El barrio chino


Hanson tomó el paso inferior de la 580 —había una pintada nueva hecha en color azul turquesa directamente sobre el hormigón: OAKLAND ES SUDÁFRICA— y torció en dirección a la autopista. Se disponía a iniciar el turno de aquella noche e iba cantando a pleno pulmón la canción:

Gotta bop down the road,

got a heavy load, bop, bop,

pushing my truck.

Por las ventanillas entraba el fresco aire que precede al amanecer mientras aceleraba para empujar aquel viejo coche patrulla hasta los ciento diez por hora y luego los ciento veinte, hasta que empezó a vibrar.

Gonna bop my baby,

and I don’t mean maybe

bop, bop, I’m down on my luck

—3L21, ¿cuál es su nueve-cero-seis? 3L21…

Era la tercera vez en media hora que la centralita llamaba a 3L21. Lo más probable era que estuviese dormido en el garaje de alguien. O muerto. Lanzó una carcajada.

Bopping with my baby out in LA.

She lives just off the freeway, gonna find her today.

Tenía la cara quemada por el sol y acartonada por el sudor y la arenilla del viento que por fin dejó de soplar a eso de las dos de la madrugada. El coche patrulla empezó a derrapar hacia la derecha, de modo que aminoró la velocidad.

Bee bop a lu bop,

I’m down on my luck

Cambió al canal 1 justo en el momento en que 3L11 comunicaba que estaba en el barrio chino y solicitaba otro coche de apoyo y un supervisor.

—3L11, todavía estoy intentando localizar a un supervisor. Le asignaré otro coche en cuanto aparezca uno disponible. ¿Desea declarar una emergencia de código 33?

—Negativo en este momento.

I say bee bop a lu bop,

yeah, yeah, yeah

Allá delante se acercaba a toda prisa la salida que llevaba al barrio chino, la última que había antes de Grove Street y la Ciudad de la Justicia.

—¿Hay algún coche de apoyo para 3L11, para un tiroteo? ¿3L21?

Beeping and a bopping,

down on my luck

Hanson, sin dejar de cantar, tomó la salida movido por un impulso y sin comunicárselo a la centralita. Sentía curiosidad por averiguar qué era lo que tenía 3L11, pero sabía que seguramente era una equivocación.

Había dos coches patrulla aparcados en batería una manzana antes de llegar a la dirección indicada. Encendió y apagó las luces del techo para que supieran que estaba allí y no le disparasen cuando se aproximara a ellos, y después continuó hasta la esquina. Se detuvo junto a la acera, se apeó del coche y cerró la puerta sin hacer ruido.

El barrio chino a las cuatro de la madrugada. El viento cálido había dejado de soplar, no quedaba ni siquiera una leve brisa, notaba la acera caliente bajo la doble suela de sus botas militares con puntera de acero. Fue avanzando sin hacer ruido —punta-tacón, punta-tacón— con la vista fija calle adelante, en las puertas y las ventanas que había a un lado y a otro y en la calle que iba dejando atrás, reflejadas en los escaparates protegidos con barrotes y en los parabrisas traseros de los coches aparcados.

Pasó junto a una cabina telefónica; el cable blindado, que no estaba unido a ningún auricular, colgaba de la caja de monedas que había sido forzada con una palanqueta. En el vidrio reforzado con una malla metálica alguien había dibujado con rotulador el símbolo cristiano del pez y debajo había escrito JESÚS TE AMA en letras mayúsculas. En las últimas semanas Hanson había visto aquella pintada por todo Oakland, del mismo tamaño, idéntica, escrita por una sola persona. Imaginó que el autor sería una chica negra de catorce años, con algo de sobrepeso, que tenía el convencimiento de que si hacía suficientes pintadas como aquella conseguiría que Oakland fuese un lugar mejor. Pero, claro, también podría ser un psicópata armado con una hacha al que le hubiera dado por la religión la última vez que estuvo en chirona y que anduviera buscando gente a la que matar en nombre de Jesús cuando no estaba dibujando peces.

