El tiempo está cambiando
Para ser detenida, la persona, en opinión del agente, ha de ser un peligro para sí misma, ha de ser un peligro para los demás o ha de encontrarse gravemente incapacitada. Sección 5150 de la Ley para el Bienestar Social e Instituciones de California.
A Hanson le resultó familiar nada más verlo allí, en el agua, el aviso 5150 que la centralita le había enviado a investigar. Era alguien a quien había conocido años atrás, cuando los dos eran mucho más jóvenes. Llevaba todo el día caminando junto al lago Merritt —desde antes del amanecer, según le dijo un borracho—, siguiendo los contornos del lago, «como si estuviera buscando algo que hubiera perdido». Un individuo de raza blanca que no respondía a nadie. Todas las personas con las que habló Hanson lo recordaban o lo contaban de manera un poco distinta.
«Tío, simplemente pasa de los negros. Aunque eso no es nada nuevo aquí. Si le saludas, él sigue andando como si no te hubiera visto, como si fuera superior a ti. No se toma siquiera la molestia. Aunque esté loco, sigue siendo un puto racista».
«¿Ese? Está realmente mal de la cabeza, se lo digo yo. Es un puto enfermo, no hay más que ver cómo te mira. No he visto nada igual».
«Poco después se le aceraron unos y le dijeron: “Qué tal, tío, ¿cómo vas?”, y él simplemente hizo caso omiso. Entonces llegaron un par de negros y le preguntaron si se creía un tipo duro, porque no lo parecía. Y dijeron que a lo mejor necesitaba que alguien le diera un par de hostias para enderezarlo. No, señor agente, no le tocaron, solo se lo dijeron para que reflexionara un poco, ya sabe».
«Si está en el agua es por su puta culpa».
Echó a andar en dirección al agua llena de fango y se metió hasta las rodillas para alejarse de la gente lo suficiente como para que se les quitaran las ganas de mancharse los zapatos o mojarse los pantalones.
Luego empezaron a arrojarle cosas, con lo cual lo obligaron a meterse más adentro, hasta el pecho y después hasta el cuello, de modo que no le quedó más remedio que remar con las manos para conservar el equilibrio andando de puntillas por el fondo. Después se metió otro poco más, y tuvo que patalear para no hundirse entre ramas de árboles, latas de cerveza y de refrescos, y vasos de papel arrugados que flotaban a su alrededor. Menos mal que en la orilla no había muchas piedras, se dijo Hanson, porque de lo contrario era posible que aquel chico ya estuviera muerto cuando él llegara y consiguiera abrirse paso por entre la gente.
«Cuando yo llegué ya estaba en el agua, así que no tengo ni idea, agente. Pero el muy hijoputa ha tenido la suerte de que haya llegado usted para hacerse cargo de la situación y poner un poco de orden».
Hasta las aves se sentían molestas: las gaviotas, los pelícanos, los patos, los cormoranes negros y los gansos sobrevolaban el lago emitiendo graznidos y de tanto en tanto se lanzaban en picado sobre él. Quizá su comportamiento se debía al tiempo tan raro que estaba haciendo, aquella podría ser la explicación más simple. El viento había cesado, y durante toda la semana había hecho un calor impropio de aquella época. Hacía un hermoso día de mediados de mayo, y las previsiones decían que aquel buen tiempo iba a continuar durante el resto de la semana.
Hanson hizo señas al chico desde el borde del agua para que volviera.
—Vamos, venga aquí. Es hora de irse.
Observó cómo se acercaba nadando hasta que logró hacer pie; después, pisando el fango, salió a la orilla y llegó a la hierba. Vestía una sudadera gris deformada y unos vaqueros, y no llevaba ni zapatos ni calcetines. Seguramente se le habían quedado trabados en el fango. Puso cara de sorpresa, solo un instante, cuando pareció reconocer a Hanson, y luego volvió a adoptar el gesto de víctima arrogante.
—Voy a ponerle las esposas —le dijo Hanson—. Se las pongo porque no tengo más remedio, ¿de acuerdo?
El otro se volvió y miró el lago mientras Hanson lo esposaba.
—¿Lleva algún documento que lo identifique? —El aludido se limitó a mirar el lago. Hanson sabía que no iba a aparecer en ninguna base de datos—. ¿Lleva encima algún arma, una navaja, algo así? Es mejor que me mire, así podremos terminar con esto. —Después añadió en tono más suave—: Y se ahorrará problemas que no nos interesan a ninguno de los dos. —El chico se volvió y lo miró—. ¿Cómo se llama? ¿A qué nombre responde ahora?
El otro continuó mirándolo.
