Ángeles y demonios


—Lo único… er… Lo que puedo hacer si… er… Si me cabreo con un… con algún capullo… Un puto capullo… Si me cabrea… er… lo único que puedo hacer es… atropellarlo con la silla de ruedas.

—Si vuelven a mandarme aquí, voy a tener que detenerlo a usted y a su silla de ruedas. Lo subiré en el coche y lo meteré en el calabozo. Por la mañana le soltarán, pero tendrá que pasar la noche encerrado con unos capullos. Allí no hay instalaciones especiales para los discapacitados. Cuando se haga de día, se encontrará sentado encima de su propia orina. Así que ¿por qué no se va a casa y así nos ahorramos molestias los dos? Odio el papeleo.

—Putos capullos —farfulló, rociándose de saliva el pecho hundido—. ¿Qué se supone que tengo que hacer si un capullo me está jodiendo?

—Es usted el que está jodiendo a la gente.

—¡Y una mierda! Si usted estuviera en esta puta silla de ruedas…

—Cinco Tac 51, ¿puede acudir?

—Un momento —respondió Hanson levantando una mano y sacándose la radio del cinturón—. ¿Qué tiene?

—Un problema con unos moteros en la taberna Risco Solitario, en el número 5400 de Foothill. Queda fuera de su distrito, pero solo está disponible usted, y la camarera ya nos ha llamado tres veces.

—Sí, puedo acudir.

—Le aviso que será código seis.

—Bien. Desde la 76 y Holley.

—Qué se supone que debo hacer yo, a ver, si lo único… lo único que puedo…

—¿Si lo único que puede hacer es atropellarlos con la silla de ruedas?

—Sí.

—Ahorre dinero y cómprese una pistola. Así, si alguien le jode, le pega un tiro.

—Pero… pero…

—Robe el dinero, si es necesario. Y si no, no entre en los bares. Pero procure que esta noche no tenga que volver yo por aquí.

—¿Una pistola, dice?

Hanson hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Sí, un revólver. Uno que pueda esconder en la silla de ruedas y que no se dispare accidentalmente. Ahora tengo que irme. No quiero volver aquí a detenerlo. Consiga dinero y cómprese un revólver, pero esta noche váyase a casa, ¿vale?

—Vale, agente, pero…

—Gracias —terminó Hanson—, muchas gracias. Váyase a dormir. El mundo está muy jodido —dijo al tiempo que rodeaba el coche patrulla y abría la portezuela del conductor—. Eso lo sabe usted mejor que yo.

El de la silla de ruedas tenía la cara pastosa, torcida e hinchada, como si le hubieran propinado una paliza y estuviera perdido en una nube. Hanson lo miró por encima del techo del coche patrulla.

—Pero no me dispare a mí —le dijo.

—No… no…

—Le he dado un buen consejo, ¿no le parece bien?

—Er… sí…

—De acuerdo. Pues buenas noches. Váyase a casa a dormir.

—Sí… Buenas… Vale.

Hanson se subió al coche patrulla, cerró la portezuela, dio media vuelta y tomó la Este 14 en dirección oeste. En el espejo retrovisor vio un destello cromado procedente de la silla de ruedas. Al frente, los faros del coche iban reflejándose en los escaparates de los comercios abandonados.

Un movimiento borroso.

En la siguiente esquina. Al otro lado de la calle, entre el túnel de lavado de coches y un escaparate incendiado. Hanson pisó el acelerador, saltó el bordillo de la acera, se apeó rápidamente y echó a correr, pero quienquiera que fuese ya había desaparecido. Se quedó recuperando la respiración junto a la tapia del túnel de lavado, en la que alguien había escrito SANTANA SE TIRÓ A IVONE EN EL TÚNEL DE LAVADO.

