Flint’s Ribs
El sol estaba hinchado e inflamado tras un largo día, titubeando sobre el horizonte del distrito 4 mientras Hanson hacía fila en Flint’s Ribs. No se encontraba de servicio. Iba vestido con vaqueros y una sudadera descolorida a la que le había cortado las mangas. Hacía dos semanas de la conmoción cerebral, y los dolores de cabeza ya habían desaparecido. Nadie sabía nada del Musulmán Negro al que había intentado aplastar la garganta. Ni de aquel coche plantado en mitad de la calle. Lo había agredido un sospechoso o unos sospechosos desconocidos. Dentro de tres meses y tres semanas obtendría su certificado POST.
La fila salía por la puerta y discurría por la rota acera, pasando por delante de un solar vacío, pero pavimentado y protegido con una valla metálica de dos metros y medio de altura cimentada en hormigón y coronada con alambre de espino. Con los años, el asfalto se había agrietado y abultado, y en las fisuras habían crecido malas hierbas que ya estaban prácticamente secas a causa del calor. Alguien se había gastado mucho dinero en pavimentar aquel solar y construirle una valla, pero se había quedado sin blanca antes de levantar en él lo que tenía pensado proteger con tanto esmero. El conejo del templo estaba allí, al otro lado de la valla, observando a la gente que hacía cola en Flint’s, rascándose la oreja.
Era tan obvio que Hanson, el único blanco que había en la fila, era policía que casi resultaba tan invisible como aquel conejo negro. Si no fuera policía, ¿para qué iba a estar allí, entonces? ¿Qué era, un marica blanco que abrigaba la esperanza de que los negros le sacudieran una paliza? Probablemente era un síndrome muy común. Todo lo que uno pudiera imaginar lo estaban haciendo allí, putos chiflados.
¿O era simplemente otro racista paranoico que proyectaba su miedo adondequiera que iba, y activaba, como dicen, su hostilidad latente con ciudadanos afroamericanos que, por lo demás, eran seres pacíficos? A lo mejor ninguna de las personas de aquella fila se había percatado de que era blanco. En el mundo académico había conocido profesores y administrativos que ciertamente no eran ni tontos ni insensibles, personas con títulos universitarios superiores, que mantenían que jamás se fijaban en la raza de un alumno y que no recordaban cuál era a no ser que consultasen el croquis del aula. Quizá fue una mera coincidencia que cesaran todas las conversaciones cuando él se acercó por la calle y se puso a la fila. ¿Quién podía saber el motivo? Ya no entendía nada. Sabía que de nuevo estaba adelgazando, que ya pesaba setenta kilos. Sabía que tenía una úlcera sangrante, pero fingía no saberlo. El antiácido ya no le hacía ningún efecto.
El sol había empezado a moverse otra vez, despacio, descendiendo poco a poco hacia el horizonte. Detrás de él había tres adolescentes que no dejaban de despotricar contra la policía.
De repente apareció el Rolls blanco perla de Felix. Surgió del sol y bajó por la calle en dirección a ellos.
—¿Sabe quién es ese, agente? —le preguntó uno de los chicos tímidamente, medio amistoso, sondeándolo.
Hanson se encogió de hombros y negó con la cabeza sin girarse.
—¿Un narcotraficante?
—Es el narcotraficante.
—Sí, eso es —coincidieron los otros.
—Muy listo, orgulloso, tan malo…
—Exacto.
—Es mi hombre.
—… que la ley no puede con él.
Todas las personas de la fila volvieron la cabeza cuando pasó el Rolls.
—Eh, oiga —le dijo uno de los chicos, ahora casi agresivo, envalentonado por la aparición de Felix—, ¿se puede saber qué está haciendo usted aquí?
—Estoy en una misión, he venido a detener a unas cuantas chuletas.
En aquel momento el sol se ocultó y el resplandor desapareció. La fila avanzó un poco más.
Hanson pidió dos bandejas de chuletas de cerdo. Cuando pasó por delante de los tres adolescentes, les sonrió y les hizo un gesto con la cabeza.
