Weegee en peligro
Era media tarde y Hanson acababa de terminar de correr alrededor del lago Merritt por segunda vez aquel día. Estaba recuperando la respiración, un poco mareado, caminando bajo la marquesina de tres pisos de neón del Grand Lake Theatre, en el que estaban echando la película Tiburón 3-D.
Había escapado de sus locuras, las había dejado en el lago Merritt, buscándolo igual que un padre adoptivo alcohólico. Se sentía un poco fuera de su cuerpo e intentaba recuperar su antiguo yo antes de que se percatase alguien que pasara por Grand Avenue. Sabía que en parte se debía a que había estado casi dos semanas fuera de las calles, de baja tras el tiroteo. Había estado pensando demasiado. La vida era más simple trabajando en la calle, en el momento, esperando lo peor pero al mismo tiempo estando relajado. Era más fácil recuperar tu antiguo yo trabajando en la calle con una pistola, y allí uno podía actuar de forma bastante extraña antes de que nadie se diera cuenta siquiera.
Pasó por delante de un quiosco de periódicos del Tribune y un titular lo hizo frenar en seco: TENIENTE DE LA POLICÍA ASESINADO EN OPERACIÓN DE VIGILANCIA DE UNA UNIDAD ESPECIAL.
Buscó en sus bolsillos un cuarto de dólar, pero tan solo encontró una navaja plegable de diez centímetros, de modo que se agachó en cuclillas, dobló una rodilla, con las piernas doloridas tras la carrera, y leyó lo que pudo a través del plástico retorcido que protegía la caja, hasta el pliegue central.
El teniente no debía de haber estado supervisando de manera apropiada y alerta si recibió un disparo a través de la ventanilla de su coche. Otra operación de una unidad especial que salía mal…, y esta vez se iba a enterar todo el mundo. Pero el periódico del día siguiente no iba a proporcionar más información, con independencia de lo que en realidad hubiera acabado con la vida del teniente: un encuentro, una compra, un canje, un chivatazo, una amenaza, una mirada agresiva o una palabra mal dicha. No se necesitaba nada más, pensó Hanson mientras iba cojeando por Grand Avenue en dirección al Safeway. El Departamento empezaría a echar puertas abajo, y también varios miembros de la comunidad de narcos armados de Oakland, se dijo, para robarse unos a otros los alijos.
En eso apareció en Grand Avenue un coche patrulla de la Policía de Oakland que vino hacia él. El poli que iba al volante lo miró fijamente. Debía de ser algún compañero del turno de día al que él no había visto nunca. Desde que regresó de la guerra, los policías siempre se fijaban en él de inmediato. Le había llevado trabajo, pero ahora por lo general se convencía a sí mismo de que no debía establecer contacto visual con ellos. Sin embargo, por cómo se sentía hoy, y aunque sabía que era una estupidez, cruzó la mirada con aquel poli. El coche aminoró la velocidad, después continuó y atravesó el cruce de calles.
Y luego, siguió pensando Hanson, si los policías decidían liarse a hostias a causa de la muerte del teniente, tras la miniguerra por la droga y el aumento súbito de los tiroteos desde los coches, todo volvería a ser como antes, excepto por que ahora había unos cuantos maleantes negros muertos —que iban a terminar muriendo de todas formas— y quizá otro tetrapléjico adolescente condenado a pasar el resto de su inútil vida viendo la televisión desde un colchón mojado de orines de la zona este de Oakland. Pero, claro, ¿qué más daba? Aun cuando todavía pudiera usar los brazos y las piernas, su vida habría sido una mierda. Putos policías, pensó Hanson moviendo los hombros igual que un boxeador. Que se jodan, se dijo mientras cambiaba el dolor de una pierna a la otra al pasar por delante de la cafetería de la esquina de Grand con Elwood y se relajaba para acometer el último kilómetro de calles en curva y cuesta arriba que llevaban hasta su casa. Giró a la izquierda para tomar Elwood y se lanzó a una dura carrera para ventilar su rabia a lo largo de dos empinadas manzanas, para a continuación doblar a la derecha y enfilar Mira Vista, una calle más empinada todavía, hasta el tramo de escaleras construidas en la acera rota y pasar junto a los coches aparcados con las ruedas giradas y encajadas en el bordillo. Giró de nuevo a la izquierda para tomar Alta Vista gruñendo, retando a su corazón a que reventase y lo matase. Venga, hazlo, cabrón, hazlo. Pero al llegar a Jean Street se detuvo, jadeante y sudando tequila, y se burló de su débil y cobarde corazón. En eso, oyó el tableteo de la bicicleta de Weegee, que subía por la cuesta, detrás de él.
