Felix y Levon


Ya eran más de las seis cuando Felix regresó al complejo que había dentro del proyecto de viviendas sociales San Antonio, también conocido como La Villa. Levon levantó la vista hacia una de las cámaras de seguridad al tiempo que a Felix le franqueaban el paso a través de la primera verja eléctrica, el mismo sistema que se utilizaba en los calabozos: uno cruza la primera puerta, que se cierra sola y se bloquea, con lo cual uno se queda atrapado en el pasillo que hay entre una y otra hasta que le dan paso a través de la segunda. Levon advirtió de un vistazo que Felix se sentía molesto, esperando a que se abriera la segunda verja. En una sala contigua se oía débilmente un buscador de frecuencias sintonizado con la policía.

En cuanto empezó a ganar dinero, Felix trasladó a cinco familias a una vivienda mejor, derribó las casas en las que habían estado viviendo hasta entonces y construyó un complejo vallado y fortificado en el centro de La Villa. Tuvo que sobornar a dos funcionarios de la Autoridad sobre Vivienda Pública de Oakland y a un capitán de la policía, a este último a través de su teniente, el cual, de hecho, le dio el dinero a un patrullero. Aunque La Villa no estaba incluida en el mapa oficial de zonas de patrullaje de la policía, entre la autopista y la bahía existía una especie de limbo.

Levon cerró el libro que estaba leyendo, una biografía de Theodore Roosevelt, y marcó el punto de lectura con un naipe muy manoseado, el rey de bastos, cuando vio salir a Felix por la puerta principal, chapada en acero, vestido con un traje italiano de color marfil.

—Todo fue tal como tú dijiste, y peor —anunció.

Tyree y Quintus estaban en la otra sala, escuchando llamadas por la frecuencia de radio de la policía, riéndose de ellas y chocando los cinco de vez en cuando.

Felix inclinó la cabeza para señalar un pasillo que carecía de ventanas.

—Vamos a la sala de negocios a hablar.

La sala de negocios era un búnker de hormigón armado y sin ventanas situado en el centro del complejo de Felix, rodeado por las viviendas en sí, en lo más profundo de la zona este de Oakland. No era más grande que la sala de espera de un despacho de abogados; parecía un refugio antiaéreo, pero uno decorado con un carísimo sofá de cuero, un lujoso sillón reclinable, una lámpara de pie, una estantería para libros y en las paredes varias fotografías en blanco y negro, enmarcadas, de Martin Luther King, Malcolm X y el abuelo de Felix, Solomon Maxwell, esta última tomada cuando era presidente de los Maleteros de Coches Cama de América.

Felix se tumbó en el sofá y Levon ocupó su sillón. En el suelo, junto al sofá, había una libreta de papel amarillo rayado. Felix introdujo la mano en su chaqueta y sacó unas gafas de cristales octogonales sin montura, recogió el cuaderno y empezó a escribir.

—¿Viste anoche las luces que había en el cielo?

—¿Qué luces?

—Están todas las noches. Parecen estrellas, pero no lo son.

—Esas gafas te hacen más inteligente —comentó Levon dejando el libro.

Felix lanzó un bufido, se puso el cuaderno sobre el pecho y las gafas encima.

—Alguien está volviendo a robarnos esquinas por todo High Street. Me da la impresión de que, quienquiera que sea, ha pagado a alguien, tal vez a un capitán de las altas esferas de la Ciudad de la Justicia. Debo quedarme en casa y prestar más atención.

—Los Musulmanes Negros tienen cubierto todo San Pablo y más al norte. Dan palizas a los nuestros, les quitan el dinero y las drogas y las venden. Dicen que a la policía no le importa.

—He estado hablando con mi teniente, en el centro, y no me creo ni una palabra de lo que me ha dicho. Nunca me creo nada de lo que dice. Y ahora le estoy pagando quinientos dólares al mes más que antes. ¿Eso es inteligente? A lo mejor debería llevar puestas las gafas cuando hable con él.

Levon levantó la vista.

—Hoy Tyree y Quintus se han topado con el policía ese en el lago Merritt.

Felix giró la cabeza sobre el brazo del sofá y miró a Levon.

—El que se acercó al coche porque estábamos aparcados en doble fila frente a la tienda de licores.

Felix contempló el techo.

—Una verdadera coincidencia.

—Había salido a correr por el lago. Al principio Tyree no lo reconoció. Le pidió que le echara una mano con el banco de pesas, solo por dar por culo a un blanco, pero resulta que ese poli se acercó y le dio por culo a él. No llevaba armas. Dijo que vivía en Oakland.

—Se lo preguntaré a mi teniente, a ver qué me dice… ¿Sabías que los tenientes llevan una placa de oro macizo? —Empezó a ponerse de nuevo las gafas, y añadió—: A lo mejor por eso nunca se ve a un teniente por la calle. A lo mejor les preocupa que alguien pueda robarles la placa. Cuando por fin me cabree lo suficiente como para que me entren ganas de matarlo, me acordaré de arrancarle esa placa de su pecho de gallina y quedármela como recuerdo.

Felix no era un tipo duro, pero sí un asesino, y además no le daba miedo nada. Se consideraba ya muerto, y así era como veía a todo el mundo. Era implacable y despiadado en un brutal mundo de blancos. Sabía que tarde o temprano acabarían matándolo. Ya había escrito su testamento y los preparativos necesarios para su funeral, y cada vez que los modificaba le entregaba una copia a Levon.