Avanzó unos metros por la calle y encontró dos automóviles aparcados con las ventanillas del pasajero destrozadas, las guanteras revueltas y la pletina de casetes arrancada en uno de ellos. Dejaría que los propietarios llamasen a la policía a la mañana siguiente, pero siguió las huellas recientes que había en la tierra; partían de los dos coches y llegaban hasta un bosquecillo de árboles y matorrales que se nutrían del agua residual del túnel de lavado. Al llegar allí se paró a escuchar, inspeccionó los árboles con su visión periférica y contempló las estrellas. Resbaló tres o cuatro metros cuesta abajo, se incorporó, agarró la rama de un árbol y la fue doblando hasta que en la otra mano le cayó una pistola. Hacía más calor, la gente lavaba el coche con más frecuencia, los árboles estaban reverdeciendo, y aquel era un sitio muy popular en el que esconder armas.

Era una vieja Harrington & Richardson del calibre 38 y de tambor basculante que había estado colgando del protector del gatillo, un revólver de seis balas cargado con cuatro proyectiles desiguales. El cromado estaba mellado por el óxido; el cañón y los cilindros estaban llenos de suciedad y de grasa, y la empuñadura había sido sustituida por esparadrapo y cinta aislante negra. Una pistola que podía no disparar en absoluto, dispararse accidentalmente o explotarle a uno en la mano. Pero nunca estaba de más llevar encima una segunda arma que poder atribuir a un sospechoso.


Apagó las luces media manzana antes de llegar y se detuvo junto a la acera. Se apeó del coche patrulla y, en medio del silencio que reinaba, fue a pie hasta el Risco Solitario. Su estrella de policía y las alas plateadas que lucía en el bolsillo izquierdo lanzaban destellos bajo las farolas. Aquella mañana había encontrado sus alas de paracaidista del ejército en un cajón de la cómoda. Las limpió y, después de pasar lista, se las prendió en la camisa del uniforme, por encima de la placa de policía, también plateada.

El Risco Solitario se encontraba a un par de manzanas del club de los Ángeles del Infierno, era su territorio, y normalmente resolvían sus problemas ellos solitos y se mandaban al hospital sin molestar a la policía. Delante del local había dos docenas de motos grandes y tuneadas aparcadas en batería. Percibió un golpeteo proveniente del Risco, lo sintió, un retumbar insistente en los brazos y en los hombros. Hacía bastante tiempo que no golpeaba él a alguien de aquel modo.

No había un solo risco en doscientos kilómetros a la redonda de Oakland. Por encima de la puerta del bar colgaba un palé de madera alabeada suspendido de unas cadenas que crujía con el viento. Lo habían pintado según la idea que tenía alguien de lo que era un risco. Parecía más bien una ola marina o un volcán, pero era bastante realista. Resultaba acertado en sí mismo. En algún otro mundo, desde luego, existían riscos como aquel, un paisaje desolado y oscuro que viene a la mente durante una laguna etílica o un desmayo en la vivienda de un barrio marginal en la que las ventanas estaban tapiadas con tablas y el techo protegido por una malla de alambre.

El intenso retumbar sacudía desde dentro la gruesa puerta sin cristal del local; era como si estuvieran estampando a alguien contra una pared, repetidamente, rítmicamente y con mano experta. Y además Hanson lo sentía repercutir en el cuerpo, casi como una experiencia sexual, en los brazos y en los hombros. Llevaba ya una temporada sin estampar a alguien de aquel modo. Abrió la puerta y tuvo la sensación de entrar en caída libre en medio de una tormenta de luces y sonidos.

We’re kickin’ ass and takin’ names,

Down and dirty, ain’t playin’ no games.

De la pared sobresalía una gramola vintage con tubos de plástico y cristales abombados que brillaban por las luces de neón, y la música estaba a tal volumen que Hanson la imaginó dando vueltas por el suelo de un lado a otro al compás de las notas graves, como un dibujo animado.

Gonna hunt you down, kickin’ your door,

Biker soldiers goin’ to war — All right!

