Felix da las gracias a Hanson


Hanson colgó el micrófono y se metió en el aparcamiento de una gasolinera cerrada hacía tiempo. Los surtidores habían desaparecido y todas las ventanas de la oficina y del taller tenían los cristales rotos. Se apeó del coche patrulla para buscar al individuo armado con una pistola. Había empezado a soplar una brisa procedente de la bahía y se alegró de tener la oportunidad de caminar un poco. A lo largo de los años le habían enviado a atender muchos avisos de individuos armados, pero tan solo había encontrado a tres. No esperaba encontrarse con uno aquella tarde, pero tampoco lo sorprendería.

El local que decía IGLESIA UNIDA POR LA GRACIA DE JESUCRISTO tenía las puertas abiertas, y Hanson se asomó y vio a la banda ensayando: batería, guitarra y teclado.

Miró en el interior desde la puerta que daba al vestíbulo, preparado para ver al individuo armado allí dentro, cantando. En lugar de eso, se topó con una negra gruesa muy guapa y elegantemente vestida. Llevaba una sombra de ojos azul eléctrico que hacía juego con el vestido de lentejuelas.

—Buenas noches, señora. ¿Cómo está?

—Perfectamente, agente. Preparándome para la mañana del domingo. Ha sido usted muy amable al venir a comprobar que estamos todos bien.

—No ha sido ninguna molestia. Es un placer.

En aquel momento la banda de tres miembros empezó a tocar «You Gotta Move» con un cantante que era más de estilo motown que de góspel, un poco blando pero bueno.

Puedes estar arriba y puedes estar abajo,

puedes ser rico y puedes ser pobre…

—Agente Hanson, debería asistir a una de nuestras sesiones —le dijo la mujer leyendo el nombre que figuraba en la placa.

—Puede que venga uno de estos domingos —respondió Hanson, deseando creer que sí.

—Es maravilloso… —empezó ella. Miró un momento más allá de él y luego volvió a centrarse en su cara— ver que se interesa por lo que hacemos.

Puedes huir, no te atraparán;

puedes esconderte, no te encontrarán.

—Me alegra haber podido pasar por aquí —dijo Hanson. Se giró para mirar también hacia el otro lado de la calle; en el escaparate de la tienda de licores habían empezado a parpadear las luces del cartel de neón a medida que iban encendiéndose de una en una bajo la luz tenue de la tarde—. ¿Ha habido algún problema por aquí en estos últimos veinte minutos más o menos? —preguntó sin querer estropear su conversación tan trivial y tan amena.

—No tengo ni idea, agente. Yo llevo una hora trabajando con el director musical.

—Pues han llamado a la policía porque había un hombre armado.

—Bien sabe Dios que actualmente hay muchos hombres armados.

—Gracias —respondió Hanson—. Creo que voy a echar un vistazo en la otra acera.

Pero, cuando venga Dios,

tienes que moverte.

Todo estaba cerrado excepto la iglesia y la tienda de licores. Había varios borrachos apoyados contra el muro de la tienda de licores, sentados y con la cabeza gacha, uno tirado inconsciente en la acera. Los policías rara vez aparecían por aquella esquina, y cuando lo hacían venían dos o tres, y nunca significaba nada bueno para nadie.

Todos parecieron verlo a un tiempo, como un banco de peces. Cuatro se pusieron de pie, bebidos pero recelosos, tambaleantes, haciendo un esfuerzo por enfocar la vista. Los demás se quedaron sentados pero escondieron la botella a su espalda y miraron al frente, evitando a Hanson; si no lo veían, es que no estaba. En aquel momento salió un individuo por detrás de la tienda subiéndose la cremallera del pantalón mugriento y de un verde amarillento. Llevaba una chaqueta de vinilo marrón, sin camisa. Se llevó una sorpresa al ver allí a Hanson e hizo todo lo posible por fruncirle el ceño. Hanson respondió con una sonrisa.

—Buenas tardes, caballeros —les dijo. Se imaginó a sí mismo como uno de ellos, en vez de un soldado del ejército de ocupación de Oakland—. Una noche estupenda —comentó mientras pasaba entre ellos para dirigirse a la puerta de la tienda.

Los borrachos se volvieron hacia la acera y le respondieron «Sí» y «Ajá».

