Weegee
Era el Día de San Valentín, pero a Hanson le daba igual. Era el principio de su turno, acababa de girar hacia el norte para tomar High Street cuando la centralita le informó de un atropello con fuga. Le dijeron que no tenían una unidad de tráfico disponible. Volvió a tomar Foothill Boulevard para ir a Fruitvale y después tomó Fruitvale en dirección norte hasta estar a unas pocas manzanas de la ubicación. Ya estaba aprendiendo a manejarse un poco con las calles. Sin embargo, odiaba los avisos por incidentes de tráfico, suponían demasiado papeleo.
Se habían juntado media docena de personas. Una camioneta negra con las lunas tintadas y una pegatina de una Harley-Davidson en el parabrisas trasero se había empotrado contra la portezuela del conductor de un Oldsmobile de color verde que parecía estar abandonado. Todavía humeaba el radiador cuando llegó él, y la luna del parabrisas estaba destrozada por el lado del conductor; el vidrio de seguridad seguía de una pieza, pero todo abollado y cubierto de sangre y de unos largos mechones de cabello negro. Hanson examinó el interior de la guantera de la camioneta y encontró documentación a nombre de un tal Arlie Oso Cuerno Hueco. También había una bolsita con unos quince gramos de cristal, la metanfetamina callejera, pero la dejó donde estaba hasta ver cómo se desarrollaban las cosas.
El sol todavía estaba muy alto; hacía buena tarde y allí cerca había media docena de críos de color divirtiéndose, dando vueltas en bicicleta en torno al estropicio: bajaban la calle, saltaban el bordillo para subirse a la acera y volvían a bajar a la calle; ejecutaban acrobacias y observaban a Hanson para ver qué iba a hacer. Estaban contentos con el espectáculo, tendrían diez o doce años, todos delgados y musculosos; se estaban exhibiendo.
—¿Cómo va eso, chavales? —les preguntó mirando alrededor y estableciendo contacto visual con cada uno de ellos.
—No va mal.
—Genial.
—¿Y usted, agente?
—Bastante bien, por el momento —respondió Hanson—. ¿Alguno de vosotros ha visto cómo ocurrió esto? —preguntó señalando la camioneta humeante.
—Yo lo he visto.
—Yo también.
—Yo lo he visto todo.
—¿Alguno ha visto adónde se fue el conductor? Lo más seguro es que tenga que hablar con él.
Un par de chicos soltaron risitas al tiempo que hacían acrobacias, giraban el manillar a izquierda y derecha y pedaleaban erguidos sobre las ruedas traseras.
—Eran dos. Se fueron por Fruitvale. Los dos iban borrachos.
—Un blanco y un indio enormes. Dos armarios.
—Seguro que el que conducía era el indio.
—Exacto.
—Ha acertado, agente. Se dio un golpe tremendo en la cabeza.
—Weegee se fue tras ellos. Por allí.
—Entonces será mejor que encuentre a Weegee. Gracias por la ayuda, chavales.
—De nada.
—Para eso estamos.
—Yo creo que va a necesitar refuerzos, porque eran dos tipos enormes. Y de la pandilla de los Ángeles.
—Ya veré cómo se da la cosa —respondió Hanson al tiempo que se guardaba la documentación en el bolsillo de la camisa y echaba a andar por la calle.
Al instante las bicicletas se separaron de él y se situaron unas delante y otras detrás, a modo de escolta.
Otro chico venía pedaleando hacia ellos, cuesta arriba, ganando velocidad. En la bici había puesto un naipe sujeto con una pinza de la ropa, de modo que iba dando topetazos con cada uno de los radios de la rueda y producía un ruido semejante a un motor pequeño.
—Eh, Weegee. ¿Adónde se han ido? —voceó uno de los integrantes de la escolta, el que parecía ser el líder.
—Tío, están en el Anchor. —Luego miró a Hanson de arriba abajo—. Será mejor que llame a un par de polis más para que lo acompañen.
—Gracias, Weegee. Creo que simplemente voy a saludarlos y preguntarles qué es lo que ha pasado y si se encuentran bien.
