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A Hanson ya casi se le había pasado la resaca y la brisa de la bahía olía a mar abierto. Uno de mayo, otro mes que quedaba atrás; ya no había motivo para que no fuera a completar el período de prueba de dieciocho meses. Le vino a la memoria que su madre era la Reina de Mayo cuando estaba en el instituto. Seguiría adelante.

Acababa de terminar de atender el primer aviso del día —un «intento de sodomía/agresión con arma letal», así fue como lo describió la persona de la centralita— en una casa situada a medio camino, resultado de una discusión sobre si Jesucristo era realmente el Hijo de Dios o simplemente un profeta. Las dos víctimas eran también sospechosas, pues la supuesta amenaza con el cuchillo fue contra el supuesto sodomita. Cuando Hanson consiguió separarlos y calmarlos, ambos parecían encontrarse bien, salvo porque estaban borrachos y moderadamente psicóticos.

Casi había llegado al final del período de su informe mensual y necesitaba otras tres detenciones más por delitos graves y por lo menos dos leves para equiparar su cuota de arrestos con la del resto de la brigada y cumplir con las estadísticas. Podría haber detenido a ambos por delito grave, y de hecho lo estuvo sopesando. Aunque el fiscal del distrito jamás les imputara ningún delito, aquellas dos detenciones contarían para las estadísticas; dos menos, le faltaba una. Pero procesar a los detenidos, y después el transporte y el papeleo, le habría llevado dos horas, así que escribió lo siguiente en un parte de servicio: «Problema resuelto. Hanson/7374P». Procuraba reducir los avisos a partes de servicio.

Le habían prometido no acercarse el uno al otro durante lo que quedaba de noche; cada uno estaba a solas en su propio cuarto y ambos se despidieron de él con la mano cuando se marchó. Él se despidió a su vez y él mismo se sorprendió de abrigar la esperanza de que no pasara nada. ¿Qué estaba haciendo? Eran dos negros borrachos y psicóticos de Oakland, siempre iba a pasar algo. Estaban jodidos y condenados, y no se les podía ayudar.

Sería mejor que consiguiera unas cuantas detenciones más en las próximas noches, o de lo contrario el teniente Garber tendría un recordatorio y una excusa para joderle. Una de las novias de Fernández, que trabajaba en el Registro, le había contado que el teniente los obligaba a llevar todo el papeleo de Hanson a su despacho. Llevaba tanto tiempo trabajando en los distritos 4 y 5 —solo un punto en el radar— que tenía la esperanza de que el teniente hubiera empezado a olvidarse de que él estaba allí. Jamás había visto por allí a nadie de rango superior a sargento, y de esos tampoco muchos. Excepto por los tiroteos, las agresiones con arma letal y unos cuantos robos a mano armada, la mayoría de los incidentes eran disputas domésticas, disputas entre vecinos, disputas en una propiedad, allanamientos, amenazas y agresiones simples, y varios 647. Así que en la mayoría de los casos era en efecto un asistente social. En el este de Oakland la gente solo llamaba a la policía cuando las amenazas ya habían conducido a un callejón sin salida, y una de dos: o llamaban a la policía o solucionaban el asunto con pistolas, cuchillos o llaves inglesas. Hanson sabía hablarle a la gente, apaciguarla, preguntar, sugerir, persuadir, decirles lo que convenía hacer, y no efectuaba detenciones a menos que fuera necesario. Y eso le reducía el papeleo pero perjudicaba sus estadísticas. Sin embargo, algunas noches, ya cerca del final del período de reporte, como la de hoy, hacía todo lo que estaba en su mano para actuar según las normas, para hacer las cosas al estilo de la Policía de Oakland y resolver los problemas metiendo a la gente en el calabozo. Tal vez se sintiera mal actuando así cuando llegaba a casa al amanecer, pero se decía a sí mismo que, si no lo hacía él, lo haría otro que trataría a la gente mucho peor. Además, quedaban ya menos de ocho meses. Después se iría a un departamento mejor, en el que pudiera hacer el bien de vez en cuando. El fin justificaba los medios, y no debía mortificarse más.

Un poco calle adelante, enfrente de una casa de estilo victoriano que estaba medio derruida, había un individuo negro: treinta y pocos, sin camiseta, cachas curtido en la cárcel, con una cabeza cercenada en la mano que balanceaba por el pelo. Cuando Hanson levantó el pie del acelerador, ya había empezado a golpearla contra un árbol y a destrozarla: la nariz, las orejas, la mandíbula… Hanson frenó y se acercó al bordillo de la acera, y entonces vio que no se trataba de una cabeza, sino de una maceta que contenía una planta marchita de la que ya no quedaban más que unos tallos secos y un montón de raíces. Volvió a pisar el acelerador, enderezó el volante y se marchó preguntándose dónde iba a poder obtener un par de delitos graves entre un aviso y otro.

