Felix Maxwell
Soplaba un viento cálido procedente de Lodi o de Tonopah que hacía revolotear las bolsas de plástico y los envases de comida rápida. Llegaba a Oakland dos o tres veces al año, todas las primaveras. Venía del desierto y silbaba entre los árboles y sacudía persianas y ventanas intentando penetrar en las casas.
El polvo se acumulaba en los faros del coche patrulla, y cuando Hanson giró hacia el sur en High Street surgió de improviso una manada de perros salvajes cuyos ojos amarillos brillaron igual que disparos de pistola ante los faros del coche. La centralita continuaba emitiendo avisos que todavía tenía acumulados de la tarde, algunos de ellos con retrasos de dos y tres horas. Hanson había recorrido los distritos 4 y 5 atendiendo avisos desde el comienzo de su turno, todavía con resaca y medio mareado por el coñac que se había tomado para dormir la noche anterior. Dobló en dirección oeste en la calle Este 14, con el micrófono en la mano, preparado para intervenir entre una transmisión y otra y finalizar su último incidente, un 245 borracho con un cuchillo de cocina y un aerosol limpiahornos.
—Tres L 34, descarte ese último aviso y vaya a Tres L 40…
—Tres L 34, recibido… ¿Cuál era la ubicación?
De pronto el horizonte tembló con un relámpago mudo efecto el calor.
Sí, sí, pensó Hanson frotándose los ojos con el dorso de la mano con que sostenía el micrófono mientras la centralita le repetía la dirección a quien se estuviera ocupando de Tres L 34.
—Pon atención, idiota. Vamos… —Tenía el dedo pulgar apoyado en el botón de hablar—. ¿Coche en un control de tráfico?
—Cuatro L 14 entre la 65 y MacArthur… Un momento, Cuatro L 14.
Calle adelante había un Rolls Royce Silver Shadow de color blanco perla con el volante a la derecha, aparcado en doble fila delante de Raylene’s Discount Liquors. Iluminado por las luces de neón de las ventanas con barrotes de la tienda, relucía con un brillo morado, como de otro mundo, y había atraído a una multitud que se congregaba en la calle, a su alrededor. Hanson colgó el micrófono y se detuvo junto a la acera a media manzana de distancia. Encendió solo los intermitentes traseros y observó cómo iba aumentando el grupo de gente. Tenía los ojos inyectados en sangre, y el nudillo que se había jodido en el último aviso le dolía una barbaridad. Cerró el puño para combatir el dolor.
Se apeó del coche patrulla, se guardó el bloc de multas en el bolsillo de atrás y cerró la portezuela con la cadera. Dejó la porra dentro del coche; no habría espacio suficiente para utilizarla estando en medio de tanta gente. Los intermitentes emitían leves chasquidos rítmicos y la radio que llevaba en el cinto crepitaba de vez en cuando. Se subió un poco el cinturón de la pistola y apagó la radio.
Cerró con fuerza el puño en el que tenía el nudillo despellejado y lo miró. ¿Eso te ha hecho daño? ¿Y esto otro? Estampó el puño contra la palma de la otra mano. Sonrió al sentir el dolor, contento de tener una oportunidad para bajarse del coche patrulla, porque tenía la espalda entumecida de ir conduciendo en aquel asiento destrozado. Además, supuso un alivio desconectar la radio; fue como deshacerse de un dolor de cabeza del que no se había percatado antes. La centralita no sabía dónde estaba, así que si las cosas se torcían se encontraría solo. Bien, pensó, estupendo.
La multitud todavía no era hostil, pero tampoco amistosa. Sonrió al pensarlo.
—Amigos, permítanme que les diga…
Lanzó una carcajada en voz alta. Ya estaba junto al grupo de curiosos, y aquellos que hasta el momento habían fingido no verlo se volvieron para mirarlo. Notó que se le tensaron los músculos de los hombros y del pecho. Ahora sonreía con los ojos; era su sonrisa de mala leche.
—Hola —exclamó, penetrando en el gentío—, ¿qué tal va eso?
Levon lo venía observando desde que detuvo el coche patrulla junto a la acera. Desde el asiento trasero del Rolls lo veía por duplicado, en los dos espejos retrovisores; veía cómo se acercaba atravesando la multitud y con aquella sonrisa de mala leche en la cara. Hacía tiempo que no veía a nadie actuar así.
