Coche perdido


Llevó una hora y media procesar a un ratero de tiendas, llamado Gerald McPhee, un yonqui de veintiún años que había intentado sin éxito sustraer una chaqueta de imitación de cuero. El guardia de seguridad que lo sujetaba, un tipo de cierta edad y con sobrepeso, decidió esposarlo finalmente mientras esperaba a la policía, y había logrado esposarle solo una muñeca cuando McPhee se zafó de él, huyó por la puerta y corrió por el pasillo en dirección a la salida, justo en el momento en que Hanson salía del ascensor frente a él. McPhee intentó golpear a Hanson en la cara con la esposa abierta, pero fue un movimiento espástico. Hanson agarró la cadena de la esposa con una mano y el pelo largo y sucio de McPhee con la otra. Lo arrastró por el pasillo, lo empujó con la cadera para hacerle perder el equilibrio y le aplastó la cara contra la pared, con lo que le rompió la nariz. Cuando McPhee rebotó contra la pared, Hanson le propinó una patada en las piernas que le hizo derrumbarse en el suelo. A continuación, le sacudió un rodillazo en el hombro y se lo dislocó. El papeleo fue abrumador: robo en una tienda, resistencia a la detención y agresión a un agente. Nada de un parte de servicio que dijera «Problema resuelto». Había decidido pasar por alto las marcas de pinchazos que presentaba el detenido en el antebrazo y así ahorrarse la molestia de tener que redactar un informe por un 11550.

Era la hora más calurosa del día, el sol estaba muy bajo en el cielo y estallaba en llamaradas más allá de la bahía, hacia el océano. La centralita lo envió a hablar con un individuo que decía que le habían robado el coche. Estaba esperando frente a la gasolinera Exxon de Broadway, en la otra punta de la ciudad.

—2L2, recibido —dijo Hanson.

Había oído a la centralita dar aquel mismo aviso a 2L4 cuando él estaba trasladando a McPhee, con el brazo en cabestrillo, del hospital al calabozo. 2L4 había dado por finalizado el aviso transcurridos unos minutos. Había sido algo así como un tema del seguro por el robo de un vehículo, o quizá era que su mujer o su novia le había dejado, se había llevado el coche y él había denunciado que se lo habían robado para que la capturasen. No era un tema en el que Hanson quisiera perder mucho tiempo. Llevaba un gran retraso en sus estadísticas, y el final del período ya estaba cerca. Y también estaba muy retrasado con el papeleo. 2L4 se había desentendido del aviso y ahora la centralita se lo pasaba a él.

En la gasolinera Exxon las luces estaban apagadas. El mecánico estaba a punto de cerrar, ya estaba bajando las persianas de acero de las zonas de servicio. Había dos ancianos fuera, los dos de setenta y muchos u ochenta y pocos, vestidos con trajes de lana y corbatas que estuvieron de moda hace treinta años, hechos a medida y ajustados al cuerpo, antes de que los consumiera la vejez. Estaban el uno junto al otro bajo el calor de la tarde, con las manos entrelazadas a la espalda, como un predicador y su diácono. No daban la impresión de fingir ser lo que no eran.

Detuvo el coche delante de la gasolinera, se apeó y les preguntó:

—¿Son ustedes los que han llamado por lo del coche robado?

—Yo. El que ha llamado soy yo, Solomon Maxwell. Este es un buen amigo mío, el señor Freely —añadió señalando al otro, que no hizo el menor esfuerzo por disimular su agotamiento y su ansiedad.

—Ya han pasado tres horas —dijo el señor Freely al tiempo que se limpiaba el sudor de la cara con un pañuelo de tela empapado—. El otro agente pensó que se nos había olvidado dónde habíamos aparcado el coche.

—Usted es el segundo agente al que tengo que explicárselo. Me han robado el coche.

—2L2, ¿ha terminado con el aviso de la gasolinera Exxon?

—2L2, sigo aquí, ya informaré —respondió Hanson.

Dos ancianos que habían perdido el coche, se dijo. Los dos tenían la camisa empapada de sudor.

—¿Por qué no vamos adentro, caballeros? Está más fresco y podemos sentarnos para hacer el papeleo.

Dirigió una mirada al mecánico, que estaba limpiando una de las zonas de servicio; este asintió con gesto impaciente y miró el reloj. Hanson, que estaba asándose con su uniforme de lana, pensó: «Vale».

—Aquí estamos bien, agente —replicó el señor Maxwell—. Ese hombre está a punto de cerrar.

—Háganme el favor, caballeros —insistió Hanson.

Los condujo hacia la sala de espera con aire acondicionado, que olía a humo de tabaco rancio, a chicle y a aceite de motor. Las paredes de hormigón de dicha sala necesitaban otra mano de pintura blanca y las sillas de plástico estaban sucias y agrietadas. Sobre un mostrador, al lado de una cafetera destartalada, había un montón de revistas Motor Trend y Sports Illustrated. Cuando los dos ancianos se hubieron sentado, Hanson preguntó:

—¿Recuerda dónde aparcó el coche, señor?

—Desde luego que sí. Es un Cadillac Seville de 1982, azul oscuro. Estaba a menos de una manzana de esta misma gasolinera, pero ahora ha desaparecido.

—¿Yendo hacia allá —preguntó Hanson indicando la dirección con un gesto de cabeza— o viniendo hacia acá?

—No lo sé seguro. Estaba ocupado vigilando el tráfico… —empezó el señor Maxwell.

—Tenemos suerte de estar vivos, con este tráfico —comentó el señor Freely—. Recuerdo cuando aún funcionaba el tranvía y las personas se respetaban.

