Elvis Hitler


Otra noche de lluvia. El tiempo estaba cambiando. La centralita estaba tan activa como siempre. Hanson llegó a la dirección que le habían facilitado y detuvo el coche media manzana más adelante, observando la casa por el espejo retrovisor. Otro 415-F, disturbio, disputa doméstica, una pelea familiar, personas que necesitaban que fuera alguien armado con un bastón o con una pistola a tomar decisiones por ellas. El motor sobrecalentado se apagó, los limpiaparabrisas se quedaron quietos, la lluvia siseó levantando nubecillas de vapor del capó del polvoriento coche policial. La centralita enmudeció.

Encerrados en una taquilla de la pared, la camisa y los pantalones de lana no habían tenido tiempo de secarse entre un turno y otro. Seguían estando húmedos, pesados y calientes. Hanson tenía resaca, dolor de cabeza y diarrea, y se arrepentía de no haber llamado para decir que estaba enfermo. Cerró con fuerza el puño de la mano derecha hasta que sintió dolor, a fin de reanimar un poco su actitud. Al parecer el truco surtió efecto, así que lo repitió y estrujó la herida azulada e infectada que se había hecho en la palma de la mano al saltar una valla metálica dos noches atrás, cuando iba persiguiendo a un violador.

Buscó dentro del maletín de cuero negro que llevaba en el asiento de al lado y sacó un medicamento para la acidez estomacal, y por un instante vio su cara reflejada en la curva del parabrisas; parecía un mago de rostro serio sacando un conejo rosa de la chistera. Bebió un buen trago del áspero antiácido, inclinó el envase y lo examinó. Ya estaba medio vacío. Volvió a ponerle el tapón y lo guardó. Se pasó la lengua por los labios, se miró en el retrovisor por si le hubiera quedado algún resto del jarabe rosa y sintió otro retortijón. A lo mejor debería diseñar una funda para llevar el antiácido siempre consigo, como la del gas pimienta.

De repente cobró vida el canal tres para informarle:

—Sobre su sujeto no pesa ninguna orden de detención ni de búsqueda. Se encuentra en libertad condicional por 245, 148 del Código Penal y 11550 de Salud y Seguridad. Tenga en cuenta que en los nueve últimos meses ha sido detenido dos veces por un 242, por el denunciante que presentó usted. En ambas ocasiones se retiraron los cargos.

—904 —respondió Hanson, y volvió al canal dos.

Se puso el guante táctico de la mano izquierda, 225 gramos de plomo reforzado metido en cinco compartimentos, uno detrás de cada dedo, y otro individual, más grande, que cubría el dorso de la mano. Para dejar libre la mano con la que empuñaba la pistola, el otro guante se lo metió debajo del cinturón con la muñeca asomando, a fin de poder cogerlo rápidamente y golpear con él al adversario, su mejor arma en distancias cortas.

Se apeó del coche, cerró la puerta sin hacer ruido, y al hacerlo se metió en un charco de agua cubierto de hojarasca y basura. El agua fría se le coló por los bordes de las botas de puntera reforzada y cuando echó a andar por la calle notó que un calcetín se le estaba escurriendo hacia el talón.

Escuchó un momento ante la puerta y exclamó: «¡Policía!». Golpeó tres veces con la porra corta y, cuando oyó que alguien venía a abrir, la guardó en el bolsillo de la pernera del pantalón.

Una mujer abrió la puerta todo lo que le permitió la cadena de seguridad y miró a aquel policía que aguardaba de pie bajo la lluvia. Iba descalza, en pantalón corto, sin sujetador, con una camiseta negra que llevaba delante un rótulo en letras blancas que decía: VETE A LA MIERDA Y MUÉRETE. De los labios, hinchados, le colgaba un cigarrillo. El labio inferior se veía partido pero ya curándose.

—¿Ha llamado a la policía o me he equivocado de dirección? —le preguntó Hanson.

La mujer quitó la cadena de seguridad y retrocedió lo justo para dejarlo pasar, para que no siguiera mojándose. Era un poco corpulenta, los pechos le llenaban la camiseta y los vaqueros recortados le estaban tan cortos que los bolsillos le quedaban suspendidos por encima de los muslos, blancos y carnosos.

Hanson se encogió de hombros con un gesto de impaciencia.

—¿Todo bien?