Felix y Tyree habían llegado aquella tarde de Los Ángeles y habían recogido a Levon justo cuando empezaba a hacerse de noche. Felix había estado tres meses en Los Ángeles, y ahora que había vuelto le apetecía dar una vuelta por el antiguo barrio, recuperar el contacto.
Felix estaba charlando con el grupo de curiosos, sentado en el asiento del pasajero, con la ventanilla bajada, hablando con el viejo Jessie Barnes, llamándolo tío Jessie. Finalmente le puso un billete de cien dólares en la mano y lo despidió.
Felix siempre iba dos pasos por delante de todo el mundo; era muy inteligente y un buen político cuando quería. En cambio, otras veces, últimamente, incluso aunque se tratara de algo importante, no le apetecía salir en absoluto, y se quedaba encerrado en su búnker de hormigón. Había días en los que era tan bueno como siempre y se ocupaba del negocio, otros días se ofendía por nada, veía conspiraciones por todas partes sin motivo. Esta noche se lo veía tranquilo, un poquito engreído, que era como había sido siempre y como tenía que ser para volver aquí. Tal vez la temporada que había pasado en Los Ángeles le había hecho bien.
Levon ya iba camino de ser un hombre mayor; en octubre cumpliría los sesenta y uno. Tenía más dinero del que necesitaba para lo que le quedaba de vida; era hora de jubilarse, mientras aún pudiera, y marcharse a un lugar en el que nadie lo conociera y nadie pudiera encontrarlo. Un lugar en el que hiciera calor y la gente fuera amable. Pero no podía abandonar a Felix ahora, por lo menos hasta que pasaran unos cuantos meses.
Volvió a mirar al policía reflejado en el espejo retrovisor.
Felix estaba estrechando la mano a través de la ventanilla a un joven proxeneta que no iba a llegar a los veinte.
—Ahora sí —le dijo al chico, riendo.
—Un verdadero honor, señor Maxwell —dijo el chico—. Si alguna vez puedo serle de ayuda, dígamelo, por favor.
A continuación, el chico le hizo una breve reverencia, dio un paso atrás y volvió a reunirse con los suyos.
Levon mantuvo la mano apoyada en su Colt 1911 del ejército hasta que el muchacho dio media vuelta y se fue. Demasiada gente que vigilar al mismo tiempo. No sabía por qué había traído aquella maldita Uzi, no servía de nada con una multitud así. Debía de estar haciéndose viejo, y también idiota.
—Felix —llamó—, vámonos.
—Nobleza obliga, Levon —replicó Felix—. A esta gente la conozco de toda la vida. Esperan tener la oportunidad de hablar conmigo.
—Has visto demasiadas veces las películas de El padrino. ¿Ves a ese agente que viene hacia aquí?
—Desde que se bajó del coche patrulla. Ya conozco a ese policía, Levon.
—Echa otro vistazo.
Hanson sentía el nudillo curado. La resaca había desaparecido. Una mujer atractiva, vestida con una camiseta de tirantes y lentejuelas y pantalones ajustados, le puso morritos desde la acera al tiempo que lo señalaba con el dedo como si fuera una de las Pointer Sisters. Hanson estableció contacto visual con ella y le respondió con una sonrisa.
—Una noche estupenda, ¿verdad? —comentó al pasar junto a tres individuos que estaban intentando ignorarlo. Al ver que no le contestaban, se detuvo, se volvió y los miró—. ¿Verdad? —repitió, esperando la respuesta, sonriendo y mirándolos con lo que él denominaba su «sonrisa Shirley Temple», con los ojos muy abiertos, un truco que había descubierto años atrás. Una expresión que era íntima y alocada, tan poco natural que nadie la había visto nunca y por lo tanto no sabía cómo reaccionar a ella. Y además era fácil, y también divertida.
—Ajá.
—Sí.
—Bien. Eh, mirad, está saliendo la luna —dijo, forzando su suerte—. Pero qué luna —tarareó a la vez que daba media vuelta y se internaba en la multitud de curiosos. En aquel momento estalló un relámpago que iluminó toda la bahía. Esa noche Hanson estaba rebosante de energía, nada podría afectarlo.
Levon vio a Lemon Lee intentando abrirse paso por entre la gente, por delante del policía. Apoyó sus largos brazos en el techo del Rolls y se inclinó llenando con su cabeza de búfalo todo el espacio de la ventanilla del pasajero.
—Felix, tengo un asunto que tratar contigo.
—¿Y por qué no lo hablas conmigo, Lemon? —replicó Levon desde el asiento de atrás.
—No quiero nada contigo, Levon, te enterarás enseguida. El problema lo tengo con tu pupilo.