El dueño de la tienda de licores era un individuo corpulento y de piel oscura, con la cabeza rapada, cincuenta y pocos años, bigote, una cicatriz grisácea en el cuello; un tipo que había logrado salir de la vida que llevaba cuando era joven sin que lo matasen y con el dinero suficiente para comprar aquella tienda. Cuando Hanson entró en el establecimiento, se volvió para mirarlo con gesto inexpresivo y luego siguió colocando botellas en unas baldas que había detrás de la caja registradora, subido a un taburete.

—Buenas tardes —le dijo Hanson fijándose en los espejos convexos e inclinados colocados en alto, en los que se reflejaban los pasillos de la tienda distorsionados, como en una feria.

—Ajá —respondió dando la espalda a Hanson mientras giraba un par de botellas para que se viera la etiqueta.

—¿Cómo va la cosa?

—Lenta —respondió. Las botellas tintinearon cuando volvió a alinearlas—. Muy lenta desde que usted aparcó su coche policial al otro lado de la calle.

—Alguien ha llamado a la policía para denunciar que había un problema en esta esquina.

—Yo no tengo noticia de que haya habido ningún problema.

—La centralita me ha enviado aquí. Había un individuo armado.

El dueño cogió un plumero y empezó a quitar el polvo a las botellas. Se echó hacia atrás, las miró y las limpió otro poco más.

—Hay mucha gente que lleva armas. Usted lleva una.

—Así es —repuso Hanson—, pero me parece que el que llamó se refería a que esa persona la estaba blandiendo.

—¿Quiere decir que estaba amenazando con ella a alguien?

—Exacto. —Hanson miraba los escaparates, los espejos. Supuso que el dueño guardaba la pistola debajo de la caja registradora.

—De esos también se ven muchos si uno pasa suficiente tiempo aquí. Es una buena forma de terminar llevándose un balazo de alguien que va armado. Si uno saca una pistola, más le vale utilizarla, eso pienso yo.

—Sí, señor, estoy de acuerdo. Lamento costarle dinero esta tarde, pero tenía que echar una ojeada —dijo Hanson. Estaba hablando igual que un policía de la televisión.

—Podría ser que alguien le haya delatado. Pilló al otro tonteando con su mujer y llamó a la policía. —Recalcó la palabra—. O a lo mejor su mujer lo pilló tonteando a él y llamó a la policía para que alguien como usted viniera aquí y se lo llevara al calabozo por llevar una arma oculta, o le pegara un tiro.

Hanson no respondió nada.

—Si tiene que arrestar a alguien —concluyó el dueño girándose y señalando con el plumero—, puede arrestar a uno de esos borrachos de ahí fuera. Es ilegal beber en la calle, ¿no?

—No tengo necesidad de arrestar a nadie, simplemente estoy haciendo mi trabajo. Igual que usted, señor…

—Johnson, Norris Johnson. Soy el propietario de este local. ¿Quiere mi fecha de nacimiento? ¿Quiere comprobar si sobre mí pesa alguna orden? A lo mejor podría arrestarme a mí.

—No hay necesidad, señor Johnson. Estoy seguro de que está totalmente limpio.

—Por supuesto que lo estoy.

—Deme unos chicles Spearmint de esos, por favor —pidió indicando el expositor de chicles y tabaco.

Norris Johnson se bajó del taburete, introdujo una mano bajo el cristal surcado de arañazos del mostrador, cogió un paquete de chicles de color verde y lo puso encima, entre Hanson y él.

—Son veinticinco centavos.

Hanson puso sobre el mostrador una moneda de veinticinco. Norris no hizo caso.

—¿Necesita algo más?

—No, señor. —Hanson observó la imagen de la calle reflejada en las botellas y en los espejos con publicidad que tenía el dueño a la espalda—. A veces pienso que la única forma de dar con un hombre que va armado es llegar con el coche, bajarse y anunciar que estoy aquí y ver si alguien intenta dispararme.

—¿Eso se lo enseñan en la academia de policía?

—Se me ha ocurrido a mí solo.

—¿Y funciona?

—De momento, no. Es simplemente una teoría.

—Una teoría con la que podría acabar muerto.

—No —replicó Hanson al tiempo que desenvolvía un chicle. Se lo metió en la boca y miró a Norris—. A mí no pueden matarme.

—¿Usted cree, agente?

—Buenas tardes, señor Johnson. Ha sido un auténtico placer —se despidió.

