Horas extras
La encargada está paseando lentamente en la sala sin ventanas del sótano de la Ciudad de la Justicia donde se aloja la radio de la centralita, enganchada a la electricidad mediante un cable negro enrollado en espiral. Va asignando coches de un solo conductor a las denuncias y los avisos que se reciben, atiende los controles de tráfico, las consultas de datos, las solicitudes de refuerzos, envía coches a donde se necesiten y los llama de nuevo para, cuando vuelvan a estar disponibles, enviarlos a otra misión. Los operadores de Emergencias manejan los teléfonos y procesan la montaña de avisos, todas las solicitudes, denuncias y acusaciones, las escriben de forma abreviada en una tarjeta perforada y se las entregan a la encargada cuando pasa. Robos, violaciones, allanamientos, palizas, violencia doméstica, tiroteos, personas desaparecidas, personas que sospechan algo, conductores borrachos, invasores de la propiedad ajena, individuos que pegan a su mujer, actos pervertidos y lascivos, borrachos, perros que ladran, locos, gente que chilla, que gruñe, que habla lenguas extrañas, inconsciente, tirada en la calle, muerta… En la sala de la centralita siempre es de noche, siempre es muy tarde, en ese sótano en el que el reloj de veinticuatro horas resplandece igual que la luna.
Hanson comunicó que había quedado libre del aviso anterior y enfiló la autopista. Le dolía el tobillo de haberse caído de una valla metálica, le sangraba la mano izquierda sobre el volante y ya llevaba dos horas extras. Detuvo el coche en una calle tranquila situada al norte de la autopista y se alumbró la mano con la linterna. Tenía dos marcas de pinchazos en la base del dedo pulgar, semejantes a una mordedura de serpiente. Debió de hacérselas cuando perdió agarre y se cayó de la valla. Estaba limpiándose la sangre restregándosela contra el calcetín cuando de pronto oyó que se estrellaba un coche, una explosión de hierros y cristales rotos. Levantó la vista y vio por el parabrisas una nube blanca de vapor que se elevaba iluminada por los faros del coche, como a media manzana de allí.
—Cinco Tac 51, tengo una colisión en el bloque 700 de Hamilton Street. ¿Hay algún turno de noche disponible que pueda hacerse cargo mientras yo llamo a una ambulancia y quedo a la espera?
—Negativo, Cinco Tac 51.
—Entonces estaré en esa ubicación —repuso Hanson.
Quizá no sea tan grave como parece, iba pensando Hanson. Luego sonrió para sí; nada que fuera a poder despachar con un parte de servicio para marcharse a casa.
Encendió las largas y las luces del techo. Flotando en la nube de vapor había un Chevy del 63 de color rojo cereza y un Super Sport rojo manzana con llantas de radios y la parte delantera destrozada. El Chevy reculó para apartarse del Buick aparcado contra el que se había empotrado, y en la maniobra se llevó consigo la portezuela del Buick, que cayó al suelo. Acto seguido, arrastrando piezas sueltas, pasó por delante del coche patrulla de Hanson con los neumáticos pinchados, el radiador traqueteando y la correa del ventilador rechinando.
—¡Hostias! —exclamó Hanson en voz alta al tiempo que daba la vuelta para seguirlo, ahora con las luces y la sirena encendidas, para mayor estruendo. Lo siguió a cuarenta por hora y le comunicó a la centralita la descripción del vehículo y la matrícula. A lo mejor la detención de un conductor borracho atraía a algún agente que estuviera haciendo el turno de noche y lo animaba a venir para que figurase su nombre en el informe, y a lo mejor se encargaba él del papeleo. Un momento después, el destrozado parachoques delantero izquierdo del Chevy arrancó el neumático de la rueda y, mientras la llanta avanzaba echando chispas, lo lanzó contra otros dos coches aparcados. Empezó a sonar la alarma y poco a poco fueron encendiéndose luces en todo el barrio. Un montón de papeleo.
Hanson continuó persiguiendo al Chevy, bloqueándole la retaguardia, con las luces estroboscópicas encendidas, y aceleró levemente para situarse junto a la puerta del conductor pero un poco por detrás de ella, para que la persona que iba al volante no pudiera abrirla de repente y golpearlo a él. Conducía una chica muy joven, como de unos quince años.
—¡Baje del coche! —le chilló para hacerse oír por encima del claxon, pero ella lo ignoró y accionó el motor de arranque. El destrozado radiador expulsó hacia él una nube de vapor, una niebla caliente que apestaba a goma quemada y que le empapó la camisa—. ¡Baje del coche!
