La Academia


Viendo que ya iba el tercero, Hanson apretó el paso. Podría hablarle al dolor. Podría hacerle daño, si fuera necesario. Podría salirse de su cuerpo, verse a sí mismo correr, y dejar el dolor atrás. Pero Hanson confiaba en el dolor. Era algo real, no una abstracción, ni una metáfora, ni una inteligente analogía que uno exhibe en un puto cóctel del Departamento de Lengua. En la calle, el que aguanta más dolor gana, así de simple, y Hanson era capaz de aguantar todo el dolor que le enviaran. Iba cantando:

Pues yo tenía un perrito que se llamaba Blue,

tenía un perrito que se llamaba Blue,

tenía un perrito…

Cruzó la calle sin dejar de correr, dio media vuelta y la cruzó de nuevo. No alcanzaba a ver a los corredores que llevaba delante ni tampoco a los que llevaba detrás. Bien.

Tenía un perrito que se llamaba Bluuue,

un perrito muy bueno que me diste tú…

Vamos, se animó a sí mismo, vaaamos. ¡Corre! Atravesó Railroad Park corriendo en paralelo a un seto de dos metros de alto que estaba todo polvoriento y ajado por la contaminación. Al otro lado del seto había una gigantesca locomotora a vapor, pintada de plata y negro, que parecía moverse a la par que él, cada vez a mayor velocidad, dejándose entrever por el follaje.

Tercer puesto, bien, pensó. Me gusta el tercer puesto. Me encanta el tercer puesto.

Al fin y al cabo, aquello era solo correr. Todo se reduce a quién mata a quién. Da igual lo deprisa que corras si estás muerto. Cuando estás muerto, ya nada importa: ni quién eras, ni quién creías ser, ni en qué cosas creías, ni a qué bando pertenecías. Todo se acabó. Lo bueno que tiene la muerte es que uno ya no tiene que lidiar con los fracasos, con las veces que ha sentido miedo o incertidumbre, las veces que ha estado borracho o le han fallado la memoria o las habilidades sociales, todas las veces que debería haber actuado mejor. Todo eso se acabó también. Cuando uno está muerto, puede relajarse por fin, y dormir un poco.

Pero hoy se sentía bien corriendo. Se sentía bien y malvado. Cuanto más deprisa corría, mejor se sentía, y cuando se sentía bien de verdad no le entraban ganas de bailar, ni reír ni cantar, sino de dar por culo. Había intentado explicarle eso a la gente normal, pero ni siquiera pudo explicárselo a sí mismo. El motivo no importaba, ya fuera estando en combate o a solas en la calle con una placa y una pistola. Allí se sentía bien. «No hay problema, señoría, estoy estupendo, preparado para enfrentarme al público», exclamó riendo y sin dejar de correr.

Allá delante, McCarty, que iba en segundo puesto, avanzaba cojeando y con una mano apoyada en la cadera. Hanson lanzó un gruñido y aceleró un poco más, en busca de Byron Fernández, que iba en cabeza. Fernández era el único amigo que tenía en la Academia. Con aquel nombre, cabría pensar que era hispano; sin embargo, era un negro de clase media que se había criado en Alameda. Pero más le valía darle alcance pronto, porque ya se veía, por detrás de los árboles y del tráfico, tapando el sol, el rascacielos de la Ciudad de la Justicia de la Policía de Oakland.


Un jefe adjunto había tomado la decisión de aceptar la solicitud de Hanson y de contratarlo sin haberlo visto antes, pasando por encima de las objeciones del teniente Garber de Formación, el oficial responsable de la Academia. Después de todo, era jefe adjunto, y los oficiales subordinados como el teniente Garber necesitaban que alguien les recordara ese detalle de tanto en tanto.