—Weegee —saludó al tiempo que se incorporaba y daba media vuelta—. Me alegro… de… verte…, amigo.
Weegee venía a pie, empujando la bicicleta, apoyándose en ella, agotado y tambaleante, pero consiguió esbozar una sonrisa auténtica.
—Hola, agente Hanson. ¿Cómo es que hoy no estás trabajando?
—Estoy disfrutando de unas vacaciones pagadas.
—¿Por haber disparado a aquellos tíos?
—Sí, señor. Pero en realidad no son vacaciones. Están intentando decidir qué hacer conmigo.
—¿De verdad disparaste tú solo a aquellos tres Musulmanes Negros para proteger a Felix?
—No fue por Felix. También pretendían dispararme a mí.
—Me han dicho que a lo mejor tú estabas trabajando para Felix.
—Nada de eso —contestó Hanson, y Weegee puso cara de alivio.
—Está claro que eres distinto de los demás polis —dijo—, pero no me imaginaba que fueras tan peligroso. Eran tres contra uno.
—No soy tan peligroso, simplemente practiqué mucho cuando aprendí a disparar. Cualquier cosa, si se practica lo suficiente, termina dominándose. Sea lo que sea. Montar en bicicleta, reconocer a las aves o disparar a la gente. Y esos pobres desgraciados estaban asustados y ni siquiera sabían utilizar las pistolas.
—¿Tú no estabas asustado?
—No exactamente. Es complicado. Ni siquiera yo mismo lo entiendo bien. Venga, vamos a entrar —finalizó Hanson. Cruzó el jardín de su piso y desató la llave del cordón del zapato—. Trae la bici. ¿Qué has estado haciendo?
—Nada, montar por ahí.
—Bueno, entra —le dijo Hanson. Le cogió la bicicleta, subió con ella los escalones de la entrada y abrió la puerta de la casa—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —respondió Weegee—, no me va mal.
Pero no le iba nada bien, y no era solo que estuviera cansado, también estaba asustado. Hanson sabía reconocer una expresión de miedo, y en Weegee no la había visto nunca. Bajó la mano y se la posó en el hombro.
—Tienes pinta de que no te vendría mal beber un poco de agua. ¿Te apetece un vaso, colega?
—¿Con hielo?
—Marchando —dijo Hanson al tiempo que se llevaba la bicicleta a la cocina—. No tengo Coca-Cola ni refrescos ni nada, pero hielo sí, como para parar un tren, todo el hielo que quieras. —Empezó a reírse de sí mismo—. Cierra la puerta de la calle y enseguida nos echamos ese hielo por encima. —Echó agua en un vaso, metió unos cubitos y se lo llevó al cuarto de estar—. Siéntate —le invitó señalando el sofá—. Aquí tienes. Enseguida vuelvo —prometió, y un instante después regresó con una almohada encima de una manta doblada, puso ambas cosas en el sofá y añadió—: Por si acaso.
—¿Tienes que trabajar hoy?
—No, señor, sigo estando de vacaciones.
—Eso esperaba yo, porque, ¿sabes qué?, esta noche casi no he podido dormir.
—Se lo he notado enseguida, soldado. Entrenamiento policial. Por eso he ido a buscar este equipamiento especial para la siesta, el cual considero que debería utilizar usted, junto con ese sofá de ahí, llegado el momento oportuno, para dormir un rato.
Weegee sonrió.
—A veces tienes una forma de hablar muy graciosa —dijo, y Hanson, con un escozor en los ojos, tuvo que levantar la vista hacia el techo durante unos segundos. A lo mejor, después de todo, lo que acabaría con él sería su corazón, su propio corazón.
—¿Estás bien? —le preguntó de nuevo.
—Sí, señor. Solo un poco cansado.
—Pues ponte cómodo —repuso—. Si necesitas algo, estaré ahí fuera, en el porche, leyendo. A tu servicio. No tienes más que darme una voz, ¿vale?
Weegee se quitó las zapatillas deportivas, colocó la almohada y se echó la manta por encima.
—¿Ahí atrás, en ese porche? —preguntó incorporándose a medias y señalando la parte posterior de la vivienda.
—En efecto, ahí es donde voy a estar, el único porche que me alquilaron cuando me vine a vivir a Oakland.