—Me las llevo bajo custodia —dijo agitando la bolsa de chuletas.
Felix, vestido con un traje de lino de color marrón, estaba un poco más allá del Travelall, de pie en la acera, esperándolo. El conductor estaba abrazado al volante, con la cabeza inclinada hacia un lado, mirando a Felix a través de la ventanilla abierta. Se abrió la puerta trasera, muy ligeramente, y volvió a cerrarse. La luna tintada emitió un intenso destello negro azulado con los últimos rayos del sol poniente. Era uno de los guardias de seguridad de Felix efectuando una comprobación.
—¿Por qué no acepta trabajar para mí? —preguntó Felix caminando a la par que Hanson.
—Sería un delincuente malísimo.
El Rolls los seguía por la calle, a escasa distancia. Hanson se obligó a relajarse. Desde la parada de autobús que había al otro lado de la calle los observaba un individuo que formaba parte de un grupo de cinco o seis personas, un anciano flaco, vestido con un pantalón arrugado y una camiseta blanca de tirantes, encorvado por la vejez, con los omoplatos abiertos como si fueran alas. En aquel momento llegó un autobús, que abrió las puertas con un siseo y lo ocultó. El Rolls avanzaba al mismo paso que ellos, pisando con sus neumáticos socavones, basura y cristales rotos.
—Tengo una cosa que quiero que vea.
Hanson asintió y se volvió hacia Felix con curiosidad por saber qué iba a ocurrir a continuación.
Al otro lado de la calle el autobús siseó, se sacudió y arrancó de nuevo, pero el anciano había desaparecido.
—Vamos a dar un paseo —propuso Felix mirando hacia el cielo.
—Deje que guarde estas chuletas en mi coche —dijo Hanson.
Felix regresó al Rolls.
—Me estás poniendo nervioso —le dijo al conductor—. Vamos a dar un paseo por el cementerio. Espéranos en el otro lado.
—Si te ocurre algo, Levon me rajará el cuello —replicó el conductor.
Felix caminó al lado del Rolls a lo largo de media manzana, después volvió a subir a la acera y se metió bajo el toldo de una zapatería. Una vez allí, despidió al conductor con un gesto y le dijo:
—De Levon ya me encargo yo.
Hanson cerró la puerta de su Travelall y fue a donde lo estaba esperando Felix.
—¿Ha venido conduciendo ese coche desde Idaho? —le preguntó Felix—. Esté donde esté Idaho.
—No es bonito —repuso Hanson—. Es lo que llaman un coche que ya tiene muchos kilómetros, pero va bien.
—Si trabajara para mí —dijo Felix adoptando un acento ligeramente más de negros—, podría comprarse un buga de los buenos.
—Haciendo de chulo de putas y de chófer de un Cadillac —dijo Hanson.
Entraron en el cementerio por la carretera de asfalto de sentido único que serpenteaba por el recinto interior, quince centímetros más alta que la hierba circundante, semejante a una cinta de lava volcánica, para que la gente pudiera ir en coche hasta los funerales celebrados junto a la tumba y visitar a sus muertos.
—Vamos a sentarnos ahí —dijo Hanson indicando un grupo de lápidas de los Ángeles del Infierno, un pequeño Stonehenge de mármol blanco. Cada una de las lápidas lucía una calavera con alas.
—Voy a estropearme el traje.
—Bueno… —repuso Hanson con cierto fastidio al tiempo que se ajustaba la cartera para poder desenfundar rápidamente la Hi-Power—. Puede quedarse de pie, o comprarse un traje nuevo, o llevar ese a la tintorería. Esto no está tan sucio.
Felix se quedó de pie, mirando el cielo.
—¿Qué es lo que quería enseñarme? —preguntó Hanson.
—Tenga paciencia.
El cementerio se encontraba en lo alto de un promontorio. Hanson volvió la vista hacia el norte, donde, pasada la autopista MacArthur, se elevaban bruscamente las colinas de Oakland, verdes y prósperas, Chabot Park y casas de un millón de dólares.