Dobló la esquina y se topó con el dulzón olor a podrido del contenedor de basura de un restaurante mientras oía las interferencias de las radios de la policía, sin aflojar el paso, y se puso de puntillas para echar un vistazo dentro del contenedor. A veces había vagabundos durmiendo, tumbados en trozos de cartón. Y también se morían allí, y se los encontraban los compañeros del turno de día.

Baby, baby, baby,

and I don’t mean maybe,

bop, bop, a lu bop

Ya había rebasado el horario marcado por la Policía de Oakland; estaba trabajando por su cuenta tras haber pasado doce horas y media atendiendo avisos por toda la zona este, lidiando con gente enfadada, asustada o loca que siempre tenía cerca una pistola o un cuchillo. Había noches que, hablando con ellos, veía sus pensamientos flotando por encima de sus cabezas como si fueran bocadillos de tiras cómicas. Aquella mañana, la del día anterior, se había tomado un batido de proteínas y una chocolatina, pero ahora no tenía hambre, estaba tenso y funcionaba impulsado por la adrenalina. No necesitaba comer. No necesitaba dormir. Se sentía con fuerza y radiante.

Vio a dos compañeros del turno de noche en cuclillas detrás de un coche patrulla, con las pistolas apoyadas en el techo del automóvil, apuntando hacia el edificio de enfrente, hacia una ventana destrozada de un segundo piso. Hanson no los había visto nunca. Los dos llevaban puesta la gorra y la placa dorada que relucía en ella era como una guía que servía para hacer puntería en el centro de la frente, pero por nada del mundo iban a consentir que los pillaran con la gorra quitada si de pronto aparecía un sargento.

—Hola, agentes, qué hay —dijo—. Esto parece un episodio de una serie de polis. Ya sabéis: la realidad imita la ficción.

—Agáchate —le instó uno de los compañeros sin dejar de apuntar a la ventana con su revólver.

—Ponte a cubierto antes de que te peguen un tiro en el culo —le aconsejó el otro.

Hanson escupió el chicle.

—Ese es un delito grave. ¿Ese tío ha disparado hacia aquí?

Ambos continuaron mirando fijamente la ventana, destrozada e iluminada por los focos.

—¿Le ha dado a alguien?

—Aún no.

—Ha disparado unas cuantas veces desde esa ventana, y también desde la puerta.

Chinatown, mi Chinatown, cuando baja la luz… —canturreó Hanson; calló un instante y se inventó el verso siguiente—: Chinos de pies menudos, quién sabe adónde van… ¿El tirador es chino?

—Es blanco.

De pronto se oyó un estrépito de cristales rotos en la calle. Hanson, todavía con el arma enfundada, fue a ver qué era, sin perder la ventana de vista pero manteniendo la cabeza en la misma postura para dar la impresión de que no le interesaba en absoluto. Se acuclilló y alumbró el asfalto de cerca con su linterna. Entre los fragmentos de cristal había trocitos de plomo del tamaño de granos de pimienta. Apagó la linterna, recogió uno y regresó con él entre los dedos y canturreando en voz baja:

You gotta bop and keep bopping,

do it till your luck turns around,

just don’t ever stop when you’re riding the bop.


Se metió el perdigón en la boca y le dio vueltas con la lengua, adelante y atrás, contra los dientes inferiores. Aquello le recordó a una chica que conoció en Montana cuando estaba en la escuela de posgrado. Era camarera de la tienda de licores de Eastgate y llevaba un piercing en la lengua. Era el primero que veía en su vida. La chica se acercó a su mesa, agarró el largo cuello del botellín de Coors como si fuera un pene y lo acercó a la luz para ver si ya tenía que traerle otro.

—¿Para qué llevas eso en la lengua? —le preguntó él.