—¿Vas a ir a alguna parte?
—No, señor.
Hanson se sentó en el porche y se puso a contemplar cómo iba anocheciendo. Los pájaros se habían marchado hasta el día siguiente y el comedero estaba casi vacío. Se preguntó por qué estaría Weegee tan cansado. Debería haberlo presionado un poco más para que se lo dijera. No, se corrigió, no debería. Ya se lo diría luego. Aunque estaba preocupado por él, le daba alegría tenerlo en su casa. A lo mejor debería llamar a Libya para decirle que Weegee estaba con él. La casa estaba siempre vacía y triste. Quizá estuviera encantada. Alguien había vivido en ella cuando era nueva y bonita, antes de que la hubieran dividido en apartamentos, despreciado, arruinado y, por alguna razón, abandonado y convertido en una casa fantasma.
Hanson cogió un libro que había comprado el día anterior en Walden Pond Books y se puso a ojearlo por encima. Era un libro nuevo que trataba de la incursión que habían realizado las fuerzas especiales en 1970 en el campamento para prisioneros de Son Tay, e incluía una gran cantidad de material recientemente desclasificado. Sesenta efectivos de las fuerzas especiales a bordo de seis helicópteros cruzaron la frontera y continuaron adentrándose en Vietnam del Norte para atacar el campamento de prisioneros y rescatar a cincuenta soldados estadounidenses. Hallaron el campamento vacío, los soldados habían sido trasladados el mes anterior, no quedaba nadie a quien rescatar.
Si él hubiera regresado de Vietnam unos meses más tarde, probablemente habría estado a bordo de uno de aquellos helicópteros. Examinó las fotos que había en mitad del libro por si viera alguna cara conocida; eran tipos como él, con el rostro ennegrecido, ya agotados y aguardando la muerte. Se preguntó qué tal les estaría yendo en la actualidad, de vuelta en el mundo. Se detuvo en una foto: cinco hombres que miraban a la cámara desde el interior de un helicóptero. Le pareció reconocer a uno de ellos. Acercó a la luz la página satinada en la que aparecía la granulada fotografía en blanco y negro.
De repente sonó el teléfono.
Lo miró con el ceño fruncido, como si pudiera silenciarlo con la mirada, pero simplemente volvió a sonar como siempre. Lo cogió y dijo: «Diga».
—Felix va a matar al crío ese, el tal Weegee. Tiene que hacerlo él mismo, porque nadie más querrá encargarse.
Acto seguido, la voz se perdió en medio de un ruido electrónico y por último se interrumpió la comunicación y el teléfono dio el tono de llamada.
Gracias, Tyree, pensó Hanson.
Dejó el libro, cogió su Hi-Power y fue a cerciorarse de que la puerta de la calle estaba cerrada con llave. Y las ventanas. Y la puerta del sótano. Después fue al cuarto de estar, donde estaba durmiendo Weegee en el sofá, se sentó frente a él, se puso la pistola debajo de una pierna y contempló cómo dormía. Weegee necesitaba que lo rescatasen, no solo de Felix, sino de todo. Weegee se merecía que lo salvaran. Se merecía todo. Por él merecía la pena vivir.
El teléfono sonó de nuevo. Hanson lo cogió y dijo: «Diga».
Era Libya.
—Felix Maxwell está buscando a Weegee. Ha venido aquí. Tiene ojos de loco y está buscando a Weegee. Cuando se marchó, Tyree llamó…
—Ya he hablado con Tyree —atajó Hanson—. Weegee está a salvo. Está conmigo. Estamos todos a salvo.
—Mientras Felix siga vivo, no.
Que la Policía de Oakland se quedase con su medalla al valor y sus unidades especiales. Si en efecto nadie podía matarlo, ¿por qué no usar su vida para ayudar a alguien, en vez de llevarla a rastras consigo oyéndola quejarse de las injusticias del mundo? Y si en efecto podían matarlo, ¿por qué no canjear la vida que ya había descartado por algo por lo que merecía la pena morir?
—He visto una cosa que no debería haber visto —dijo Weegee cuando Hanson lo despertó—. Pero no puedo contársela a nadie.
—¿Y ellos saben que la has visto?
Weegee hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—No te preocupes. No va a ocurrirte nada malo. Dentro de poco vendrá Libya.
En el otro extremo de la ciudad, los faros de un reluciente Rolls Royce que está de cacería van y vienen por las calles del distrito 5.
No hizo falta que le enseñara a Libya cómo manejar la escopeta.