—Usted manda. Haga lo que le parezca.
—Lo que me parece… —dijo Hanson mirando alrededor en busca de su coche patrulla— es que será mejor que lleve el coche. —Sonrió a Weegee—. No sea que se me olvide dónde está si tengo que meter a un detenido en el asiento de atrás. Esas cosas siempre dejan en mal lugar a la policía.
Aparcó en doble fila delante del Anchor Tavern, encendió solo las luces de emergencia traseras y se apeó del coche. El Anchor era un local pequeño, no había mucho espacio para utilizar la porra larga, de modo que la dejó dentro del coche. Cruzó la puerta y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la semioscuridad.
El indio tenía una risa rara, peculiar, una especie de tartamudeo histérico que intimidaba a la gente. Parecía pesar unos ciento veinte kilos. Joder, pensó Hanson, un indio borracho y drogado. El blanco medía casi dos metros, era delgado y no estaba tan borracho. Ambos llevaban los colores de los Ángeles del Infierno de Oakland. La sede del club estaba a unas calles de Fruitvale.
—Señor Oso Cuerno Hueco —dijo Hanson yendo hacia su mesa. El indio se volvió para mirarlo y rápidamente apartó la vista, como si no hubiera reaccionado ya al oír pronunciar su nombre. Sobre la mesa tenían varias jarras de cristal medio llenas de cerveza—. Caballeros —les dijo al tiempo que recogía las jarras y las trasladaba a otra mesa—, lamento retirarles la cerveza, pero es que son jarras muy grandes.
El indio se lo quedó mirando y el blanco se reclinó en su asiento con curiosidad por lo que iba a suceder a continuación. Miró por la ventana y vio a todos los chavales en sus bicicletas mirando hacia el interior del local.
—Esa es mi patrulla —dijo Hanson.
—¿Y dónde están los otros polis?
—Haciendo buenas obras, espero —contestó Hanson.
Acto seguido, sin romper el ritmo y con gesto de naturalidad, se sacó la radio del cinturón y pidió a la centralita que enviasen una ambulancia al Anchor Tavern. La centralita le respondió que tardaría un rato y él volvió a colocarse la radio en el cinturón.
El indio lanzó una carcajada, pero se interrumpió de pronto y miró a Hanson con cara de pocos amigos. Tenía dos cortes profundos en el pómulo, la nariz recién rota y el pelo manchado de sangre. Hanson le dirigió una mirada blanda, intentando ver la expresión de sus ojos, pero estos eran dos piedras negras que no expresaban nada.
—Necesita puntos —le dijo—. Por lo que parece, ha atravesado el parabrisas con la cabeza.
El indio lanzó otra carcajada, volvió a fruncir el ceño, rio otra vez y entornó los ojos.
—Pogo y yo hemos estado haciendo lucha libre. No sé nada de ningún parabrisas.
—He encontrado esto en la guantera de esa camioneta negra —dijo Hanson al tiempo que sacaba la documentación que se había guardado en el bolsillo de la camisa—. Lleva su nombre. Y todos esos críos de ahí me han dicho que usted iba al volante cuando chocó contra el Oldsmobile.
—Ese Oldsmobile lleva seis meses abandonado.
—No creo que aparezca nadie quejándose de los desperfectos, pero a usted tengo que llevarlo a urgencias y detenerlo por conducir bajo los efectos del alcohol.
El indio rio de nuevo, se interrumpió y frunció el ceño. Hanson posó la mirada en el blanco.
—¿Su amigo se encuentra bien?
—Sí. ¿Es usted el único policía que han enviado?
—El único, señor…
—Yo me llamo Pogo. ¿Ha encontrado alguna cosa más en la guantera?
—Quizá quiera sacar del coche algún objeto de valor antes de que se lo lleve la grúa.
—Iré a ver. Gracias.
Hanson asintió con la cabeza y volvió a mirar al indio.
—Le agradecería que se levantara para que pueda ponerle las esposas. Ya sabe que no hay más remedio. Iremos a urgencias para que le curen la herida, y después al centro para cursar la orden de detención.