La camarera se limitó a sonreír. Se lamió el labio superior con aquella lengua sonrosada y atravesada por el piercing y le preguntó si quería otra cerveza.

—Sí, por favor —respondió Hanson—, esta vez con un chorrito de whisky.

Antes de que finalizara aquella noche ya había descubierto para qué servía el piercing. Ahora le vino a la memoria que la chica lo hacía chirriar contra los dientes cuando se enfadaba.

Se guardó el perdigón bajo el labio inferior, regresó al coche, se apoyó contra el capó y observó a los dos compañeros.

—¿Tenéis algún plan?

—Llevamos media hora esperando a que manden un supervisor.

Hanson se sacó el perdigón de la boca y lanzó una carcajada.

—A la mierda con ese tío —dijo—. Parecemos gilipollas. —Acto seguido, introdujo la mano por la ventanilla del coche para encender las luces estroboscópicas—. En fin —canturreó—, don’t ever stop when you’re riding the bop.

A continuación abrió la funda de la pistola y echó a andar hacia la acera de enfrente. Llevaba el arma pegada a la pierna, casi invisible bajo las luces estroboscópicas azules y rojas que desdibujaban su perfil, dando la impresión de que era aquel doble juego de luces el que lo transportaba, como si fuese un viento de colores.

La puerta que daba a la estrecha escalera del segundo piso estaba entreabierta, astillada por los disparos. La luz del rellano aún permanecía encendida, aunque el revestimiento de las dos paredes estaba acribillado y desconchado por perdigonazos, quemaduras de pólvora y lubricante negro. Flotaba en el aire el polvillo del revestimiento y el penetrante olor del humo de arma de fuego. El polvillo blanco se le fue depositando en el pantalón y la camisa y se revolvía de nuevo a cada paso que daba. Hanson empuñaba la pistola con ambas manos, cargada con las balas ilegales de punta hueca del calibre 357 que llevaban todos los policías, apuntando a la puerta cerrada que había al final de la escalera. Dicha puerta se abría hacia dentro, así que en el tiempo que tardase aquel capullo en abrirla y levantar su escopeta él le volaría la tapa de los sesos.

El rellano era estrecho, con lo cual iba a resultar incómodo dar una patada en la puerta. Acercó el cuerpo con el brazo izquierdo extendido, probó el picaporte —no estaba echada la llave—, empujó la hoja de la puerta y apuntó con la pistola hacia la cama doble que llenaba la mitad de la habitación. Era una sola habitación, con un lavabo en el rincón y el váter en el pasillo. Olía a sudor, a marihuana y a orina de varias décadas. Bajo la luz dispersa de los focos, parecía un espacio bidimensional.

Sobre el colchón, sucio y sin sábanas, yacían tres personas. El capullo estaba al fondo, inconsciente, al lado de una escopeta Remington 870 neumática como la que llevaba la policía, como si, aun estando inconsciente, la llevara al hombro. Era un tipo corpulento, tirando a gordo, vestido con un calzoncillo rosa lleno de corazones rojos. Quien estaba más cerca de la puerta, en actitud rígida, con las piernas juntas y los brazos a los costados, era una mujer blanca y guapa, de treinta y tantos, y en el medio había una niña que no tendría más de doce años, muy delgada. Las dos estaban desnudas y miraban fijamente a Hanson.

Hanson rodeó la cama, apuntó su arma a la frente del varón y estableció contacto visual con las dos mujeres al tiempo que les ordenaba con voz ronca:

—Largo. —Señaló la puerta con la cabeza—. Fuera.

Ahora mantenía la mirada fija en el cañón de la pistola, que sostenía a escasos centímetros del ojo izquierdo del varón.