—De la zona este de Oakland —dijo, pensando en voz alta— al cementerio. Después, se sube a las colinas de Oakland. A lo mejor ese es el paraíso de esta ciudad.
—Es solo un cementerio más —replicó Felix—. ¿Se acuerda del Musulmán Negro al que persiguió la otra noche, el que lo dejó sin conocimiento pero nadie más lo vio?
—Sí.
—Pues ahora está aquí, en el parque, junto con un par de amigos suyos, de esos que llevan pajarita. ¿Para qué puede querer alguien llevar pajarita?
—¿Está muerto?
—Me parece que por eso no salió de la bolsa de basura cuando lo echamos a rodar por la ladera.
—¿Sabe una cosa, Felix? —dijo Hanson—. Debería arrojar a la gente en la bahía, o mejor aún: llevarla al desierto y enterrarla allí, porque si la arroja en las colinas va a cabrear a la Policía de Oakland. Que asesinen a narcotraficantes negros les importa una mierda; en cambio, que arrojen los cadáveres aquí arriba, en un barrio de blancos de nivel…, está mal. Es igual que pavonearse delante de un coche de la policía. Es faltar al respeto intencionadamente.
Felix soltó una carcajada.
—Se está acabando el tiempo. ¿Podría ser aquí donde acabe Felix? —Sacó su reloj de arena de polvo de diamantes, le dio la vuelta y contempló cómo iba cayendo el polvillo, brillante, vibrante, siseante, por el estrecho cuello del cristal y se iba amontonando en la parte inferior. Cuando hubo caído todo, se llevó una mano al pecho buscando el latido de su corazón, como si estuviera buscando algo en un bolsillo—. Felix todavía está vivo.
—¿Cómo es que nadie lo vio esa noche? —preguntó Hanson—. Al Musulmán Negro del sombrero.
—La Policía de Oakland mira para otro lado cuando pillan a un Musulmán Negro hasta el cuello de mierda. Así es la cosa. Porque los Musulmanes son religiosos, cosa que no son ellos. El ayuntamiento, el gobernador, el presidente, los Rockefeller…, todos ellos tomaron la decisión de servirse de los Musulmanes para que fueran sus negratas esclavos en Oakland. Y ahora esos hijos de puta están apoderándose de mis esquinas. Si me deshago de dos o tres, traen reclutas nuevos de las cárceles, les dan una pajarita y un traje barato y les dicen que son hijos de Alá. Los amos del mundo. Y los polis vienen a por mí. El teniente que trabaja para mí, o que yo creía que trabajaba para mí, me dice que no es más que un negocio, que no me preocupe. Fíjese en eso —dijo de pronto, señalando el cielo.
De repente habían aparecido dos estrellas muy brillantes en el cielo negro.
—Son Venus y Júpiter —dijo Hanson—. Con unos prismáticos se pueden ver las lunas de Júpiter, y algunas veces, como ahora, es posible ver cuatro de ellas a simple vista. Dan la impresión de estar unidas a su planeta mediante un alambre. A veces los dos planetas parecen venir de direcciones distintas para chocar uno contra otro.
—¿Está seguro de que eso es lo que son?
—Tan seguro como de cualquier otra cosa —respondió Hanson riendo—. Eso lo que dicen los libros, y en Idaho yo tenía un telescopio.
—Está bien. Pero hay más cosas, además de los planetas.
—Me gusta este lugar —repuso Hanson—. El cementerio. Este silencio. No entiendo cómo es que no viene aquí más gente de la llanura a pasar al rato.
—¿A un cementerio?
—Adivino una cierta fobia social.
Felix se volvió hacia él y vio que estaba sonriendo.
—Sí —dijo—, es cosa de negros.
Hanson llegó a la conclusión de que Felix no iba a asesinarlo todavía. Estaban hablando como seres humanos normales, algo que ninguno de los dos hacía muy a menudo. Felix tenía a Levon para hablar, pensó Hanson. Él casi veía la casa de Libya desde donde estaba.
