Parada de un coche de narcóticos


Hacía una agradable tarde de sábado en el distrito 5, el sol estaba bajo en el cielo. Hanson fue hasta el Burger King que acababan de abrir en el distrito 4 sin dar por finalizado el aviso anterior con la esperanza de que no pasara por allí un sargento y viera su coche mientras él hacía fila para comprarse dos Whoppers Junior y dos cartones de leche. Su radiotransmisor crepitaba constantemente y las personas que estaban en la fila con él fingían no haber reparado en su presencia. Constituía todo un riesgo abrir un Burger King en el distrito 4; unos cuantos atracos y acabarían cerrando el negocio. Hanson quería aprovecharlo todo lo que pudiera antes de que desapareciera.

Ya se había terminado uno de los Whoppers Junior con queso y un cartón de leche cuando cruzó High Street para regresar al distrito 5, desde donde llamó para dar por finalizado el aviso. La centralita le respondió de inmediato y le envió un código 2 relativo a un «hijo no deseado con una arma», entre la 82 y la Este 14. Arrojó por la ventanilla la otra hamburguesa y el otro cartón de leche, giró al llegar al semáforo y se dirigió a la Este 14. Se encontraba a pocas manzanas de la ubicación cuando la voz de la centralita fue interrumpida en mitad de una frase por el electrónico canto a la tirolesa que anunciaba otro robo a mano armada. El canal enmudeció unos instantes y a continuación la voz de la centralita recitó los detalles, en su mayoría inútiles:

—Pioneer Chicken 211, en el centro, implicado un 187. Dos varones de veintitantos años, de aproximadamente un metro ochenta, complexión media, pelo corto afro y vestimenta oscura. El sospechoso número uno empuña una pistola, el sospechoso número dos lleva una escopeta de cañones recortados. Han acorralado a los empleados y a tres clientes en la cámara frigorífica y los han encerrado con llave. Ambos han violado a la cajera y después le han disparado. Ha fallecido de camino al hospital. Posible vehículo del sospechoso, Lincoln azul intenso, con ventanillas tintadas y posiblemente con tapacubos de radios. No se conoce la matrícula ni se tienen más datos.

Por un instante vio el callejero abierto sobre el asiento del pasajero como una colección de mapas del siglo XIV. El fin del mundo conocido. Todas las páginas estaban en blanco, salvo por un diminuto dragón marino enroscado sobre el papel.

Cogió el micrófono del salpicadero, apretó el botón de hablar y esperó a que hubiera un intervalo para comunicarle a la centralita que acababa de llegar a la ubicación.

—El conductor de un autobús urbano ha aparcado y está mirando desde la acera. Dice que el sujeto se encuentra drogado o que posiblemente es un 5150… Va andando por el interior del autobús, gritando a los pasajeros.

—[…]

—El coche que acaba de llamar, repita, por favor… La unidad que acaba de llamar, su transmisor no se oye bien, utilice la radio de vehículo…

—[…]

—La Quinta con Foothill…

El micrófono tenía las letras doradas de MOTOROLA grabadas en la parte superior, y la cara con agujeritos, que antes era de color beis, ya tenía la pintura desgastada después de tantos años de servicio.

—Negativo, el conductor no sabe si el sujeto es hombre o mujer. El sujeto empuña una navaja, entendemos… Tengo a 3L13 cubriendo… Unidad con el coche, deténgase un poco antes…

—Estoy en la Quinta con Foothill, un Ford LTD de color negro con matrícula JFM102.

—Unidad con el coche detenido, repita solo su número de llamada.

Cuando encontró la dirección, vio que arriba y abajo de la calle había varias personas patrullando sus patios armadas con bates de béisbol, sartenes, palos de golf. En el interior de la casa, la denunciante iba vestida con una bata roja y debía de pesar unos doscientos kilos: una ballena con pies y manos humanos minúsculos. Estaba reclinada en un sofá de vinilo beis con ruedas, apoyada sobre unos cojines, y fumaba con ansiedad. Debía de pasarse la vida en aquel sofá, seguro que incluso dormía en él por la noche. Hanson no veía la manera de poder moverla.