—¡Que te jodan! —contestó la chica sangrando por la nariz y dándole repetidamente a la llave de contacto.
Se encontraba bajo la influencia de algo más que simplemente el alcohol que percibió Hanson. Cuando se volvió para mirarlo, escupiendo sangre y con los dientes de color rosa, él se lo notó en los ojos. Mierda, estaba colocada.
El motor de arranque hizo que el Chevy diera un tirón hacia atrás. Hanson retrocedió para quitarse de en medio a la vez que la chica abría la portezuela de una patada, y el tobillo que se le había torcido cedió. Cayó al suelo, y la chica echó a correr y desapareció en la oscuridad. Hanson fue cojeando tras ella, sintiendo un dolor que le subía del tobillo igual que una corriente eléctrica, sujetando la pistola enfundada contra la pierna. Se llevó una mano al cinto para coger el radiotransmisor y pedir ayuda, pero de pronto se acordó de que había dejado de funcionar porque se le había agotado la batería. Si regresaba al coche patrulla para utilizar la radio, perdería a la chica. Los desperfectos sufridos por el coche patrulla multiplicarían el papeleo.
La chica no corría muy bien y era más bien menuda, pero, si él estaba en lo cierto respecto de la droga que había tomado —polvo de ángel—, iba a costarle mucho trabajo esposarla sin ayuda. Además de su efecto analgésico, confería una fuerza sobrehumana. Y también enloquecía a la persona.
Le cerró el paso a la chica en la zona delantera del solar de la esquina de la calle. La aferró por el brazo, pero ella se zafó. Entonces la agarró del otro brazo e hizo fuerza. Ella le arañó la cara y le arrancó la placa. Luego intentó morderlo, y Hanson se echó hacia atrás, y al hacerlo la arrastró consigo y ambos acabaron rodando por el suelo porque a Hanson volvió a fallarle el tobillo.
—¡Eeeh! —chilló la chica—. ¡Eeeh! ¡Socorro!
Hanson se incorporó y al instante la chica se abalanzó contra él, pero él volvió a arrojarla al suelo.
Desde el porche cubierto de la casa de la esquina gritó una mujer:
—¡Déjela en paz! ¡Tengo un arma, y estoy dispuesta a dispararle!
—Señora… —empezó Hanson.
La chica logró incorporarse. Hanson le puso la zancadilla.
—¡Socorro! —gritó la chica—. ¡Chinga a tu madre! —dijo en español—. ¡Socorro!
La voz procedente del porche volvió a gritar:
—¡Tengo una escopeta! ¡Vamos, deje en paz a esa chica o disparo!
—Soy policía.
—¿Y entonces por qué está golpeando así a una pobre chica? Usted no es policía, usted es un macarra y un violador.
La chica le escupió.
—Puto —le insultó en español, y acto seguido se puso primero de rodillas y luego se levantó igual que un corredor de cien metros lisos en los tacos de salida, en el preciso instante en que una linterna procedente del porche alumbró a Hanson de lleno en la cara.
—¡Le voy a disparar!
La chica aprovechó para salir corriendo.
—Pues dispáreme, señora. ¡Adelante, dispare a todo el mundo! —contestó Hanson—. Y dispare también a la gente que iba en los coches contra los que se ha estrellado esa chica, venga —dijo al tiempo que iba detrás de la fugitiva.
De pronto oyó unas sirenas y las copas de los árboles empezaron a iluminarse con unas luces azules y rojas. El haz de la linterna se apagó.
Dos coches patrulla, llegados de distintas direcciones, tenían a la chica atrapada en la luz de los faros. Hanson se acercó cojeando hacia ellos al tiempo que dos agentes se apeaban y agarraban a la chica, la arrojaban al suelo boca abajo y se esforzaban por llevarle los brazos a la espalda. Hanson, de pie en la acera, observó cómo volvía a zafarse. De nuevo la obligaron a tumbarse boca abajo; uno de ellos le puso una rodilla en la nuca y otra en el brazo, la asió por el pelo y le hizo girar la cabeza mientras su compañero le ponía una rodilla en la espalda, le esposaba una muñeca y, con ayuda del primer policía, agarraba el otro brazo y lo esposaba también. Cuando la chica intentó levantarse, el segundo policía metió la porra entre las muñecas esposadas con el mango por encima de una y la punta debajo de la otra y le retorció los brazos hasta que se quedó quieta. Buen trabajo.
