Viento


Y desde la hora sexta toda la tierra se oscureció.


Era Viernes Santo, el día en que Jesucristo fue clavado en la cruz. Y también el primer día de abril, el Día de los Inocentes[1]. A Hanson ya le quedaba una semana menos para alcanzar su objetivo de obtener el certificado POST y marcharse de la Policía de Oakland.

El viento caliente llevaba soplando una noche y un día. La noche anterior había acompañado a Hanson hasta su casa, y lo había despertado a la mañana siguiente. Subía y bajaba de intensidad, y cuando Hanson llegó al distrito 5 había empeorado bastante: formaba remolinos en las callejuelas, empujaba cubos de basura contra los coches aparcados, hacía rodar torbellinos de polvo por la calle Este 14, levantaba trozos de periódico, envoltorios de hamburguesas, tiques de aparcamiento, bonos de autobús, recibos de bebidas alcohólicas y carteles del año pasado con fotos de niños fugados que habían desaparecido y cuyas caras estaban ya tan ajadas por la intemperie que parecían todos iguales. El viento volvía a la gente irritable, susceptible, más propensa a discutir y a oponer resistencia a la autoridad. El cuerpo de bomberos estaba muy ocupado con la quema de contenedores y los incendios provocados.

Había detenido el coche junto a la acera en una calle del distrito 5 y estaba buscando en el callejero la dirección que le había proporcionado la centralita, un aviso de problema desconocido procedente de una persona que no había querido dar su nombre. La centralita llevaba ya unas horas con aquel aviso y ahora él no lograba encontrar la dirección. Un problema desconocido de una persona anónima en una dirección que no encontraba en el callejero.

El viento soplaba proveniente del pasado, fuerte, racheado, repleto de voces, zarandeando el coche patrulla. Levantó la vista y vio a un chaval que venía en bicicleta por la misma calle, inclinado hacia un lado para contrarrestar la fuerza del viento e intentando ver quién estaba dentro del coche patrulla. Era Weegee, ágil y musculado porque iba a todas partes en su bicicleta, se dijo Hanson, todos los días, sin descanso, recorriendo los distritos sombríos y peligrosos del este de Oakland. A Weegee no le quedaba mucho para que usara una pistola 9 mm por primera vez como centinela de algún camello en alguna zona de viviendas sociales; después tendría una esquina propia donde traficar, y para entonces ya podría permitirse una Uzi. Era un buen chico que trabajaría mucho y probablemente moriría antes de cumplir los veinte. A lo mejor antes de morir conseguía llegar a dirigir, o a distribuir, o a extorsionar.

Le hizo un breve saludo a través del parabrisas. Weegee sonrió de oreja a oreja, irguió la espalda y empezó a pedalear, esta vez cortando el viento y ganando velocidad, hasta que Hanson pensó que iba a pasar junto al coche patrulla como una exhalación. En el último instante frenó, giró el manillar, se detuvo limpiamente derrapando de lado y se quedó mirando a Hanson desde el otro lado de la ventanilla.

—Hola, agente Hanson —dijo sin acusar el esfuerzo—. Ya me parecía que era usted.

—Cuando vamos de uniforme todos somos iguales —replicó Hanson sin poder evitar sonreír también—. ¿Cómo te va, Weegee?

—Bien.

—¿Vives por aquí cerca?

—Me muevo, ya sabe. ¿Qué ocurre, agente?

—He vuelto a perderme en el este de Oakland —respondió Hanson—. A lo mejor tú puedes ayudarme. —Cogió de nuevo el callejero—. Es justo aquí —dijo tocando una página doblada del callejero, un librito con espiral—. Tiene que estar por aquí cerca, pero no lo encuentro. Es una calle que se llama Bleeker Court.

Weegee miró atrás, calle arriba, y después volvió a mirar a Hanson.

—¿Está seguro?

—Del todo. Bleeker Court. Me la ha facilitado la centralita.

—¿Y para qué tiene que…? —En aquel instante el viento levantó un cubo de basura y lo arrojó contra un coche abandonado que había en la acera de enfrente—. ¿Para qué tiene que ir a esa calle?