Además, Hanson contaba con cuatro años de experiencia en la policía, ya que había trabajado en el gueto de Portland, en Oregón, una ciudad más o menos del mismo tamaño que Oakland. Aquella pequeña Oakland había atraído a un gran número de familias de negros procedentes del Sur a trabajar en los astilleros y en las fábricas de armamento de la Segunda Guerra Mundial. Cuando los astilleros y las fábricas cerraron, las familias se quedaron estancadas. En Portland recibió varias distinciones por su valor y su capacidad de innovación. Había sido sargento de las fuerzas especiales en Vietnam y había obtenido dos Estrellas de Bronce. Poseía una licenciatura en Literatura Inglesa y estaba dando clases de Lengua en la Universidad de Boise. Sí, tenía treinta y ocho años, pero muchos de los mejores oficiales de la Policía de Oakland estaban dentro de aquella franja de edad. Hanson, declaró, sería un importante activo para el Departamento. Los motivos por los que el jefe adjunto dio su aprobación para que Hanson ingresara en la Academia eran los mismos por los que el teniente Garber no quería que ingresara. Había aprendido el oficio en otro departamento de policía, era demasiado viejo y no se le podría entrenar.

Cuando Hanson llegó a Oakland y descubrió que se le iba a exigir pasar los cinco meses de instrucción en la Academia en compañía de reclutas de veintiuno y veintidós años, el jefe adjunto ya no estaba en el Departamento.

Antes de que llegara Hanson, todos los martes por la tarde, durante varios meses, el jefe adjunto se reunía con una mujer llamada Brandi en una habitación cedida por cortesía del hotel Marriott. Brandi le fue presentada al jefe adjunto por un conocido común de la DEA, un amigote del teniente Garber. Bajo la dirección del teniente Garber, se llevó a cabo una operación de vigilancia. Se instalaron cámaras de vídeo, y el teniente Garber, junto con un sargento de Antivicio, contempló cómo se cometía el delito: cómo se aceptaba el uso de la habitación del Marriott a modo de gratificación. El jefe adjunto no fue ni acusado ni detenido, pero una semana antes de que llegase Hanson dimitió de su puesto en el Departamento de Policía de Oakland para aceptar un empleo en la Policía de Detroit.

Hanson no sabía nada de todo este asunto, como es natural, pero sí se había dado cuenta de que entrar en la Policía de Oakland había sido una equivocación. Él no era lo que buscaban ellos y ellos no eran lo que buscaba él, pero necesitaba aquel empleo. Consideraban que tenía una actitud negativa, y era verdad. El teniente Garber y el equipo de formadores la habían tomado con él desde que entró en la Academia, intentando coaccionarlo para que dimitiera. Sin embargo, iban a necesitar suerte: era más duro que ellos.

En una de las primeras inspecciones formales, el sargento White, que ocupaba un alto puesto en el equipo de formadores, le dijo que el bolsillo secreto que tenía en su nuevo pantalón de lana no era lo bastante hondo como para que cupiera su «porra corta», un bastón de veinticinco centímetros relleno de plomo que le habían adjudicado además de la porra más larga para casos de mayor proximidad.

Cuando Hanson dijo: «Sí, señor, lo mandaré arreglar», White lo regañó por hablar en exceso estando en clase e incluyó un recordatorio de reprimenda en su expediente. Más recientemente, White redactó un informe para el expediente de Hanson relativo a la última inspección, en la que le ordenó que volviera del revés los bolsillos del pantalón y le señaló un sello del sindicato que estaba cosido al fondo del bolsillo derecho, lo cual constituía una infracción del uniforme. Hanson tuvo que responder por escrito para explicar que había cometido el descuido de no quitar dicho sello del bolsillo.

Dejó a White en mal lugar en la cancha exterior de prácticas de tiro. White lo había elegido a él para ponerlo como ejemplo de lo difícil que era disparar una pistola con precisión después de haber corrido treinta metros, ida y vuelta. Hanson dio en el blanco las seis veces que disparó, y lo único que pudo decir White fue: «Normalmente es difícil disparar con precisión cuando se viene de una persecución y se trabaja bajo presión. Recuerden lo que les digo, no hagan caso de la chiripa que ha tenido Hanson. En la calle no existe la suerte».

