Pensando en Libya
A Hanson se le había acabado el alcohol. Creía tener otra botella de tequila, pero no la encontró por ninguna parte, ni siquiera después de haberla buscado en todos los cajones y en todos los armarios, debajo de los muebles, habitación por habitación. Sí que encontró un estetoscopio detrás de una estantería de libros, y se lo colgó alrededor del cuello mientras continuaba buscando el tequila. Se lo había encontrado una noche, meses atrás, en el suelo de una sala de urgencias; se lo llevó a casa y se olvidó de él.
Renunció al tequila, sacó una cerveza del frigorífico y se fue con ella al viejo porche trasero, desde el que se veía a lo lejos un tramo de la autopista MacArthur, apenas visible a lo lejos, donde describía una curva alrededor del ala este del hospital, que era adonde él solía llevar a los heridos y a los locos las noches en que estaba de servicio. Como siempre, había tráfico denso en ambos sentidos, la hilera de luces rojas y blancas parecía flotar suspendida en la negrura del cielo. Cuando bajó la mano para coger la cerveza, el estetoscopio le rebotó contra el pecho, como para recordarle que estaba ahí. Se lo quitó y lo miró de cerca bajo la tenue luz que salía de la cocina. Se puso los extremos de goma en los oídos, apretó el diafragma negro contra su pecho y se quedó muy quieto, intentando oír su corazón.
Sonaba distante, como si viniera del fondo de un océano muy lejano en el que llevaba toda su vida esperando, llamándolo a él. Un doble latido suave, incansable, impertérrito, inconfundible, que le hablaba en un idioma olvidado mucho tiempo atrás que, si fuera capaz de recordarlo, le explicaría todo.
Miró el teléfono. Libya le había dicho que era una insensatez que se vieran. Que era perjudicial para todo el mundo, sobre todo para Weegee. Casi no se conocían el uno al otro, y de todas formas ella era negra y él era un policía blanco. Hanson sabía que Libya tenía razón, pero estaba enamorado de ella. Ya se había enamorado alguna otra vez, pero así no. No podía dejar de pensar en ella. Pensaba en ella todo el tiempo. Pensaba en ella cuando estaba trabajando. Pensaba en ella cuando terminaba de trabajar y se emborrachaba en la cocina. Lo que más deseaba en el mundo era estar con ella, mirarla, oír su voz y cuidarla. Pensaba en ella todas las noches cuando se iba a la cama, y se despertaba pensando en ella. Tenía casi cuarenta años, y estaba enamorado como un colegial. A lo mejor, se dijo, si aquella noche, mientras le curaba el pie, aquel pie tan delicado y perfecto, no se hubiera ido la luz… ¿quién sabe? Pero ahora tenía ganas de sostenerle de nuevo el pie entre sus manos, de apretar la cara contra él, olerlo, besarlo, limpiarle la sangre con compresas calientes y después desinfectarlo con alcohol, frío y punzante.
¿Y si fuera a verla ahora que no estaba de servicio y la encontrase con otro hombre, con uno negro? ¿Sería lo bastante sensato para marcharse? ¿Y si el otro decidía no facilitarle las cosas? Bueno, en ese caso tendría que liarse a hostias con él y terminar en el calabozo. ¿Por qué? Venga, hombre, no te hagas el tonto; sabes de sobra por qué.
Fuera estaba oscuro, era tarde, el tiempo pasaba. La imaginó desnuda en la cama, con las sábanas cubriéndole el torso o tiradas en el suelo. Tumbada de costado. Boca abajo. El tiempo era implacable. Se imaginó a sí mismo desnudo a su lado, con un brazo sobre sus pechos, aspirando su olor, posando su boca en la de ella, lo que harían después. Y sus manos, los anillos de plata y de oro que llevaba en los dedos, sus manos sobre él.
Se quitó el estetoscopio de los oídos, fue hasta el otro lado de la habitacion a buscar su billetera, se metió la Hi Power en la cintura y salió de casa. Libya estaría sola. Weegee se había ido a pasar diez días a un campamento de Mendocino. La semana anterior había tenido una conversación con él en el extremo este del lago Merritt, Weegee de pie junto a su bicicleta, ambos contemplando cómo los cormoranes se zambullían en el agua para pescar pececillos. Weegee ya había ido otras veces al campamento de Mendocino. Allí tenían canoas y todos dormían en tiendas de campaña.
Aparcó directamente enfrente de la casa de Libya y procuró no subir a la carrera el sendero que llevaba hasta la puerta. En la ventana había una luz, la única de toda la manzana, una vela que parpadeaba detrás de los visillos y de la que se elevaban delgadas volutas de humo. Se oía música de Sam Cooke.
Llamó a la puerta con los nudillos sintiéndose como si estuviera en una zona horaria distinta, en la que lo vería la vecina de al lado, la de los dos perritos, lo verían todos los negros del vecindario, lo vería todo el mundo. El Departamento lo iba a crucificar, seguro. Pero le daba igual.
Se abrió la puerta y en cuanto pasó al interior de la vivienda Libya volvió a cerrarla y echó la llave.
—Sabía que esta noche ibas a venir —le dijo.
Eran las tres de la madrugada y estaba fumando marihuana, sujetando el porro delicadamente con la punta de los dedos. Sonrió y, moviéndose con las luces y las sombras de la vela, que recorrían las paredes de la habitación, yendo y viniendo, la brasa del porro brillando cada vez que le daba una calada, empezó a desabrocharse la blusa blanca de algodón que llevaba puesta.
—He estado pensando en ti —le dijo Libya al tiempo que se giraba con la luz—. Toma, cielo —le dijo al tiempo que se quitaba el porro de los labios echando humo y se lo ofrecía a Hanson—. No se lo diré a nadie. —Se pasó los dedos de una mano por el pelo mientras él la miraba fijamente, sosteniendo el porro entre los dedos—. ¿O es que finalmente has venido a detenerme? —dijo a la vez que se abría la blusa, sacaba un brazo, luego sacaba el otro y la arrojaba al suelo.
La última vez que Hanson fumó droga había sido después de una fiesta de la universidad, en compañía de una ayudante de catedrático, una mujer regordeta que le enseñó algo del Departamento de Arte y cuyo marido, según le contó, se encontraba de viaje en Praga, adonde había ido para documentarse sobre arquitectura decó de la época anterior a la guerra.
—No, en absoluto —contestó aspirando humo y con la sensación de estar presenciando un milagro—. Esta noche no estoy de servicio. Dos delincuentes —añadió— al margen de la ley. —No se sentía así de feliz desde… en fin, no recordaba desde cuándo—. Aunque puede que sea necesario… —empezó, sintiendo tal opresión en el pecho que se maravilló de que aún pudiera seguir respirando. Se le olvidó lo que tenía pensado decir cuando Libya, sin apartar los ojos de él, se llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sujetador.