Esbozó una sonrisa, lanzó una carcajada y se recostó contra la lápida de aquel Ángel del Infierno. Iba cayendo la tarde. Contempló las hileras de tumbas y se acordó de Doc, que estaba enterrado en el cementerio de veteranos de Los Ángeles. ¿Y los demás? El sargento mayor y Krause probablemente estarían pudriéndose en Camboya; de aquello ya hacía mucho tiempo. Él era el único que aún permanecía atrapado en la vida. Allí estaba ahora, sentado en el cementerio de Oakland en compañía del principal narcotraficante de aquella ciudad, que conducía un Rolls Royce.
—En la guerra me sentía bien —dijo pensando en voz alta—. Todo el mundo me tenía miedo, y a lo mejor yo estaba loco, pero es que estaba loco todo el mundo, de modo que, si tú lo estabas más, era bueno. Cuanto más loca fuera tu forma de actuar, más miedo te tenían todos. Usted sí que sabe cómo funciona eso. Si uno actúa de forma irracional y agresiva, y le da lo mismo vivir que morir, nadie le jode. Yo podía hacer lo que me apeteciera. Era especial. Conocía el apretón de manos secreto. Y no estaba loco en absoluto, al cabo de un tiempo ya ni siquiera me sentía confuso. En ese lugar estaba total y profundamente cuerdo.
En aquel momento cruzó un avión de pasajeros por encima de sus cabezas, a unos nueve mil metros de altura, en dirección este, brillando bajo los últimos rayos del sol.
—Después de aquel día enfrente de la tienda de licores —dijo Felix mirando el cielo—, cuando usted le dio de hostias a Lemon y se rio de ello, con toda aquella gente apartándose de su camino, yo no supe qué pensar de usted. Levon sí, pero yo no. Probé con toda clase de…, no sé…, hipótesis, como la de que usted fuera una especie de policía federal.
Hanson rio.
—A lo mejor la Policía de Oakland lo reclutó en una escuela de agentes secretos, o en la cárcel.
—La cárcel me da miedo. Supone vivir en compañía de imbéciles y retrasados, con los presos y los guardias. No, gracias.
—Eso es lo que quería enseñarle —dijo Felix señalando hacia el horizonte del este, ya oscuro—. Permanece en un punto, después se desplaza hacia otro punto y tiene luces rojas, verdes y azules intermitentes, de modo que da la impresión de que parpadea.
—Una estrella falsa de esas —dijo Hanson—. Parece que hace guiños, como las estrellas que salen por el horizonte y que al atravesar la atmósfera se reflejan, se refractan y se distorsionan. Pero eso de ahí no es una estrella haciendo guiños. En Idaho hice varias fotografías de estrellas falsas con mi telescopio y eso de ahí no es ninguna estrella haciendo guiños.
—Putas estrellas falsas. Me siguen a todas partes. Me pinchan el teléfono, escuchan todo lo que digo a través de las paredes, cuando voy en el Rolls —dijo mirando hacia lo alto—. Ni siquiera a Levon le hablo de ellas.
—Pues están ahí, tan claro como el agua —dijo Hanson—. Y a saber lo que son capaces de hacer. Pero no creo que le estén vigilando a usted. Sean lo que sean, las han puesto ahí los militares.
En eso, un Ford negro se salió de Camden, se subió a la acera, resbaló sobre la hierba, dio un bandazo y volvió a enderezarse para pasar por el arco de la entrada del cementerio y continuar por el estrecho camino asfaltado. Aceleró en dirección a Felix y Hanson, con las luces apagadas. Hanson ya estaba de pie, había reconocido el Ford de inmediato: era el coche de aquellos Musulmanes Negros de la disputa vecinal que tuvo lugar en Monroe Street. Aún quedaba suficiente claridad en el cielo del oeste para distinguir al conductor y los dos individuos que iban en el asiento de atrás y que parecían estar discutiendo, peleándose tal vez, confusos, rápidos y erráticos, asustados de verdad, dos tipos que no sabían lo que hacían.
—Vaya —dijo Hanson llevándose una mano a la cartera y sin apartar la vista del Ford—. Mire quién viene.
