La tienda de licores


Cuando confirmó que estaba disponible para atender avisos, la centralita lo envió de refuerzo a la tienda de licores Black & White que había en la 27 con Fruitvale. Cuando llegó allí vio que habían mandado más coches, entre ellos uno que venía con un código 3 por la calle MacArthur iluminando el cielo, cada vez más oscuro, con sus luces azules y rojas. Aparcó medio subido al bordillo, se apeó, cerró el coche con llave y después tuvo que abrirse paso a empujones entre la multitud, sin detenerse, con el codo pegado a la pistola enfundada, hasta que consiguió cruzar la puerta acristalada y penetrar en el interior de la tienda —el ojo del huracán—, donde hacía calor, humedad y el suelo resbalaba a causa del alcohol y la sangre y estaba salpicado de fragmentos de botellas rotas que reflejaban la luz. Fuera, al otro lado de los cristales tintados, las luces estroboscópicas azules y rojas iluminaban a cámara lenta al gentío, que no dejaba de chillar y agitar el puño.

El sargento Jackson aparcó en el estacionamiento y se apeó del coche apartando de malos modos a un individuo con rastas que le estorbaba. Este cayó hacia la multitud, la cual lo arrojó a la acera, furiosa de que se les hubiera echado encima. Jackson, para abrirse paso, empujó a un adolescente con sobrepeso que estaba agitando los dos puños en el aire; lo golpeó con el codo en el pecho, lo hizo caer de rodillas y atravesó a zancadas la multitud que aullaba rabiosa para llegar hasta la tienda. Una vez allí, se volvió, recorrió a la multitud con la mirada y se puso al mando de los otros agentes. Que Hanson supiera, el sargento Jackson salía a la calle únicamente para hacerse cargo de una situación que iba a ponerse fea o cuando estaba de humor para joder al personal, ya se tratara de sospechosos, ciudadanos u otros agentes.

Dentro de la tienda de licores la iluminación de los fluorescentes que zumbaban en el techo era potente y no formaba sombras. Al final de cada pasillo había unos espejos convexos que distorsionaban la escena desde todas las perspectivas. El ventilador situado al fondo de la tienda daba vueltas y absorbía el olor a alcohol, a sangre y a humo de pistola, y lo dispersaba y volvía a absorberlo.

El atracador muerto parecía flotar en medio de un profundo charco de sangre y alcohol. Todavía le manaba sangre de lo que le quedaba de cara. Según les dijo el empleado, había entrado por la puerta empuñando una navaja y «actuando como un demente». El empleado sacó de debajo de la caja registradora una pistola 44 Special Bulldog de cañón corto, solo para apuntar con ella al atracador, para que viera que estaba armado. Pero la pistola se le disparó de manera accidental por debajo del mostrador. La bala de punta hueca de 240 granos atravesó la madera de contrachapado, aumentó hasta el doble de su tamaño original y se incrustó en el cuello del atracador desde abajo. En su trayectoria ascendente, le seccionó la arteria carótida y casi también la lengua, le atravesó el paladar y le rompió los dientes superiores y la nariz para finalmente quedarse alojada en el techo del local.

Según el empleado, echó a correr por los pasillos de la tienda «como pollo sin cabeza» sangrando por el cuello y por la cara, tropezando con las estanterías y las pirámides de botellas, hasta que se derrumbó.

Uno de los policías, el segundo hasta el momento, hizo un comentario imitando el acento de John Wayne acerca de la estupidez de llevar una navaja a una pelea con armas de fuego.

—Ya no va a poder comer mazorcas de maíz —comentó un policía llamado Coleman mientras miraba al atracador con un pie a cada lado de su cabeza. De improviso el herido se revolvió y vomitó un grumo de sangre sobre la bota y la pernera del pantalón de Coleman, el cual retrocedió de un salto y chocó contra un expositor de vodka Smirnoff Citrus que hasta entonces había permanecido intacto—. Joder —exclamó al tiempo que se rompían contra el suelo las quince o veinte botellas de vodka.

En aquel instante empezaron a temblar los ventanales. Era música, una canción de alguna película famosa o de alguna serie de televisión, incesante, cada vez más rápida y más alta; procedía de los coches amontonados y atrapados en el aparcamiento, todos con la radio sintonizada en la misma emisora.

I wanna do it, do it, do it, do it with you.

You make me crazy

Se oyó una sirena de ambulancia acercándose a toda velocidad por la calle Este 14, pitando, aullando, cada vez más audible. Los perros atados con cadenas en las casas de alrededor se sumaron y empezaron a aullar también.