—Aparcamos a menos de una manzana de aquí, de eso estoy seguro —insistió el señor Maxwell—. Cuando descubrimos que nos habían robado el coche, nos llevó casi una hora encontrar un teléfono público que funcionase para llamar a la policía.

—En ninguna de las tiendas nos dejaron utilizar el teléfono —dijo el señor Freely—. Ni siquiera nos permitieron pasar de la puerta.

—Bueno… —dijo el señor Maxwell.

—¿Se negaron a dejarlos pasar de la puerta?

—Me temo que creyeron que éramos dos maleantes —dijo el señor Maxwell.

—¿No les permitieron pasar de la puerta? —repitió Hanson. Estaba escandalizado. Dos ancianos elegantes, pasando calor con aquellos trajes, y los muy cabrones ni siquiera los dejaron pasar para que pudieran llamar a la policía.

—2L2, ¿ha terminado? Hoy estamos hasta arriba de avisos.

—2L2, negativo, continúo con el aviso por robo de vehículo —respondió Hanson viendo la cara de alivio que ponían los dos ancianos cuando dijo «robo»—. Aún voy a tardar un rato, pero ya informaré cuando haya terminado.

—Esperaba encontrar a alguien que me arreglase el cierre del reloj —dijo el señor Maxwell—, pero todos los joyeros con los que hemos conseguido hablar me han dicho que no hacen esa clase de cosas.

—Vamos a cerrar ya, agente —dijo el mecánico al tiempo que abría la puerta de cristal que daba a las zonas de servicio y dejaba entrar el aire caliente. La sostuvo abierta y esperó a que se levantaran.

—Vamos a necesitar la sala un rato más…

—Tenemos que cerrar.

Hanson se levantó y le lanzó una mirada.

—… hasta que yo haya terminado.

—Vale, claro, agente —dijo el mecánico.

Los dos ancianos estaban agotados y el señor Freely miraba a Hanson con gesto suplicante. A la mierda las estadísticas, se dijo Hanson. Les preguntó si les importaría esperar cinco minutos, diez a lo sumo, mientras él llevaba a cabo un reconocimiento de la zona, requisito imprescindible antes de aceptar una denuncia de robo de un vehículo.

—Lamento hacerlos esperar —les dijo—, pero vuelvo enseguida.

El señor Maxwell le respondió que con mucho gusto esperarían lo que fuese necesario.

Observaron cómo se iba con el coche patrulla; Hanson esperaba que no se movieran del sitio. Debería haberle dicho al puto mecánico que cuidara de ellos. No quería tener que ponerse a buscarlos. Comunicó la descripción del vehículo para que pudieran buscarlo los patrulleros que anduvieran por el centro y empezó a circular alrededor de la manzana, despacio, con los intermitentes puestos. Podía avanzar tan despacio como quisiera, frenando el tráfico, y así lo hizo. Se preguntó cómo iban a volver los dos ancianos a casa si él no encontraba el coche; esperaba que tuvieran el teléfono de algún amigo o hijos que pudieran venir a buscarlos. Si no, los llevaría él mismo. Al sargento de sustitución, el que tocara hoy, que le dieran por el culo. Para él, aquel era un aviso prioritario.

Después de conducir por varias manzanas alrededor de la gasolinera Exxon, ya estaba a punto de regresar y ver la manera de llevar a aquellos dos ancianos a casa cuando vio el Cadillac Seville. Se encontraba a menos de una manzana de la gasolinera…, si la gasolinera se hubiera encontrado tres manzanas más al este.

Cuando les dijo a los dos ancianos que había encontrado el coche, ambos pusieron tal cara de cansancio que se ofreció a llevarlos en el coche patrulla, aunque le dio vergüenza sentarlos en el asiento de atrás, como si fueran detenidos. El señor Maxwell vio el Cadillac en cuanto doblaron la esquina del edificio.

—Le pido disculpas por las molestias, agente. Efectivamente, ahora me parece recordar que aparqué aquí.

Por el radiotransmisor, la centralita le preguntó si ya estaba 909 del aviso de robo de vehículo.

—Casi he terminado.

—Muchas gracias por su ayuda, agente Hanson. Tan solo lamento que mi despiste le haya causado tantas molestias —dijo el señor Maxwell.

—No ha sido molestia en absoluto, caballeros —respondió Hanson con un gesto de cabeza para despedirse también del señor Freely—. En el centro de Oakland resulta bastante fácil olvidar dónde ha aparcado uno el coche, sobre todo si hace una temporada que no viene por aquí. Por lo visto, todos los días están construyendo o demoliendo algún edificio nuevo. A veces yo mismo me sorprendo de que no se me olvide dónde he dejado el coche patrulla.

—¿Tiene una tarjeta, agente? —pidió el señor Maxwell.

—Por supuesto —dijo Hanson al tiempo que buscaba una en la cartera—. Se me debería haber ocurrido dársela antes. Conduzca con cuidado. Siento que Oakland le haya causado tantas molestias.

Todos se estrecharon la mano y Hanson permaneció unos instantes de pie en la calle, bloqueando el tráfico, mientras el Cadillac se apartaba del bordillo y se alejaba. Hanson se despidió con la mano. No le había pedido el permiso de conducir ni la documentación del vehículo, cosa que debería haber hecho, para incluirlo en el informe, pero temía que dicho permiso estuviera caducado. Le devolverían el informe con las casillas vacías marcadas en rojo y él tendría que responder con un formulario de «informe incompleto» en el que reconocería su negligencia, pero merecía la pena.

El sol había desaparecido tras el horizonte, en el océano, pero las nubes que se divisaban a lo lejos estaban en llamas.