Tiene que ir… Aquella frase le trajo a la memoria el ritmo de la marcha de la escuela de paracaidismo, muchos años atrás. Recordó su propia voz, y también las voces de personas de las que hacía mucho que no se acordaba, la mayoría de las cuales habían muerto. Tienes que ir, tienes que ser, aviación, formación

—Por un aviso de problema desconocido —respondió.

—¿Y querían que fuera la policía?

—Eso parece.

Weegee volvió a mirar calle arriba.

—Esta zona de la ciudad es rara —dijo ladeando ligeramente la cabeza como si estuviera escuchando algo.

—¿Qué…? —le preguntó Hanson.

—No, nada, es que… —Weegee sonrió—. Me ha parecido que me llamaba alguien —rio—, pero habrá sido el viento. Puedo llevarle yo —se ofreció al tiempo que daba la vuelta a la bicicleta girando sobre la rueda delantera—. Es por aquí.

Hanson fue detrás de él en el coche patrulla recorriendo callejuelas; cruzando verjas de hierro de vallas metálicas; atravesando solares vacíos; lugares que no había visto jamás; callejones con señales que decían SIN SALIDA pero que sí tenían salida; una especie de jungla de vagabundos salpicada de grandes bidones de basura que ardían llenando de chispas el aire; un estrecho pasaje forrado a ambos lados con contenedores apilados unos encima de otros; un basurero en el que vio tres cerdos del tamaño de un perro que correteaban con las patas rígidas y la cola enroscada y levantada y se perseguían entre el polvo agitado por el viento, lanzando chillidos y saltando por encima de coches, cocinas y frigoríficos destrozados y desperdigados que parecían ataúdes.

—No son más que perros —se dijo Hanson.

Weegee se detuvo en un auténtico callejón sin salida en el que había un matorral de ramas de bambú del grosor de una muñeca y de unos seis metros que bloqueaba el paso. Hanson se detuvo junto a él haciendo crujir la grava con los neumáticos.

—Es ahí detrás —dijo Weegee señalando el bambú—. A veces ni yo mismo lo encuentro.

—¿A veces?

—Es difícil de explicar. Ahí viven varias viejas, todas blancas. —Dio vuelta a la bicicleta—. ¿Ha visto los tres cerdos? —Soltó una carcajada—. Tengo que irme.

Acto seguido, volvió a subirse a la bici de un salto. Echó una última mirada a Hanson, como si fuera a decirle algo, pero cambió de idea y se marchó. Hanson se quedó mirando cómo se iba; después apagó el motor y se apeó del coche. Sacó su brújula de supervivencia, pero la flecha no se quedaba quieta, oscilaba continuamente a un lado y a otro.

El matorral de bambú se agitaba y siseaba, y cuando levantó la vista salió de él una bandada de estorninos de pico anaranjado y después otra, todos con plumas moteadas, iridiscentes y verdinegras, aleteando como locos y lanzando agudos graznidos. Hanson inclinó la cabeza para escuchar, luego abrió una rendija en la cortina de troncos de bambú brillantes y puntiagudos y descubrió que al otro lado había un sendero de ladrillos.

Doce chalés californianos, seis a cada lado de un patio en el que crecía una única palmera datilera inclinada por efecto del viento que agitaba sus frondas secas con un fuerte murmullo. Había plantas que Hanson no había visto nunca en Oakland —ni en ninguna parte— y que allí crecían con gran vigor. Enredaderas uña de gato con flores amarillas y ramas semejantes a zarpas, puntiagudos cactus de flores de color malva… Los pequeños chalés estaban cubiertos casi por completo por pasifloras que contribuían a sostener en pie lo que quedaba de ellos. Probablemente fueron construidos después del terremoto de San Francisco de 1906, se dijo Hanson; muchas personas perdieron sus hogares y se trasladaron a Oakland, una época muy anterior a la Segunda Guerra Mundial, tras la cual empezaron a llegar numerosos negros para trabajar en los astilleros, las conserveras y las fábricas de automóviles.