Levon conocía a Lemon Lee desde que ambos eran unos críos. En tercer curso Lemon ya era un gilipollas. Había sido reclutado directamente en el instituto para ocupar el puesto de jardinero izquierdo en el equipo de los Monarchs de Kansas City, la franquicia glamurosa del béisbol negro. Jackie Robinson y Satchel Paige habían jugado para los Monarchs antes de que Jackie Robinson rompiera la barrera del color. Lemon había sido durante dos años el principal bateador de los Monarchs, hasta que el dinero y su propia hostilidad lo echaron a perder y el equipo le rescindió el contrato. Después de aquello consiguió ir tirando, trabajando para diferentes personas, haciendo distintas cosas, la mayoría de ellas ilegales. Levon no lograba entender cómo no lo habían matado hacía ya muchos años. Era un tipo grande, sí, pero a un chaval de dieciséis años, que pesaba sesenta kilos, cabreado y con una 9 mm no le importa que el otro fuese grande.
Lemon sería más feliz estando muerto, se dijo Levon. A lo mejor Dios lo mantenía vivo para castigarlo. En cambio él nunca había visto pruebas de que existiera esa clase de dios personal, pensó al tiempo que agarraba el 45 y alargaba la mano hacia el tirador de la puerta.
Hanson llegó hasta el Rolls justo en el momento en que un individuo corpulento, de cincuenta y tantos, se inclinaba para hablar con alguien sentado en el interior del coche. Su camisa amarilla, del tamaño de una tienda de campaña, estaba un poco levantada y dejaba al descubierto parte de la espalda, negra y cubierta de vello.
Hanson se plantó detrás de él.
—Disculpe —le dijo, pero el otro lo ignoró—. Por favor, disculpe —insistió, esta vez tocándolo en el hombro.
Esta ocasión, el otro volvió la cabeza y se miró el hombro, como si el que le había tocado le hubiera ensuciado la camisa.
—No me pongas la mano encima, capullo —dijo a la vez que se llevaba la mano a la espalda para apartar a Hanson.
Para Hanson fue como si se detuviera el tiempo, como si se hubiera quedado suspendido en el aire. Por lo general, mantenía su vena agresiva encadenada y sujeta con tres llaves, para no oírla, pero ahora sintió sus aullidos, acompañados de los murmullos y los silbidos de sus acúfenos.
Vio la enorme mano de Lemon que venía lentamente hacia él, flexionando la muñeca y los nudillos, fácil de atrapar. Le agarró la muñeca con la mano izquierda y el dedo corazón —tan grande como un cigarro puro— con la derecha. Tiró de la muñeca para que Lemon perdiese el equilibrio y le rompió el dedo. Lemon lanzó un chillido y poco a poco fue apartándose del coche. Hanson siguió retorciéndole la muñeca, esta vez con ambas manos, para tenerlo controlado; luego le propinó una patada en la pierna con el costado de la bota, justo en la rodilla, para dislocarla; y acto seguido una segunda patada en la espinilla y una tercera en el empeine, con lo que le aplastó esa delicada cadena de huesecillos y también los tendones y los nervios. Finalmente, se hizo a un lado mientras Lemon se derrumbaba en la calle y se encontró frente a frente con Felix Maxwell, el cual lo miró a su vez como si formara parte de aquella broma. Era el individuo de las gafas de montura metálica que estaba al volante de aquel Cadillac azul marino del callejón, la noche en que convenció a aquel grupo de gente de que se fuera a casa.
Lemon chillaba y se agitaba igual que un pez grande y amarillo, y Hanson se volvió hacia la multitud de curiosos.
—¿Alguien conoce a este hombre? —voceó—. Me parece que podría estar sufriendo un infarto. Necesita una ambulancia, y a mí no me funciona la radio.
A su espalda, Felix hizo un gesto con la mano en dirección a la multitud, y al momento salió un pandillero acompañado de varios amigos. Entre todos se llevaron a Lemon, medio en brazos, medio a rastras, al tiempo que en el cielo estallaba un relámpago que congeló el momento igual que el flash de una cámara.
—Buenas noches —dijo Hanson absolutamente feliz, acercándose al coche.
—Buenas noches, agente. ¿Un infarto, usted cree?
Hanson miró al suelo para no sonreír, meneó la cabeza en un gesto negativo y volvió a levantar la vista.
—Quién sabe.
—A lo mejor es que Satanás le ha mandado un rayo.