En aquel momento Hanson comprendió que debería haber fallado un par de tiros, pero es que cuando empezó a disparar se dejó llevar por la memoria muscular, su cuerpo asumió el mando, más rápido que la mente, y entró en modo supervivencia.

Se sintió un poco mal por hacer pasar pot tonto a White en la cancha de tiro. Algunos días, White empezaba a beber ya después del almuerzo, Hanson se lo notaba por el olor que despedía. Imaginó que ya tendría una vida bastante difícil. Pero se estaba cansando de aquello, y en ningún momento había sentido compasión alguna por el teniente Garber.

El teniente Garber, varios años más joven que Hanson, no había trabajado mucho en las calles, como era el caso de la mayoría de los oficiales que tenían un rango superior al de sargento, pero en cambio había pasado años preparándose para los exámenes de promoción y aprendiendo a moverse por la política interna del Departamento. Su rechazo oficial hacia Hanson, expresado con frecuencia ante el equipo de formadores, consistía en que Hanson era un desobediente. Hanson podía ser irónico en ocasiones en las que no debía serlo, y hacía demasiadas preguntas en clase solo por mantenerse interesado y despierto, pero aquello no era desobediencia. Hanson era capaz de acatar órdenes y observar una conducta respetuosa.

Era viernes, a media tarde. A Hanson, al igual que la mayoría de los alumnos, le estaba costando mantenerse despierto tras la carrera de la mañana y una clase de dos horas sobre las leyes de tráfico. A las cinco había llegado el teniente Garber a impartir una clase sobre cómo redactar órdenes de registro para un examen que habría el lunes por la mañana, pero se fue por las ramas hablando de un reciente fallo de causa probable del Tribunal Supremo de California y su presidenta, la «comunista» Rose Bird, que, una vez más, había erosionado el poder de la policía.

Los demás alumnos se inclinaron sobre sus pupitres para escuchar con atención y animaron al teniente a continuar para que el examen sobre órdenes de registro se aplazase. Hanson se reclinó y se puso a escuchar también, escéptico como de costumbre respecto de la política del teniente Garber, pero diciéndose a sí mismo que debía limitarse a escuchar sin hacer preguntas, dado que aquello no era un aula universitaria. Apenas un par de semanas antes le había sugerido a un ponente que los oficiales de la policía eran fundamentalmente trabajadores sociales armados cuyo trabajo consistía en interpretar y hacer cumplir el contrato social de la comunidad que patrullaban. Fernández vio que estaba pensando, y cuando el teniente se giró para cerrar la puerta del pasillo, sonrió y le hizo con la mano un gesto como diciéndole: «relájate», para advertirle que no debía hacer comentarios. Hanson le sonrió a su vez y negó con la cabeza: «Hoy no».

El teniente llevaba puesto su impecable uniforme, hecho a medida, y por lo tanto también su placa de teniente de la Policía de Oakland, una estrella de oro macizo. Se situó detrás del podio, se quitó la gorra y recorrió a los alumnos con la mirada en silencio, con una actitud viril y militar, pensó Hanson, estableciendo su excelente «presencia de la autoridad», y comenzó a hablar con más detalle de la estupidez de la reciente agresión del comunista Tribunal Supremo de California contra el poder policial.

Un policía, les contó el teniente Garber, dio el alto a un hombre de color que iba andando a las once de la noche por Beverly Hills porque iba vestido de forma inapropiada y se notaba a las claras que no era el típico vecino de aquel barrio. El sospechoso afirmó que era un guionista que se alojaba no muy lejos de donde le habían dado el alto. El aliento le olía a alcohol, testificó el policía, y, basándose en su experiencia, llegó a la conclusión de que el sospechoso se encontraba bajo su influencia y le pidió que le mostrase algún documento de identidad. El sospechoso reaccionó contestando: «Sigue soñando, gilipollas. Me voy a casa», y echó a andar sin hacer caso del policía, que le estaba diciendo que se detuviera. Llegó un coche policial y los agentes, ya en la escena, tras observar la conducta del sospechoso, su apariencia física y su negativa a obedecer la orden del agente principal, y justificadamente preocupados de que pudiera ir armado, lo redujeron y arrestaron. Un residente, una persona mayor, que afirmó haber visto la detención —desde su porche, situado casi a una manzana de allí, y de noche—, testificó que los policías, blandiendo sus armas reglamentarias, agredieron al sospechoso sin motivo aparente y lo empujaron varias veces contra el coche policial al tiempo que le lanzaban insultos racistas.