Mujeres mayores, todas ellas de raza blanca, que vivían lejos de todo, en el extremo sureste del este de Oakland, que vestían faldas descoloridas y blusas y vestidos demasiado estrechos en las caderas y en los hombros, que entraban y salían por la puerta abierta del chalé n.º 5. Debían de ser jóvenes cuando los construyeron, pensó Hanson, y los ferris iban y venían constantemente desde San Francisco, deslumbrantes con sus luces entre la niebla de la bahía. El viento le trajo el sonido de una música a lo lejos, y las visualizó de jóvenes, con el pelo a media melena y vestidos de lentejuelas estilo años veinte, iridiscentes como los estorninos, bailando toda la noche en el transbordador bajo una de aquellas bolas de espejos que colgaban del techo de la pista de baile y proyectaban haces de colores sobre las paredes.

Cruzó el patio. Allá en lo alto las nubes de estorninos adoptaron la forma de una serpiente, un tiburón, una medusa en movimiento…, y finalmente explotaron y se dispersaron. El viento suspiraba y susurraba.

—Señoras —dijo Hanson subiendo los hundidos escalones del porche del chalé n.º 5—, buenas tardes.

Lo ignoraron como si fuera alguien que viniera vendiendo religión. Salían por la puerta con revistas bajo el brazo, latas de conservas, papel de cocina y libros apilados contra el pecho, cargadas con bolsas de tiendas que hacía mucho que habían cerrado.

—Señoras, disculpen.

Detrás de él llegó una anciana que pasó rauda por su lado y entró en la casa al tiempo que lo miraba con impaciencia y cara de pocos amigos. Tuvo que apartarse a un lado para dejar pasar a otra que portaba una lámpara de mesa con la pantalla rota y a otra más que salía con una caja de cartón llena de cintas verdes y rojas, lazos autoadhesivos de purpurina y papel de regalo navideño ya usado. El viento levantó parte del contenido de la caja antes de que ella pudiera impedirlo, y el vistoso papel de regalo salió volando y dio tumbos por el patio.

En el interior de la vivienda había paquetes de periódicos amarillentos y medio desmenuzados, apilados en altas torres a lo largo de las paredes del salón principal, encima de los muebles y de la enorme consola de madera de roble que albergaba el televisor. Entre las torres de periódicos discurría un estrecho pasillo que llevaba hasta el sofá, continuaba hacia el rincón del comedor, que a su vez estaba abarrotado de pilas de ejemplares del Oakland Tribune que llegaban a la altura del pecho, por encima de las repisas de las ventanas, años y décadas de malas noticias. La casa olía a comida quemada y camuflada con ambientador, y también flotaba un leve olor dulzón, a podrido, como el aliento de un conductor borracho que asegura no haber bebido alcohol.

—¿Quién ha llamado a la policía?

Una persiana suelta se agitaba con el viento.

En la cocina, una mujer descalza y vestida con un albornoz y un gorro de ducha de los que dan en los moteles iba abriendo y cerrando uno tras otro todos los muebles, que ya estaban vacíos.

—¿Señoras?

Estaban saqueando la casa.

Otra anciana, una que tenía tan poco pelo que se le veía el cuero cabelludo, vestida únicamente con una combinación raída de color carne, se esforzaba por abrir un cajón que se había atascado. Finalmente el cajón cedió y salió del todo. La anciana retrocedió trastabillando, chocó contra la pared del fondo, se le resbaló un tirante de la combinación y le dejó un pecho al descubierto. Un montón de platos baratos cayeron al viejo suelo de linóleo, junto con manojos de cucharillas de plástico unidas con una goma y tenedores y cuchillos de los que regalan con la comida para llevar. La anciana miró a Hanson y se subió el tirante.

En un extremo de la cocina se amontonaban varias bolsas negras de basura y varias cajas de ese vino que viene en bolsas aplastadas y rezumando líquido. Hanson cerró la puerta de la nevera al pasar y entró en una estancia que antes debió de ser un comedor, donde una mujer corpulenta, vestida con una bata de flores, con el pelo castaño y sin vida recogido con una goma, y con unas medias de nailon enroscadas por debajo de las rodillas, estaba inspeccionando los cajones de un aparador de madera oscura. Se había pintado los labios de un color rojo sangre y llevaba las cejas totalmente depiladas y luego dibujadas con lápiz formando un arco agresivo.

