La visita de Weegee
El dolor nos transporta a lugares que no podemos ni imaginar, a acontecimientos que habíamos logrado olvidar por completo, nos devuelve a mundos que no sabíamos que ya habíamos visitado. El dolor nos obliga a centrar la atención en lo que quisiéramos ignorar. Hanson antes sonreía y decía que el dolor era su amigo.
Desde que se fue el conejo negro, pemaneció tumbado estudiando el dibujo que formaban las grietas de la escayola del techo. Hacía calor, y yacía desnudo encima de las sábanas. Seguía vivo, esta vez salvado por una alucinación de Nochevieja que no era posible ignorar ni desechar. El conejo negro lo despertó del sueño comatoso que habría acabado con su vida si hubiera continuado durmiendo.
Le dolía la cabeza y sabía que dicha jaqueca iba a ir a peor. La última vez que algo lo golpeó lo bastante fuerte como para dejarlo inconsciente más de unos segundos estaba borracho y se iba a casa en el coche, después de haber salido del club de la policía de Portland a las tres de la madrugada en medio de una intensa nevada. Ya casi había llegado cuando de pronto todo se volvió negro y chocó con la camioneta contra un poste de teléfono. Y al día siguiente la cosa fue mucho peor. En aquella ocasión fue agredido por un poste telefónico. Nada que decir al respecto.
Quienquiera que fuese, el individuo que había salido corriendo debajo del sombrero le había concertado a Hanson una cita con el dolor. El dolor ya estaba en la casa, simplemente mirando, supuso él, para ver cómo había cambiado él desde la última vez, averiguando quién era en la actualidad, para conocer las respuestas a las preguntas que iba a formularle.
Debería haberle pedido unos analgésicos al médico de urgencias, pero ya era demasiado tarde. No tenía nadie a quien llamar, y de todas formas el teléfono estaba en la cocina. Abrigó la esperanza de que no sonara. Odiaba el teléfono.
Siguió con los ojos las grietas del techo, fue recorriendo los ríos, los afluentes y los deltas y se imaginó a sí mismo yendo hacia el mar y viendo cómo el agua iba cambiando de color, primero del marrón al verde y finalmente a un azul claro y transparente como el cielo. Hizo todo lo posible por no pensar en lo que pronto acudiría a su encuentro, allá en el horizonte. Se puso una almohada debajo de la cabeza y se durmió.
La casa estaba a oscuras cuando lo despertó el dolor golpeándolo detrás de los ojos. Al principio las preguntas eran fáciles y el dolor era exploratorio, tentativo y paciente. Hanson lo negó todo: ¿qué?, ¿cómo iba a saberlo él? No. Él no estuvo presente.
Pero el interrogatorio no tardó en empezar en serio, las preguntas comenzaron a llegar más rápidas, una tras otra, y el castigo por cada evasiva, cada negativa o cada excusa era cada vez peor, diferente, sorprendente, hasta que Hanson se vio obligado a recitar para sus adentros los trucos que había aprendido.
Relájate, como cuando vas al dentista, piensa en algo así, todo el tiempo que puedas. No pienses en el torno, deja que ocurra sin más.
Responde a una pregunta con otra, pero sin hacerte el sabihondo. Prueba eso un par de veces, o tres, pero separadas. No seas irrespetuoso, pero tampoco muestres miedo ni debilidad. Interrúmpelos mientras todavía puedas. Diles que te repitan la pregunta.
¡Espera! Diles que tú no eres la persona que están buscando, como si se te acabara de ocurrir que se ha cometido un error, sin mala intención. A saber cómo. Nadie ha tenido la culpa, simplemente es un fallo del sistema.
La sinceridad te permitirá ganar tiempo. Cuando eso deje de funcionar, pasa a mostrar desconcierto. Va a ser una noche muy larga, así que acéptalo.
A medida que la cosa vaya poniéndose peor, visualízate en otro planeta, imagina un yo diferente, tu verdadero yo, en un oscuro planeta situado a varios años luz de aquí, en el futuro, observando a tu falso yo, el que está siendo interrogado. Y di para ti mismo, en voz baja: «No soy yo». Repítelo: «No soy yo, no soy yo…».
Relaja los ojos e imagina el futuro. Finge que es un futuro esperanzador.
Si pudieras dormirte… No. Ellos te despertarán y te lo harán pagar. Desecha esa idea. Olvídala. No intentes dormir a no ser que te haya funcionado en el pasado.
En ningún momento te enfades, y no te engañes pensando que puedes ganar. Te mereces lo que te pase. Eres culpable. Confiesa y pide perdón por haber intentado negarlo.
No creas que vas a poder hacerte amigo del dolor. Si te haces amigo suyo, se percibirá como el truco desesperado y estúpido que es. No intentes hacerte el listo ni el irónico, y en ningún momento, jamás, te muestres condescendiente con el dolor.
Ya llegará el amanecer. No te pegues un tiro en la cabeza. No te permitas pensar en la pistola, no la mires, y, sobre todo, no la toques.