La mujer cogió algo de ropa de un sucio montón que había en el suelo y tiró de la niña para sacarla de la cama. La pared de atrás, iluminada por el reflejo de los focos del techo, estaba abarrotada de fotos Polaroid, algunas nuevas y brillantes y otras viejas y combadas, con la fina capa de emulsión en blanco y negro, la foto en sí, agrietada y despegada de la cartulina. Hanson se fijó en ellas mientras la mujer y la niña salían por la puerta y bajaban la escalera a toda prisa. Fotos pésimas del capullo en diversas posturas sexuales con la madre, con la hija o con ambas, y algunas de madre e hija haciendo juegos sexuales con la lengua o con el dedo y con un consolador con detalles realistas como el hecho de estar surcado de venas, pero de tamaño excesivo y de color morado.

El capullo era un hombre blanco, igual que la mujer y la niña. Un hombre blanco. Se acabó. Iba a ser un tiroteo justo. Hanson diría simplemente que el capullo levantó la escopeta y que él tuvo que dispararle en legítima defensa. Apartó la escopeta de la regordeta mano del capullo y le puso el seguro.

Los destellos azules y rojos que se filtraban por las rendijas de las persianas ya eran más rápidos y más numerosos, y se empezaron a oír más portezuelas que se cerraban. Cuando oyó el ruido de pisadas de botas que subían por la escalera, gritó:

—¡Agente de policía! ¡Agente de policía! ¡Código cuatro! ¡El sospechoso está bajo custodia!

Ojalá llevara puesta su estúpida gorra de conductor de autobús con placa, para que los polis no le disparasen.

—¡Agente de policía! —repitió al tiempo que apoyaba la escopeta contra el mugriento lavabo y se plantaba en el centro de la habitación, sin quitar ojo al capullo y sujetando la pistola a un costado.

Entraron dos policías, uno armado con una escopeta y el otro con la pistola desenfundada. Establecieron contacto visual con Hanson, el cual retrocedió otro poco más para permitirles que rodeasen precipitadamente la cama. Levantaron al capullo de un tirón agarrándolo por los brazos y por el pelo, con violencia. Lo estamparon de cara contra la pared y le dieron de puñetazos en los riñones hasta que le dejaron el cuerpo lleno de manchas rojas, y después lo cogieron y lo arrojaron al suelo.

Lo llamaron hijo de puta, lo esposaron, lo levantaron de nuevo y lo apalearon otro poco más.

Hanson entregó la escopeta al siguiente policía que entró por la puerta, el cual, sorprendido, la cogió y le dijo: «Buen trabajo». Hecho esto, salió de allí y bajó la escalera en busca de un sitio en el que no oliera tan mal; luego cruzó la calle por delante de tres coches patrulla vacíos que barrían silenciosamente la calle y los escaparates de las tiendas con sus luces estroboscópicas, fue más allá del contenedor de basura y se perdió de vista.

Recorrió al volante las tres manzanas que había hasta el aparcamiento de Transporte de la Ciudad de la Justicia comunicando con la centralita.

—Cinco Tac 51 está 908.

—Recibido, Cinco Tac 51. 908.

El vestuario se hallaba vacío, pues era el cambio de turno, y sus botas hicieron eco cuando se dirigió a una taquilla de la pared pintada de un rosa chicle delante de la cual alguien había colocado unos zapatos de tacón alto de satén rosa. En la puerta de la taquilla había un letrero que decía: PARA EL PRIMER POLI MARICA DE OAKLAND. San Francisco contrataba maricas, pero Oakland no. O, al menos, a sabiendas.

Se dio una ducha, se puso unos vaqueros, unas zapatillas deportivas y una camiseta negra, y luego se echó sobre el hombro una bolsa, cerró la puerta de la taquilla, echó la llave y recorrió a pie las tres manzanas desiertas hasta donde había dejado su Travelall. Se subió al coche, cerró la portezuela y metió la mano bajo el asiento buscando la botellita de vodka Popov.