La casa tenía un microclima propio, húmedo y maloliente, producto de un cubo lleno de pañales sucios, comida quemada en la cocina, platos sin fregar que se habían usado como ceniceros y montañas de bolsas de basura que llegaban a la altura del hombro. Por la cocina pululaban varios niños que se dirigieron hacia la puerta mirando a Hanson con tristeza, temiéndose lo que iba a ocurrir. La denunciante se servía de ellos como mensajeros, para que le trajeran cosas y le entregasen las notas que escribía en un cuaderno que tenía una foto de Michael Jackson en la tapa.

Estaba borracha y había cambiado de opinión con respecto a involucrar a la policía.

—¿Le gusta Michael? —le preguntó sosteniendo el cuaderno en alto.

Hanson le respondió con una sonrisa que no comprometía a nada y levantando las manos.

—No pasa nada. A mucha gente no le gusta. Michael no es como los demás. —Dejó caer el cuaderno al suelo—. ¿Usted ha detenido alguna vez a mi hijo? Es el que tiene asustada a toda esa gente.

Hanson le preguntó cómo se llamaba su hijo.

—Si lo conociera, sabría cómo se llama —replicó la mujer rechazándolo con un gesto.

Hanson le dio las gracias y buscó la salida de la casa. Era una vivienda grande y de techos altos, con gente en todas las habitaciones, niños y adultos que daban la impresión de encontrarse de paso, que se sorprendían al verlo a él y luego actuaban como si no estuviera.

Fuera, al otro lado de la calle, una mujer vestida con una combinación con estampado de tigre estaba chillándole a un individuo desde la entrada de su casa, con unas tijeras plateadas en la mano que sostenía como si fueran una daga. Cuando el individuo vio a Hanson intentó sonreír, reculó desde el porche y dijo algo —Hanson le leyó los labios— así como: «No hay problema, agente».

Cuando regresaba al coche patrulla, Hanson vio a la Parca en la esquina de la calle. Llevaba un chaleco reflectante y un casco y sostenía un letrero que por un lado decía DESPACIO y por el otro decía STOP, y estaba dirigiendo el tráfico con motivo de unas obras. Le gustaría poder dar un paseo con ella, charlar un poco, regresar a la guerra en la que él siempre había sabido quién era y siempre había estado seguro de lo que estaba haciendo, pero la centralita lo estaba enviando en dirección contraria.

Paró en un semáforo entre la 82 y Bancroft cantando:

I got sunshine on a cloudy day.

When it’s cold outside, I got the month of May

Y, de repente, apareció un Lincoln Continental azul intenso —la descripción del vehículo que conducía el sospechoso del Pioneer Chicken— que cruzó por delante de él. A través de las ventanillas tintadas distinguió las sombras de un conductor y un pasajero; vio que miraban hacia donde estaba él y luego continuaron por Bancroft. Los tapacubos con radios lanzaban destellos, el resplandor anaranjado de cada una de las farolas iba reflejándose en el largo capó, en el parabrisas delantero, luego en el techo y en el parabrisas trasero, y por fin resbalaba por el maletero y se perdía en el pasado a la velocidad de la luz.

Relajado y totalmente despierto, con las pupilas dilatadas, Hanson torció en el cruce de calles y comenzó a seguir al Lincoln con toda suavidad, con tanta perfección que se diría que llevaba toda la vida preparándose para aquel momento. El resplandor de las farolas era más intenso y más cálido y teñía la degradación de aquella calle del gueto de un color sutil a la vez que resaltaba todos sus detalles. Se dio cuenta de que el tiempo avanzaba un poco más despacio y con más estabilidad que antes.

Levantó el micrófono del salpicadero para comunicar a la centralita su posición y la matrícula del Lincoln, así como para seguir el proceso acostumbrado para solicitar refuerzos, aunque sabía que no habría ningún coche disponible, pero el tráfico de la centralita era tan intenso que volvió a dejar el micrófono en su horquilla.

Cuando redujo la distancia con el Lincoln y encendió las luces estroboscópicas, los otros viraron sobre la línea central y estuvieron a punto de chocar contra un coche aparcado; luego aceleraron. Ni siquiera se habían percatado de que él los iba siguiendo hasta que encendió las luces. Imaginó que ahora estarían discutiendo sobre lo que deberían hacer: ignorarlo y abrigar la esperanza de que se fuera, huir a toda velocidad, echarlo de la calzada, saltar del coche y huir a pie, parar y matarlo, parar y rendirse, parar y fingir que se rendían y después matarlo… Hanson accionó la sirena un momento y se tocó la cintura para cerciorarse de que no llevaba abrochado el cinturón de seguridad.