—Bien —dijo Hanson—. Vamos a hacer lo siguiente: yo lo llevo al hospital del condado para que decidan lo loco que está y qué hay que hacer con usted. Al hospital Alameda County. Yo simplemente voy a llevarlo. Venga. Ahora dese la vuelta, muy despacio —ordenó al tiempo que movía un dedo en círculo para indicar que lo que quería era buscar algún bulto en aquella ropa mojada donada por el Ejército de Salvación que pudiera sugerir la presencia de un arma, porque no pensaba cachearlo—. Ya puede parar.
No parecía un chaval, ya no. Tenía la edad de Hanson y los mismos rasgos escoceses-irlandeses-apalaches, pero más suaves, más relajados, resultado de más años bebiendo alcohol. Hanson lo conocía.
—Vamos —le dijo, y ambos subieron la cuesta hasta donde se encontraba el coche patrulla, aparcado en la hierba. Hanson abrió la portezuela trasera—. Eso es —dijo a la vez que le hacía una seña para que entrara en el coche y le agachaba la cabeza para que no se la golpeara con el marco—. En el hospital le proporcionarán ropa seca. ¿Se encuentra bien?
Como el otro no respondió, Hanson cerró la puerta, se subió al coche y, reflexionando sobre ello, arrancó.
Aquello pasó durante su segunda semana de entrenamiento básico, un día que hizo un calor sofocante en Fort Bragg. Un individuo se desmayó a propósito, e inmediatamente otros tres o cuatro hicieron lo mismo. El instructor se cabreó y escogió a Hanson para echarle la bronca. Le gritó al oído que no adoptaba correctamente la postura de firmes, que le faltaba «actitud militar». Luego comenzó a pasearse a su alrededor ajustándole la inclinación de la cabeza y tirándole hacia abajo del brazo.
Hanson se sentía un poco mareado a causa del calor y decidió que si el instructor volvía a tocarlo otra vez se largaría de allí. A la mierda todos. Se iría hasta un pino que ya había elegido, se sentaría y desconectaría mentalmente. Bye bye. Sabrían que estaba fingiendo estar catatónico, pero era capaz de seguir así hasta que lo expulsaran de su puto ejército y de su puta guerra. Ese es su recuerdo de lo que pensó. Pero no lo hizo.
A lo mejor aquel chico simplemente estaba sordo y loco, pensó, y no era una versión distinta de sí mismo que se desgajó de él aquel día de entrenamiento y se fue por otro camino. Él mismo estaba bastante sordo, le habían estallado los oídos en la guerra, pero oía lo suficientemente bien a la gente que le gritaba en la calle y, en cuanto a lo de estar loco, había aprendido a hacer como que la mayor parte del tiempo no lo estaba.
Observó al detenido por los retrovisores laterales, luego por el retrovisor central, a través de la mampara de plexiglás, y el detenido le sostuvo la mirada impertérrito, con la misma arrogancia que antes exhibía él. Finalmente, se cansó, se reclinó contra el asiento y se puso a mirar por la ventanilla.
—El tiempo está cambiando —dijo el chico.
Hanson detuvo el coche en una gasolinera Shell cerrada. Se apeó y abrió la portezuela trasera.
—Baje —le ordenó, contento de ver la leve expresión de miedo que se reflejó en sus ojos—. Dese la vuelta.
Le quitó las esposas.
—Ya está. Ni se le ocurra mirarme. Si me mira, le doy de hostias. —Al ver que el otro no se movía, apoyó la bota en la parte de atrás de sus vaqueros mojados y le dio un empujón—. Largo.
El otro se ajustó el vaquero y dio unos pasos, descalzo y con el pantalón chorreando agua.
—Espere —lo detuvo Hanson. Sacó la billetera, extrajo un billete de veinte, hizo una pausa y extrajo el resto del dinero; luego se plantó delante del detenido y le embutió los billetes en el bolsillo de los vaqueros—. Adiós.
Desde el coche patrulla observó cómo se alejaba andando por la calle hasta que se perdió de vista al doblar una esquina, y a continuación se puso a escribir el parte de servicio: «No hay denunciante. Problema resuelto. Hanson/7374P».
Dio el aviso por terminado y fue a atender otro «problema desconocido» que había surgido en MacArthur Boulevard. La luz diurna cambió, se atenuó o se oscureció, y se tornó de un amarillo sucio. De pronto cayeron unas gotas de lluvia contra el polvo del parabrisas. Hanson miró a través de la ventanilla del lado del pasajero. Se estaba formando una tormenta al otro lado de la bahía, el cielo estaba negro como si hubiera llegado el apocalipsis y se acercaban densas cortinas de lluvia. En el mar se oyó el retumbar de un trueno, una gigantesca armada de nubarrones cargados de rayos que se arremolinaban en el horizonte empujando y avanzando hacia el interior.