La mujer abrió la puerta un poco más, de modo que Hanson pudo entrar en la vivienda, maloliente y caldeada en exceso, y lo miró como si no supiera qué estaba haciendo allí aquel policía ni por qué lo había dejado entrar. No estaba muy en forma, se la notaba pálida y cansada. Lucía un moratón en un ojo que tendría un par de días, y los hematomas del brazo ya habían adquirido una tonalidad verdiazulada y amarilla.

—¿Qué? —dijo.

Hanson negó con la cabeza.

—Nada —respondió al tiempo que la rodeaba para verificar que no hubiese nadie escondido detrás de la puerta de la calle, aún semiabierta.

—Quiero que se vaya de esta casa —murmuró la mujer agitando el cigarrillo entre los labios—. Quiero que ese cabrón se vaya de aquí. ¡Ya! ¡Ahora mismo!

Vale, vale, pensó Hanson. El tono de voz de la mujer era exactamente lo que debería haberse esperado.

—¿Y cuál es el problema? —le preguntó.

De nuevo sintió un retortijón.

La mujer se quitó el cigarrillo de la boca, miró a Hanson y luego gritó hacia su espalda.

—¡El problema es él! ¡Es un capullo! Y lo quiero fuera de aquí.

—¡Que te jodan! —chilló una voz de hombre procedente del sótano.

¿Cuántas veces, se preguntó Hanson al tiempo que intentaba controlar los retortijones, había vivido aquella misma situación, con aquellos mismos gilipollas?

Procuró respirar —una técnica para reducir el estrés que al psicólogo de la Academia le había llevado una hora explicarle— y aspiró una bocanada de humo del cigarrillo mentolado que se estaba fumando la mujer. En el este de Oakland resultaba casi imposible saber dónde había un cuarto de baño, teniendo en cuenta la rotación de zonas, y de todos modos la centralita estaba demasiado ocupada para concederle tiempo a uno para un 980-B. La Policía de Oakland tenía un número para todo.

Tal vez pudiera resolver rápido aquel incidente, zanjarlo con un parte de servicio —«Problema resuelto»— y pasar al cuarto de baño antes de que la centralita lo enviara a atender otro aviso.

Las tripas se le calmaron durante un momento, y entonces fue cuando comprendió por qué aquella casa le parecía todavía más extraña de lo normal: estaba llena de recuerdos de Elvis. Era algo más que una colección: un museo, una obsesión, una especie de parque de atracciones construido en torno a la muerte de un famoso en mitad del desierto. Visiones y versiones de Elvis a través de distintos países, objetos y formas de expresión artística. Los cuadros de las paredes se habían pintado sobre todo en terciopelo negro, y las facciones de Elvis eran ligeramente hispanas o asiáticas. Elvis en Tijuana como torero; Elvis en Saigón paseando con un soldado fantasma de mirada triste; Elvis boina verde armado, en el corazón de la jungla; Elvis cazando ciervos en un Ford F-150 con portarrifles. Elvis con el Che, con Mao, con Richard Nixon y con Malcolm X; predicando con Billy Graham, cruzando el río con Martin Luther King, entre las nubes del cielo con los Kennedy y arrodillado a solas iluminado por el resplandor divino en el huerto de Getsemaní.

Había bustos de porcelana, pintados a mano con pistola; en uno de ellos el esmalte rojo no estaba bien alineado con la forma de los labios; en otro, el azul de los ojos estaba ligeramente descentrado; todos tenían la nariz, la sonrisa o las patillas desenfocadas, mal dibujadas, con lo cual parecía que Elvis se desensamblaba y pasaba a otras dimensiones.

Había figuras de caucho —muñecas Barbie de Elvis vestidas con trajes de época—, muchas de la última época de Las Vegas, con el traje blanco de lentejuelas, las botas y las gafas de sol. Pero también había un Elvis paleto; un Elvis soldado; un Elvis con camisa hawaiana y guirnalda de flores, como en la película Amor en Hawái; un Elvis karateca con cinturón negro, con unos brazos semejantes a armas letales que giraban a la altura de los hombros. Había un Elvis de chapa metálica de unos treinta centímetros de alto colgado de un alambre que iba desde la puerta de la cocina hasta el techo por el que Elvis ascendía hasta el paraíso del rock & roll ataviado con un traje de chaqueta setentero holgado con aspecto de túnica, con las piernas abiertas, pantalones de campana anchísimos, el tupé negro sobre un ojo y una reluciente guitarra con forma de rayo justo por debajo de la entrepierna, elevándose hacia el cielo.