El Ford frenó, se detuvo con una sacudida, se acercó unos metros más y se detuvo de nuevo.
Hanson sacó su Hi-Power, se quitó la correa del hombro y fue corriendo hacia el coche dejando que la cartera cayera rebotando, flotando en libertad, mientras el Ford volvía a dar un tirón hacia delante, la puerta trasera se abría de repente y el pasajero caía sobre el asfalto empuñando una pistola. El interior del coche estaba lleno de llamas y humo: una ráfaga de disparos de una arma automática que quemó y perforó el techo. Hanson se concentró en el individuo que había saltado y que ahora lo estaba apuntando con la pistola sosteniéndola de costado con una sola mano, algo que debía de haber visto en las películas. La apuntó hacia Hanson y accionó el gatillo, una y otra vez, sin efecto; se le había encasquillado porque no había quitado el seguro. Al final desistió y se quedó donde estaba, mirando a Hanson, sabiendo que era hombre muerto. Hanson le metió dos balazos en el pecho. Los impactos lo empujaron contra el coche, que justo estaba saliéndose del asfalto con las ruedas chirriando y subiéndose a la hierba del otro lado. Hanson distinguió al otro tirador agachado sobre una rodilla, intentando ponerse de pie y cambiar de mano la humeante Uzi sujetándola como si jamás en su vida hubiera disparado un arma. La agarró por el cañón, que estaba candente tras el escopetazo que había hecho un agujero en el techo del coche, pero se quemó la mano y la soltó.
Hanson pasó corriendo junto al primer tirador, apartó el arma de una patada y le metió una bala en la cabeza. Muerto. A continuación disparó al individuo que intentaba recuperar la Uzi en la frente y en el cuello, desde una distancia de menos de metro y medio. Muerto también.
Resbalando en la hierba, cambiando de postura, levantó y giró la Hi-Power y disparó una, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces contra el parabrisas trasero y el maletero del Ford. El coche se estrelló contra un obelisco de mármol de dos metros y medio. Seguidamente corrió hacia la ventanilla del conductor, se protegió la cara con la mano izquierda y disparó al conductor en la cabeza; el hombre, que ya estaba agonizando, intentaba alcanzar una pistola con el brazo que no se había roto. Muerto.
Un poco falto de respiración, Hanson dio un paso atrás, observó los orificios del maletero y bajó el cañón de la Hi-Power. Nadie iba a salir del maletero, pero de todas formas continuó con la vista fija en él, retrocediendo poco a poco. De repente se volvió y volvió a levantar la pistola; había oído disparos a su espalda.
Felix estaba de pie junto a los dos tiradores muertos, ambos despatarrados sobre el asfalto y la mitad de la hierba, disparándoles, salpicándose el pantalón del traje con sangre, polvo y fragmentos de asfalto. Hanson vio cómo continuaba hasta vaciar el cargador; después se metió la Hi-Power en el bolsillo de atrás de los vaqueros y fue hacia él. Le pitaban los oídos a causa de los disparos y estaba medio sordo, pero oyó que Felix les gritaba a los dos cadáveres:
—¡A la mierda vosotros y vuestras estrellas, a la mierda las estrellas! ¡A ver si sois capaces de ver esto!
Allá abajo, en la zona este de Oakland, comenzaron a aparecer los primeros remolinos de luces rojas y azules, formando pequeños grupos; a continuación enfilaron en silencio hacia el cementerio.
Hanson todavía tenía la Hi-Power en el bolsillo de atrás cuando lo alumbraron los faros de un automóvil sin distintivos. Ya era demasiado tarde para dejarla en la hierba y apartarse. No es mía. Debían de estar vigilando a Felix. El coche sin distintivos se detuvo a unos cincuenta metros y lo iluminó con el haz de luz del foco. Se abrieron las portezuelas y volvieron a cerrarse, pero el coche resultaba invisible en medio de tanto resplandor. Vio el láser de una arma que le rozaba la pierna, luego se detenía, luego empezaba a subirle por la cadera y finalmente se quedaba fijo en el centro del pecho.