El sospechoso rechazó un acuerdo para no ir a la cárcel y, cuando el caso llegó a juicio, varios famosos de Hollywood testificaron en su defensa y fue declarado no culpable de todos los cargos, incluida la posesión de una cierta cantidad de cocaína —menos de un gramo— que los agentes le encontraron dentro de un zapato. El Tribunal descartó esto último junto con los demás cargos —agresión a un agente de policía, resistencia a la detención, intoxicación en púbico y posesión de cocaína— porque, según su opinión, de entrada la policía no tenía una causa probable para darle el alto. El sospechoso demandó a la Policía de Beverly Hills y recibió una indemnización de 1,3 millones de dólares. A partir de ahora, iba a ser todavía más difícil establecer los elementos de una detención por causa probable, al menos en California.

Joder, pensó Hanson sonriendo, ese tipo tuvo suerte de que no le pegaran un tiro, en Beverly Hills, y de que un ricachón liberal hubiera visto lo sucedido y estuviera dispuesto a testificar. Dios, él…

El teniente había dejado de hablar y se había quedado inmóvil, de pie detrás del podio, mirando a Hanson. Y el resto de la clase también.

—¿Sí, señor? —dijo tan calmadamente como pudo; Fernández puso los ojos en blanco.

—Por lo visto, esto le resulta divertido. ¿Tiene algo que compartir con nosotros? —El teniente le hizo un gesto con la cabeza para animarlo a hablar.

Bien, pensó Hanson, de acuerdo.

—Señor, yo echaría la culpa a los agentes que participaron más que a Rose Bird.

El teniente Garber le hizo otro gesto para animarlo a continuar.

—Fue una manera de actuar un poco tonta por parte del agente principal. Señor, los agentes como ese, de hecho, invitan a los tribunales a recortar el poder de la policía.

El teniente Garber lo interrumpió levantando un dedo al tiempo que miraba al resto de la clase.

—He aquí a nuestro experto en temas constitucionales —anunció—. Gracias por su perspicacia, agente Hanson. ¿El agente en cuestión, un curtido oficial que hizo uso de su larga experiencia y de su conocimiento de las calles, que intentó detener a un sospechoso que, de hecho, se encontraba en posesión de cocaína es, en su opinión, «tonto»?

El tonto soy yo, pensó Hanson, por hablar.

—Yo diría que es un oficial extraordinario —prosiguió el teniente Garber— por haber efectuado una detención legítima. Yo no soy ningún experto, pero así lo consideraría yo. Extraordinario. Pero es posible que usted sepa algo que yo desconozco. ¿Le importa compartirlo con la clase?

—Señor, ya sabe usted, en ocasiones se trata de un juego, un…

—¿Un juego? ¿Eso es lo que opina usted? ¿El juego de la aplicación de la ley? ¿El juego de proteger a los ciudadanos de los depredadores que hay en las calles? —dijo Jenks gesticulando hacia el ventanal por el cual se veía el este de Oakland a lo lejos—. Yo no sé nada de juegos. Y, para ser políticamente correcto, no estoy hablando únicamente de Tyrone, esto no tiene nada que ver con la raza, cosa que, obviamente, está bien clara para todo el que sea capaz de verlo. Esto tiene que ver con la ley.

—Señor, no es mi intención discutir, en absoluto, pero… ¿por qué no limitarse a acercarse al sospechoso y preguntarle qué tal, hablar con él y ver si…?

El teniente Garber alzó una mano y Hanson dejó de hablar.