Se la bebió de cuatro tragos. El vodka explotó en su estómago mientras contemplaba la inmensa extensión de hormigón que ascendía en espiral hasta la autopista que discurría por encima y que ya iba abarrotada de tráfico. Relajó los ojos, y también los hombros, y se hundió en el asiento escuchando el ruido sordo de los turismos y los camiones que pasaban por encima de las vigas metálicas de la autopista.

Si tenía suerte, nadie mencionaría su nombre en el papeleo. No había estado allí. El Departamento no querría pagar las horas extras y los otros polis querrían atribuirse el mérito y podrían poner en el informe que habían procedido según las normas, siguiendo el procedimiento correcto y poniendo al sospechoso bajo custodia de manera muy profesional. Un excelente arresto por delito grave y media docena de agentes que podrían sumarlo a su cuota mensual de arrestos. Como de costumbre, este mes él iba por detrás, pero ya detendría a unos cuantos yonquis llenos de pinchazos antes de que acabara el período. Y siempre podía convencer a un ciudadano de que le arrease un puñetazo. En ningún momento tenía que decir nada que no pudiera repetir ante un juez. Lo importante era lo que decías con los ojos mientras le sonreías, mientras invadías su espacio personal. Le sería fácil escoger a un tipo que tuviera ganas de pegarle e insultarlo para que lo hiciera. Vería venir el puño con tiempo de sobra para esquivarlo, meterle la zancadilla de una patada, ponerle una rodilla en el cuello, esposarlo y detenerlo. Suponía más trabajo y más riesgo que una detención 11550 por narcóticos, pero agredir a un agente de policía era un delito grave, y después él se sentía mejor que cuando detenía a un yonqui con pinchazos en los brazos. Un poco mejor una vez que desaparecía la emoción de la lucha.

La mayoría de las personas a las que convencía para que intentaran pegarle un puñetazo eran borrachos o simplemente idiotas, pero era una lástima. Detener a la gente por ser adicta a las drogas o por insultar y provocar a alguien para que te arree un puñetazo formaba parte de las tareas necesarias para cumplir con las estadísticas. Y Hanson sabía, por supuesto, que él podía haber sido aquel capullo tendido en la cama con la escopeta, y que el capullo podía haber sido él vestido con un uniforme de policía, y que no habría habido diferencia entre lo uno y lo otro.


Tomó Grand Avenue, giró hacia Lakeshore, aparcó el Travelall y se apeó. El lago Merritt se veía plateado y de un azul grisáceo a la luz del amanecer.

Un carruaje tirado por un caballo apareció por la calle produciendo un suave eco con los cascos que rozaban contra el asfalto. Era Champán, la yegua blanca adornada con orejeras y arreos negros con tachuelas de latón, que se acercaba sin prisas. Mickey, impecable con su esmoquin y su sombrero de copa, hizo un alto junto al Travelall y aflojó las riendas.

—Hola, pequeña —le dijo Hanson a la yegua al tiempo que relajaba los hombros y los brazos. Los acúfenos de sus oídos se atenuaron, como si estuvieran más lejos—. Qué hay. Tengo una cosa para ti. En mi coche. Llevo ya dos días con ello.

Introdujo el brazo por la ventanilla del Travelall y extrajo una bolsita de plástico. Contenía una docena de terrones de azúcar que había recogido aquella misma semana en la hamburguesería.

—Mickey, ¿le parece bien que le dé esto?

—Me parece perfecto —respondió Mickey desde el elevado asiento del carruaje.

Hanson se fue poniendo los terrones de azúcar en la palma de la mano, de uno en uno, y se los fue dando a la yegua.

—¿Qué, agente Hanson, haciendo horas extras?

—Justo cuando me iba acudí a un aviso en el barrio chino por mi propia cuenta. Esperaba tropezarme con usted por aquí, de camino a casa. He conocido a una mujer en el este de Oakland y la he tratado un poco, podría decirse así. Es muy atractiva, y además es lista. Me gusta mucho y, en fin, nos atraemos mucho el uno al otro. Por lo menos ella me atrae mucho a mí, y creo que a ella le ocurre lo mismo conmigo. Verá, le cuento esto porque confío en usted y no sé a quién pedir opinión a este respecto. Discúlpeme si…

—Siga hablando. Los dos tenemos interés. Además, yo también soy un enamorado del romance, agente.