Carteles de películas, botellas de cristal con forma de Elvis para coleccionistas llenas de aguas de colores detrás de una triste barra de madera contrachapada cubierta por un hule de tonos rojos, blancos y azules. Hanson se vio en el espejo que había detrás de la barra, cuyo contorno era el perfil de Elvis. Estaba horrible, con cara de cansado y de enfermo, peor que la mujer.

De repente se oyó un estruendo de unas pesas que caían al suelo en el sótano, que sacudió toda la casa como si fuera un pequeño terremoto.

—¿Le importa decirme su nombre, señora? Y su fecha de nacimiento.

La mujer apagó el cigarrillo en un cenicero de una gira de Elvis del hotel Circus Circus y sacó otro de una caja de tabaco musical que emitió unas cuantas notas titubeantes —quizá las de la canción Love Me Tender— antes de que el muelle se contrajera.

—La que ha llamado a la policía soy yo —dijo al tiempo que jugueteaba con el cigarrillo entre los dedos sin encenderlo. Llevaba las uñas pintadas de rojo, quebradas y mordidas hasta dejarse los dedos en carne viva—. ¿Para qué necesita mi fecha de nacimiento?

—Para redactar el informe necesito los datos del denunciante. Es para… eh… la base de datos…

La mujer se metió el cigarrillo en la boca y volvió a dar cuerda a la caja de música. La canción era Love Me Tender, pero ahora que el muelle estaba tenso se ejecutó al doble de velocidad, como la música de una pesadilla china. Hanson estaba empezando a ponerse nervioso, le costaba sujetar el bolígrafo entre los dedos. Elvis estaba por todas partes, observándolo. De nuevo volvió a sacudirse la casa por el golpe de un objeto de hierro contra el hormigón.

—¿No puede usted decirle que se vaya? Es lo único que quiero.

Un golpe de hierro contra hierro zarandeó los muñecos de Elvis. Y otro más. Y aún otro más cuando el que estaba abajo dejó caer unas pesas sobre los extremos de la barra. Aquello era mucho peso, pensó Hanson.

—¿Cómo se llama él? —preguntó.

Se miraron fijamente hasta que la mujer le dio la información que necesitaba.

Se llamaba Paul. Ella se llamaba Racine y tenía veintitrés años. Hanson le habría calculado treinta. Las axilas de la camiseta estaban húmedas de sudor y despedían un olor que, mezclado con el perfume dulzón que llevaba, envolvió a Hanson igual que un recuerdo que hace que uno se sienta culpable y que lo instó a acercarse.

—¿Eso se lo ha hecho él? —le preguntó a la mujer con la voz un tanto ronca al tiempo que alargaba la mano para tocarle el hematoma que tenía en el ojo.

—Le han despedido del trabajo —respondió ella mirándolo—. Estaba en la fábrica de puertas. Fue hace tres meses.

—¿Y esto? —preguntó Hanson cerrando la mano en torno a la hinchazón que mostraba la mujer en el brazo, en el punto en que los hematomas desaparecían bajo la tela de la camiseta.

—Sí.

—¿Paul toma esteroides?

—¿Esteroides?

—No soy de narcóticos —la tranquilizó—. Me da igual que Paul tome esteroides o no, o que usted fume hierba o haga lo que sea.

—¿Lo que sea? —repitió ella.

—Solo necesito saber qué debo esperar de él.

La mujer afirmó con la cabeza y al hacerlo rozó el pecho de Hanson con el pelo.

—Ya —le dijo, tocando con los labios el bolsillo de la camisa de Hanson—. A Paul le gusta hacerme daño —dijo tocando con la pierna la erección que palpitaba contra el pantalón mojado.

—Voy a bajar a hablar con él —anunció Hanson, y casi tropezó al dar media vuelta. Joder, contrólate, se dijo. Basta. Esta mujer puede causarte más problemas que aquella chica tatuada de Missoula—. Usted quédese aquí —le ordenó—. Si baja conmigo, dará lugar a una discusión. Puede oírlo todo desde la escalera.

¿Que lo habían despedido de la fábrica de puertas? La puta fábrica de puertas, iba pensando mientras se dirigía hacia la escalera que conducía al sótano sintiendo en los oídos el gemido de sierras y lijadoras eléctricas, el golpeteo de las grapadoras neumáticas. Se imaginó despertándose en la cama todas las mañanas al lado de Racine, ella encendiendo el primer cigarrillo del día, yendo a la fábrica de puertas.

Racine lo estaba mirando de forma especial. En realidad no estaba mal. Un poco zorrón, pero eso era aceptable. Todo en ella resultaba bastante aceptable. Iba a necesitar toda la ayuda, toda la distracción y la abstracción posibles para llegar hasta el final de su período de prueba, del que aún quedaban siete meses. Siete meses y cinco días.

