La Villa


Ya oscurecía cuando la centralita lo envió a La Villa. Nunca había estado en aquel lugar, y tampoco había oído nunca a la centralita enviar allí a un coche patrulla. Era una franja de tierra enclavada entre la calle Este 14 y la bahía. En los mapas de las zonas de patrullaje no quedaba claro si La Villa caía dentro de la jurisdicción de la Policía de Oakland o de ninguna. El rotulador negro que habían utilizado para dibujar los límites trazaba una raya por todo el medio, unas cinco o seis manzanas a lo largo de la frontera sur del distrito 4. Era como otro país.

Los mapas de las zonas de patrullaje resultaban confusos, a juzgar por cómo arrancaba y se interrumpía el trazo del rotulador. Las zonas variaban mucho en tamaño y en forma, con muchos ángulos, salientes y penínsulas. Daba la impresión de que las habían delimitado a placer o las habían dibujado al azar, y se iban haciendo más grandes cuanto más al este del gueto se encontraban, en los distritos 4 y 5. A primera vista parecía haber treinta y cinco zonas, pero en realidad solo había treinta y dos; los números saltaban de la veintiocho del distrito 4 a la treinta y dos del distrito 5. De la veintinueve a la treinta y una no existían. El mapa oficial se dibujaba y se numeraba con un rompecabezas tan complicado que uno no se percataba de que faltaban números a no ser que lo estudiase detenidamente.

La centralita le comunicó que tenían un aviso por «altercado entre vecinos» del que habían dado parte varios denunciantes anónimos y que se trataba de un aviso que ya llevaba un rato esperando. Volverían a comunicarse con él cuando tuvieran más información.

—De acuerdo —respondió Hanson—. Entendido. Cinco Tac 51 va para allá.

—Recibido, Cinco Tac 51.

El horizonte era una franja de azul metalizado cuando Hanson giró en MacArthur para tomar Seminary, y sus ojos se relajaron contemplando cómo aquel color tan intenso iba adquiriendo diversos matices de gris. Un murciélago cruzó Seminary justo por delante del coche patrulla, luego viró y se perdió de vista por las copas de los árboles y la maraña de vallas publicitarias. Descubrió otros seis u ocho más, aunque desaparecieron en el instante mismo en que los vio; esta vez provenían de desvanes y garajes, de chimeneas, de casas abandonadas, de los pasos elevados de la autopista, de los puentes…; frágiles ratoncillos con alas. En el tiempo que tardó él en recorrer dos manzanas más, el sol se puso del todo, pero los murciélagos permanecerían despiertos toda la noche.

—Llamadme en la oscuridad y os ayudaré a encontrar el camino… —canturreó Hanson en voz baja inventándose la letra y rellenándola con palabras que su compañero Dana y él solían poner en la gramola cada vez que iban a almorzar al Top Hat Café, en la época en que era policía en Portland—. Llamadme en la oscuridad, os estoy esperando.

Sus faros sorprendieron a los primeros centinelas que vigilaban el perímetro de La Villa. Se volvieron y se escondieron en las sombras al tiempo que exclamaban con infantiles voces de soprano: «Policía, policía…».

Sus voces le recordaron a Hanson las noches de verano de su infancia, cuando los chicos del barrio jugaban al escondite. Pero estos chavales, todos de diez y doce años, ganaban trescientos dólares a la semana por hacer de centinelas para avisar a los que estaban vendiendo droga de que había policías merodeando por la zona. La mayor parte del dinero se la entregaban a su madre, por lo menos al principio, si es que su madre aún vivía y no estaba en la cárcel. O a una tía, que era la sustituta de la madre en aquel barrio. Pero todos ahorraban para comprarse una «nueve», es decir, una pistola de 9 mm. Cuando ya la tenían, ahorraban para la Uzi, porque pensaban que con una Uzi nadie se metería con ellos. Si vivían el tiempo suficiente para hacerse con una esquina en la que vender heroína o crack, la Uzi impediría que se la arrebatase algún cabrón. Estos eran los críos más listos, más ambiciosos y más trabajadores de todo el gueto. Les iría bien en la vida; en cambio, pocos llegarían a los veinte. Jamás llegarían a ser adultos, pero morirían como soldados.

Hanson giró para entrar en La Villa —al parecer había una entrada y una salida— y las advertencias de que venía la policía disminuyeron y fueron menos audibles, y lo seguían como las palomas por la calle, preguntándose qué estaba haciendo él allí en un coche patrulla sin compañero. Estaban acostumbrados a los ataques de comandos especiales enviados por la Policía de Oakland, la DEA, el FBI, el Departamento de Justicia… Convoyes de vehículos con distintivos y sin ellos, furgonetas de comunicaciones, vehículos blindados para el transporte de personal de cuerpos especiales de intervención, y encima de todos ellos el helicóptero y su foco, impartiendo órdenes desde lo alto.