Analiza la situación desde otras perspectivas.
Al amanecer ya se sentía mejor. Durante la noche le pareció que había sonado el teléfono, pero, como la mayoría de las llamadas que recibía eran mensajes pregrabados, por lo general no hacía caso de aquel timbre sin sentido.
Cuando llegó el mediodía estaba medio dormido, procurando no pensar en la noche que se avecinaba, porque el dolor ya era bastante intenso. El comedero de pájaros estaba vacío y el agua que contenía ya se había secado. ¿Y qué? A la mierda los pájaros. No. Esos son pensamientos negativos y volverán a ti, te pasarán factura. Los pájaros son buenos. Les deseó que les fuera bien y aceptó ser el culpable de que el comedero estuviera vacío.
De pronto sonó el timbre de la puerta. Eso le había parecido, pero es que a su casa nunca venía nadie. Sonó de nuevo, ding, dong…, y supo que no se trataba de ningún ladrón ni de ningún Adventista del Séptimo Día. Era alguien que había averiguado dónde vivía y que no iba a marcharse, que iba a esperar a que él abriera la puerta.
Se incorporó con la cabeza como un bombo, se puso despacio el pantalón vaquero y se levantó. Su pistola estaba en el suelo, preparada con una bala en la recámara y con el seguro puesto. Estaba seguro de que había una bala en la recámara, pero decidió que le daba lo mismo porque no iba a llevársela consigo; le iba a doler una barbaridad agacharse a cogerla. Le daba igual que quien estuviera llamando a la puerta pudiera matarlo.
Avanzó despacio y tan suavemente como pudo, con la cabeza baja y la mirada fija en el suelo un metro por delante de él, una postura que parecía atenuar el dolor. Al mirar hacia el suelo vislumbró los radios de una rueda de bicicleta, o eso parecía, detrás del visillo que cubría el grueso cristal verde esmerilado. Cuando llegó a la puerta, giró el picaporte, abrió y levantó la cabeza con cuidado.
—Hola, agente Hanson. Espero no haberte despertado. Y espero que no te moleste que me haya presentado así en tu casa. Es que hace una temporada que no te veo y… En fin, a lo mejor debería marcharme. ¿Te encuentras bien?
—Weegee —dijo Hanson. El dolor aflojó un poco la tenaza, lo soltó y se apartó—. Weegee —repitió sonriente—, pasa.
—¿Te importa que entre con la bicicleta?
—Para nada. —El dolor había quedado desterrado, desaparecido, a la espera de la próxima vez—. Deja que me ponga una camiseta.
Weegee apoyó la bici contra la pared del cuarto de estar y acompañó a Hanson hasta la cocina.
—Me alegro de verte, Weegee —dijo Hanson abriendo la puerta del frigorífico—. No tengo… Tengo agua. Agua fría. ¿Te apetece un vaso de agua fría?
—Gracias —respondió Weegee—. ¿Te encuentras bien?
—Claro —dijo Hanson al tiempo que abría una bolsa de cubitos de hielo—. Nunca he estado mejor. —Por fin lanzó una carcajada mientras llenaba el vaso—. Vamos a salir al porche.
—Los pájaros —dijo Weegee.
Todavía quedaban unas pocas semillas en el comedero y desperdigadas por el suelo.
—Toma —dijo Hanson a la vez que depositaba el vaso de agua fría sobre la mesita del porche—. Más vale que también les dé de beber a ellos. —Llenó un cazo con agua del grifo disfrutando de cómo iba cambiando el sonido que hacía conforme se iba llenando—. Trae esa bolsa —le dijo a Weegee— y ven conmigo.
Salieron por la puerta lateral, pasaron por delante del hundido techo del garaje y continuaron hacia el césped y los árboles que había en el terraplén, más allá del porche cerrado. Hanson bajó el comedero y lo llenó, y dejó que Weegee llenase el cuenco de agua. Después volvieron a entrar en la casa.
—Los pájaros —dijo Weegee terminándose un segundo vaso de agua con hielo. Lo sostuvo hacia la luz e hizo tintinear los cubitos contra el cristal—. ¿Tú sabes dónde está La Villa? —preguntó.
—¿La Villa de San Antonio?
Weegee asintió.
—¿Has ido allí alguna vez?
—Solo una.
De pronto, como salida de la nada, apareció una mancha borrosa de color anaranjado al otro lado del porche; zumbó un momento, luego hizo un rápido regate y desapareció.
—¿Qué clase de colibrí era ese? —preguntó Weegee.
—Un colibrí rufo.
—No lo había visto nunca.
—Es que no viven aquí todo el año. Emigran de México, suben por la costa del Pacífico, crían a sus polluelos y luego la familia completa regresa a México por el otro lado de Sierra Nevada.
—Mi tía tiene un libro que trata de los aztecas. Tiene dibujos de ellos, con cascos de guerra en forma de colibrí.
Hanson se dijo que habría sido muy agradable que también Libya hubiera venido a verlo, acompañando a Weegee. Podrían haberse sentado en el porche a contemplar a los colibríes.