Solsticio
Aquella mañana, cuando llegó a casa después de trabajar tres horas extras, el sol ya estaba muy alto en el cielo, enorme, y traía un viento cálido procedente del desierto de Nevada que parecía como si alguien hubiera abierto la puerta de un horno.
Ahora ya hacía calor incluso desde por la mañana y Hanson tenía dificultades para dormir más allá del amanecer. La hora más calurosa del día era cuando él iniciaba su turno en las llanuras de la zona este de Oakland, la hora en que el sol pendía sobre la bahía y se reflejaba en los escaparates de las tiendas y en coches que pasaban, o formaba hirvientes arcoíris en los charcos de aceite de motor desperdigados por la calle. El plástico del asiento del coche estaba muy caliente, el volante quemaba al tacto, las botas con puntera de acero nunca perdían el calor. Bajó el visor del parabrisas, se subió otro poco más las gafas de sol y atendió los avisos de la centralita.
Entró en la cocina y se echó al gaznate tres dedos de tequila verde que no tuvieron ni el menor efecto en él. Al otro lado de la ventana, los jilgueros y los gorriones saltaban de los comederos a la cuerda de tender la ropa y al cable telefónico como si fueran notas musicales en un pentagrama. Llevaba veintidós horas despierto, funcionando a base de adrenalina y agotamiento, y no tenía ganas de dormir. Se sirvió otra copa y volvió la vista hacia el calendario de los Tres Dragones que colgaba en la pared. Era el solsticio de verano, el día en que «el sol se queda quieto», decía el calendario. El día más largo del año. Seis meses más y obtendría su certificado POST. Lo único que tenía que hacer, se dijo, era aguantar.
Dejó la copa, fue hasta la puerta trasera, abrió el pestillo y bajó la traqueteante escalera que llevaba al sótano.
En un rincón del sótano estaba la original caldera de carbón, modificada para usarla con fueloil; una gigantesca cámara de combustión, fría y cubierta de hollín, que descansaba sobre los cimientos de hormigón. De ella salían varios tubos de calefacción, como los tentáculos de un pulpo mecánico, que se extendían por el bajo techo y subían para atravesar los suelos de la casa.
El pesado saco de boxeo que tenía Hanson colgaba detrás de la escalera, de tres cadenas enganchadas a una argolla. Bajó el último peldaño, se volvió y le propinó una patada lateral al saco. Cuando este volvió hacia él, lo golpeó de nuevo con el antebrazo. Seguidamente se apartó, cogió un temporizador de cocina de plástico blanco que había en una balda bajo la escalera y le dio cuerda mientras las cadenas chirriaban por el roce con la argolla. Dejó el temporizador, buscó el ritmo del saco de boxeo, se irguió y empezó a lanzarle puñetazos. En la lona sucia y gris empezaron a aparecer salpicaduras de sangre. Atacaba el saco con los puños, los codos, los pies…; lo embestía con el hombro. El esfuerzo le arrancaba gruñidos y lo dejaba resollando.
De pronto sonó el temporizador.
Se apartó, lo cogió con las manos temblorosas y los nudillos despellejados, le dio cuerda de nuevo y volvió al saco.
Cuando el temporizador sonó por segunda vez, Hanson, tomando aire a bocanadas, bajó las manos y apoyó la frente en el saco. Luego se volvió y, con las rodillas flaqueando, fue hasta un banco de pesas y se sentó en él, con los codos en las rodillas y la cabeza inclinada, goteando sudor sobre el suelo de hormigón. El viento silbaba a través del aislamiento agrietado del ventanuco que había en la otra pared, justo por encima del nivel del suelo exterior. El cristal, lleno de polvo, estaba ya casi opaco debido al paso de los años, y las espinas de un rosal que había fuera, zarandeado por el viento, iban dibujando un mensaje en él.
Hanson se levantó y cruzó el sótano para mirar por el ventanuco. Para ello tuvo que pasar por detrás de la caldera, y tropezó con una manguera negra enrollada y medio podrida que tenía los manguitos de unión ya verdes a causa del óxido. Una cara lo miró desde debajo de la manguera enrollada. Era una máscara de color verde que no tenía ni boca ni nariz. El único ojo que había en la frente tenía forma rectangular y estaba protegido por una protuberancia ósea.
Se puso en cuclillas y vio que se trataba de una vieja careta de soldador hecha con baquelita o con fibra de vidrio, moldeada en capas de plástico y tiras de tela, de tal forma que parecía el rostro momificado de algún alienígena que hubiera involucionado. Cuando tocó la manguera, salió una gruesa araña negra que estaba en su algodonosa tela, subió en línea recta con una velocidad febril, pasó junto a su mano y desapareció por una grieta de la pared. Hanson levantó la careta y de ella cayó un ciempiés plano y traslúcido que, al chocar con el suelo, se flexionó sobre sí mismo, se dio la vuelta y huyó para esconderse entre los pliegues de la manguera.
El visor de la careta era un rectángulo de vidrio grueso y de color verdinegro provisto de una pátina dorada, ligeramente más grande que una tarjeta de visita, lo bastante oscuro para que el soldador pudiera mirar directamente a través de él el arco eléctrico mientras realizaba la soldadura. Hanson había leído en alguna parte que se podía utilizar una careta de soldador para mirar el sol.