—A veces tengo muchas ganas de verla. Y no sé si puedo, o por lo menos si quiero, seguir en este trabajo y en la vida en general estando solo. —Era la primera vez que Hanson le hablaba de Libya a alguien.

—¿Y qué problema hay entre ella y usted?

—Que ella es negra y yo soy un poli blanco, y parece una tontería tomar siquiera en cuenta esa posibilidad.

Mickey soltó una carcajada.

—Todo es una tontería. Con cualquiera. Una cosa es que le preocupe que lo despida ese departamento de policía para el que tanto le gusta trabajar, pero si no es así, ¿qué tiene que perder? Yo le recomendaría actuar de la forma más directa, así vería lo que es posible y lo que no. Tenga razón o no, esa es mi opinión en esta clase de asuntos. Tiene que estar preparado para asumir las consecuencias, pero eso no es necesario que se lo diga. Si yo fuera usted, y tuviera el trabajo que usted tiene, probaría suerte, sin duda alguna. Usted no es muy feliz, si me permite que se lo diga, y esa mujer podría hacerle mucho bien. O no. Pruebe a ver.

Hanson afirmó con la cabeza. Actuar de la forma más directa era la mejor manera de abordar cualquier problema.

—Yo también tengo una noticia —prosiguió Mickey—: Dentro de unos días vamos a mudarnos a Lone Pine. Nos jubilamos. Los dos. Estaremos allí para el Cuatro de Julio.

Hanson le dio otro terrón de azúcar a Champán mientras intentaba asimilar la noticia. Ya se había acostumbrado a ver a Mickey y a su yegua una o dos veces por semana de camino a casa, junto al lago. Se sentía menos loco conversando de la vida con un tipo decente que era un homosexual de San Francisco metido a cochero de carruaje.

—Vaya —contestó—. No me lo había comentado.

—Hace veinte años construí allí una cabaña y un establo, en un terreno que heredé de mi abuelo…, aprovechando que acababa de ganar un poco de dinero. —Se inclinó hacia Hanson—. Tuve suerte apostando por un caballo. Sin embargo, con lo que costaría en la actualidad, no podría permitirme construir nada. Tendría que vivir en una tienda de campaña. —Chasqueó la lengua en dirección a la yegua—. Y tú, Champán, tendrías que estar en un corral, nada de disponer de un establo calentito para cuando nieve.

—Voy a echarlos de menos, pero me alegro de que vayan a estar en un lugar agradable y seguro. —Hanson consiguió esbozar una sonrisa.

—Ah, pero el lago está maravilloso, ¿a que sí? Tal como dice ese poema de Yeats que a usted le gusta tanto, el que habla de la isla del lago de Innisfree. Le he hablado a mi hermano de usted. Le he dicho que sería un magnífico ayudante de sheriff. Se lo hemos dicho los dos, ¿verdad, Champán? Él le buscará un trabajo. No le haría falta ningún certificado POST, él puede contratar a quien quiera.

—Nunca he estado en Lone Pine, solo lo he visto en las películas —repuso Hanson—. Para mí es como un cuento de hadas.

—Yo tenía trece años, puede que catorce, cuando rodaron la película El último refugio en la carretera de Whitney Portal. Mi hermano consiguió un autógrafo de Humphrey Bogart —relató Mickey— y mi primer amor fue un técnico de iluminación del equipo de rodaje. —Nunca había hablado de Lone Pine; principalmente habían hablado de poesía, y él le había contado a Hanson anécdotas del mundillo de los homosexuales de San Francisco—. Lone Pine existe de verdad, es nuestro hogar, ¿verdad, pequeña? —dijo volviéndose hacia la yegua.