Miró por el espejo retrovisor y observó al negro, que ahora estaba de pie en la calle, todavía sacudiendo lo que quedaba de la planta seca y mirando el coche patrulla con el ceño fruncido, como diciendo: «¿Qué cojones estás mirando, hijo de puta?».

También necesitaba unos cuantos infractores al volante, conductores a los que pudiera poner una multa de tráfico. Los encontraría, pero si no cumplía su cuota de detenciones ningún mes parecería un policía mediocre, lo que llamaban «una tortuga», y si uno parecía una tortuga es que era una tortuga.

Bueno, ¿y qué? No debería preocuparlo la reputación que tuviera entre aquellos tipos, pero sí lo preocupaba. En un departamento de policía, la fama lo era todo, un día sí y otro también. En poco tiempo a uno empezaba a preocuparle el hecho de que pudiera ser quien sus compañeros decían que era. Una vez que uno empezaba a creer que era un policía mediocre y a perder la seguridad en sí mismo, el trabajo podía con él, y entonces se convertía en lo que los demás creían que era. Hanson a veces echaba de menos tener un compañero con el que poder hablar, pero ya estaba acostumbrándose a estar solo.

Cuando estuvo en Portland había muchos compañeros a los que no caía bien; en cambio, su reputación era sólida. Él era un poli de los duros en el distrito norte, el más difícil, un tipo agresivo y con agallas. Quizá fuera un poco peculiar, pero daba una patada a una puerta y era el primero en entrar. Quizá fuera un sabihondo y un abrazaárboles, quizá hablara como un comunista, pero no le aguantaba nada a nadie. Todos pensaban que estaba un poco más loco que ellos, pero que eso no quitaba que fuera valiente de cojones.

Pero Hanson no era valiente, ni tampoco estaba loco; simplemente, nunca tenía miedo, tan solo se enfadaba de vez en cuando. Se suponía que debería haber muerto durante la guerra. A veces le preocupaba cagarla, que muriera otra persona, cometer alguna negligencia y morir pareciendo un idiota. Eso no lo quería, y, como es natural, esperaba que, cuando sucediera, no implicara sufrir mucho ni tardara demasiado tiempo. Era así de simple, y lo guardó en secreto. Aunque en realidad no era un secreto, sino tan solo algo que sabía que no iba a poder explicar jamás.

Un secreto que sí tenía era su vena de maldad. Suponía que era algo innato, pero en el ejército y en la guerra se había dado cuenta de que no era un mero rasgo de su personalidad, sino más bien un talento que poseía y que iba mejorando con la práctica. Había aprendido que, si eres un cabrón y además no te importa vivir o morir, nadie se mete contigo. Pero ese rasgo lo tenía controlado desde hacía mucho tiempo. A veces pensaba que, incluso teniéndolo controlado, se le notaba en los ojos cuando miraba a alguien, y que la otra persona se percataba de aquella mirada y por eso hacía lo que él le ordenaba. Igual que un perro agresivo que sigue siendo leal y protector aun cuando su amo lo tiene encadenado.

En Portland tuvo un compañero durante cuatro años, hasta que lo asesinaron, y entonces él persiguió al asesino y lo ejecutó. Dicho compañero, Dana, llevaba catorce años siendo un respetado veterano del gueto y lo conocían como el Oso de la Avenida. Un tipo impertérrito, casi una fuerza de la naturaleza, testigo de cómo trabajaba Hanson. Ambos patrullaban la misma zona todas las noches y trabajaban con policías que iban en coche de dos en dos en otras zonas adyacentes y que también veían trabajar a Hanson. Los testigos y el boca a boca: así era como uno se ganaba la fama en Portland.

En Oakland, la fama dependía del papeleo: informes de delitos, de detenciones, de delitos contra la propiedad, de testigos, de información adicional, de información suplementaria… Un buen policía tenía unas buenas estadísticas. Efectuaba un montón de detenciones que quedaban registradas y archivadas. En Oakland, un buen policía por lo general tenía más quejas ciudadanas de las que necesitaba, en ocasiones, muchas más. Como efectuaba más detenciones, era lógico que tuviese más quejas, pero si uno era un policía que utilizaba las detenciones como primera y principal opción a la hora de tratar con la gente, sin intentar antes dialogar y escuchar, lo más seguro era que recibiera un gran número de quejas de ciudadanos. Los policías pronunciaban la palabra ciudadano exactamente igual que la palabra gilipollas.