De repente se oyó un estrépito que le hizo volver la cabeza, y otras dos mujeres pasaron junto a él corriendo apresuradas mientras entraba en un dormitorio que tenía las cortinas cerradas y una iluminación en el techo tan sutil como la de una estación de autobuses, varias bombillas de cien vatios en una lámpara de aspecto barato. Todavía no las había robado nadie. La alfombra anaranjada y azul de pelo largo que cubría el suelo estaba llena de cristales rotos de un espejo que se había caído de la pared y se había hecho añicos sobre un tocador. Por todas partes había piezas de bisutería barata, polvos faciales, chaquetas, blusas y zapatos, y también botellas vacías de vodka de diferentes tamaños.

Y un cuerpo tendido en la cama.

No vio que hubiera señales de traumatismos, pero no pensaba darle la vuelta para ver si había algún orificio de salida. Podría haber muerto de cualquier cosa —envenenamiento, asfixia, un picahielos en el oído…—, pero lo más probable era que aquella mujer hubiera muerto, finalmente, de vejez. Estaba tumbada boca arriba, desnuda, con las rodillas levantadas y separadas, todavía rígidas a causa del rigor mortis. Un brazo descansaba sobre el cuerpo y el otro estaba extendido y con la palma hacia arriba, con el rostro vuelto hacia Hanson y los ojos casi cerrados. En las nalgas y en los pies se apreciaba sangre acumulada, ya negra. Las sábanas, que en su día debieron de ser color marfil, presentaban un brillante tono negro grafito después de los muchos años que su propietaria debió de dormir encima, borracha, sin conocimiento, sin lavarlas jamás. El rostro de la fallecida parecía, más que viejo, anciano. La muerte había alisado todas las arrugas de expresión y de preocupación, así como las del entrecejo, y había tensado la piel de las mejillas y de la nariz. Era una mujer anciana y anónima, la máscara de la muerte de una mujer cualquiera. Aristocrática, intemporal. Se aproximó y la observó de cerca. Aquella noche se llevaría consigo el perfume dulzón de la muerte, prendido en el cabello y adherido al uniforme. Fuera el viento gemía, castañeteaba y emitía chasquidos que parecían disparos.

Recogió la colcha del suelo, apartó las botellas de vodka, que rodaron hacia los lados, y cubrió el cadáver. Ya se había alterado y saqueado la escena del crimen; diría que la había encontrado tapada. Cuando regresó a la cocina, vio que no había nadie. La casa estaba vacía, estremeciéndose con el viento. Una puerta de rejilla chirriaba y golpeteaba sin cesar. Cerró y echó la llave a la puerta de atrás, y luego fue a asegurarse de que todas las ventanas de la casa estuvieran bien cerradas. Regresó al dormitorio y permaneció un momento en el umbral.

—No le va a pasar nada —le dijo al cadáver—. Ya está todo cerrado. Estará bien. —El viento hacía tabletear las ventanas, intentando entrar—. Bien —repitió, y salió de la casa.

Ya en el porche, sacó la radio del cinturón, pulsó el botón del micrófono y dio el código de identificación. Lo interrumpieron las interferencias. El viento soplaba en una dirección determinada a gran altura y cambiaba de dirección en otra altura distinta, lo cual desgajaba las nubes. El viento estaba cantando.

La centralita le dijo que aguardase un momento.

La nube de estorninos se había constreñido hasta formar un brillante embudo verdinegro y estaba virando lentamente hacia el límite de San Leandro.

La centralita volvió a comunicarse y le dijo que se mantuviera a la escucha.

Fue hasta el siguiente chalé, subió la escalera y llamó a la puerta. Le pareció oír a alguien hablando dentro, o tal vez fuera la televisión, o simplemente el murmullo del viento. Volvió a llamar, esta vez usando la porra corta, observando a los pájaros y escuchando los crujidos de la palmera, semejantes al roce de un remo gigante con la borda del barco. No acudió nadie a abrir, pero las voces se interrumpieron.

De los árboles brotaba la oscuridad como si fuera humo, se elevaba en el viento y se esparcía por las nubes. Las puertas de rejilla golpeaban una y otra vez contra los marcos, y los perros aullaban al cielo.

—Cinco Tac 51.