La Villa se extendía a lo ancho, con centenares de viviendas adosadas y pequeños dúplex construidos en calles en curva y calles sin salida. Era un proyecto antiguo y de bajo presupuesto que se había edificado al principio de la Gran Sociedad de Lyndon Johnson, un gueto autónomo incluido en el gueto de la zona este de Oakland y cuyas casas habían comenzado a desmoronarse ya desde el día en que empezaron a construirse.

Estaba saliendo una luna gigantesca que empequeñecía La Villa. Recortados contra ella, los tejados destrozados por la intemperie y las marquesinas de los garajes parecían casi de paja, lo cual le recordó a Hanson a las aldeas de Vietnam.

Conducía con lentitud sin saber lo que estaba buscando. Maniobraba por entre los coches aparcados y otros desmontados y desguazados que había a ambos lados de las estrechas calles. La Villa parecía abandonada, tan solo se veían unas cuantas luces encendidas. Todos los números de las puertas hacía mucho que se habían arrancado, y no quedaba ningún nombre de calle en pie, si es que los hubo en algún momento. La hierba estaba seca, y los patios, desnudos, y olía a basura quemada, de la que todavía se elevaban columnas de humo que oscurecían la cara de la luna.

Hanson se dijo que, aunque tuvieran alguna pista, a oscuras resultaría imposible atrapar a una persona que estuviera huyendo. Al otro lado de todas esas vallas de alambre aquel complejo seguramente era un laberinto de zanjas, setos, electrodomésticos y muebles tirados a la basura, cuerdas de tender la ropa, alambres dispuestos como trampas a baja altura, ocultos entre las malas hierbas, espacios donde esconderse debajo de los cimientos, las alcantarillas y los apartamentos abandonados en cuyas paredes se habían practicado butrones para entrar a otras casas.

Encontró un sitio en el que poder aparcar el coche en batería para no dejarlo en mitad de la calle. Se subió parcialmente a la acera y comunicó a la centralita que se encontraba allí.

—¿Algún denunciante ha facilitado un nombre o una dirección? —preguntó.

—Negativo, Cinco Tac 51.

—¿Y qué es lo que quieren que haga, ya que estoy aquí?

—Un momento.

Hanson oyó de forma amortiguada una conversación que estaba teniendo lugar en la sala de la centralita, urgente y cortante, casi una discusión. Después, la persona de la centralita volvió a dirigirse a él y le habló como si estuviera leyendo sus instrucciones palabra por palabra:

—Inspeccionar la zona en busca de algún altercado y hacer patente la presencia policial.

—Bien —respondió Hanson casi riendo—. Ya informaré. Hola, luna —dijo—. Luna, luna, luna —canturreó.

Se apeó del coche y al mismo tiempo se enfundó el guante táctico izquierdo y flexionó los dedos. El guante derecho se lo guardó detrás de la gruesa hebilla de latón del cinturón del arma. Por último, cogió la porra larga del reposabrazos del conductor y cerró la portezuela con el pie. Si el coche patrulla acababa siniestro total, él estaría haciendo papeleo hasta mucho después de que amaneciera, pero no iba a quedarse conduciendo por aquel lugar, como un gilipollas, esperando a que sucediese algo. Prefería continuar a pie y hacer que algo sucediese.

Había estado en sitios peores por la noche. La oscuridad es tu amiga. Echó a andar por la acera combada y agrietada, con la sensación de que lo seguían unas sombras, como los niños de las aldeas del Viet Cong, haciendo su trabajo.

De improviso apareció por la esquina un chaval en una bicicleta de ruedas muy grandes, inclinado para hacer el giro. Le dio un susto a Hanson y también se asustó él, y, como ya era demasiado tarde para pararse o dar media vuelta, hizo una pirueta: levantó el manillar y giró sobre la rueda trasera, y luego, sin apartar los ojos de Hanson, retrocedió y volvió a repetirlo, como un bailarín.

—Hala —exclamó Hanson sorprendido pero casi riendo—. ¿Cómo va eso, amigo? ¿Qué hay? ¿Has visto algún problema que la policía pueda resolver?

—Tú eres el problema —replicó el chico, que acto seguido dejó caer la rueda delantera y desapareció por donde había venido.