Se efectuaban tantas detenciones para cumplir la cuota que aproximadamente solo una de cada diez quejas llegaba al fiscal del distrito. Era todo cuanto podía absorber el sistema. Luego podían transcurrir meses, incluso un año, hasta que el caso fuera examinado por un detective, y para entonces el sospechoso, los testigos o las víctimas podían estar ya en el calabozo —«La víctima de hoy es el sospechoso de mañana»— o haber muerto, en cuyo caso el fiscal del distrito se alegraría mucho de poder eliminar aquel caso de su bandeja de asuntos pendientes.

La tasa de asesinatos resueltos se basaba en el número de detenciones —más estadísticas— y no en los sospechosos que eran declarados culpables. Que se declarase culpable a una persona era más bien resultado de una confesión obtenida tras veinticuatro o treinta y seis horas de interrogatorio ininterrumpido. Los detectives grababan las confesiones pero no grababan los interrogatorios previos, de modo que a veces, después de pasar tres o cuatro años en la cárcel, la persona que había confesado era puesta en libertad cuando salía a la luz que en el momento en que se cometió el crimen ella estaba en el trabajo, o en casa de alguien, o incluso en el calabozo, y que había vídeos o grabaciones o testigos que podían demostrarlo, y que el sospechoso les había dicho esto a los policías que lo interrogaron hasta que finalmente confesó para evitar la condena a muerte que ellos le dijeron que iba a recibir si no confesaba.

El Departamento llevaba un mantenimiento de la cuota de detenciones igual que el ejército llevaba un recuento del número de bajas en Vietnam. Era la única manera que tenía de demostrar que estaban en el tajo cuando el índice de delincuencia continuaba aumentando todos los años. Pero los tribunales tenían tal atasco con tantas detenciones que únicamente iban a juicio los casos que eran prácticamente imposibles de perder. La mayoría de los detenidos sabían esto, así que no admitían ser culpables y eran puestos en libertad para convertirse en una estadística más adelante.

Patrullando en solitario en el este de Oakland, Hanson rara vez veía otro coche policial en toda la noche. Nadie lo veía a él salvo los ciudadanos, que siempre eran personas desconocidas, porque, como todos los policías de Oakland, cada noche patrullaba una zona distinta. Todos los contactos entre ciudadanos y agentes, aunque solo fueran un gesto, una mirada o un comentario oído a medias, tenían lugar entre personas desconocidas que se esperaban lo peor. Todo contacto era potencialmente letal.

A media tarde, Hanson aparcó marcha atrás en una fila en la que había más coches estacionados y desde la que podía observar el Pioneer Chicken. Se trataba de un edificio de aluminio y cristal, alumbrado por unos focos como si fuera una catedral del Ejército de Salvación y ribeteado por unas luces parpadeantes de neón. De la cocina, situada en la parte de atrás, salía una columna de vapor; era como un milagro de tres al cuarto. El gigantesco letrero de Pioneer Chicken, profusamente iluminado, rotaba y se inclinaba surcando el cielo oscuro igual que una estación espacial del gueto: una carreta cubierta de dibujos animados cuyas ruedas parpadeaban con luz roja mientras un rollizo cocinero de piel blanca sostenía en alto un pollo asado del tamaño de una motocicleta.

Habían sufrido cinco o seis robos en los dos últimos meses, en toda la cadena, en todas las franquicias de Pioneer Chicken que había repartidas por la ciudad, así que habían aumentado la iluminación y habían contratado guardias de seguridad por el salario mínimo que se negaban a trabajar cuando se hacía de noche.

Enfrente de donde estaba aparcado Hanson, cerca de un cruce, había un negro cincuentón, con la mano izquierda cerrada en un puño, esperando a que se pusiera verde el semáforo. Se trataba de un heroinómano que Hanson vio por primera vez en enero, trabajando en aquella zona. Unas semanas antes le había dado el alto y le había tomado el nombre, la dirección y la fecha de nacimiento, a modo de talismán, para reservarlo para cuando anduviera falto de detenciones. A aquellas horas normalmente estaba en la calle, siempre solo y siempre vestido con la misma cazadora y el mismo pantalón. Pasaba los días y las noches gracias a la heroína, era lo único que le permitía dormir y el único motivo que lo impulsaba a levantarse, un delito leve pero fácil de reportar.

Como era un agente de policía curtido, sabía reconocer los seis signos de la adicción a los opiáceos, así que contaba con una causa probable para darle el alto, registrarlo por si llevara armas y examinarlo por si tuviera marcas de pinchazos que constituyeran una prueba suficiente de que estaba infringiendo el estatuto 11550 de la Ley de Salud y Seguridad de California, que trataba del uso de sustancias controladas. El formulario para dar parte de un arresto por estar bajo la influencia de narcóticos era fácil de rellenar, no tenía demasiadas casillas y al final incluía unos sencillos dibujos de ambos brazos en los que el agente que efectuaba la detención podía indicar dónde tenía marcas de pinchazos el sospechoso.