—Putas estrellas —dijo Felix a su espalda—. Todo esto lo han montado ellos.
Abajo, en la llanura, apareció el resplandor de varias luces de emergencia azules y rojas, pequeñas hogueras en la noche, que convergieron y continuaron brillando en dirección al cementerio. Detrás de él ya estaban aullando los coches patrulla recién llegados por la autopista MacArthur, y sus sirenas ahogaron lo que Felix dijo a continuación. Alguien debía de haber declarado un código 33: emergencia, y había enviado a todos los coches disponibles. Una oportunidad para provocar colisiones de coches patrulla y tiroteos accidentales que involucraran a agentes. Un auténtico gallinero. La persona que sostenía el rifle apuntándole al pecho debería haberle disparado sin más y a continuación haber disparado a Felix. Problema resuelto. Y mandar a todos los demás coches a trabajar.
Llegó un coche patrulla saltando el bordillo del edificio de mantenimiento y detrás de él apareció otro entre los árboles. El siguiente pasó como una exhalación bajo el arco de la entrada, demasiado deprisa; abandonó el asfalto, se metió por la hierba, derrapó y arremetió contra una hilera de lápidas.
Hanson no quería acabar muerto en un circo de payasos como aquel ni tampoco participar. Centró la mirada en una estrella auténtica, una que estaba a muchos años luz del cementerio de Oakland, y desde allí contempló toda la escena: los policías bajándose de los coches patrulla, desenfundando las armas y empuñándolas torpemente con ambas manos, agachándose y acuclillándose, avanzando encorvados, esperando a que alguien impartiera órdenes que se oyeran por encima del alarido de las sirenas.
Sabía que le pedirían que se pusiera las manos en la nuca con los dedos entrelazados y que se volviera —para comprobar si iba armado—, que luego le dirían que se volviera otra vez, que se detuviera, que se pusiera primero de rodillas y luego tumbado en el suelo boca abajo, pero no pensaba hacer nada hasta que se lo ordenaran. No quería confundir a nadie. No deseaba llevarse un balazo de forma accidental. Quería que la secuencia de órdenes y respuestas transcurriera exactamente como debía transcurrir, como en los entrenamientos.
Felix no tenía las manos en alto. Se le notaba cabreado, pero continuaba con los brazos separados del cuerpo mientras los policías formaban un círculo a su alrededor, apuntando con sus armas. Si en aquel momento alguien disparase, la mitad del Departamento sería abatido por fuego amigo. Mis amigos, se dijo Hanson. Felix Maxwell, el cerebro de los narcos, y la mitad del Departamento de Policía de Oakland, todos borrados del mapa en un fuego cruzado en círculo. Notó que el láser le subía por la mejilla en dirección a la frente. Cuatro o cinco policías le estaban gritando que pusiera las manos detrás de la nuca, y obedeció.
—Ahora vuélvase…
—Vuélvase hasta que yo le diga que pare.
—Hágalo ya…
Hanson se volvió, con las manos en la nuca, sin hacer caso de una mujer policía que le dijo: «No te muevas, hijo de puta». Empezó a canturrear para sus adentros:
Estrellita, ¿dónde estás?
Me pregunto qué serás.
En el cielo y en el mar,
un diamante de verdad.
Luego se arrodilló, se vio a sí mismo adoptar una perfecta posición de decúbito prono, de manual, probablemente la mejor postura de decúbito prono que habían visto aquellos agentes en toda su vida. Estaba boca abajo, con los brazos extendidos como un ángel en la nieve, las piernas tan abiertas como daba de sí el pantalón vaquero y la mejilla apoyada en la hierba. Las luces estroboscópicas le bañaban el rostro e iluminaban las botas de los policías. Oyó unas pisadas que se acercaban a él. Alguien le quitó la pistola. Lo esposaron, lo levantaron del suelo, lo arrastraron hasta un coche policial, le empujaron la cabeza contra el pecho y lo metieron en el asiento de atrás. Seguía vivo.
Reparó en el sargento Jackson, que estaba de pie junto al coche, observándolo.