—Se suspende la clase hasta el lunes por la mañana. Hanson, usted quédese.

—Señor… —empezó uno de los alumnos—, ¿el lunes sigue habiendo examen sobre órdenes de registro o…?

—No lo sé, Parker. No lo sé. Usted estudie.

Hanson se puso de pie y esperó detrás de su pupitre. El resto de los alumnos salieron sin volver la mirada. El teniente Garber aferró con fuerza el atril.

—¿Cuáles son sus intenciones, Hanson?

—¿Mis intenciones, señor?

—Sus intenciones. —El teniente Garber casi estaba gritando—. ¿Qué es lo que está haciendo aquí? No recibimos muchos alumnos de treinta y ocho años licenciados en literatura. ¿Está escribiendo un libro?

—No, señor —respondió Hanson manteniendo una expresión neutra.

—¿Tal vez pretende hacer una carrera en servicio social, entonces? ¿Para ayudar a los oprimidos? ¿O quizá en la Facultad de Derecho? No es usted demasiado viejo para eso, si se da prisa en empezar. Podrá trabajar con la Unión por las Libertades Civiles.

Hanson no dijo nada, y esperó a que el teniente Garber terminara de desahogarse.

—El motivo por el que se lo pregunto, Hanson, es que usted no parece encajar muy bien en el Departamento de Policía de Oakland. Su trabajo en el aula es satisfactorio, más o menos, pero eso constituye solo una pequeña parte de la preparación para trabajar de policía en las calles, por lo menos aquí, en Oakland. El sargento Jackson, por ejemplo, me dice que usted y él han tenido algún que otro problema en lo referente a la aptitud física y la defensa propia, algo que yo, personalmente, considero una parte muy importante de su formación.

Hanson asintió para indicar que estaba escuchando.

—Muy bien, Hanson. En ese caso va a tener que trabajar con más ahínco para demostrarnos que desea aprender cómo esperamos de nuestros agentes que hagan cumplir la ley, y nadie va a hacer nada para que dicha formación le resulte a usted más fácil. Piénselo. Puede irse.

—Sí, señor. Gracias, señor —respondió Hanson, y acto seguido salió del aula.

Cuando iba por el pasillo, pasó junto a la puerta abierta del equipo de formadores. El sargento Jackson estaba allí de pie, observándolo. El sargento Jackson era el oficial sénior de formación física. Era un poco mayor que Hanson y llevaba dieciséis años trabajando en las calles. Se decía que cuando era un joven recluta traído de algún lugar del sur, se casó con una mujer rica, hermosa y con contactos políticos, y que por lo tanto no necesitaba los cincuenta mil dólares al año que le pagaba el Departamento. Acudía a trabajar porque le gustaba el trabajo. Les decía a los tenientes y a los capitanes cuándo se equivocaban y por lo visto hacía lo que quería en la calle, por muy brutal o escandaloso que fuera.

El sargento Jackson era duro e inteligente, ágil y rápido. Tenía mal genio, pero lo empleaba en beneficio propio. Puteaba a Hanson cada vez que tenía la oportunidad. «Usted», decía cuando necesitaba un voluntario señalando a Hanson, que estaba sentado en las esterillas con las piernas cruzadas, descansando con el resto de la clase. Hanson se ponía de pie, empapado en sudor, e iba hasta donde estaba el sargento Jackson, el cual lo utilizaba para hacer una demostración de cómo reducir a un oponente, o cómo trabarle el brazo o la muñeca con una dolorosa llave, o cómo fingir un movimiento en una dirección para a continuación girar sobre sí mismo y echarle la zancadilla, mientras explicaba al resto de la clase, con toda la calma y sin quedarse nunca sin respiración, lo que estaba haciendo.

Hanson nunca cambiaba de expresión cuando el sargento Jackson lo arrojaba contra la esterilla o le hacía una llave de bloqueo de la carótida y lo asfixiaba hasta que ya no veía más que un túnel negro. Poseía la capacidad de salirse de sí mismo y observar la escena desde fuera; se negaba a darle al sargento Jackson la satisfacción de ver emoción alguna. No podía permitirse el lujo de enfurecerse.