Hanson se apeó del coche patrulla.

—¡Eh, Jonah! —lo llamó.

Jonah levantó la vista con una sonrisa forzada y sin decidir si debía huir o no. Sabía que era culpable de algo, pero no sabía muy bien de qué. Mantuvo la sonrisa mientras repasaba mentalmente los últimos días en busca de alguna pista. Entretanto, el semáforo cambió de rojo a verde.

—Venga aquí —le pidió Hanson.

La sonrisa de Jonah empezó a esfumarse. Ya era demasiado tarde para huir, y además no tenía adónde ir; había estado en San Francisco unas pocas veces, y una vez en Los Ángeles, cuando estaba en el instituto, pero aparte de eso había pasado toda su vida en el este de Oakland.

Hanson le hizo una seña para que se aproximara al coche patrulla y él obedeció, procurando avivar un poco el paso y no perder la sonrisa.

—¿Qué ocurre, agente? —preguntó, abrigando todavía la esperanza, después de una vida entera siendo abordado por la policía, de que no lo detuviera.

—Venga.

—Solo iba a comprar pollo —dijo Jonah señalando el Pioneer Chicken con la cabeza, prácticamente calva, y abriendo el puño para que Hanson viera los dos billetes de dólar y las monedas que llevaba—. Tengo mucha hambre —continuó en actitud sumisa.

—Súbase la manga.

—¿Y ahora qué pasa?

—Súbasela.

—Señor agente, solo iba a comprarme algo para cenar y para casa.

—Súbasela.

Jonah se subió la manga y, con la mirada fija en el letrero giratorio del Pioneer Chicken, le mostró el brazo a Hanson, un brazo cubierto de cicatrices, agujeros y heridas infectadas.

—¿Lleva algún arma encima, Jonah?

—No, señor.

—¿Algo en los bolsillos…?

—No, señor.

—¿… con lo que pudiera herirme?

—No, señor. Perdone…

—Está bien —dijo Hanson educadamente, sin poder evitarlo—. Apóyese contra el coche —le ordenó, esta vez sin tonterías, sin empatía, estrictamente profesional.

En la operación de ponerle las esposas a una persona era donde la gente resultaba herida. Era la última oportunidad que tenía el sospechoso de huir, o de intentar quitarle el arma al policía. En cambio, una vez que las esposas ya estaban puestas, allí se acababa todo.

—Inclínese sobre el capó y ponga las manos a la espalda. —Había unas cuantas personas observando desde el aparcamiento del Pioneer Chicken; Hanson las miró con el ceño fruncido, le irritaba la humillación que estaba sufriendo Jonah—. Separe un poco más las piernas —le dijo al tiempo que golpeaba los talones desgastados de los zapatos de Jonah con la puntera de acero de su bota.

Una vez esposado, Jonah ya no volvió a pronunciar palabra. Hizo lo que Hanson le dijo, sin quejarse, como si Hanson no fuera más que una manivela o una pieza del engranaje de una maquinaria ya conocida e implacable. Ninguno de los dos habló durante el trayecto al calabozo, pero Hanson iba escuchando la respiración del detenido al otro lado del separador metálico del interior del coche y pensando qué habría hecho esa noche si no hubiera sido arrestado por infringir el estatuto 11550. No gran cosa. Habría cenado un par de trozos de pollo frito, tal vez un vaso de vino mezclado con algo más fuerte, y un poco de heroína para difuminar las duras aristas de su fracasada vida. Y después, a la cama.

En cambio ahora iba a pasar la noche probablemente de pie, con una docena de borrachos, sociópatas y matones en una celda mugrienta en la que, antes de que amaneciera, empezaría a sufrir el mono de la heroína. Después lo encadenarían a una argolla del autobús del calabozo y lo trasladarían a Santa Rita, donde probablemente pasaría noventa días.

Cuando saliera de aquel lugar tendría que gorronear algo de dinero, encontrar un sitio donde quedarse mientras buscaba dónde vivir y rezar para que su proveedor de heroína no estuviera encerrado, o, en caso contrario, buscarse uno nuevo. Esencialmente, volver a la normalidad. Ya lo había hecho muchas veces, y no era para tanto. Probablemente ni siquiera estaba tan cabreado al respecto, era algo que formaba parte de la vida.


Hanson se emborrachó de tal manera después del trabajo que al día siguiente tuvo que llamar diciendo que estaba enfermo. El teléfono le temblaba en la mano de tan fuerte que era la resaca. Utilizó un par de papelinas de cocaína que recuperó de la parte trasera del coche patrulla tras decidir que no había motivos para procesar al que las había dejado allí; las fue esnifando poco a poco mientras se daba un largo baño y escuchaba los ruidos y gorgoteos que hacían las cañerías en el interior de las paredes de aquella casa tan vieja.