Puso la sirena de nuevo. El Lincoln apagó las luces, siguió avanzando una manzana más y acto seguido se metió por una entrada particular para coches y se escondió detrás de un bloque de apartamentos en forma de u, donde quedaba oculto desde la calle. Hanson fue tras él iluminando todo el patio del edificio con las luces estroboscópicas igual que una atracción de feria, revelando ventanas, paredes, escaleras, portales y contenedores de basura y volviendo a sumirlos en la oscuridad. Echó el freno de mano, sacó la escopeta de la taquilla del salpicadero, abrió y se apeó, pero permaneció entre la portezuela y el coche. Si sus adversarios salieran corriendo en distintas direcciones, podría disparar a ambos. Levantó con una mano la vieja Remington 870 y la sacudió como si fuera una serpiente de acero. Se sintió cómodo al empuñar una escopeta, se sintió cómodo al introducir una bala en la recámara. El chasquido metálico que produjo hizo eco entre los edificios.

—¡Los del coche! —exclamó—. Policía. No se muevan a no ser que yo se lo diga.

Se observó a sí mismo desde el otro costado del coche patrulla, aquel Hanson que lo miraba, el que empuñaba la escopeta, intercambiándose con él, adelante y atrás, incorpóreo bajo las luces estroboscópicas.

—Conductor, apague el motor y lance la llave por la ventanilla. —Aguardó unos instantes. A lo mejor eran demasiado idiotas o estaban demasiado asustados para obedecer instrucciones. Ojalá pudiera matarlos a los dos sin más y acabar de una vez—. Baje la ventanilla.

El cristal de la ventanilla, que reflejaba las luces del coche patrulla, se fue introduciendo suavemente en la puerta. Hanson vio que el conductor tenía las dos manos apoyadas en el volante. Era un crío, un muchacho de unos diecinueve o veinte años que llevaba un sombrero de copa.

—Apague el motor. Apáguelo.

El tubo de escape del Lincoln dejó de ondular el aire bajo las luces.

—Arroje la llave por la ventanilla.

Se llevó la escopeta al hombro y se apartó de la protección que le ofrecía el coche patrulla para situarse en un lugar desde el que pudiera apuntar a la ventanilla del Lincoln.

—No me mire. Arroje la llave por la ventanilla.

Mantuvo estable la mira de la escopeta justo por debajo del mentón del conductor, como si el arma no le pesara nada, con la vista fija en el extremo del cañón azulado. El chico arrojó la llave al suelo.

—Si veo una arma, os mataré a los dos —tronó la voz de Hanson entre los edificios a oscuras—. Conductor, abra la puerta desde fuera, con las dos manos donde yo pueda verlas. Si no veo las dos manos vacías, dispararé. Pasajero, permanezca dentro del coche.

El conductor abrió la portezuela tirando del picaporte exterior con la mano izquierda y manteniendo la derecha extendida por fuera de la ventanilla.

—Empuje la puerta con las rodillas y…, no me mire…, salga del coche. —El chico abrió la portezuela y al hacerlo se le cayó el sombrero de copa. Mantenía ambas manos extendidas, como si fuera ciego—. Las manos en la nuca, con los dedos entrelazados. Apártese del coche hasta que yo le diga que pare.

El chico dio dos pasos al costado.

—Pare —le ordenó Hanson—. De rodillas.

El chico se agachó, apoyó una rodilla en el suelo y después la otra.

—Pasajero, permanezca dentro del coche. Conductor, quite las manos de la nuca, sepárelas bien del cuerpo y túmbese en el suelo boca abajo, con la cabeza mirando hacia el coche. Y no la cague.

Tensó el dedo sobre el gatillo mientras el chico bajaba un brazo, pero acabó tumbándose directamente boca abajo.

—Extienda bien los brazos, igual que Jesucristo en la cruz. Eso es. Separe las piernas. Bien abiertas. Más. Pasajero, abra la puerta y ponga las manos donde yo pueda verlas, encima del techo del coche. No me mire. Vamos, salga.

—¡No dispare! —rogó el pasajero. Era mayor que el conductor, de treinta y tantos, y llevaba ropa cara. Aquellos dos no eran los autores del atraco.

—Ahora retroceda.

—No dispare.

—Continúe andando hasta que yo le diga que pare.

—No dispare.