—No diga nada —le ordenó—, deje que hable yo.

La escalera, construida con tablones combados de madera nudosa y sin pintar, y como veinte kilos de clavos torcidos, se estremecía con cada paso. La mujer bajaba detrás de él, justo pisándole los talones.

Hanson se preguntó si los materiales habrían salido de la fábrica de puertas, y al instante dio por hecho que sí.

El sótano, de hormigón y sin ventanas, era tan desolador como una cámara de tortura. La luz era cegadora: diez mil vatios de luces de seguridad de almacén colgaban del techo. Probablemente habían salido también de la fábrica de puertas, de una en una, todos los viernes después del trabajo, en el maletero del coche. La mitad de lo que hay en Oakland es robado, se dijo Hanson agachando la cabeza para no golpearse con las bombillas, es producto de una economía basada en el tráfico de drogas por goteo.

A ambos lados del banco de pesas, las paredes estaban forradas de espejos de cuerpo entero estrechos, varias docenas de ellos, montados uno junto a otro y fijados al suelo con adhesivo de alquitrán negro. En la pared del fondo colgaba una bandera nazi de metro y medio de altura, detrás del banco de pesas. Pesas, pensó Hanson. Todas las casas situadas al este de High Street venían con un juego de pesas para que uno se mantuviera en forma hasta que el agente de la condicional volviera a meterlo en chirona con una muestra de orina tomada al azar a las cuatro de la madrugada.

Paul actuaba con total naturalidad, como si no hubiera visto a Hanson y a Racine. Estaba trabajando en el banco, levantando como unos ciento veinticinco kilos de peso en la barra. La levantó despacio, la sostuvo con los brazos estirados sin temblar, la bajó y la levantó de nuevo. Lentamente, para impresionarlos. Era mucho peso. Finalmente dejó caer la barra sobre los soportes, se incorporó con el cuerpo brillante de sudor y los miró fijamente. Unas venas gruesas y azuladas le recorrían los brazos como si fueran lombrices.

Llevaba unos pantalones cortos hasta la rodilla de licra de color azul oscuro y una camiseta blanca ceñida con unos rayos de las SS enmarcando la palabra BLITZKRIEG!; ojos azules; un cociente intelectual de 85; pelo rubio cortado a lo militar y, por supuesto, bigote a lo Fu Manchú. Como un metro ochenta y cinco. Unos brazos tan gruesos como las piernas de Hanson. Cuello de toro pegado al torso.

—Hola —saludó Hanson con la boca seca y retortijones más fuertes que los de antes.

—¿Hola? ¿Un puto «hola»? —contestó Paul un poco jadeante, pero procurando que no se le notase—. Con un «hola» no paro. ¿Qué tal «Traigo una orden», colega?

—No necesito una orden, señor —replicó Hanson—. Esto no es la televisión. Su mujer ha llamado a la policía y me ha dejado entrar en la casa.

—¿Mi mujer? ¿Eso es lo que le ha dicho? No estoy casado con esa puta.

—¿Me dice otra vez cómo se llama, señor?

—Paul, ¿vale? Me llamo Paul.

—Bien. Paul. Su… Racine ha llamado a la policía y me ha pedido que entrase en la casa, de modo que no necesito ninguna orden judicial… Paul, Racine quiere que se vaya usted de la casa —le dijo a la vez que bajaba de la escalera al piso de hormigón.

Notó que de nuevo le venía un retortijón; cerró con fuerza la mano herida e hinchada para combatir la molestia. El dolor más intenso era el que ganaba.

—El alquiler lo pago yo, colega, así que a la mierda —replicó Paul.

Acto seguido volvió a tenderse y, mirando hacia arriba, a las luces, hizo tres rápidos levantamientos con agresividad.

—Lleva cuatro meses sin pagarlo —dijo Racine desde la escalera—. La mañana la pasa durmiendo, la tarde la pasa con los amigotes en el gimnasio, se emborracha y después vuelve a casa a pegarme. Ya estoy harta de todo, de pagar yo el alquiler, de prepararle sus proteínas, de actuar siempre con infinitas precauciones para no molestarle, de ver la televisión, todas las noches, sola, mientras él está aquí abajo lanzando gruñidos y mirándose en esos espejos de mierda como un marica.

De repente Paul se incorporó como impulsado por un muelle.