Hizo todo lo que pudo para no acordarse de Jonah, que estaba pasando el mono en Santa Rita para que él pudiera sumar una detención más a sus estadísticas; para que él pudiera dar satisfacción a un sargento de cuyo apellido no se acordaba y un teniente pequeñajo y arrogante que se dedicaba con empeño a buscar erratas en los informes, y para que él se ganara el respeto de un puñado de patrulleros a los que, sobre todo, despreciaba.

Se preguntó si no estaría acostumbrándose a aquello y si no empezaría a hacer cosas peores sin avergonzarse de sí mismo. Repasó los argumentos habituales: que, si no lo hacía él, vendría otro más gilipollas que él a estas alturas y lo haría; que era solo un medio para conseguir un objetivo, para poder hacer el bien en otro departamento. Ya solo tenía que seguir haciéndolo durante siete meses más. Y un par de días. Él no era de los que se rajaban. Ni de coña. Nadie podía llamarlo rajado. Y no era que creyera de verdad en las absurdas leyes que se suponía que debía hacer cumplir. A nadie le importaban una mierda. Aquello era solo un empleo, un empleo bien remunerado en una mala economía. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Era demasiado viejo para empezar a llevar corbata y recibir órdenes de un «ciudadano» retrasado mental al que podría matar con sus propias manos sin siquiera sudar. Sí, necesitaba empezar a no ser tan duro consigo mismo de vez en cuando.


Hanson estaba encerrado en la esclusa de seguridad del calabozo del Departamento. El ayudante estaba ya a punto de pulsar el timbre para abrir la puerta, pero tuvo que irse a echar una mano a otro ayudante con el detenido que había traído Hanson. Este había venido todo el camino profiriendo amenazas contra Hanson, dando cabezazos contra la mampara de plexiglás, escupiendo y gritando que pensaba averiguar dónde vivía y que la próxima vez que lo viera, hijo de puta, sería la última, porque pensaba llevar encima la escopeta. Cada vez que se detenía para tomar aliento, Hanson le decía, sin apartar los ojos de la carretera y empleando un tono de voz sereno y razonable, que no le convenía dar cabezazos contra el plexiglás porque podría hacerse daño.

En cuanto lo dejó custodiado en el calabozo y pudo salir por la puerta interior de la esclusa de seguridad de acero, otro ayudante le dijo al detenido que era escoria, y el detenido se puso hecho una furia. Hanson no veía lo que estaba pasando, pero a juzgar por los gruñidos y los golpes dedujo que los ayudantes estaban forcejeando para rodear el cuello del prisionero con un brazo a fin de asfixiarlo: dejarlo sin aire para que la sangre no le llegara al cerebro. Los demás presos gritaban a los ayudantes e instaban al detenido a que siguiera peleando, aunque algunos de ellos se reían.

Hanson sonrió. Aquel detenido estaba a punto de explotar y los ayudantes habían accionado el resorte.

La maniobra de asfixia ya era ilegal en casi todas las ciudades. Muy de vez en cuando, raramente, el preso moría por eso. Se le inflamaba la tráquea, no podía respirar y, a no ser que alguien le practicara una traqueotomía, se quedaba en el sitio. Como era una maniobra que se utilizaba sobre todo con varones de raza negra —los negros representaban un número desproporcionado de detenidos—, varios grupos defensores de los derechos humanos habían logrado prohibirla oficialmente. Hanson la había empleado muchas veces en la calle, tanto en Portland como en Oakland. El gas pimienta no funcionaba con un individuo que estaba lo bastante cabreado o borracho como para enfrentarse con la policía, y por lo general se le tenía demasiado cerca para usar la porra larga, porque el otro ya te tenía agarrado. De modo que, si el detenido era corpulento y había decidido resistirse, en la actualidad era frecuente que la única alternativa realista a la maniobra de asfixia fuera dispararle antes de que él te quitase la pistola y te pegase un tiro. La prohibición había dado como resultado que hubieran muerto muchos sospechosos. Recientemente se había colocado una valla al otro lado del límite de Berkeley que decía lo siguiente: SI VOTAS A FAVOR DE LA MANIOBRA DE ASFIXIA, ESTARÁS VOTANDO A FAVOR DEL KU KLUX KLAN.

La esclusa de seguridad era un largo pasillo de malla metálica provisto en cada extremo de una puerta que se bloqueaba eléctricamente. Para entrar en el calabozo, Hanson tenía que dejar su revólver en una pequeña taquilla, guardarse la llave en el bolsillo y después esperar a que el ayudante pulsara un botón que le franqueara el paso de la puerta exterior. Luego cerraba dicha puerta, que volvía a quedar bloqueada, iba hasta el final del pasillo y el ayudante le franqueaba el paso de la puerta interior. Solo podía haber una puerta abierta; de ese modo los detenidos no podían escabullirse junto al agente que los había arrestado para huir del calabozo.