Las guitarras y el teclado retumbaban, vibraban, rugían y pitaban al acoplarse entre sí, trinando, silbando como gaitas que lo sacan a uno de las trincheras y lo hacen enfrentarse al intenso fuego de las ametralladoras, pero a nadie le importaba una mierda. Desde luego, a Hanson no. Todo el mundo muere tarde o temprano. Ya notaba el sabor de su propia sangre. Sonrió de oreja a oreja. Aquel lugar era al que lo había enviado la centralita, era su ambiente.

Pero los moteros del Risco Solitario no eran Ángeles, sino Demonios de la Carretera, una especie de club de tercera categoría de Sacramento que Hanson no conocía de nada. Al fijarse en sus emblemas vio que se trataba de un club filial de los Ángeles, que dependía de la protección de estos para su supervivencia.

Kickin’ ass and takin’ names

La camarera era una chica de treinta y pocos años, con sobrepeso, y llevaba una camiseta de la marca de cerveza BUD LITE. Cuando vio a Hanson dirigiéndose a la barra, desvió la mirada hacia la puerta, esperando que llegaran más policías. Lástima, pequeña, pensó Hanson, he venido yo solo.

I sid kickin’ ass and takin’ some names — Yeah!

—¡Hola! —gritó para hacerse oír por encima de la música—. ¿Qué puedo hacer por usted?

La camarera dio una calada al cigarrillo y miró otra vez hacia la puerta. Luego se inclinó por encima de la barra sosteniendo el cigarrillo a un lado y le gritó a Hanson al oído:

—Debería haber cerrado hace casi una hora. Tenemos el horario bien visible en la puerta.

—¿Les ha pedido que se marchen?

—Claro que sí —respondió al tiempo que daba otra calada al cigarrillo.

—¿A quién se lo ha dicho?

—A ese mamón de la barba azul —respondió la camarera señalando a un gigantesco motero vestido con su chaleco y con los emblemas de su club pero sin camiseta, con la barriga colgando por encima del cinturón y gruesos anillos en todos los dedos. Las gafas de sol envolventes y de espejo sumadas a la barba azul contribuían a darle la apariencia de un insecto enorme e hinchado. En la mano sostenía un taco de billar.

Hanson sonrió moviendo la cabeza al ritmo de la música.

—Ya he hablado dos veces con él —gritó la camarera—. Le he dicho que tenía que cerrar, pero soltó una carcajada y se dio media vuelta. Tengo a la niña en casa…

—Voy a hablar con él.

Hanson se volvió y se internó en la música, los moteros y sus novias, siguiendo el ritmo con la cabeza y con los hombros, como si lo hubieran invitado a la fiesta. La iluminación del techo arrancaba destellos a su placa plateada y a sus alas de paracaidista. Se sentía como si lo hubieran invitado a una fiesta. Al otro lado de una mesa de billar, uno de los Demonios rompió una botella de cerveza contra su propia cabeza y se puso a lanzar risotadas cuando la cerveza y la sangre empezaron a resbalarle desde el pelo sucio hasta sus emblemas.

Out on the road an’ in the wind,

Where ain’t no law, ain’t no sin.

Una mujer vestida con un sujetador de cuero frunció los labios en un beso cuando Hanson pasó por su lado y otra se sacó las tetas de la camiseta y se las enseñó estrujándolas de tal manera que se le marcaron las venas azuladas bajo la piel. Hanson les echó un buen vistazo, y luego estableció contacto visual con ella, con sus ojos azules, dilatados e inyectados en sangre.

Kickin’ ass and takin’ names… Kickin’ ass and takin’ names

El presidente del club, el de la barba azul, estaba inclinado sobre el taco de billar observando la jugada de otro Demonio. En un extremo de la mesa de billar estaba sentado un chaval adolescente, contemplando la partida y llevándose una cerveza a la boca. No tenía necesidad de preocuparse por que sus piernas estorbasen, porque en vez de piernas y brazos tenía aletas, como las focas.