El lunes siguiente marcó el inicio del cuarto mes de la Academia. Para entonces, la mitad de la clase, la 106.ª Escuela de Reclutas, había abandonado, había causado baja por lesiones o había sido expulsada por bajo rendimiento. Dos alumnos fueron despedidos por algo relacionado con sus antecedentes que se había pasado por alto en el examen inicial. Otro dimitió tras haber sido arrestado por agresión en un bar del centro.


Los alumnos que conseguían llegar juntos al final de aquel período de la instrucción en la Academia de Policía de Oakland denominaban a aquellos cinco meses «Curso de combate en las calles». Los formadores les firmaban permisos a ellos, y a un amigo que los llevara en coche, para que fueran a las urgencias del hospital Alameda County. Las excusas más habituales eran un dedo roto, una fractura de nariz, una fisura en una costilla o una conmoción cerebral. Los alumnos subían al coche cojeando tras jornadas de doce y catorce horas corriendo ocho kilómetros, practicando con la porra, aprendiendo llaves de defensa personal, cómo reducir a un oponente, cómo ponerle las esposas, cómo «hacerlo entrar en razón»… Todos los reclutas llevaban la camiseta blanca del Departamento con el emblema de la Policía de Oakland impreso en la pechera y un pájaro carpintero rojo, amarillo y anaranjado en la espalda. El pico del pájaro carpintero dejaba ver unos dientes, como si gruñera, y sobre él ponía: MÁS DURO QUE EL PICO DE UN PÁJARO CARPINTERO.


Esa tarde estaban sentados formando un semicírculo en el suelo del gimnasio, escuchando al sargento Jackson.

—Todo el que pelee contra un agente de policía matará a un agente de policía —le dijo el sargento Jackson a la clase—. Para él, sus armas y placas no significan nada, porque él no tiene nada que perder. Así es la gente. Un individuo así, cuando le den el alto en la calle, les mentirá, los interrumpirá y les discutirá. Si ustedes le permiten hacer todo eso, le estarán dando permiso para que los mate, porque los considerará débiles. Si le dicen que está detenido, les insultará y se largará. Cuando intenten ponerle las esposas, se resistirá, forcejeará y los matará, con la pistola de ustedes si es que no tiene él otra. No esperen que nadie obedezca la ley como estamos obligados a obedecerla nosotros; ellos se rigen por la ley de la selva.

»Él no es como ustedes. No crean ni una palabra de toda esa alegre cháchara progresista sobre que en el fondo todos somos iguales. Él es un animal distinto. Y cuando ustedes se vean metidos en una reyerta en las calles, recuerden que ahí no tienen amigos. No pueden rendirse sin más, no pueden abandonar, porque entonces él los matará. Les aseguro por mis cojones, y que me disculpen las señoras, que no va a conformarse con reducirlos y luego marcharse a su casa con su mujer y sus hijos.

»Ganar la pelea es la única opción que tienen, y eso quiere decir que, en el momento mismo en que ese tipo los mire mal, hable con insolencia, replique o levante una mano, ustedes deberán darle una patada en el culo, hacerle daño y seguir haciéndole daño hasta que deje de intentar levantarse; después lo detienen, lo esposan y piensan en algo de que acusarlo más tarde. Si la cosa sale mal y tienen la impresión de que él va a poder con ustedes, péguenle un tiro y mátenlo. Si es necesario, no vacilen. Nos vemos obligados a hacer demasiadas cosas al mismo tiempo como para encima vacilar. Si Tyrone los obliga a matarlo a fin de salvar ustedes la vida, el Departamento los respaldará.