A su izquierda había una sala de retención para los detenidos que aún no habían sido fichados formalmente. Como todavía duraba el forcejeo con el detenido que había traído, Hanson se dedicó a observar a los que aguardaban en la sala de retención.

Dos mexicanos de diecimuchos o veintipocos años. Uno estaba desnudo de cintura para arriba y tenía el pecho, los brazos y la espalda cubiertos de multitud de cicatrices rojas de arma blanca, resultado de varios años de peleas de cuchillos en las que el contrincante sujetaba la navaja de forma que solo se veían unos centímetros de hoja y al atacar producía cortes de dos centímetros de profundidad que, a todas luces, el mexicano había impedido que se curasen a base de mantener abiertos los bordes de la herida durante un día o dos, para que llamaran más la atención. No se diferenciaban mucho de las cicatrices que dejaban los duelos prusianos cien años atrás. Aquel chico había participado en muchas peleas de cuchillos.

El otro mexicano, que parecía ser el jefe, iba vestido con una camiseta de maquinista de tren, de rayas grises, con un dibujo en la espalda muy bien hecho de un chicano con una cinta en la cabeza, un bigote de bandido y gafas de espejo que empuñaba una escopeta recortada apuntada directamente al público, sobredimensionada y, en perspectiva, enorme.

En la misma sala había también un indio borracho sentado en un rincón para que no lo molestara nadie, un negro de treinta y muchos años muy borracho que se caía continuamente y otro negro que estaba menos borracho y discutía con el mexicano medio desnudo, que no hacía más que llamarlo putita.

—Vas a ser mi putita, negro. En cuanto apaguen las luces, me vas a comer la polla.

—Yo no soy tu putita.

—Esta noche sí lo vas a ser, corazón.

El mexicano de la camiseta le dijo al de las cicatrices que cerrase el pico.

Al fondo del calabozo se oyó a otra persona chillando:

—Ayúdenme… Ayúdenme…

—¡A callar! —chilló a su vez el de la camiseta—. ¡A callarse todos la puta boca de una vez!

En eso llegó el ayudante, con sangre en el uniforme.

—Un hijoputa se ha meado en los pantalones y lo hemos obligado a limpiar el estropicio con esa puta camisa hawaiana. —Levantó la vista hacia un monitor de televisión de seguridad—. Un momento, tengo que dejar pasar a esta. —Seguidamente pulsó el botón para que entrase una funcionaria que llevaba del brazo a una presa. Una atractiva negra de veintitantos años que iba vestida como una pastorcilla sexi, como si acabara de salir de una fiesta de disfraces. Se había perfilado los ojos con un lápiz color plata y se había aplicado colorete rojo en las mejillas. Su vestido azul celeste flotaba dando botes a causa de las muchas capas de enaguas que llevaba debajo. También lucía como adorno un ramillete de claveles rojos y en la mano portaba un cayado de pastorcilla de papel maché envuelto con cinta plateada.

—Esta noche me vas a comer la polla.

—Cállate.

La funcionaria le pidió a Hanson que se hiciese cargo del cayado para que ella pudiera acompañar a la chica a la planta de arriba, al calabozo de las mujeres. Hanson estableció contacto visual a través del perfilador de ojos color plata y la chica le entregó el cayado, ejecutó una breve reverencia con su vestidito y le dijo:

—Vestida de virtud, ante el trono me presento.

Acto seguido, dejando a Hanson con el cayado de papel envuelto en cinta plateada, se volvió hacia la funcionaria y entró con ella por una puerta lateral que el ayudante les abrió apretando otro botón.

El mexicano de la camiseta le estaba sonriendo.

—¿Usted cree en el diablo? —le preguntó—. ¿Cree? Pues cuando venga el diablo, me voy a reír. Me voy a reír mucho.

Los demás inquilinos de la celda observaban a Hanson.

—¿Qué pasaría si nosotros —preguntó Hanson señalando con el cayado a la joven disfrazada de pastorcilla que acaba de irse— fuéramos las últimas personas que hubiera en el mundo?

—Que los mataríamos —respondió el mexicano con unos ojos opacos como dos piedras negras—. Usted se cree que su placa le hace superior —le dijo—. Y su pistola.

—Y mi cayado —replicó Hanson sosteniéndolo en alto frente a él.

—¿Listo para salir? —le preguntó el ayudante.

—Sí, ya estoy listo.

El ayudante pulsó el botón que desbloqueaba la puerta y Hanson la cruzó, cayado en mano.

—Cuando venga el diablo, me voy a reír. Me voy a reír mucho.