—Adelante, Oso —dijo Pogo—, pagaremos la fianza.
Hanson le dio las gracias a Pogo con un gesto al tiempo que el gigantesco indio se ponía de pie.
—Haga el favor de poner las manos en la espalda —le instruyó Hanson mientras sacaba las esposas plateadas que llevaba al cinto—. Voy a ponerle las esposas con el seguro doble, para que no le aprieten.
El indio miró a Pogo. En aquel momento llegaron dos policías motorizados, se detuvieron junto al coche patrulla de Hanson y subieron a la acera dispersando a los chiquillos. El indio dio un paso atrás y Pogo se puso de pie, alargó el brazo y cogió una de las jarras de cerveza, con tanta rapidez que el líquido que había dentro quedó un segundo suspendido en el aire, como si viajara a cámara lenta, y después se derramó por la mesa y por el suelo.
—De modo que usted era el único, ¿eh? —le dijo a Hanson.
—No he pedido refuerzos.
Los dos agentes de tráfico dieron un acelerón a sus enormes motos blancas y negras, después apagaron el motor, bajaron el soporte y se apearon. Los dos permanecieron unos instantes sin moverse, como si fueran dos luchadores de sumo; luego colgaron el casco en las motos y se dirigieron hacia la puerta.
Ya dentro, dedicaron unos segundos a recorrer el local con la mirada. Sus trajes de cuero crujían y sus gafas de sol eran como espejos.
—No seas capullo —dijo Barnes, el más alto, mirando al gigantesco indio— y no te trataremos como tal. —Su porra sobresalía de la funda.
—Pues ven acá, cabrón —le dijo Pogo agarrando la jarra de cerveza.
—No —se interpuso Hanson mirando a los dos agentes y bloqueando a Pogo con la mano.
Arlie Oso Cuerno Hueco arremetió contra Hanson. Este chocó con el pecho contra una mesa y después cayó al suelo de espaldas y resbaló hacia la barra llevándose por delante a los clientes que estaban sentados en las banquetas. Se retorció para ponerse de costado, se incorporó, apartó de en medio a un cliente que le estorbaba y, con la misma lentitud que si estuviera caminando bajo el agua, volvió hasta el agente de tráfico más bajo, el cual, con la porra en alto, estaba retrocediendo hacia la puerta al verse acorralado por el indio, que avanzaba hacia él como un autobús. En aquel momento se detuvo bruscamente frente a la puerta del bar un segundo coche policial iluminando la tarde con sus luces estroboscópicas rojas y azules. Hanson comprendió que todo aquello había sido un montaje de los de Tráfico y los de la patrulla diurna, que lo habían utilizado como cebo. Pensaron que, al verlo solo, los dos moteros, ambos borrachos, se resistirían a ser detenidos y así ellos tendrían una excusa para acudir al rescate de Hanson y darles de hostias.
Pero eso no importaba ahora. Saltó sobre las anchas espaldas de Arlie Oso Cuerno Hueco, apretó el antebrazo izquierdo contra su cuello y le hizo una llave para bloquearle la respiración. Se colgó de él, separando los pies del suelo, y le interrumpió la entrada de aire y el suministro de sangre al cerebro a la vez que resistía los intentos que el indio, desesperado por aprovechar un último resquicio de aire, hacía por librarse de él. Finalmente el indio se desplomó en el suelo igual que un árbol, inconsciente, y Hanson lo esposó en los pocos segundos de que disponía hasta que volvieran a funcionarle los pulmones y el cerebro. A esas alturas, los otros tres agentes ya habían reducido a Pogo con una lluvia de golpes propinados con la rodilla, el codo y la porra, y había llegado un tercer coche policial.
Cuando todo acabó, los dos agentes motorizados y los tres patrulleros del turno de día estaban todos fuera, enfrente del bar, felicitándose unos a otros. Pogo, sangrando por la cabeza, estaba en el asiento trasero de uno de los coches patrulla. Cruzó una mirada con Hanson y después desvió el rostro y apoyó la cabeza en el asiento. Ese tipo piensa que soy un mentiroso y un matón, pensó Hanson, cree que se la he jugado para detenerlo.