»En los años que llevo trabajando en las calles, ningún agente que se haya visto obligado a matar a un ciudadano en defensa propia ha tenido que enfrentarse a algo más grave que dos semanas de baja administrativa sin sueldo. Oakland es la capital de los expresidiarios de toda California. Esos tipos no temen a los tribunales y tampoco temen la cárcel. Los tribunales tienen un atasco de casos de delitos graves a la espera de juicio como para dos y tres años. Las cárceles están abarrotadas. Y esos tipos saben todo esto. Si ese individuo tiene que volver a la cárcel, allí se sentirá como en su casa, porque esa es su casa de verdad. Él nació en la cárcel. La cárcel fue su hogar ya desde antes de que naciera.

»Él no tiene miedo a la ley, los tribunales ni la prisión. Así que yo estoy aquí para decirles que más le vale que les tenga miedo a ustedes. Ahí fuera, en la calle, ustedes son la ley. Ustedes pueden hacerle daño ahora. Muchos de ustedes han llegado a adultos pensando que no era así. Ahora ya lo saben.

Después de que la clase tomara un descanso, Hanson se colocó frente al sargento Jackson sobre una esterilla de espuma roja para practicar lo que se denominaba un ejercicio para bloquear los golpes del contrario. El sargento Jackson llevaba unas manoplas acolchadas de color rojo, semejantes a unos guantes de carnicero confeccionados con un plástico brillante. Hanson estaba con los brazos a los costados, esperando que Jackson intentara golpearlo en la cabeza. Estaban tocándose con los pies, demasiado cerca para que Hanson pudiera ver las dos manos de Jackson con su visión periférica, de modo que lo miró a los ojos para predecir el momento en que llegaría el golpe y de qué lado vendría. Fue bloqueando un golpe tras otro, incluso cuando comenzaron a sucederse con más rapidez y más fuerza, hasta que el sargento Jackson, un poco falto de resuello, dijo:

—No me mire a los ojos. Míreme las manos. Lo que mata son las manos, no los ojos.

Los dos sabían que él no podía vigilar ambas manos. El siguiente golpe también lo paró.

—Repito: no me mire a los ojos.

Hanson, todavía con la mirada fija en los ojos del sargento, pensó en la posibilidad de romperle la nariz, hacerle sangrar, hacerle todo el daño que pudiera antes de que Jackson le diera de hostias y lo expulsara. O en propinarle un puñetazo en la garganta y tal vez matarlo.

—Adelante —le dijo el sargento—. Inténtelo.

Hanson necesitaba aquel empleo. Bajó la mirada a la manopla derecha de Jackson y no la apartó hasta que el sargento lo golpeó en la sien con la manopla izquierda. A continuación, con las manos a los costados, giró la cabeza para vigilar la manopla izquierda y no hizo ningún intento de parar el golpe que sabía que iba a llegar. Jackson lo golpeó con la manopla derecha en la otra sien, esta vez más fuerte, y casi lo derribó. A Hanson se le nubló la vista y vio una miríada de estrellitas blancas y rojas. Pero recuperó el equilibrio y giró la cabeza hacia el otro lado.

—Largo —ladró el sargento Jackson—. Salga de aquí mientras todavía pueda. Tómese el resto del día libre.

Hanson, con un intenso silbido en los oídos, cruzó por entre los demás alumnos en dirección a las dos puertas de doble hoja que veía al fondo del gimnasio, con la esperanza de poder salir por aquella de las dos que fuera real antes de ponerse a vomitar. Sintió que le tocaban el hombro y sonrió al oír que Fernández le susurraba: «Que los follen». Sabía que si continuaba andando lograría salir por la puerta verdadera y atravesar la Academia, a no ser que acabaran con él, porque eso era lo que iban a tener que hacer.

Ya en el vestuario, se quedó largo rato de pie bajo la ducha, aspirando el vapor y dejando que el agua caliente lo golpease con fuerza mientras le resbalaba un reguerillo de sangre de la nariz. Siete semanas más y su clase saldría graduada de la Academia. El 19 de noviembre de 1982. Había rodeado aquella fecha en el calendario del restaurante Los Tres Dragones que tenía clavado con una chincheta en la pared de pladur de la cocina, llena de manchas de agua.