Se la llevó al piso de arriba, la puso bajo el grifo de la cocina mientras con una esponja le iba quitando el polvo de varias décadas y después limpió el visor con limpiacristales. Todavía quedaban restos de una pegatina dentro en la que decía que el vidrio había recibido un baño de oro. La careta estaba unida a una banda para sujetarla a la cabeza; intentó hacerla bascular arriba y abajo, empleando jabón a modo de lubricante, hasta que consiguió abrirla y cerrarla con facilidad. Tenía dos posiciones: cerrada sobre la cara o abierta, mirando hacia el techo. Se puso la banda de cuero, todavía mojada, en la cabeza, y la ajustó con una perilla de plástico.
Cuando la bajó, no alcanzó a ver nada más que las gastadas rodillas del pantalón vaquero y los pies. Inclinó la cabeza hacia atrás y la careta se abrió sola de nuevo y se quedó fija en dicha posición.
Se imaginó llevándosela a patrullar, con ella puesta cuando acudiera a apaciguar una disputa familiar, entrando por la puerta con un ojo de cíclope y voz de robot.
—Obedezca mis órdenes —declamó—, o de lo contrario morirá alguien.
Dio unos pasos por la cocina, fue por el pasillo y salió al porche. Al mover la cabeza, la careta verde le cayó sobre la cara. Miró hacia arriba, cegado por la máscara, y localizó el sol por el calor.
Una esfera perfecta que flotaba en una oscuridad absoluta, de color verde, vibrante, una visión que la mayoría de la gente no había visto jamás y posiblemente no vería nunca. Era algo que no conviene que vea la mayoría de la gente. El sol verde. Allá en lo alto, todos los días, una verdad terrible, como el pecado original. El sol estaba vivo y lo contemplaba a él. Su rostro iracundo aparecía infestado de párasitos, manchas que se movían por pares, bordeados de cilios, que giraban, se agitaban y se escondían detrás de las llamaradas de la superficie solar.
Se levantó la careta y parpadeó bajo la intensa luz; acababa de darse cuenta de lo desprotegido y vulnerable que resultaba allí, en el porche, sin ver otra cosa que el sol.
Se sacó la Hi-Power del bolsillo de atrás y la sostuvo apoyada contra la pierna. Inspeccionó la calle en ambos sentidos sintiendo el sol que caía a plomo sobre él. Cerró la careta para echar otra ojeada. El sol lo estaba esperando, humeante, bullente, mirando hacia el ojo bañado en oro. De pronto empezó a girar, y un lado de su rostro reventó a la altura de su ecuador formando una boca que escupió llamaradas.
Eso ha sido una eyección de masa de la corona solar, pensó, y solo la han visto otras dos personas en todo el mundo… Pero sus pensamientos no eran suyos.
Subió la careta. El sudor le corría por la cara y le escocía en los ojos. Quitó el seguro de la pistola, retrocedió y se dijo que debía ir más despacio, relajarse, no pensar tanto.
Solo tres personas en el mundo: tú, un astrónomo de Nuevo México que está mirando por un telescopio de rayos X y una tercera persona que va por el océano Pacífico a bordo de un carguero de Maersk Line, a dos días de San Pedro.
Miró la calle y después la casa. El viento arrastró un cubo de basura y lo hizo rodar por la calle en cuesta que tenía a su derecha, y giró la cabeza hacia el estruendo. La careta cayó y le tapó los ojos, y en aquel momento vio a un individuo flotando en la oscuridad, verde como el sol. Vestía un mono de trabajo con el logo de la empresa DEL SOL en un bolsillo y su propio nombre, DON, en el otro. Estaba mirando a Hanson con unos ojos de un llamativo color bronce, el único color que no era ni verde ni negro.
No había automóviles circulando por Grand Street, ni aviones, ni gritos, ni bocinas. El viento había cesado. Hasta sus acúfenos habían enmudecido. Quizá fuera que finalmente había muerto, llegó a pensar.
Aún no.
Reconoció la voz que acababa de oír como un pensamiento suyo y guardó la pistola.
¿Por qué has mirado hacia el sol?
Hanson no supo responder.
La llamarada que acabas de ver va a causar problemas.
Se preguntó qué problemas podría causar aquella llamarada.
Oscuridad. Se acerca una ráfaga de viento solar.
El ojo se volvió negro. El viento reapareció. Allá en la autopista se oyó el aullido de una sirena.
Se levantó la careta y vio su propia sombra en el porche, a su lado.
La mayoría de las personas veían a la Parca solamente una vez, pensó, y aun así fingían que no estaba.
Se quitó la careta y la sostuvo lejos de sí, como una cabeza cortada, antes de depositarla sobre el porche.
Volvió a la cocina y se terminó la copa que había dejado antes; luego se sirvió otra, se la llevó al dormitorio y la puso encima de la mesilla. Se desvistió y se metió en la cama. El sol, desde el otro lado de la ventana, brillaba en el vaso de tequila verde. Escuchó el viento cálido que azotaba la casa, sacudía las combadas persianas de las ventanas y silbaba bajo los aleros. Cerró los ojos y se durmió.