Justo cuando salía por la puerta llegaba el Rolls de Felix por la Este 14. Cruzó la intersección y frenó junto al bordillo, delante de Hanson. Al volante iba Felix, y no lo acompañaba nadie más. Se apeó y subió a la acera, frente a Hanson, sonriente y vestido con un magnífico traje gris claro con camisa crema y corbata negra.

—Agente Hanson —dijo—, esperaba encontrarme con usted por aquí esta tarde.

—Me alegro de verlo, señor Maxwell —contestó Hanson—. Bon chance.

Felix lo miró fijamente, pensando.

—Lo cierto —dijo— es que me enteré por el buscador de la policía de que iba a acudir usted a este aviso. He venido porque quería verlo.

—¿Qué puedo hacer por usted? —le preguntó Hanson. Siempre se había sentido cómodo en compañía de matones auténticos. Daba igual en qué bando jugasen. Era una cualidad que simplificaba bastante las cosas entre las personas. Siempre y cuando no estuvieran tan locas como para que él tuviera que preocuparse de que pudieran volverse contra él.

—Agente Hanson —dijo Felix tendiéndole un mano y apoyando la otra en su hombro—, amigo mío. He estado buscándolo.

Hanson asintió, preparado para cualquier cosa.

—Quería darle las gracias por ayudar a mi abuelo el otro día.

Hanson reflexionó unos momentos y luego negó con la cabeza.

—Perdone, pero no…

—En el centro. El caballero que había ido allí a que le arreglasen el reloj.

—Solomon —dijo Hanson, ahora sonriendo—. Iba con su amigo el señor Freely. Solomon Maxwell.

—Era mi abuelo… —lo interrumpió Felix sin querer, y acto seguido le hizo un gesto para que continuase.

—¿Era su abuelo? Ah, pues no me extraña. Estaba muriéndose de calor con aquel traje de lana, había perdido el coche y no les habían hecho caso… Los muy cabrones de los joyeros no les dejaron pasar.

—Porque eran negros y viejos.

—Lo siento, Felix.

—Así son las cosas, agente.

—Pero no deberían ser.

—Me dijo que el primer policía con el que hablaron pasó de ellos porque consideró que no merecía la pena molestarse, y me comentó la forma en que miró usted al empleado de la gasolinera cuando le dijo que tenía que cerrar.

—No creía que se hubiera percatado de eso —repuso Hanson bajando la mirada. Afirmó con la cabeza y sonrió al recordar—. Me alegré de poder ayudar. Su abuelo me dijo que debían de parecer dos maleantes.

—Fue el presidente de Maleteros de Coches Cama de América —dijo Felix—. Es una larga historia. El coche se lo regalé yo, pero no debería irse hasta allí conduciendo solo. Sabe que yo estaría dispuesto a llevarlo, o alguna otra persona, pero se niega a pedirme favores. Cuido de él, pero procuro que no lo sepa. No siempre estoy disponible.

La gente estaba saliendo de la iglesia y congregándose en la acera.

—Voy a dejarle que vuelva al trabajo —dijo Felix.

—Muy bien —contestó Hanson—. Dele recuerdos míos a su abuelo.

Felix se detuvo y se volvió.

—Una cosa más. Respecto de esos Musulmanes y de la inspección que les hizo. Se ha enterado todo el mundo. Los hizo pasar por idiotas. Tenga cuidado. Esa gente lo matará. Créame. Tienen un acuerdo con el ayuntamiento y con la policía. Vaya con precaución —terminó, y acto seguido se subió al Rolls y se marchó.

—Que tengan buena tarde —les dijo a los borrachos antes de cruzar la calle. Dedicó una sonrisa a los de la iglesia, que ahora se mostraban muy amistosos, y se excusó por tener que pasar entre ellos en dirección a la gasolinera abandonada.

Al llegar a su coche patrulla, se detuvo un instante a escuchar la música góspel que salía de la iglesia. Quizá se pasara por allí algún domingo, solo para echar una ojeada y ver de qué iba. Quién sabe. Recorrió un par de manzanas hasta un aparcamiento desde el que podía ver en todas direcciones y se puso a rellenar el parte de servicio. «No hay sospechoso ni denunciante. Se inspecciona la zona a pie con resultados negativos. Hanson/7374P.». Ya estaba haciéndose de noche, así que tuvo que encender los faros.