Sostenía las riendas flojas en la mano, pero de pronto las tensó, y tanto la yegua como él irguieron los hombros y adoptaron una postura perfecta, listos para partir. Pero antes le tendió la mano a Hanson.

—Ha sido un verdadero placer —dijo Hanson estrechándole la mano—. Les deseo buena suerte a los dos.

—El placer ha sido nuestro, agente Hanson. Venga a vernos alguna vez. Cuando quiera. Siempre será bien recibido.

—Quién sabe, es posible que vaya.

—Mientras tanto, tenga cuidado. Como le he comentado antes, esta ciudad no es para usted, si no le importa que se lo diga. Champán opina que aquí está desperdiciando sus talentos.

—Lone Pine. Puede ser. Iré a hacerle una visita —dijo Hanson, pero sabía que no iría jamás. O quizá sí, quién sabía—. Champán —se despidió de la yegua con otra caricia.

Luego dio un paso atrás, atento por si venía un coche.

Mickey chasqueó la lengua para arrear a la yegua, agitó las riendas y comenzó a avanzar, pero al poco se detuvo de nuevo para dirigirse a Hanson, que no se había movido del sitio.

—Recuerde que uno siempre puede actuar de la forma más directa, agente Hanson. ¿Por qué no?

Lone Pine se encontraba a medio camino entre el Valle de la Muerte y el monte Whitney, el pico más alto de los estados continentales del país. Cuando por fin obtuviera el certificado POST, quizá fuera por allí a ver a Mickey y a Champán, y a presentarse al sheriff. Iba a echar mucho de menos a Mickey y a su yegua.

Se subió al Travelall, y ya había efectuado medio cambio de sentido prohibido cuando se detuvo en mitad de la calle. Por la otra orilla del lago iba Weegee a pie, empujando su bicicleta. Parecía Weegee. Sí, era Weegee, y lo acompañaba Libya.

Continuó por Grand hasta la otra orilla del lago y una vez allí paró junto a la acera, se apeó y echó una carrera hacia el sitio en que los había visto a los dos, un camino que discurría entre los árboles, o eso le había parecido. Pero no los encontró. No había sido más que otra alucinación.


Hanson está durmiendo.

En el otro extremo de Oakland, en la zona este, Weegee y Libya están comiendo tortitas después de haber vuelto del lago Merritt.

—Vamos a tener que echarnos una siesta, ya que hemos madrugado mucho —dijo Libya—, pero ha merecido la pena ver el lago al amanecer.

—Sí, señora —respondió Weegee terminándose la leche—. Antes de que saliera el sol, me sentía invisible.

—El lago —dijo ella yendo hacia el dormitorio— y ese precioso caballo blanco. Era como en un cuento de hadas. Todo muy silencioso.

—Últimamente no hemos oído ladrar a los perros de la vecina —comentó Weegee—. ¿Por qué estarán tan callados?

—Se han ido de aquí. Hicieron sus maletitas de perro, robaron un coche y se fueron a Texas —dijo Libya ahuecando la almohada y mirando el reloj. Weegee estaba tumbado a su lado con las manos detrás de la nuca, mirando el techo, pensando.

—¿Por qué querían irse a Texas?

—Tienen un primo en Dallas. Un perro malo de veras, que se llama Mancha Roja y roba bancos y tiendas de licores, vende droga, todo lo peor que te puedas imaginar. Los perros de la ley siempre andan persiguiéndolo, pero él es demasiado listo para una pandilla de perros de la ley medio chiflados. Los perros vecinos le escribieron una carta para decirle que querían ser pandilleros, y la madre de Mancha Roja, una pitbull que se llama Arlene, le dijo a su hijo que debía ayudarlos. Mancha Roja respondió: «Pero, mamá, ¿qué voy a hacer con esos chuchos malcriados, acostumbrados a vivir dentro de casa? Lo único que saben hacer es dar saltos en el sofá, cagarse en la alfombra y ladrar sin parar. ¿Cómo van a ser pandilleros?».