—Eh —dijo el alto, Barnes—, deberías haber visto aquí al amigo dejar sin respiración a ese puto indio.
—Sí —respondió el otro, que se llamaba Durham—, ha sido increíble. El otro estaba a punto de arrancarme la cabeza cuando Hanson tiró al suelo a ese mamón.
Hanson se limitó a mirarlo con la cara enrojecida. Temía ponerse a vomitar. Le dolía la mano, pero todavía no quería mirársela.
—Eh —le dijo Barnes con una risa forzada—, perdona que nos hayamos servido de ti para tenderles una emboscada a esos dos mierdas, pero ha funcionado. Los dos van a ir a chirona con todos los cargos que vamos a presentar contra ellos. Era una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. ¿Qué fue lo que le dijiste a ese?
—Le dije que hiciera el favor de levantarse para que pudiera ponerle las esposas.
—Exacto. Pues buena suerte —dijo Durham.
—Estaba esposando al indio cuando aparecisteis vosotros.
—¿Cómo? ¿A esos dos hijos de puta? Si no hubiéramos aparecido nosotros, te habrían dado de hostias. Todavía tienes mucho que aprender en este barrio.
—No necesitaba refuerzos.
—Este tío acaba de salir de la Academia —les dijo Durham a los dos patrulleros—. Tiene treinta y ocho años, ¿os lo podéis creer? Cuando consiga tener los mismos años de experiencia que yo, ya me habré jubilado.
—Que te jodan —dijo Hanson en voz baja—. No pedí refuerzos —repitió, acercándose.
—No te acerques más, amigo —le advirtió Durham; Hanson notó que el aliento le olía a tabaco.
—Déjale que se vaya, Dwayne —terció Barnes—. Está pirado. Vamos a llevarnos a estos detenidos.
—A la mierda con los detenidos —dijo Durham, erizándose.
—Está loco, Dwayne, vámonos —insistió Barnes agarrándolo por los hombros.
Sujetadme, pensó Hanson.
—Vosotros sois de Tráfico y habéis efectuado las detenciones, así que vosotros os encargáis del papeleo —les dijo.
Los dejó a un lado y echó a andar por la calle en dirección a la camioneta siniestrada. Una vez allí, se miró la mano.
Tenía dislocado el dedo anular, torcido hacia atrás a la altura del primer nudillo y apuntando hacia la quinta dimensión. Antes de que se le ocurriera cambiar de idea o que le faltase el valor, agarró el dedo, lo estiró y lo colocó en su articulación. El dolor fue tan intenso que creyó que iba a desmayarse. Lo asaltó una arcada y vomitó los últimos restos del sándwich de queso y del yogur de limón que se había obligado a ingerir a modo de almuerzo.
—Menos mal que le han mandado refuerzos.
El que había hablado era Weegee, de pie junto a su bicicleta.
—Weegee, ¿cómo va eso?
—Tirando. ¿Y usted, agente Hanson?
—Bien —respondió Hanson con la boca seca—. Estupendamente.
Weegee lo miró.
—Vale. Cuídese —le dijo.
—Tú también. Gracias por ayudarme.
—No hay de qué —respondió Weegee—. Estuvo usted genial con esos Ángeles, hasta que aparecieron esos polis motorizados.
—Bueno —repuso Hanson—, gracias, amigo. Me alegro de que pienses eso.
—Genial. Hasta luego —se despidió Weegee. Levantó el manillar de la bicicleta haciendo un caballito y recorrió unos metros calle abajo pedaleando y haciendo ruido con el naipe antes de volver a dejar caer la rueda delantera contra el asfalto.
Hanson lo contempló hasta que se perdió de vista, sorprendido de que la opinión de un crío pareciera importante. Sonrió, luego se metió en la camioneta, sacó la droga de la guantera, la aplastó hasta convertirla en polvo y la lanzó al viento.