—Que te jodan, puta de los cojones. La marica eres tú. Estás tan obsesionada con Elvis que deberías usarlo de consolador, porque no vas a tener ninguna otra polla más que esa. ¿Tú te has visto? ¿Y el marica soy yo? —se burló al tiempo que se golpeaba en el pecho como un chimpancé patizambo, pensó Hanson. ¿Cómo lo denominaban? Exhibición de agresividad. Si estuvieran en la calle, estaría arrojando puñados de tierra y de hojas al aire—. Soy un tipo duro. Soy un tipo agresivo. No le aguanto broncas a nadie.

—¿Duro, dices? —dijo Racine—. Pues no he visto yo que…

—Que te jodan. Además, ¿qué te dije que iba a pasar la próxima vez que llamaras a la puta policía? ¿Eh? —Le salió de lo hondo del pecho, cargado de rabia—. ¿Eh? —repitió, con las dos manos apoyadas en el banco de ejercicios, entre las piernas, levantando el cuerpo igual que un gimnasta.

Hanson lo observaba en los espejos como si se tratara de una película. Tenía el uniforme hecho una pena, los dobleces aplastados por la lluvia, la camisa pegada al cuerpo, el pantalón caído, como si fuera ropa heredada de un hermano mayor, más todo el peso que llevaba encima: la pistola, la porra larga, la radio, el gas pimienta, las esposas, el cargador del arma, la porra corta en el bolsillo de la pernera… Con aquella lluvia, los pantalones se le caían continuamente y se veía obligado a tirar de ellos para subírselos metiendo los pulgares en las trabillas del cinturón. Debían de ser ya cerca de las dos menos cuarto, quizá un poco antes, calculó, y estaba quemando adrenalina en vez de comida. La mayor parte de las calorías que había ingerido eran de la cerveza Mickey’s Big Mouth y de las botellas planas de media pinta del empalagoso vodka Popov que se había bebido después del trabajo, y también del tequila que se había tomado mientras contemplaba cómo amanecía sobre las colinas de Oakland antes de caer inconsciente en la cama.

—¿Eh? —repitió Paul sin interrumpir el ejercicio, subiendo y bajando el cuerpo—. ¡Eh! —El chimpancé alfa, pensó Hanson.

Por fin se incorporó, se levantó del banco y se quedó un momento de pie como si fuera a arremeter contra la chica.

La escalera se estremeció cuando Racine echó a correr hacia arriba y cerró la puerta de golpe. Paul emitió una risa burlona y escupió en el suelo. Con mucha clase, se dijo Hanson.

—¿Ha pedido un coche de apoyo, colega? —le preguntó a Hanson haciéndose otra vez el tipo duro, con su bigote de Fu Manchú y los músculos de la mandíbula en tensión, su expresión estelar de macarra de gimnasio.

Hanson abrió mucho los ojos, con una expresión ligeramente desenfocada, de inocente…, de inocente psicópata. Su mirada Shirley Temple.

—Oiga, usted debe de tener ascendencia alemana —dijo con los ojos muy abiertos, señalando la bandera nazi, la esvástica negra sobre fondo rojo.

Ahora estaba empezando a divertirse. Hablaba en serio, pero que muy en serio, no era esa falsa actitud tan manida de «vamos a ponernos serios». Se le había pasado la resaca y los retortijones habían desaparecido, porque su cuerpo entendía lo que significaba hablar en serio.

Paul dudó, miró la bandera y después volvió a mirar a Hanson.

Deutschland. Jawohl —le dijo Hanson—. Está claro, se nota en su fisonomía, en la forma de su cabeza.

Ahora estaba surfeando la ola, la ola que podía romper bajo sus pies y matarlo si perdía la concentración o los nervios. Un solo instante de mala suerte aleatoria podía acabar con él.

Paul esperó unos instantes, con expresión de cautela, pero después hizo caso omiso de la luz de advertencia que se le había encendido dentro del cerebro. Flexionó los brazos y empezó a botar como un boxeador, a la izquierda, a la derecha, hacia Hanson. Pero Hanson se limitó a sonreír.

—Alemán. Eso es una puta mierda. Yo soy un ario puro, por los dos lados de la familia. Le he preguntado si había pedido un coche de apoyo, porque cuando haya terminado de darle por el culo a usted le daré por el culo a él.

—Esta noche no va a ser —replicó Hanson.

Adicción a la curiosidad, eso era lo suyo. Se imponía a todas las demás cosas. ¿Qué sucederá si hago esto? La curiosidad te matará igual que mató al gato.

—Llame a uno, o a dos si quiere, colega. Me los iré follando según vengan, de uno en uno. En fila, cabrón, igual que en la puta cadena de montaje de la fábrica de puertas.