—Cinco Tac 51 —repitió Hanson.

—Esto… Cinco Tac 51, olvide ese aviso. Tiene un 908.

—Verá… aquí hay un cadáver.

—Cinco Tac 51, ¿me oye? Abandone. Esa ubicación no pertenece a nuestra jurisdicción. Tiene un 908.

—Cinco Tac 51, voy a necesitar…

—Cinco Tac 51, le será asignado al condado. Tengo un número de aviso en Alameda County para que tome nota, ¿está listo para copiarlo?

Hanson copió el número en su libreta y volvió a guardarse la radio en el cinturón. Echó una última ojeada al chalé n.º 5 y emprendió su regreso al coche patrulla.

El conejo negro estaba casi oculto bajo el porche del chalé n.º 2. Parecía una sombra, una discontinuidad en el suelo de hormigón. Hanson pasó por su lado haciendo caso omiso, iba pensando en cómo iba a hacer para encontrar el camino de vuelta al distrito. Estaba oscureciendo y en el horizonte se veía el resplandor de los relámpagos. El viento ya era lo bastante desagradable, no le hacía falta otro puto conejo negro. Seguro que en el este de Oakland había centenares de conejos negros que parían camadas todas las noches y que eran famosos en todo el país, aunque él nunca hubiera oído hablar de ellos. Una reserva de presas para todos los perros salvajes. Ahora el conejo venía detrás de él, como un perro. Hizo un alto, se volvió y lo miró. El viento le revolvía el lustroso pelaje formando pequeños remolinos negros y sus grandes orejas se movieron cuando levantó la cabeza para mirarlo. Tenía un mechón de pelo blanco que le nacía debajo de un ojo y discurría a lo largo del hocico. En efecto, era el conejo del templo. Aquel templo se encontraba a varios kilómetros de allí, casi todos cuesta arriba, al otro lado de dos autopistas. Era el mismo conejo. No iba a dejarlo en paz.

—¿Qué? —dijo Hanson.

El animal ladeó la cabeza y comió unas cuantas hojas de hierba sin dejar de observar a Hanson con un ojo.

Hanson hizo ademán de ahuyentarlo con las manos, como si estuviera chapoteando con el agua hasta la cintura.

—Largo de aquí. Vete.

Pero el conejo no se movió del sitio, de modo que Hanson lo esquivó.

—Hola, agente Hanson.

Era de nuevo Weegee, que venía hacia él abriéndose paso por la cortina de bambú.

—Weegee, cuánto me alegro de verte, chaval. Uf. Ya dudaba que fuera a ser capaz de salir de aquí, este es un sitio raro de verdad.

—Sí —coincidió Weegee. Miró a Hanson y después bajó la vista hacia el suelo. Era tímido, o tal vez le daba vergüenza ajena que un policía se perdiera una y otra vez—. Estaba pensando en eso y llegué a la conclusión de que debía volver, por si me necesitaba.

Le llevó unos instantes. Hanson comprendió que al propio Weegee le daba miedo aquel lugar, pero le había enseñado a él cómo se llegaba y ahora había vuelto. Se mordió el labio y miró al cielo, pero el cielo había desaparecido; ahora no había más que nubarrones negros.

—Es hora de hacernos un di-di, chaval, si es que consigo atravesar el puto bambú…

—¿Qué es un di-di?

Di-di mau. Es vietnamita. Quiere decir «Vámonos de aquí cagando leches».

Hanson metió la bicicleta de Weegee en el maletero del coche patrulla y ambos se marcharon. El chico estaba todo emocionado hablándole de un político o traficante de drogas del barrio que era igual que Robin Hood. Hanson sonreía y afirmaba con la cabeza, pero en realidad no estaba oyendo lo que decía. Tampoco hacía caso de la centralita. Iba escuchando lo que decía el viento.

Llevó a Weegee al Junkyard Dog a que se comiera una hamburguesa y después se ofreció a dejarlo en su casa, pero el chico dijo que prefería irse en la bici, que no estaba lejos.

Más tarde, consultó el mapa de su ronda y vio que una minúscula esquina de Oakland, en la que estaba incluido Bleeker Court, había sido tachada y eliminada de los límites de la ciudad.