Hanson reanudó el paseo y fue adentrándose en La Villa. Una vez allí, escogió una casa al azar. No había luz en las ventanas, la puerta estaba reforzada con una chapa metálica y no tenía picaporte ni tirador. Con la luna a la espalda, Hanson veía su propia sombra agrandarse para acudir a su encuentro cuando subió la escalera de la entrada. Dio unos golpes en dicha sombra con la porra, escuchó y golpeó otra vez. Entonces oyó que retiraban el pestillo y se apartó a un lado, con la mano en la pistola. La cadena de seguridad impidió que la puerta se abriera del todo.

—Buenas noches —dijo Hanson.

La cadena chirrió, la puerta se abrió un poco más y la luna iluminó el interior y al enano que había acudido a abrir. Este echó la cabeza hacia atrás para mirar a Hanson con unas gafas de cristales gruesos y sucios, un ojo más grande que el otro. Achaparrado y de piernas cortas, sonreía igual que un duendecillo primitivo y de dientes podridos. Hanson lo reconoció. Era el mismo que lo había estado observando en el estacionamiento de la tienda de licores Black & White. Llevaba dos relojes de pulsera que le asomaban por la manga derecha de la camisa.

—Yaw raw —dijo al tiempo que se daba un tirón a los pantalones—. Purloin. —Hizo una leve reverencia, se hizo a un lado y señaló la casa con la mano, como haría un cortesano.

Cuando Hanson entró, se oyó gritar a alguien desde la segunda planta:

—¿Se puede saber qué coño estás haciendo, Robert?

—Nawp.

—Nada mis cojones. Cierra la puta puerta.

El enano dio un saltito de un pie al otro, frotándose las manos y riendo en silencio para sí.

—Kepler —le susurró a Hanson—, renoun.

—Joder, Robert.

El enano se llevó un dedo a los labios, alargó la mano por detrás de Hanson y cerró la puerta.

—¡Joder! —exclamó la voz del piso de arriba, hablando a otra persona pero lo bastante alto para que el enano lo oyera—. Debería haber ahogado a ese mamón con una almohada cuando era pequeño.

El enano le hizo una seña a Hanson para que lo siguiese, se puso de puntillas y, tras dar otro tirón al pantalón, lo condujo al otro lado de una cortina, donde se abría una habitación iluminada por una bombilla de color azul que colgaba de un aplique del techo.

—Repart —dijo—, Roger roo.

Las paredes eran de hormigón visto y todavía mostraban las marcas del encofrado de madera de hacía veinte años, bucles y espirales que semejaban gigantescas huellas dactilares. El suelo, también de hormigón, estaba atestado de restos de comida rápida, periódicos viejos, cómics y heces humanas. Había un machete de un metro de largo colgado de un clavo en la pared, encima de un colchón sin sábanas. El olor que había notado Hanson al entrar por la puerta aquí era más fuerte, y no se parecía a nada que hubiera olido jamás.

—Sí. Roo —dijo el enano, que gesticuló con grandes ademanes para decir con claridad—: Todo mío.

Después se volvió y atravesó otra cortina, que daba a una cocina iluminada igual que una estación de autobuses, con bombillas de cien vatios, la cocina gourmet del infierno. El hedor le provocó a Hanson un escozor en los ojos; era una mezcla de productos químicos, lejía, vómito, comida en estado de putrefacción y algo tan acre que se le metió por la nariz y le llegó hasta la garganta. Había bolsitas de plástico herméticas desperdigadas como polillas moribundas por las encimeras y por el suelo.

El enano tomó a Hanson de la mano, lo llevó hasta el frigorífico y lo abrió, bailoteando de un pie al otro y retorciéndose las manos como si estuviera enjabonándolas. Las baldas de la nevera estaban atestadas de sartenes baratas, todas ellas con una costra de dos centímetros de algo que parecía caramelo sucio. En realidad era crack, la droga nueva procedente de la costa este.

El enano rio, giró en redondo, cerró el frigorífico, imitó el gesto de estar fumando una pipa con profundas caladas y después echó los hombros atrás y de repente compuso una teatral mueca de estupor. Levantó una mano y se frotó el índice y el pulgar en el gesto que significaba «dinero».

—Mop, mop, mop —dijo lanzando a Hanson una mirada pícara. Luego, con una risa jadeante, bajó la mano y miró fijamente los dos relojes que llevaba en la muñeca—. Bog. Ron —dijo, y Hanson oyó y sintió que bajaba gente del piso de arriba—. Bogron. Twap —repitió al tiempo que ladeaba la cabeza para mirar a Hanson y sonreía de oreja a oreja.

—Twap, bog —dijo Hanson—, retort.