Weegee soltó una carcajada.

—Eso es lo que diría yo.

—Arlene es una pitbull muy dura, Weegee. Así que le dijo: «Hijo, son nuestra familia, y eso es lo único que importa». «Pero pertenecen a la triste familia perruna de tío Ladrador, que está en Misisipi —replicó Mancha Roja—, y lo mejor que han sabido hacer ha sido robar un Chevy Monte Carlo de neumáticos elegantes hecho polvo». «Mancha Roja —le contestó su madre—, estoy segura de que les buscarás algo». Y ahí se acabó la conversación.

—¿Cómo se llaman esos perros, los que se han marchado a Texas?

—LeRon y JJ.

—¿Y qué va a hacer Mancha Roja con LeRon y con JJ? Están muy alterados todo el tiempo, y hacen tanto ruido que la policía los pillará inmediatamente.

—No lo sé, pero va a tener que buscarles algún trabajo de pandilleros. Eso es todo cuanto sé yo por el momento, así que vamos a cerrar los ojos y a dormir un rato.

Weegee permaneció callado uno o dos minutos. Por su expresión, se notaba que tenía ganas de hablarle a Libya de algo serio. Weegee iba a todas partes y llevaba los ojos bien abiertos.

—¿Cómo es que nunca dices nada de Fe? —preguntó Weegee—. Lo conoce todo el mundo, en cambio tú ni siquiera pronuncias su nombre.

—¿Fe? ¿Hablas de Felix Maxwell?

—Sí.

—Lo conocí hace mucho tiempo —respondió Libya—, cuando los dos éramos muy jóvenes. En aquella época él era distinto.

—¿Ya no te cae bien?

—Es que antes era distinto, incuso en ocasiones era buena persona. Recuerdo que una vez me puse muy enferma, por culpa de las mismas sustancias que ahora vende él, y me ayudó a recuperarme. En cambio ahora es peligroso incluso tenerlo cerca. Si a ti te ocurriera algo por su culpa, se me partiría el corazón.

—Bah —replicó Weegee—, soy demasiado rápido para que me ocurra algo malo. Más rápido que una bala, eso es lo que dice Fe.

La mirada de Libya se endureció, pero un momento después se relajó de nuevo.

—Cielo, no debes acercarte a él.

—Lo veo todo el tiempo —le contó Weegee—, todo el tiempo. Es un héroe. Da dinero a la gente que vive en La Villa, y en Navidad da de cenar a todos los pobres. Todo el mundo lo vitorea cuando llega al volante de su precioso Rolls-Royce, dicen que es igual que Robin Hood, que era un pandillero de la antigüedad. Toma dinero de los blancos ricos para dárselo a los negros pobres. Igualito que Robin Hood.

—Felix no es ningún Robin Hood. Es… bueno… actualmente es una mala persona —replicó Libya con más tristeza que enfado—. Actualmente vende sustancias nocivas a su propia gente. Coge el dinero y se lo queda para sí. Mata personas, Weegee.

—Eso es porque no le queda más remedio —repuso Weegee—, de lo contrario lo matarían a él. Es valiente y listo, y a mí siempre me trata bien, me habla como si fuera un adulto y me dice que cuando tenga unos años más me va a dar un empleo y tú ya no tendrás que preocuparte por el dinero porque seré yo quien cuide de ti.

—Oh, cielo —dijo Libya—, te quiero tanto que creo que me moriría si te pasara algo malo. Ven, dame un abrazo y vamos a dormir y a soñar con ese precioso caballo blanco, vamos a soñar que nos vamos a lomos de ese caballo hasta un sitio que esté muy lejos de Oakland, en el que todo sea muy bonito y nunca haya ningún peligro.