—Gracias por la ayuda —le dijo uno de ellos a Hanson.
Hanson rio.
—No —repuso—, gracias a vosotros.
—Estás haciendo horas extras, ¿no?
—En efecto.
—Pues puedes encargarte tú de trasladarla, ya que tienes que ir a la comisaría de todas formas.
—Claro. Vosotros necesitáis iros ya a dormir. Pero ¿quién va a encargarse del papeleo de todo esto?
Los dos policías se miraron el uno al otro. Debían llevar acaso quince años en las calles.
—El agente principal eres tú.
—Pero la detención la habéis efectuado vosotros.
—¿Cuál es el problema, amigo? —saltó el otro poli—. Hemos venido solo para ayudarte.
—Ha sido una noche muy larga, agente. Sí, ya me encargo yo de trasladar a la detenida. ¿Os importa ayudarme a subirla a mi coche?
—Sí, claro, cómo no.
Esposaron las piernas a la detenida, que no hacía más que escupir e intentar morderlos. Cuando Hanson trajo su coche, la levantaron por las cadenas de las esposas de los tobillos y de las muñecas mientras ella se agitaba como un pez, la depositaron en el asiento trasero y cerraron la portezuela.
—No te olvides de incluir nuestros nombres en el informe, te estaremos muy agradecidos. Necesitamos las horas extras en los tribunales. Ya sabes, tenemos que protegernos los unos a los otros.
—Claro que sí —respondió Hanson.
—Somos Singer y Neal —dijo el otro. Estaba facilitando a Hanson los números de placa cuando de improviso la detenida lanzó una patada contra la ventanilla del coche patrulla con los pies descalzos. Entre los tres la sacaron de nuevo del coche, sujetaron ambas esposas con el cinturón de Hanson para trabarla del todo y volvieron a meterla dentro.
—Me la llevo directa al calabozo —dijo Hanson—. No quiero que se muera dentro de mi coche patrulla mientras estoy haciendo un croquis del siniestro. Si vosotros os encargáis del parte de los vehículos siniestrados, incluiré vuestros nombres en el informe.
—Haremos un parte de continuación —prometió Singer— y lo entregaremos cuando finalice nuestro turno. Los dos hemos sido antes agentes de tráfico. Pero tú pon nuestros nombres en el informe.
—Gracias —dijo Hanson. Le dio a Singer el número del informe y arrancó en dirección a la autopista.
Incluso esposada y sujeta con la correa, el polvo de ángel le proporcionó a la detenida una fuerza y una resistencia al dolor suficientes para liberar la mano izquierda de las esposas, dar un puñetazo en el cristal de plexiglás y un golpe con la cabeza contra él, y decirle a gritos a Hanson lo mucho que le iba a dar por el culo su novio si se atrevía a ponerle una mano encima.
—¡Mi novio no consiente que me toque nadie más que él, hijo de puta, te va a joder bien jodido, pendejo!
Una vez que entró en el área de aparcamiento de los calabozos y los compañeros hubieron bajado la persiana de acero, Hanson se sentó en una rampa de hormigón a contemplar cómo cuatro funcionarios, en medio de un intenso forcejeo, sacaban a la detenida del coche.
Se lavó dos veces las manos, los brazos, la cara y el cuello, aunque probablemente ya era demasiado tarde para impedir que la sangre de la chica se hubiera mezclado con la suya. Subió cojeando a la oficina, buscó una mesa que tuviera una máquina de escribir IBM Selectric y empezó a teclear como un descosido, con el objetivo de terminar los informes antes de que llegara un empleado reclamando su mesa. Tenía el azul de la camisa manchado de sangre y un desgarrón en el lugar en que la chica le había arrancado la placa. Las rodillas del pantalón estaban llenas de barro y manchas de hierba, y una de ellas estaba desgarrada. Lo más seguro era que tuviera que comprarse otra camisa y otro pantalón nuevos, ochenta dólares cada prenda.
También tenía la base del pulgar hinchada e inflamada; por un momento pensó en ir a ponerse la vacuna del tétanos, pero lo único que deseaba era regresar a casa, tomarse un tequila y meterse en la cama. Hizo caso omiso del dolor del tobillo y de los arañazos en la cara y el cuello, que le escocían con el sudor, y siguió tecleando. Siempre tecleaba mejor cuando estaba agotado. Él mismo había tenido una máquina de escribir como aquella; se la compró con el dinero que había ganado en un concurso de redacción de la escuela de posgrado. Transcurridos unos minutos casi empezó a disfrutar, empezó a ensimismarse en el texto.