El enano le agarró la mano y se la estrechó enérgicamente al tiempo que afirmaba con la cabeza y abría la puerta.

—Rap, rap, retort —dijo.

Acto seguido descorrió el cerrojo de la puerta mosquitera sin mosquitera y empujó a Hanson afuera.

La puerta se cerró tras él y, después de la fuerte iluminación de la cocina, Hanson esperó unos instantes en la escalera de hormigón sin ver nada bajo el resplandor de la luna. Saltó a la acera, se enredó el tobillo en una maraña de alambres y plásticos y se quedó pegado a la casa, escuchando, hasta que recuperó la visión. Creía saber dónde estaba en relación con dónde podía estar el coche patrulla. Imaginó el coche destrozado, las ventanillas rotas, los neumáticos pinchados, todo en llamas… No tenía ni idea de dónde estaba. La luna llenaba el cielo y tan solo se veían filas y filas de puertas negras y escaleras de hormigón que resplandecían bajo su brillo.

Cuando se apartó de la casa, empezaron a ladrar unos perros. Naturalmente, se dijo, debían de estar esperando su turno. Salió a campo abierto, pasó por delante de unos columpios inclinados y torcidos —las ruinas de un parque infantil de la Gran Sociedad— pensando que había cruzado la frontera de otro país tan ilógico y peligroso que todas las decisiones eran erróneas. El tiempo se ralentizó. Hanson controló su adrenalina igual que un gotero intravenoso, tomando únicamente la que necesitara pero no más, y empezó a sentirse bien.

Cuando los tres perros surgieron de las tinieblas y se abalanzaron hacia él, levantó una mano y ellos se detuvieron; al principio rugieron, con el cuerpo en tensión, pero después se calmaron y se aproximaron a él, aunque sin bajar la guardia.

—Buenas noches, chicos o chicas —les dijo Hanson. Cuando vio que se les ablandaban los ojos y que venían hacia él agitando la cola como locos, empezó a acariciarlos con las dos manos—. Gracias por venir. —Los perros le lamieron las manos y le ofrecieron su sonrisa canina, como si Hanson fuera un viejo amigo que hubiera resucitado de entre los muertos. Eran perros nocturnos, supervivientes urbanos del tamaño de un coyote, perros del gueto—. He perdido mi coche patrulla. Yo estoy perdido, con la placa y el uniforme del opresor puestos. Hasta el cuello de mierda. Me he metido de lleno en la boca del lobo —les dijo.

De repente surgió Tyree de la oscuridad y los perros huyeron.

—A su coche no le ha ocurrido nada, lo están cuidando. A Fe le gustaría charlar con usted, si tiene un momento.

—¿Fe?

—Felix el Gato.

Hanson hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Ya sabe —dijo Tyree sonriendo—, el tío Felix, el dueño del Rolls.

—¿Por qué quiere charlar conmigo?

—Está preocupado por usted, andando por aquí como si nada.

—Bueno —respondió Hanson—, me alegra saber que mi coche patrulla no se ha incendiado. Pero es que siempre me espero lo peor, ¿sabes? Venga, pues, cuando quieras.

Tuvo la impresión de que Tyree lo conducía al corazón de La Villa, y se dijo que si aquello era una especie de emboscada, la primera persona a la que dispararía sería a Tyree. Y eso que le caía bien. A continuación mataría a todos los que pudiera antes de que lo mataran a él. Una lástima.

Se introdujeron por un espacio que había en la hilera de casas y de pronto apareció allí el coche patrulla, al lado del Rolls. Felix estaba solo. Hacía tres meses que había hablado con él, desde la noche en que le dio la paliza a Lemon.

—Agente Hanson —dijo—, este sí que es un barrio peligroso. Aquí me crie yo, de modo que lo sé bien. No debería usted andar por aquí, de noche y solo.

—Me ha enviado la centralita.

—Eso nos han dicho, pero ¿para qué lo han enviado? Aquí nunca viene la policía a no ser que traiga un ejército entero, y yo siempre sé por adelantado cuándo tienen previsto llegar. De ese modo todo es más simple, pero interesante.

—Gracias por cuidar de mi coche patrulla.

—Tengo entendido que no cae usted muy bien en el Departamento. ¿Diría que es cierto?

Hanson afirmó con la cabeza.

—Me faltan seis meses y tres días para obtener el certificado POST, y después me largo.

—¿Y adónde tiene pensado irse?

—Estoy buscando un departamento más pequeño, que tenga una perspectiva distinta de cómo se debe aplicar la ley.