—Satanás está siempre presente —replicó Hanson con una ancha sonrisa.
Hanson señaló con la cabeza al hombre de más edad que iba en el asiento trasero y después al chico que iba al volante.
—Por lo visto, debería haberme aproximado por el otro lado del vehículo —comentó—. El volante no está donde debería estar. Sea como sea —dijo dirigiéndose al joven conductor—, ya que estoy aquí, ¿me permite su permiso de conducir, caballero?
—¿He cometido alguna infracción de la que no me haya dado cuenta?
—Enséñale el permiso al agente —le dijo Felix al tiempo que leía el nombre que figuraba en la placa de Hanson—. Es mi sobrino —aclaró—. A veces habla sin pensar.
Hanson asintió.
—Y permítame que le presente a mi mentor, Levon. Cuida de mí en todo momento.
Levon, el pasajero del asiento de atrás, era más corpulento que Felix. Habría sido un tipo de aspecto mucho más rudo si no fuera por su actitud y su traje bien cortado, el abrigo de vestir extendido sobre el asiento sin llegar a ocultar el bulto que formaba una Uzi de 9 mm. Otro policía probablemente no habría reparado en dicho bulto ni habría reconocido qué era, pero Hanson se había entrenado años atrás con una Uzi. Señaló el abrigo con la cabeza y dijo:
—Ya empieza a hacer calor. Me alegraré cuando nos dejen usar camisa de manga corta.
—El coche es mío —dijo Felix—. La documentación está en la guantera. —Esperó a abrirla hasta que Hanson le indicara que no había problema. Cuando Hanson le dio el visto bueno, abrió la guantera de madera de arce con nudos, sacó la documentación y se la entregó a Hanson—. Lo compré en Los Ángeles la semana pasada. Hoy solo hemos salido a dar un paseo. Tyree quería ver qué tal iba.
Hanson echó una ojeada a la documentación y se la devolvió. El nombre que figuraba en ella era el de Felix Maxwell. Cogió el permiso de conducir del chico y copió los datos en su libreta. Tyree Raymond Stewart.
—Gracias, señor Maxwell, y también a usted, señor Stewart —agregó mirando al conductor a la vez que le devolvía el permiso—. Un coche precioso. Pero me preocupa que lo tenga aparcado en doble fila; ha atraído a mucha gente y podría venir algún conductor borracho por esta calle.
Felix hizo un gesto afirmativo.
—Nos iremos de la calle y continuaremos nuestro camino, si es que no necesita usted ninguna otra información. Gracias.
—A usted, señor Maxwell —respondió Hanson acariciando el capó del Rolls—, por prestarme su ayuda con toda esta gente. Le estoy agradecido. Y también a usted, señor —le dijo al pasajero del asiento de atrás ignorando totalmente la Uzi, hasta el punto de que bien podría estar mirándola directamente. La lustrosa portada de un libro nuevo que había sobre el asiento, al otro lado, reflejó la escasa luz que había: Jubílese en Jamaica—. Muy bien, señor Maxwell —concluyó Hanson—, vaya con cuidado. Esta parte de la ciudad es peligrosa.
—Eso me han dicho —repuso Felix.
—Espero que ese caballero tan corpulento se encuentre ya mejor y vaya de camino al médico. ¿Usted lo conoce?
—Jamás lo había visto.
Hanson asintió, intercambió una sonrisa con Felix y se fue. Esta vez, la multitud se apartó para dejarlo pasar.
La chica del pantalón ajustado le puso morritos y le lanzó un beso. Hanson le hizo un saludo con dos dedos al estilo John Wayne y emprendió el regreso a su coche patrulla mientras el Rolls arrancaba sin hacer ruido.
No había habido motivo para confiscar la Uzi. Aquellos tipos eran traficantes de droga y la necesitaban para el trabajo. Las únicas personas a las que podían disparar eran otros traficantes de droga. Si se la hubiera confiscado, habría supuesto un follón para nada. Maxwell habría salido del calabozo al cabo de una o dos horas y él habría estado rellenando papeleo hasta media mañana para los federales del Departamento de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos —también conocido como el ATF—, que se cabrearían mucho al ver que los hacían trabajar en mitad de la noche. A la Policía de Oakland no le haría ninguna gracia involucrar a los federales, y de todas formas no se conseguiría nada. No había prisa. Maxwell y aquellos pequeños matones seguramente habían salvado el culo gracias a la multitud congregada. Ya se tropezaría con Maxwell en otra ocasión.
