Alguien de su lado de la calle se había acercado hasta la tienda de licores y al volver unos minutos más tarde se encontró con que le habían ocupado el sitio. Pero la cosa era más complicada. Oyó a Fred hasta el final y después preguntó a los otros cómo lo habían visto ellos.

Cruzó la calle, rodeó el coche patrulla y habló con la mujer de la bata anaranjada, que era una de esas mujeres que en la zona este de Oakland se dedican a controlar manzanas enteras. Fue educado con ella, la escuchó, la llamó señora, le dio las gracias y estableció contacto visual con todas las demás personas de aquel lado de la calle.

—Muy bien. Sí, señora —dijo, y luego volvió para hablar con Fred.

En no mucho más de cinco minutos de idas y venidas de un lado de la calle al otro para mediar en el problema, logró persuadir a ambos grupos de que entraran de nuevo en sus casas, aunque fuera durante un rato, o de que se marcharan si es que estaban de visita y si no era mucha molestia, y les dio las gracias a todos por ayudarlo. Haciendo caso omiso de los Musulmanes, se subió otra vez al coche patrulla.

—Gracias. Se lo agradezco.

Lentamente hizo un cambio de sentido en la calle, y cuando hubo recorrido unas manzanas aparcó a un lado para rellenar un parte de servicio. «Desacuerdo por un espacio de aparcamiento. Problema resuelto».

Dejó el parte en el maletín y llamó para dar por finalizado el aviso, sumamente complacido con su habilidad para negociar.