—Si es que vive lo suficiente para ello. Desde que usted y yo nos conocimos, el Departamento no ha hecho más que enviarlo en solitario a resolver situaciones sumamente peligrosas. Yo diría que en el Departamento hay alguien que abriga la esperanza de que lo asesinen.

—A mí no pueden asesinarme.

Felix sonrió; no es que le hiciera gracia, era más bien una especie de afecto.

—¿Quién sabe? Yo soy más pesimista acerca de mi propia mortalidad, pero tengo la misma certeza. Lo que me preocupa es la sensación de que el que le ha enviado aquí esta noche espera que acabe muerto para luego echarme la culpa a mí. Acabo de montar una pequeña empresa artesanal. Estoy creando empleo, como dicen, en mi antiguo barrio. Esto se lo digo de forma confidencial. Espero poder contar con su discreción, porque sé que ha estado en casa de uno de mis empleados.

—¿Dónde está Levon?

—Echando un sueñecito. Esta tarde he ido a recogerlo al aeropuerto, él odia los aviones. Últimamente habla de que quiere jubilarse, y ha estado mirando propiedades, lejos de aquí. Pero, mire una cosa, creo que usted debería trabajar para mí. Ya no me fío de la gente que tengo dentro de la Policía de Oakland, y todavía estoy pagando mucho dinero. Confieso que le he investigado antes de que viniera, y creo que podríamos…

—En cuanto empezase a trabajar para usted dejaría de fiarse de mí. Porque, a pesar de lo poco que me gusta el Departamento, si trabajara para ambos no sería una persona fiable. No podría hacer tal cosa, y además me descubrirían enseguida. No se me da nada bien mentir. Sería igual que llevar encima un cartel que dijese: «Culpable, culpable». He hecho una tontería bajándome del coche patrulla. De nuevo, le doy las gracias por haber cuidado de él. Ahora debería volver al trabajo, aprovechando que nadie ha sufrido ningún daño. ¿Le parece justo?

—Desde luego.

—Gracias, Tyree, por haber dado conmigo —dijo Hanson—. Buenas noches. —Llegó al coche patrulla, lo arrancó y pulsó un botón en su radiotransmisor.

—Cinco Tac 51 será 908. Problema resuelto.

—Recibido… 908…

En la Ciudad de la Justicia, el teniente que estaba a sueldo de Felix se encontraba de pie en su despacho, situado en la séptima planta, mirando por la ventana y escuchando la voz de Hanson en su propio buscador.


Hanson está durmiendo.

Se encuentra de nuevo en La Villa, solo que esta vez es invisible, transparente como el aire, y camina a solas por las calles desiertas. No sabe por qué está aquí ni quién lo ha hecho venir, pero se imagina lo peor. Con los sentidos aguzados para captar amenazas, va avanzando en silencio de una sombra a otra. Así es la vida cuando está durmiendo, otro trabajo a jornada completa. Siempre está trabajando.

El agua gorgotea en las corroídas cañerías que pasan por detrás de la pared, junto a su cama. Pasillo adelante, en la cocina, el frigorífico emite un chasquido al conectarse, se estremece y empieza a zumbar, calentándose, en un esfuerzo por crear vacío con un compresor agrietado.

En el otro extremo de la ciudad, en el parque regional, Felix Maxwell y tres de sus hombres están sacando unos cadáveres de la parte de atrás de una camioneta que carece de ventanillas. Los han envuelto en bolsas de basura negras y cinta adhesiva, inertes y pesados, y cuesta trabajo transportarlos. El rigor mortis ya ha desaparecido y los cuerpos están empezando a hincharse. Los hombres de Felix los colocan en fila en lo alto del repecho y, de uno en uno, intentan empujarlos cuesta abajo como si fueran troncos, pero rebotan y tropiezan con la vegetación, se ponen verticales, salen disparados entre los árboles allí donde la ladera se interrumpe, rompen ramas, desgarran las bolsas y al final se quedan encajados con algo y dejan de rodar, y todo vuelve a quedar en silencio. Estos hombres no ven la aurora verde y azul que aparece en la bahía meciéndose sobre la oscuridad del agua hasta que el potente viento solar, en su trayectoria hacia la Bahía Norte, la deshace.

Acaban de lanzar el cuarto cadáver por el repecho cuando de pronto, allá a lo lejos, en las llanuras de la zona este de Oakland, el sombrío rompecabezas de luces y sombras se torna negro y desaparece tras el horizonte. Y el centro de la ciudad se queda a oscuras; las vallas publicitarias y los letreros de los moteles se vuelven negros. La oscuridad, como una marea, se acerca rápidamente desde el este de Oakland, atraviesa la autopista y apaga todas las luces de las colinas.