El gentío iba en aumento y se estaba cabreando. Un chaval le gritó algo a un policía hispano que Hanson no había visto nunca:

—¿Me estás diciendo que no puedo estar en la acera? ¿Eso es lo que me estás diciendo? ¿Que no puedo estar en una acera? ¿Eso es lo que me estás diciendo?

El policía había desenfundado la porra larga, pero la mantenía vuelta del revés y oculta detrás del brazo.

—Esta puta acera es de uso público, y tú me estás diciendo…

—Te estoy diciendo que cierres la puta boca, gilipollas, y te estoy diciendo que te bajes de una vez de mi puta acera —gritó el policía, que se volvió, sacó la porra y golpeó al chico en el pecho; este cayó de espaldas entre dos coches.

I wanna do it, do it, I wanna do it with you.

Let’s go crazy

Estaban llegando más coches policiales, demasiados, que cerraban el paso a los coches particulares. De ellos se apearon agentes armados con porras que empezaron a apartar a la gente, con ganas de sacudir al personal.

Hora de irse, pensó Hanson, antes de que alguien se lleve un balazo. La situación podría haberse resuelto con un único coche con dos hombres, dos agentes que trabajaran todas las noches en aquel barrio y conocieran a todo el mundo, reflexionó mientras cruzaba la tienda pisando alcohol y cristales rotos.

En aquel momento, apareció un Monte Carlo verde manzana con la suspensión modificada. Subido al bordillo, pasó por encima de los marcadores del aparcamiento y se detuvo frente a la tienda, con los amortiguadores hidráulicos rebotando. Jackson empezó a golpear el capó con su linterna de aluminio. El conductor se apeó, listo para liarse a puñetazos, y el sargento Jackson se sacó algo de la parte posterior del cinturón de la pistola. Parecía una cámara de plástico azul. Un mes antes le habían dado una de las primeras pistolas Taser. Hanson no supo lo que era hasta que Jackson le disparó un par de descargas al chico en el pecho, dibujando un arco de electricidad de color azul que lo lanzó contra la puerta abierta del coche y la cerró de golpe. El chico se desmoronó allí mismo, en el asfalto, aturdido, y después apoyó una mano en el suelo para incorporarse.

—Eso es para que tengas un poco más de energía —le gritó Jackson al tiempo que volvía a cargar la Taser.

Hanson se abrió paso entre el gentío para regresar a su coche patrulla. El helicóptero de la policía tronaba sobre sus cabezas, y cuando hubo pasado estalló uno de los escaparates de la tienda. Dentro de poco estarían allí todos los policías que había en Oakland, se dijo mientras intentaba pasar por entre un montón de coches aparcados en doble fila. Ya debían de estar acumulándose los avisos para otros servicios. Iba a ser una noche ajetreada. Si se daba prisa, la centralita lo mantendría en código 908 en la tienda de licores el tiempo suficiente para que pudiera ir hasta el distrito 3 y cogerse un par de Whoppers Junior. Sería la única oportunidad que tendría de comer algo esa noche. Calle arriba le pareció ver a Weegee maniobrando con su bicicleta entre los coches aparcados en doble fila y los peatones, pero lo perdió de vista entre la multitud.

Al otro lado de la calle había un negro encorvado, un enano de piernas torcidas, que parecía estar estudiando a Hanson mientras este abría la portezuela de su coche patrulla, pero llevaba unas gruesas gafas de espejo que reflejaban las luces estroboscópicas de los coches policiales y no dejaban ver sus ojos. Por la manga derecha de la camisa de botones le asomaban dos relojes. En la mano izquierda sostenía una botella de cerveza Olde English 800. Observó a Hanson hasta que este se metió en el coche patrulla y se marchó; después volvió a mirar a la multitud enfurecida y se echó a reír, levantó sus brazos deformes por encima de la cabeza y empezó a dar saltitos de un pie al otro, bailando, derramando el líquido de la botella, hasta que se oyó el primer disparo de pistola en el aparcamiento de la tienda de licores.


Cuando Hanson finalizó su turno, el amanecer apenas coloreaba las nubes por el este.

—La aurora de dedos rosas, hija de la mañana —recitó Hanson en voz alta.

Miró el espejo retrovisor de fuera, consiguió arrancar el Travelall, se alejó de la Ciudad de la Justicia y empezó a recorrer las desiertas calles del centro, pasando por delante de escaparates protegidos con barrotes y deteniéndose en los semáforos en rojo en cruces en los que no circulaba nadie. Tomó Grand Avenue, giró para continuar por Lakeshore, aparcó y se apeó del coche. El lago Merritt estaba gris y bidimensional, con un manto de niebla que pesaba sobre el agua.