Kickin’ ass and takin’ names… Kickin’ ass and takin’ names

Hanson se plantó a la espalda del presidente justo en el momento en que este se inclinaba para ver mejor la jugada.

—¡Disculpe! —gritó Hanson por encima del estruendo de la música, dándole un toque en el hombro. El joven sentado en la mesa sostenía su cerveza con las aletas y los observaba con interés. El presidente se volvió y miró a Hanson desde las alturas—. Esa señora de ahí —dijo señalando hacia la barra— quiere que se marchen para poder cerrar.

—También los habitantes del infierno quieren agua helada —replicó el presidente, y se dio media vuelta.

Hanson volvió a tocarlo en el hombro.

—¿Qué coño quiere?

Se acercó otro Demonio a mirar.

—Si no se marchan —le advirtió Hanson, feliz—, estarán infringiendo la ley. Es un delito. Tendré que detenerlos. Le agradecería, y mucho, que se llevara a su gente a otra parte.

El gigante miró primero a Hanson y después miró la entrada del local. El otro motero se encogió de hombros y gritó:

—Está solo.

Alguien tiró del enchufe de la gramola. Cuando se hizo el silencio, la voz del presidente tronó:

—Seréis mamones… ¿Te crees que somos imbéciles? Te envían aquí solo y luego, cuando empecemos a darte de hostias, mandarán al resto del distrito. A lo mejor, si mandasen a un par de tíos grandes, que se hicieran respetar… Un par de cerdos en moto. A lo mejor les haríamos caso. O tres o cuatro. Pero a ti voy a decirte cuatro cosas…

Justo en aquel momento Hanson vio a Pogo, el Ángel al que Barnes y Durham tendieron una trampa para que él lo arrestara en el Anchor Tavern. Había estado observando la escena desde el rellano del aseo de caballeros. Se acercó, le hizo una seña a Hanson, solo será un segundo, y le dijo algo al presidente de los Demonios. El presidente miró a Hanson y luego meneó la cabeza en un gesto negativo.

—Venga —anunció haciendo un gesto circular con la mano—, vámonos.

—Más os vale que saquéis el culo de aquí —les gritó la camarera con un teléfono en alto—. He llamado a la policía un montón de…

Uno de los moteros, uno que pasaba por delante, la agarró por el brazo y la aplastó contra la pared detrás de la barra.

Hanson y Pogo acompañaron a los Demonios hasta el exterior del local y observaron cómo iban arrancando sus motos y se marchaban. El chico de las aletas se sentó de pasajero en la moto del presidente.

—Es mejor que me vaya, agente —dijo Pogo—. Nadie le echa la culpa de lo que sucedió en el Anchor Tavern. Todo fue un montaje de aquellos dos capullos, los dos polis motorizados. —Se subió a su moto y, cuando estaba a punto de arrancar, añadió—: Y tiene mucha suerte, amigo. Si no hubiera estado yo aquí, ¿qué cree que iba a haber hecho?

—Convencerlos de que se fueran o detenerlos —contestó Hanson sonriendo de oreja a oreja, totalmente eufórico. Así era como se sentía cada vez que sobrevivía a un tiroteo—. No me habían dejado otra alternativa.

—Mierda —dijo Pogo sonriendo a su vez y enseñando una dentadura podrida por la droga—. En el Anchor Tavern enseguida me di cuenta de que era usted un mamón de los que no se dejan pisotear —le dijo al tiempo que arrancaba su moto—. Cuídese cuando vaya por ahí de noche, Hanson. —Rio, hizo con el puño y el antebrazo un gesto como diciendo «¡Que se jodan!» y se marchó. En aquel preciso instante empezaron a oírse sirenas procedentes de todas direcciones, cada vez más cerca, y poco después aparecieron doblando la esquina dos coches patrulla con las luces estroboscópicas. El primero de ellos era el del sargento Jackson.