—No, Paul.

—¿No? ¿No qué?

—No va a dar a nadie por el culo.

Paul soltó una risotada.

—¿Y por qué no?

—Porque estará muerto —contestó Hanson al tiempo que se sacaba del cinto el otro guante táctico y agarraba a Paul por el cuello con él.

Paul se quedó petrificado, con los ojos muy abiertos y la mirada perdida, y al darse cuenta de que no podía respirar le entró el pánico. Hanson, con un movimiento de la muñeca cómodo, natural y desdeñoso, le propinó un puñetazo a Paul con el guante en plena cara y lo hizo caer de rodillas jadeando, lloriqueando e intentando tomar aire.

Volvió a guardarse el guante en el cinturón, cerró la mano en torno a la empuñadura de la 357 de acero inoxidable y levantó la solapa de la funda. Aquella pequeña fracción de segundo le pertenecía solo a él.

—Quiero explicarle una cosa —dijo.

A Paul le asomó una burbuja de sangre por la nariz y explotó.

—Y es muy importante que me crea, porque hoy ya he dado por finalizada la persuasión verbal. Si lo lee en mi mirada, quizá lo entienda. Justo aquí —le dijo señalándose los ojos con dos dedos—, mire aquí. —A continuación, cuando Paul obedeció, Hanson clavó su mirada en la de él.

Él denominaba aquello «conectar los ojos», pero lo que hacía en realidad era liberarlos, dejar que fueran donde quisieran, como la aguja de una brújula que gira hacia el norte y se queda ahí; dejar que fueran de nuevo los ojos que habían sido durante la guerra, cuando tenía libertad para hacer lo que se le antojase, porque ya estaba muerto y no tenía nada que perder. Nada había cambiado. Seguían siendo y siempre serían los mismos ojos, pero ahora tenía que controlarlos, ocultarlos, reprimirlos. Sin embargo, en ocasiones —esas ocasiones en que el mundo, todo, parecía estar perdido y él cogía la Hi-Power de 9 mm que usaba cuando no estaba de servicio, solo para sentir su frío y su peso en la mano, mientras reflexionaba—, solo de vez en cuando, permitía que sus ojos fueran libres. Les permitía ir a ese lugar que no muchas personas visitan pero que, una vez que lo han visitado, ya está siempre ahí, esperando. Levantaba la vista de la pistola y los ojos volvían a transportarlo allí, al asesino muerto en vida que siempre sería. Dos segundos, quizá tres, era todo cuanto podía arriesgar antes de que los ojos asumieran el control. Allí donde van los ojos, el cuerpo los sigue. Hasta la fecha siempre había logrado volver; aguantaba un poco y luego volvía. Y después, durante unas horas, siempre se sentía mejor, cuerdo, como si estuviera en casa.

Paul lo estaba mirando.

—Tengo resaca, Paul. Sabe lo que es eso, ¿verdad?

Paul asintió con la cabeza.

—Y también tengo diarrea, tío. Si esta noche tuviera que detenerle, en vez de pegarle un tiro sin más, si me obligara a detenerle, no sé, le agarraría, usted me agarraría a mí, y… —Suspiró, siempre era el mismo baile—. Yo le pondría las esposas, pero me cagaría en el pantalón, en el pantalón del uniforme, y ya jamás lograría quitarme ese sambenito. Sería lo único que la gente recordaría de mí. Dentro de cincuenta años, los novatos seguirían oyendo contar la misma anécdota: «Hanson estaba tan asustado que se cagó en el pantalón». Así que le conviene marcharse ahora y no volver hasta mañana por la mañana, o de lo contrario le dispararé. Seis tiros. Lo mataré. Porque si está muerto no puede testificar en un juicio. Así es como funciona esto. Así de simple. Diré que me atacó con una pesa y que tuve que disparar en legítima defensa. Usted estará todo lleno de quemaduras de pólvora. Esto —dijo mirando la pistola— podría incluso prender fuego a la camiseta. Diré que se me echó encima, que no tuve otra alternativa. Usted pesa el doble que yo, con todos esos músculos que tanto esfuerzo le han costado, con todos esos esteroides que lleva en la sangre. Un acceso de rabia debido al uso de esteroides. Y además es blanco. No habrá problemas con la comunidad negra. A nadie le importará cómo sucedió, ya han pagado por usted. ¿Qué opina, Paul, me conviene dispararle?

Paul hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¿Tiene algún sitio en el que pasar la noche? ¿Paul?