Se sacó un par de esposas del bolsillo de atrás y, sin apartar la mirada del lago, empezó a jugar con ellas, a abrirlas y cerrarlas. Se desprendieron algunas escamas de sangre seca, ya negra o granate oscuro, que salieron revoloteando como si fueran insectos diminutos. El chasquido de los dientes de metal resultaba ruidoso en medio de aquel silencio, así que las cerró y se las volvió a guardar en el bolsillo. Iba a tener que rascar la sangre con limpiametales y un cepillo de dientes. Le ponía las manos encima a mucha gente todas las noches, la mayoría estaba sangrando, borracha o drogada, así que era un milagro que no hubiera pillado alguna enfermedad venérea, o una hepatitis, o vete a saber qué. Como eso que se había extendido por ahí últimamente. Nadie sabía lo que era, pero por lo visto mataba sobre todo a los drogadictos y a los homosexuales. Si él se muriera de eso, la Policía de Oakland afirmaría que era las dos cosas.

Doblando la calle apareció un carruaje tirado por un caballo para turistas; los cascos hacían eco sobre el hormigón. Era un caballo blanco con arreos y orejeras de color negro y con tachuelas de latón que avanzaba sin darse ninguna prisa. El cochero, impecable con un esmoquin y un sombrero de copa, se detuvo al lado del Travelall. Detrás de él, el lago empezaba a resplandecer conforme el sol iba elevándose en el cielo.

—¿Haciendo horas extras, agente?

—Justo ahora me marchaba a casa —respondió Hanson.

—Champán y yo también nos vamos ya para el establo —comentó el cochero—. Surge de la oscuridad como por arte de magia, ¿verdad? —dijo señalando el lago, que estaba adquiriendo un tono plateado a través de la niebla. Luego se fijó en el nombre que figuraba en la placa de Hanson—. Permítame que me presente, agente Hanson. Me llamo Michael Townsend Landon, pero todo el mundo me llama Mickey.

Ambos contemplaron cómo el lago iba tomando color.

—Es la mejor hora del día, ¿verdad, Champán?

Al oír su nombre, la yegua blanca se sacudió dentro de su arnés y las grandes ruedas del carruaje se movieron hacia delante y luego hacia atrás. Hanson le apoyó una mano en el pescuezo y ella volvió la cabeza para mirarlo con unos ojos oscuros y suaves escondidos tras las orejeras.

—Mi hermano mayor también hace cumplir la ley, en Lone Pine —dijo Mickey.

—¿Es ayudante? —preguntó Hanson.

—No, qué va, es el propio sheriff. Del condado de Inyo. Ya lleva una temporada en ese puesto. Más o menos el que manda es él. A mi hermano no le gusta lo que él denomina mi «estilo de vida», dice que probablemente le cuesta votos cada vez que se presenta a la reelección, pero siempre resulta reelegido. En el condado de Inyo llevan mandando los Landon desde el siglo XIX. Mi bisabuelo vino de Indiana. En 1860 se fue a las Sierras, a buscar oro en Bodie. No luchó en la guerra de Secesión.

—Mi tatarabuelo luchó para la Confederación —comentó Hanson—. Y todos sus hermanos y primos. La mayoría murió.

—Mi hermano lleva cuidando de mí desde que éramos pequeños —dijo Mickey—. Es la única familia que me queda ya. Se lo cuento todo —siguió diciendo; por un momento fue casi como si estuviera hablando para sí mismo—, y él me escucha. También es republicano. Pero sigue siendo mi hermano mayor —dijo al tiempo que se estiraba el cuello de la camisa—. Fíjese, el lago se nos ha echado encima sin que nos diéramos cuenta, y mire cómo brilla ahora. Será mejor que nos vayamos ya.

Se inclinó para estrecharle la mano a Hanson con su guante blanco.

—Ha sido un verdadero placer conocerlo —dijo Hanson estrechándole la mano.

—Un placer.

—Champán —se despidió Hanson acariciando el flanco a la yegua.

Mickey chasqueó la lengua para arrear al animal, sacudió levemente las riendas con los dedos y comenzó a alejarse. Hanson observó cómo se detenía al llegar a una esquina y cómo lanzaban chispas las llantas de hierro de las altas ruedas del carruaje. A continuación Mickey giró a la izquierda, alzó su mano enguantada y se perdió de vista.

Hanson volvió a centrar la mirada en el lago, que ahora se veía reluciente. Una fila de pelícanos blancos pasó volando a escasos centímetros del agua, rozando la superficie con la punta de las alas, buscando peces —eran unas aves bastante torpes en tierra, pero gráciles en el aire—, y después aterrizó con dificultad, como siempre. Aquel verano alguien había estado capturándolos para cortarles el pico con una sierra y luego dejar que se murieran de hambre.