Hanson apoyó el cayado contra las taquillas; recuperó su pistola; la examinó para comprobar que estuviera cargada, tal como hacía siempre que se la guardaba en la funda, y se dirigió hacia la puerta siguiente.

—Cuando venga el diablo…

Hanson empujó la puerta siguiente, que daba al garaje de los calabozos. Iba pensando en el diablo.


Hanson se encontraba en el distrito 4, con el coche patrulla aparcado junto a la pared de un almacén. Se alegraba de que ya casi fuese la hora de terminar, así podría emborracharse. Los dos días siguientes eran su fin de semana. Desde que se hizo de noche había estado viendo telarañas colgando de las farolas, o por lo menos eso era lo que parecían. Algún fenómeno propio de aquella época del año, pensó. Estaba terminando un informe cuando de pronto salió de una callejuela una vieja camioneta con la parte de atrás abierta, hizo un alto en la calle, la atravesó y después continuó por la callejuela del otro lado. Llevaba los faros delanteros encendidos, pero los traseros no. Eran las tres de la madrugada.

Hanson dejó un momento el impreso del informe, apagó la luz interior y fue detrás de la camioneta. Recorrió una manzana sin encender las luces e informando a la centralita de su posición y del número de matrícula. Al llegar a la siguiente calle, encendió las luces del techo y los faros. Las luces estroboscópicas iluminaron de manera intermitente la camioneta, que se había detenido, y a su conductor, que agarraba el volante con ambas manos.

Fue hasta él sosteniendo la linterna a un lado, bien alejada del cuerpo; de ese modo, el que intentara dispararle apuntaría hacia allí, teóricamente; dudaba que fuera a servir para algo. El único sitio en el que la gente aprendía a disparar eran las películas, y en ellas casi siempre era cuestión de suerte, buena o mala. Y, de todas formas, la mayoría de los tiroteos tenían lugar lo bastante cerca como para que hubieran sido apuñalamientos. La puntería no intervenía demasiado.

Al pasar por detrás de la furgoneta echó un vistazo dentro. Había un neumático de repuesto, una cadena para remolcar, una caja de seis latas de aceite vacías, varios trozos de madera y una docena de latas de cerveza vacías.

Los árboles deformados por la contaminación le rozaban el hombro y la cara con un follaje grisáceo que apestaba a monóxido de carbono, orina y humo rancio, todo procedente de la fábrica de patatas fritas Granny Goose que había a veinte manzanas de allí. El conductor seguía con las manos en el volante.

Hanson dio unos golpecitos en el techo de la camioneta con la linterna.

—Señor —le dijo manteniéndose apartado de la puerta, alerta y cansado al mismo tiempo.

El conductor era un individuo de raza blanca, cabello rubio, largo y sucio y dentadura en mal estado, que vestía un vaquero raído y una mugrienta camiseta que decía QUIERO MI MTV. Cuando sonrió, Hanson se dio cuenta de que era un expresidiario. Se le notaba en los ojos, en aquella mirada de perro maltratado, en aquel gesto de miedo que intentaba disimular con una actitud jovial.

—Buenas noches, agente —saludó—. ¿Qué tal?

—Hola —respondió Hanson sin entusiasmo. Esperó que sobre aquel cabrón no pesara una orden de detención, porque ya era casi la hora de marcharse a casa y no le apetecía incurrir en horas extras trasladándolo al calabozo—. ¿Adónde se dirigía?

—Voy a decirle la verdad, agente —respondió el otro—: me iba a casa. Vengo de casa de mi novia. —Hanson aceptó aquella mentira con un gesto afirmativo de cabeza—. Se llama June y vive en Harvey Court. —Chorradas de presidiarios sociópatas, pensó Hanson; qué deprimente—. La verdad, agente, June es una chica estupenda. ¿Agente?

—Vale —gruñó Hanson.

Alumbró el interior de la cabina con la linterna, el suelo, debajo del asiento y luego el salpicadero, y se fijó en las manos del conductor. Allí olía a tabaco rancio y a vómito, igual que en el asiento trasero de un coche policial.

—¿Me permite ver su permiso de conducir, por favor?

En aquel momento le contestaron de la centralita: el sujeto no tenía pendiente ninguna orden de búsqueda ni de detención, pero actualmente se encontraba en libertad bajo fianza por un delito de allanamiento. La camioneta no era robada.

Tardó un poco en dar con el permiso de conducir; lo buscó en la guantera, en los bolsillos, encima del parasol, en una billetera abarrotada de papeles y tarjetas de visita, hasta que por fin lo encontró metido detrás del reposabrazos de la puerta.

—Aquí está —dijo—. No tengo ni idea de por qué lo habré metido ahí.

Le entregó a Hanson el carné, reblandecido y medio roto. En la foto se le veía mucho más joven; más que joven: se le veía bien, como seguramente estaba antes de ir a la cárcel.