—Puedo dormir en el gimnasio.

—Bien. Creo que puedo confiar en que cumplirá su palabra —dijo Hanson—. Me parece un tipo honrado. —Miró la bandera nazi y agregó—: Meine Ehre heisst Treue.

Paul, todavía luchando por recuperar la respiración, lo miró con respeto.

—«Mi honor es la lealtad». Las Waffen-SS. Los soldados, no esos putos guardias de los campos de concentración. Ese era el credo por el que se guiaban. Eran de los mejores soldados del mundo, y ese puto desgraciado de Hitler —continuó Hanson señalando de nuevo la bandera— al final los utilizó como carne de cañón. Eran soldados, tío. Así que voy a fiarme de que no va a volver hasta mañana. Hasta el mediodía. ¿Puedo fiarme, Paul?

Paul asintió.

—Sí —graznó—. Por supuesto.

Hanson, agotado, se sentó en la taza del váter. De momento la diarrea había desaparecido. Tenía el pantalón por debajo de las rodillas y la pistola apoyada en la entrepierna. Había disfrutado viendo cómo se derrumbaba Paul, haciéndolo pedazos, al muy hijo de puta. Había pasado algún tiempo desde la última vez que hizo algo así, desde que se le presentó una oportunidad y una excusa para hacerlo.

Estaba bastante seguro de que Paul iba a esperar, por lo menos hasta media mañana, para volver a casa y llamar a la puerta, decirle a Racine que lo dejara entrar y sacudirle una paliza cuando ella le abriera. Encima del lavabo había una lamparilla, un busto traslúcido de Elvis con un pañuelo a cuadros rojos y negros alrededor del cuello. Elvis sonreía.

—Muy bien —dijo, ya de vuelta en el cuarto de estar; Racine lo miró, mordiéndose el labio. Seguía estando descalza—. Tengo que volver a las calles —le dijo.

Sabía que tenía que marcharse ya mismo, pero sus pies no querían moverse.

—Los he visto a usted y a Paul —dijo Racine— por el ventanuco de ventilación que hay en la cocina.

Hanson tenía el chaleco de kevlar empapado, y ello interfería en su respiración. Debía de haber apretado demasiado las correas.

—Esta noche no va a volver —continuó Racine, y volvió la mirada hacia el dormitorio—. Si quiere algo… —ofreció—. ¿Qué es lo que quiere que haga? Venga. Dígalo.

—Pues… —empezó Hanson.

—¿Esto? —preguntó Racine a la vez que se sacaba la camiseta por la cabeza y, con ella en la mano, se sacudía la melena, corta y teñida de rubio. Tenía hematomas en las costillas, debajo de los pechos—. ¿O esto? —Se soltó los botones del pantalón corto, uno por uno, mirando fijamente a Hanson; acto seguido lo dejó resbalar hasta el suelo y lo apartó con el pie.

—Venga aquí —dijo Hanson.

Racine se apretó contra él, levantó el rostro y él le apoyó el dedo pulgar en el corte del labio, con suavidad, apenas tocándolo, pero sintiendo el calor, el leve pulso que palpitaba en él. Racine fue aumentando poco a poco la presión, apretando el labio contra su dedo, sin dejar de mirarlo, con las pupilas dilatadas, hasta que el labio se abrió y empezó a sangrar.

—Tengo que irme —dijo Hanson con la voz ronca, dando un paso atrás—. Tengo que dar por finalizado el aviso y volver a la calle.

—Deme la mano —pidió Racine al tiempo que le agarraba la muñeca—. Relájese, cielo. —Apoyó la mano de Hanson en uno de sus pechos. En el labio se le iba acumulando la sangre, hasta que empezó a gotear—. ¿Le gusta…?

—Tome mi tarjeta —le dijo Hanson sacándola de la cartera con una sola mano—. Llámeme si tiene problemas.

—Vuelva luego —dijo ella.

—Eche la llave cuando yo salga. —Hanson le entregó la tarjeta con su huella dactilar impresa con la sangre de ella—. Procure dormir un poco. No deje entrar a nadie.

Luego salió de nuevo a la lluvia. Y menos a mí, iba pensando. Cerró la puerta sintiendo los ojos de Racine clavados en él al tiempo que bajaba hacia la acera.