Detuvo el coche y contempló cómo se iba acercando la tormenta, barriendo a su paso los depósitos y las refinerías de petróleo, pasando entre las grúas del puerto agachadas igual que perros robóticos, azotando las vallas publicitarias y levantando los tejados de los almacenes. Invadió la autopista, ralentizando y deteniendo el tráfico; inundó las calles de la zona este de Oakland. Las redes eléctricas sufrieron un apagón y los transformadores de los postes telefónicos explotaron en un montón de chispas. La tormenta sacudió el coche patrulla y lo zarandeó sobre sus amortiguadores; el granizo acribilló el techo y la aguanieve volvió opacas las ventanillas. La centralita enmudeció.
Varias horas más tarde, después de que se hiciera de noche, Hanson emprendía el regreso al distrito 4 después de haber transportado a un detenido. Conducía despacio por las calles inundadas bajo la intensa lluvia. Iba pensando en los sucesos de aquella jornada y se equivocó al tomar una salida; penetró en un distrito de almacenes. Empezaron a sonar unos timbres mecánicos. De la oscuridad surgió de repente la barrera blanca y roja de un paso a nivel iluminada por los faros del coche y Hanson frenó de golpe a menos de medio metro de ella, que tenía una luz roja de advertencia que parecía un ojo de toro que despedía destellos sobre el capó del coche.
Llegó el tren como salido de la nada, en plena oscuridad, y pasó tronando, como una exhalación, con sus dos pisos de altura, como un tornado que todo lo arrolla: vagones con portones deslizantes, vagones cisterna, vagones plataforma, vagones volquete, góndolas que se balanceaban de un lado a otro a través de la lluvia y que abandonaban Oakland, Erie Lackawanna, Santa Fe, Oregon Pacific, Pee Dee River, Kansas City, Illinois Central, Green River…, camino de otros lugares. La lluvia formaba una nube de vapor y humo de colores por encima del coche patrulla; los faros de los automóviles que aguardaban al otro lado de la vía aparecían y desaparecían de forma intermitente entre los huecos que quedaban entre un vagón y otro; el tren iba pasando con un fuerte estrépito y un traqueteo que zarandeaba el coche. Hanson, con el uniforme mojado por la lluvia, se reclinó contra su asiento y cerró un momento los ojos, exhausto.
Iba vadeando las lodosas aguas del Song Mai Loc, de nuevo en la temporada del monzón, a la hora más calurosa del día, en una guerra que se estaba librando en el otro rincón del planeta. Según el mapa que estaba usando, se encontraban a medio kilómetro de una aldea que se llamaba Mai Than antes de que fuera destruida. Todas las aldeas del mapa habían sido destruidas, esa era la palabra que aparecía en letras mayúsculas debajo de cada una, entre paréntesis. Lo que había sido Mai Than, antes de que fuera destruida, se encontraba al otro lado de un promontorio, justo después de una línea azul que en el mapa era el río que estaban cruzando, el Song Mai Loc marrón, el lodoso río Song Mai Loc.
Con un calor pegajoso y sin apenas moverse, a mitad del río y con el agua hasta la cintura, iban Hanson y cinco miembros del pelotón de reconocimiento para combate, mercenarios vietnamitas que eran sus mejores asesinos. Era ya el tercero de los cinco días de reconocimiento que había planeado Hanson para actualizar la información que figuraba en el mapa.
Al terminar de atravesar el río hicieron un descanso, ocultos en una marchita mata de bambú, para beber el agua tibia y con sabor a yodo que llevaban en las cantimploras, comer un puñado de aquellos pescaditos fritos que se consumían como si fueran palomitas y arrancarse o quemar las sanguijuelas que se les habían adherido a los tobillos y a las ingles mientras cruzaban la corriente.
De pronto Rau, el sargento del pelotón, le hizo una seña a Hanson y apuntó hacia un lugar: cuatro o cinco mujeres que conducían una reata de búfalos de agua junto a la base del promontorio y que venían hacia ellos. Ya estaban muy cerca, se oían sus risas agudas y musicales flotando a través de la lluvia. Todavía no los habían visto, y los búfalos no los habían olido porque estaban situados a contraviento, siguiendo una ruta o un camino que no se hallaba en el mapa.
Mai Than ya no debía ser destruida —o todavía no—, y cuando las mujeres los vieran enviarían tras ellos a los jefes de la aldea, que serían fuerzas del Viet Cong. Hanson sabía que llevaban más de dos años sin contar con fuerzas amigas en aquella zona, y por eso había querido verificarlo con aquella misión. Buena idea, pensó sonriendo. Se encontraban muy lejos del alcance de la artillería de cualquier base de apoyo, y los helicópteros de combate y los aviones de transporte táctico de la 101.ª base de Quang Tri no iban a poder rebasar las montañas con aquel mal tiempo. Estaban solos. ¿Qué iba a hacer cuando aquellas mujeres los descubrieran, decirles que estaban tomándose un respiro y que ya se iban?