—Haga lo que le digo. —Hanson lo obligó a retroceder y seguidamente lo puso a la izquierda y lo hizo arrodillarse y tumbarse en el suelo detrás del conductor. No eran los autores del atraco, pero ¿por qué no se habían detenido de inmediato? ¿Por qué habían entrado en aquel patio?

A lo lejos se oyó el aullido de unas sirenas que se aproximaban. Hanson se interpuso en la trayectoria de las luces estroboscópicas del coche patrulla, pisando con cuidado, apuntando a los dos sospechosos con la escopeta, uno de ellos todavía dentro del coche. Al poco irrumpieron en el patio más faros de vehículos y más luces estroboscópicas, y de pronto las sirenas enmudecieron. Se oyeron unas pisadas sobre el asfalto. Hanson levantó la escopeta cuando vio aparecer a dos agentes que no conocía de nada armados con esposas. Puso el seguro de la escopeta, regresó al coche patrulla y la guardó en su interior.

Pasaron junto a él dos detectives de la unidad especial de narcóticos. El del chaleco de cuero, con su bigote a lo Fu Manchú y su pelo largo, le ordenó:

—Ya nos encargamos nosotros —anunció.

No le hicieron caso. Los policías uniformados estaban levantando a los detenidos por las esposas. Le daba igual que quisieran hacerse cargo ellos de los detenidos y del papeleo, el mérito de aquella doble detención seguiría correspondiéndole a él en las estadísticas. Pero el tipo del chaleco le había cabreado profundamente.

—¿Qué? —replicó al tiempo que cruzaba por delante de los de narcóticos y se plantaba entre ellos y los detenidos—. ¿De qué está hablando?

—Que ya nos encargamos nosotros.

De repente, en medio del aspaviento de todas aquellas absurdas luces de emergencia, Hanson se desató. La detención había transcurrido con tanta calma que quizás aún estaba esperando explotar. Quizá, después de haber planeado matar a aquellos dos sospechosos y no haberlo hecho, y debido a que lo que había dicho el detective no tenía lógica ninguna, temió estar perdiendo la cabeza. Fuera cual fuese el motivo, acabó plantándose ante el detective de narcóticos empujándolo con el pecho y diciéndole:

—¿Por qué no te encargas de que te den por el culo?

Aquel era el mamón para el que él debería tener licencia para matar. ¿Con quién cojones se creía que estaba hablando, y de qué estaba hablando?

De pronto apareció el sargento Jackson.

—Deja que se lleven al detenido —dijo en voz grave, apaciguadora, fiable, el tono de voz que empleaba Hanson para resolver disputas sin efectuar detenciones—. Ya te lo explico yo —agregó.

Había siete coches policiales y una ambulancia de los bomberos, todos amontonados en el patio del bloque de apartamentos, más un helicóptero sobrevolando en lo alto; un atasco de vehículos de emergencia que formaban un enjambre de luces intermitentes entre el continuo crepitar de las radios. Una cinta amarilla impresa todo a lo largo con la palabra POLICÍA impedía el paso a los periodistas y a otros ciudadanos, pero los vecinos del bloque de apartamentos se habían asomado a las ventanas y contemplaban la escena desde arriba, apoyados en las barandillas de hierro, bebiendo y fumando, intercambiando rumores. Dos tenientes habían venido y se habían vuelto a marchar.

El sargento Jackson continuaba allí, con Hanson. Sus coches eran los dos últimos que quedaban, solo con las luces de posición. El sargento Jackson había explicado que el pasajero del Lincoln era un policía de incógnito que estaba trabajando para el Departamento de Narcóticos.

—Una necedad —dijo Jackson—, pero oficialmente no me pagan por eso. De todas formas, agente Hanson, deberías haber comunicado tu posición. Hay quien ya opina que estás buscando que te maten, a juzgar por cómo te encargas tú solo de los avisos.

—Yo… —empezó Hanson—. La centralita estaba… —dejó la frase sin terminar.

—Lo bueno es que esta vez no va a haber mucho papeleo —le dijo Jackson.

Hanson afirmó con la cabeza.

—De acuerdo —concluyó el sargento Jackson—. Excelente. —Abrió la portezuela de su coche patrulla con la intención de marcharse, pero antes se volvió de nuevo hacia Hanson—: No, la buena noticia es que no has matado a ninguno de los dos.

Sonrió y acto seguido se fue.