Una hora después ya había terminado. Si lo hubiera hecho a mano, escribir el relato completo de lo sucedido le habría llevado el doble de tiempo, o el triple. Extrajo el último impreso de la máquina de escribir, lo dejó encima del montón de informes terminados y se recostó en la silla. Lo único que le quedaba por hacer era rellenar el impreso de horas extras.
Sacó uno de su maletín y lo observó un instante. Tenía una tercera parte del tamaño de un folio, los cinco primeros centímetros estaban ocupados por recuadros que decían: RESERVADO PARA AUDITORES. En la mitad inferior había una fila de recuadros en los que debían estampar su firma el sargento del turno, el comandante de guardia, el comandante de la división y el comandante de la oficina, con lo cual quedaba un recuadro de cinco centímetros por quince en el que él debía resumir los avisos que acababa de escribir a máquina. De ningún modo iba a poder meterlo todo allí a bolígrafo —solo tinta negra, pues la tinta azul invalidaba todo impreso del Departamento— de forma que resultara lo suficientemente legible para que le dieran el visto bueno, y si algo de lo que escribiera se salía del recuadro no recibiría dicho visto bueno. Si recibía el visto bueno, se conservaba durante seis meses, probablemente con el fin de que sirviera de prueba contra alguien por presentar un número excesivo de horas extras, quién sabe. Si no recibía el visto bueno, el grueso Manual de normas decía que había que «destruirlo».
Las tres horas extras que había trabajado además de las diez y media que comprendía su turno casi bastaban para pagar un uniforme nuevo, para el cual perdería una mañana entera para tomar las medidas, una mañana fuera del horario de trabajo. Destruirlo, pensó. A tomar por culo. ¡Destruye esto!
Rebuscó en los cajones de la mesa y encontró una bola para la IBM que tenía la letra más pequeña, bloqueó la máquina de escribir de tal forma que las letras se escribieran más juntas y, separando las frases con un solo espacio, consiguió, al segundo intento, embutir en el recuadro una versión muy abreviada pero aceptable de los avisos por los cuales reclamaba horas extras. Lo más seguro era que encontrasen un modo de no darle el visto bueno o de traspapelarlo, y él necesitaba la llave de un supervisor para encender la Xerox.
Los oyó venir antes de que entraran por la puerta y se enfundó un guante táctico, pero no levantó la vista cuando Barnes y Durham entraron riendo en la oficina.
—Vaya, qué tenemos aquí —dijo Durham con las manos apoyadas en la pistola y en la porra—, debe de ser una secretaria nueva.
—¿Te han ascendido? —dijo Barnes—. Este es el trabajo que deberías haber tenido desde el principio. Tu sitio no está en las calles.
—Tíos, estáis tan masculinos vestidos de cuero que lográis sacar al gay que llevo dentro —respondió Hanson moviendo la mano derecha—. ¿Dónde habéis estado, paseando por la zona sur de la calle Market?
Durham plantó su casco en una mesa con un golpe seco.
—Venga, gallito, vamos a ver quién es aquí el marica. Vamos.
Hanson sonrió, cansado pero contento, y se recostó contra la silla.
—Venga, tío —dijo Barnes agarrando a Durham de la chaqueta—. Este tipo no merece el papeleo que nos va a costar.
—Adiós —dijo Hanson.
—El fiscal del distrito te va a llamar por ese incidente con los moteros en el Anchor Tavern. El juicio es la semana que viene —le dijo Barnes—. Tendrás que ir.
—Si voy a ese juicio, no seré un testigo amistoso.
—¿Qué cojones quieres decir con eso? —exclamó Barnes, todavía sujetando a Durham.
—Quiere decir que si testifico diré que todo fue mentira, todo excepto la conducción bajo los efectos del alcohol. Yo ya había detenido a aquel indio cuando aparecisteis vosotros y provocasteis la pelea. A lo mejor os demandan por agresión con agravante. Tengo entendido que los Ángeles del Infierno cuentan con una buena provisión de fondos.
Barnes sujetó a Durham con ambas manos.
—Vamos —dijo al tiempo que se llevaba a Durham hacia los ascensores. Se volvió para decirle algo a Hanson—: Estás de mierda hasta arriba, más de lo que crees.
De camino a casa, a Hanson le vino a la memoria aquella ocasión en que vio El submarino amarillo en Vietnam.