Podían huir de inmediato, pero las unidades locales del Viet Cong, que conocían el terreno mucho mejor que él, que solo lo conocía por el mapa, les darían alcance enseguida. Bueno, pensó Hanson relajándose, se quedarían donde estaban y lucharían allí mismo, matarían a todos los del Viet Cong que pudieran antes de que los mataran a ellos. Genial.
—Debemos atacar —le susurró Rau imitando por señas la acción de disparar una pistola y matar a las mujeres al tiempo que hacía un gesto negativo con la cabeza en plan de broma, como si se arrepintiese. Llevaba matando vietnamitas, ya fueran de un bando político u otro, desde los doce años. Era el único empleo que había tenido en su vida. En el campamento, a veces bebía una mezcla de opio y licor de arroz, pero conocía bien su trabajo.
Putos monstruos, pensó Hanson a la vez que desabrochaba una solapa de su mochila; eso es lo que somos todos. Sacó de la mochila la Hi-Standard del calibre 22 que llevaba envuelta en un plástico y a continuación el silenciador.
Había llegado a ser muy bueno en su trabajo, y cuando se es tan bueno, pasado un tiempo, si se sobrevive lo suficiente, lo único que puede acabar con uno es la mala suerte, y, aunque uno tenga mala suerte, si conserva la calma y hace lo que procede hacer, saldrá ileso.
Llevaba consigo la 22 con silenciador solo por si acaso veían a un miembro del Viet Cong o del ejército norvietnamita al que tuvieran que hacer prisionero, dispararle para que no muriera de inmediato y llevárselo consigo. Aquella pistola no era silenciosa del todo, pero hacía muy poco ruido, y además tenía un cargador de repuesto de diez balas. Era una pistola de precisión y había practicado con ella en el campamento hasta que logró dominarla. No tendría dificultades para meter un balazo a cada una de aquellas cinco mujeres —las que eran— en cinco segundos. Les dispararía a la cabeza. Lo que le gustaba de la guerra, lo que a todo el mundo le gustaba si es que le gustaba algo, era la simplicidad. Su misión consistía en seguir vivo y procurar que también siguieran vivos los integrantes de su equipo.
Cuando hubieran matado a aquellas mujeres podrían huir, soltar las correas de emergencia de las mochilas, desprenderse de todo salvo la munición y el agua; tendrían una ventaja para volver a cruzar la línea azul y, ahora que ya se conocían el camino, regresar a las colinas y a los valles en los que podrían ocultarse, en los que no había tantos soldados del Viet Cong, y, si tenían suerte y corrían deprisa, desde allí podrían llamar a la artillería; tal vez llegaran vivos al día siguiente. Lo lograrían si contaban con una ventaja y mataban a aquellas mujeres.
Limpió la pistola con un trapo aceitado que llevaba en la misma bolsa; la examinó para comprobar que tenía una bala en la recámara, una del calibre 22 para exploradores, enroscó el silenciador y quitó el seguro. Intercambió una mirada con Rau y los otros cuatro miembros de su pelotón de reconocimiento, y entonces fue cuando las mujeres empezaron a azuzar a los lentos búfalos con sus varas de bambú y a rodear el promontorio, sin sospechar que habían estado a punto de ser objeto de una carnicería. Hanson permaneció agachado, controlando su respiración, mientras sus hombres ponían cara de alivio y decepción a la vez.
Las delicadas risas, los golpes de las varas de bambú contra los lomos de los búfalos, el tintineo de las campanas que llevaban los animales colgadas del pescuezo…, todo fue difuminándose a medida que se alejaban.
Todos se habían salvado, y allí estaba él, sentado dentro de aquel maloliente coche patrulla al ralentí, bajo la lluvia, pero el tren había pasado, ya no hacía ruido y se había perdido de vista por la vía. El tintineo de la campana mecánica era tan solo el pitido que tenía siempre en los oídos, cuando se daba permiso a sí mismo para escucharlo. La barrera blanca y roja se elevó como un brazo que le indicaba con aquel gesto que ya podía proseguir con su vida. Se pusieron a cruzar los vehículos del sentido contrario, cuyos faros le hirieron los ojos cuando traquetearon por encima de las vías. Había más automóviles detrás de él, en fila, esperando, temerosos de tocarle el claxon a un coche policial. Metió la marcha y avanzó a través de la lluvia.