La centralita sonaba igual que dos o tres subastadores hablando al mismo tiempo. Los distritos 4 y 5 aún no se habían puesto al día con la acumulación de avisos que siempre había antes del cambio de turno. De pie, tras la portezuela abierta del coche patrulla, Hanson apuntó unas cuantas cosas para sí mismo acerca del Rolls y de sus ocupantes; seguidamente se subió al coche y cerró la portezuela con energía para que quedase encajada. El interior del coche olía a orina y a vómito, a humo de tabaco y a miedo, y aún conservaba el olor salado de la sangre. El asiento de muelles en el que iba sentado era tan bajo que a duras penas alcanzaba a ver por encima del volante, como si fuera demasiado joven para tener permiso de conducir. A lo mejor se traía un cojín para trabajar. Sonrió al pensarlo y después arrancó.
En el Rolls, que ahora estaba girando para tomar la calle 69, Felix se asomó por la ventanilla para contemplar las estrellas.
—Ese poli ha visto la Uzi —dijo Tyree—, estoy seguro. Como llame a la centralita, dentro de un momento vamos a estar rodeados de policías.
Felix negó con la cabeza.
—La ha visto, tío Fe.
—Ya lo sé, Tyree —respondió Felix inclinando levemente la cabeza, todavía mirando las estrellas—. Pero no va a llamar a nadie. —Se recostó de nuevo contra el asiento de cuero gris mientras el Rolls plateado avanzaba suavemente, igual que la luna, atravesando las descampadas escombreras de Oakland en las que se había criado.
—¿Por qué no?
—Porque para él era divertido. Ha estado vacilando a Levon al respecto, nos ha estado vacilando a todos. Venía todo envalentonado por haberse abierto paso entre la gente, igual que Moisés en el mar Rojo. Pero, si me equivoco —le dijo a Tyree mientras miraba a Levon—, pondremos la Uzi en tus rodillas y diremos que es tuya. De modo que, pase lo que pase, no me preocupa.
—Voy a decirte yo una cosa acerca de ese poli —intervino Levon con una risita—: Por cómo se ha movido, ha jodido a Lemon. Le ha partido primero el dedo y luego el pie.
Tyree miró a Felix.
—Yo pensaba que había sufrido una especie de infarto o algo parecido.
—Ese poli le ha dado bien por el culo —contestó Levon. Después, dirigiéndose a Felix, agregó—: Lemon no tiene muchos amigos, pero ese poli se la ha jugado, con toda esa gente delante. Ha tenido suerte de que tuvieras disponible a ese chico y a sus amigos para que se llevaran a Lemon.
—Ahora ese chico va a querer un trabajo. Una esquina —dijo Felix—. ¿Le has mirado a los ojos?
—Yo no me fiaría de él.
—Podría ser un empleado de corta duración —propuso Felix—. Podría sernos útil. Como te he dicho, yo ya he visto a ese poli —continuó—: Es el que se subió al capó de su coche patrulla y pidió por favor a todo el mundo que se fuera. Me han contado cosas de él. Es nuevo en el Departamento, pero ha trabajado en más sitios. No es un tío al que convenga joder, pero tampoco es un capullo. No cae muy bien en el Departamento.
—Por mí, después de lo de esta noche, no tengo problema con él —dijo Levon—. Pensé que iba a tener que matar a Lemon y que pasaría la noche en el calabozo. Agradezco que no haya sido así.
—¿Ves, Tyree? Tienes que aprender a ser amable con los policías. No tienes por qué besarles el culo, pero sí ser educado. Y prestar atención a todo, a los ojos, a su forma de moverse, no solo al uniforme. El motivo de que vistan de uniforme es que así son todos iguales. Pero no son todos iguales.
—Vámonos a casa —ordenó Felix—. El agente ha dicho que es peligroso andar por aquí de noche.
El asiento eléctrico emitió un suave zumbido cuando Felix lo reclinó. Cerró los ojos durante un momento y después se sacó de la camisa un objeto unido a una cadena de oro: un pequeño reloj de arena tallado en cristal de cuarzo transparente, encastrado en oro y lleno de trocitos de diamantes en vez de arena. Abrió los ojos, lo sostuvo entre el índice y el pulgar, le dio la vuelta y contempló cómo iban cayendo los granitos a través del estrecho cuello y depositándose en el fondo.
—Ocurra lo que ocurra —dijo hablando para sí, como si estuviera solo en el coche—, ocurrirá. Pero el tiempo nunca deja de acumularse a mi alrededor.