—Señor O’Donald —dijo Hanson leyendo el nombre que figuraba en el carné—, este permiso caducó hace tres años.

Había noches en las que daba la impresión de que en Oakland todo el mundo era un expresidiario o iba a serlo pronto.

—¿Tan viejo es? El otro debo de tenerlo en casa. Por eso me ha costado tanto encontrarlo.

Hanson sacó su bloc de multas y empezó a escribir.

—Agente, ya casi estoy en mi casa, vivo al lado de High Street. Ya sé que es bastante tarde, pero es que mi chica y yo hemos tenido una larga conversación. Sobre el futuro, ¿sabe? Le agradecería mucho que me dejara pasar esta. —Ahora su voz había adquirido un deje de miedo, y Hanson se apartó unos centímetros—. Mi agente de la condicional… va a cabrearse mucho.

—Tengo que dar parte de esto, señor. No me queda más remedio —respondió Hanson.

Pero sí que tenía otra alternativa: podía no denunciar a aquel tipo. Pero ¿por qué iba a hacerlo? Era un pedazo de escoria.

—Por favor, agente, ¿no podría usted dejarlo pasar solo por esta vez?

—Me es imposible, señor —replicó Hanson escribiendo la notificación a la luz de la linterna mientras las luces estroboscópicas del coche patrulla giraban implacables, proyectando haces de alegres colores sobre tan sombría escena—. Además, tiene las luces traseras rotas. Ni siquiera voy a pedirle que me enseñe la documentación del vehículo.

Hanson llevaba poquísimas multas de tráfico. Le pasó la notificación al conductor a través de la ventanilla y le dijo que la firmara.

—¿Sesenta y tres dólares? —exclamó el conductor cuando leyó el importe de la multa, con la cara iluminada alternativamente por las luces azules y rojas—. Agente, no tengo sesenta y tres dólares. Si me multa, estoy jodido.

—Puede firmar o apearse del vehículo —le dijo Hanson.

El otro firmó la notificación y se la devolvió a Hanson.

—¿Puedo irme ya?

—Aquí tiene su copia. —La arrancó de la libreta y se la entregó.

Se preparó para bloquearlo si se le ocurría bajarse de la camioneta y atacarlo, pero el otro se limitó a mirarlo, vencido pero no sorprendido, un perro apaleado. Se metió la multa en el cuello de la camiseta, arrancó y se marchó.

Hanson se lo quedó mirando unos instantes; después subió de nuevo al coche patrulla, apagó las luces y permaneció un momento sentado, a oscuras, con un zumbido en los oídos semejante a una plaga de grillos. Se sentía gilipollas, aunque no hubiera hecho nada malo. Joder, había dejado que aquel mamón se fuera de rositas sin enseñarle la documentación de la camioneta. Además, el muy cabrón lo habría matado si hubiera tenido cojones y hubiera pensado que iba a salir impune. Y luego presumiría de ello ante sus amigos de la cárcel.

Pero, efectivamente, era un gilipollas, pensó; da igual, otro policía gilipollas. No tardaría en ser como todos los demás policías, finalmente pasaría a ser uno más de ellos. Si empezaba a efectuar tantas detenciones como pudiera, acumulaba tantas multas como pudiera y lamía tantos culos como pudiera, tal vez algún día llegaría a ser sargento o a entrar en una brigada especial de narcóticos a trabajar con los gilipollas «especiales».

Aquel capullo estaba conduciendo por las callejuelas porque no quería que la policía lo parase sin llevar permiso de conducir y a saber sin qué más. Lo más probable era que hubiera rebasado su horario límite y que se encontrara donde no debía. A lo mejor había estado «relacionándose con delincuentes conocidos». ¿Y con quién más podía relacionarse? ¿Con fieles que acudían a la iglesia y padres de familia? Con otros perdedores, tal vez, tipos a los que ya no les quedaba autoestima, que aceptaban pagas mínimas, que trabajaban para poder emborracharse los fines de semana.

El agente de la condicional iba a cabrearse, sí. Probablemente volvería a encerrarlo en chirona. Pero, hombre, de todas formas estaba destinado a volver a la cárcel. Con el tiempo. Si no hubiera sido de la mano de Hanson, habría sido de la mano de otro. En fin, a la mierda. Ya era hora de retirarse. Tenía dos días libres. Finalizó el control de tráfico y le comunicó a la centralita que se marchaba a casa.

No sabía si iba a poder completar los dieciocho meses.

Una vez que se hubo incorporado a la autopista, rompió la multa, arrojó los trozos por la ventanilla y se quedó mirando por el espejo retrovisor cómo se los llevaba el viento, iluminados de color rosa por las luces traseras del coche, y finalmente desaparecieron.