Ahora llovía con más intensidad que antes. Fue una sensación agradable, le lavó el sudor de la cara y del cuello y lo refrescó. Ya no faltaba mucho para finalizar el turno. Al día siguiente se pondría un uniforme limpio. Caldearía el cuarto de baño, colgaría el chaleco de la alcachofa de la ducha y le pondría delante un ventilador. Al día siguiente ya estaría seco. Había tenido suerte al salir vivo de allí, pensó mirando de nuevo aquella casa. Podría suicidarse en un lugar así. Otra mujer tatuada, se dijo. Y por eso estaba todavía pensando en volver con ella cuando acabara el turno.

Se alejó unas cuantas manzanas en coche y luego se detuvo junto a la acera a escribir el parte de servicio. «Problema resuelto». Cuando se lo comunicó a la centralita, esta lo envió a ver si se necesitaba una ambulancia para un individuo tirado en el suelo junto al contenedor de basura que había detrás del Karl’s Country Market. Borracho y sin conocimiento, probablemente. Se desmayaban en todas partes: en las aceras, en los aseos de las gasolineras, en los parques públicos y en los jardines de las casas; a veces, en medio de la calle, y otros borrachos que iban al volante los atropellaban. Un borracho en la calle atropellado por un borracho al volante. Aquello equivalía a una noche entera de papeleo.

—Nos están informando de un posible tiroteo en esa ubicación. Hemos mandado un 945, recién llegado desde Highland Park.

—904 —respondió Hanson—. Entendido.

—¿Coche de apoyo…?

—Ya informaré. Y también sobre el tema de la ambulancia. Ya casi he llegado. Pero de momento informo… —Hanson miró la hora— que van a ser quince minutos de horas extras —dijo.

Encendió las luces estroboscópicas. La intensa lluvia y el agua que levantaba el coche patrulla parecían una exhibición de fuegos artificiales rojos y azules que iba atravesando la oscuridad a ochenta kilómetros por hora.

Si el individuo en cuestión estaba muerto cuando llegara él, quizá un 187, intentarían mandar un coche del turno de noche que estuviera patrullando por la zona, si es que había alguno, y él solo tendría que rellenar un parte suplementario. El ayuntamiento no estaba por la labor de pagar horas extras si podía evitarlo. No se podía permitir el lujo de pagar dinero de más por un asesinato cometido en Oakland, teniendo en cuenta que había ciento veinte al año. Si lo nombraban a él como agente principal, ya sabía que le iba a costar mucho cobrar las horas extras. Iba a tener que hacer todo el papeleo correspondiente al aviso más el papeleo correspondiente a las horas extras, y ya encontrarían la manera de negárselas.

Detrás de él aparecieron dos intensos faros de coche, salidos de la nada. Se acercaban demasiado deprisa y el vehículo iba levantando una gran nube de gotitas de agua. Hanson frenó y se detuvo derrapando junto a la acera, con tal ímpetu que uno de los tapacubos de las ruedas salió disparado y el coche quedó hundido en un charco de barro del jardín de una casa. El otro vehículo cruzó a toda velocidad bajo la lluvia, deslumbrando con las luces y levantando mucha agua, y en aquel instante Hanson reconoció el enorme e inmaculado Lincoln de la tienda de rocas; vio con claridad al reverendo Ray, que le sonreía. Esta noche no llevaba gafas. Mientras el Lincoln se alejaba y se perdía de vista, supo con seguridad que la ambulancia llegaría demasiado tarde para servir de alguna ayuda al herido. Tardaría diez minutos en llegar, y el reverendo Ray… ya estaba allí.

—Cinco Tac 51.

—Sí.

—Tenemos dos coches del turno de noche de camino a la escena.

Vio en el espejo las luces estroboscópicas y los faros intermitentes de un coche patrulla que venía a toda prisa.

—Diez cuatro. Uno de ellos acaba de adelantarme. Si no me necesitan, seré 908…

—Recibido, Cinco Tac 51 está 908.

Hanson sacó los neumáticos del barro, reculó hacia la calle y puso rumbo a la autopista. Se alegraba de no tener que hacer todo el papeleo de un 187. Y tampoco iba a pasarse a ver a Racine. Aquella noche, no. Tal vez en otra ocasión. Aquella noche se iría a casa, se emborracharía viendo salir el sol y perdería el conocimiento en su propia cama.

Mientras se dirigía hacia la autopista iba pensando en Racine y Paul, en aquel sótano nazi lleno de espejos. El Elvis Hitler. Menudo nombrecito. Con un nombre así, la gente no se olvidaría de uno. Gott Mit Uns.

Ya en la autopista, oyó por la radio a uno de los coches que atendieron el aviso anterior solicitando una ambulancia, aun cuando la víctima ya estaba muerta.