Fuego amigo


Hanson está durmiendo.

La ciudad de Oakland está despierta. Un agente de narcóticos infiltrado que se llama Sandler está persiguiendo a un adolescente negro de quince años por los patios de las casas del distrito 4. Sandler y sus dos compañeros habían pasado la noche intentando organizar una compra por parte de unas personas del oeste de Oakland, pero no habían tenido suerte. Cuando Sandler estaba a punto de arrancar y marcharse en su coche sin distintivos y dar la noche por terminada, el adolescente pasó por su lado en otro coche, lo cual lo cabreó mucho. La cabeza del conductor quedaba prácticamente oculta por el reposacabezas, lo cual indicaba que no era un tipo muy grande, así que Sandler fue tras él e informó del número de matrícula empleando la frecuencia secreta que utilizaban los policías infiltrados. Por lo general en las calles había quince o veinte policías de incógnito una noche cualquiera, pero los policías de patrulla no lo sabían, y tampoco conocían las frecuencias secretas que empleaban ellos y otras unidades especiales. El Departamento, preocupado por que los patrulleros pudieran dejar al descubierto a los infiltrados y a los de las unidades especiales, lo mantenían en secreto.

La matrícula resultó ser la de un vehículo que habían robado aquella misma mañana, de modo que Sandler activó las luces rojas que llevaba escondidas detrás del radiador del austero Ford azul oscuro que casi nadie reconocía como un coche de la policía.

El adolescente, que se llamaba Ezekiel, llevaba casi todo el día conduciendo aquel coche; ya casi se le había terminado la gasolina y estaba pensando en dejarlo tirado cerca de donde vivía para poder regresar andando a casa. En cuanto vio las luces rojas a su espalda, salió disparado por la autopista de Nimitz y, con el coche policial pisándole los talones, aceleró casi hasta ciento sesenta. Fue una carrera que jamás iba a olvidar. Tomó High Street con un chirrido de neumáticos, intentó perder a los policías cerca de su barrio en vano, chocó derrapando contra un buzón azul grande, se bajó del coche y echó a correr hacia su casa.

A aquellas alturas Sandler ya estaba cabreado de verdad y bombeando adrenalina, así que detuvo el coche, se apeó de un salto y dejó a su compañero dentro. Estaba decidido a cargarse a Ezekiel, o por lo menos darle una buena paliza.

Se percató de que el chico estaba corriendo en paralelo a él, de modo que se apartó trazando un arco. Un par de manzanas más adelante lo estaba esperando; el chico, que no estaba en muy buena forma, surgió de la oscuridad sin aliento. Sandler lo derribó y le apuntó a la cabeza con su 44 de cañón corto.

A aquellas alturas ya venían de camino varias unidades de apoyo para ayudar a Sandler a atrapar al ladrón de coches. Dos de ellas, al volante de las cuales iban dos policías jóvenes que llevaban menos de seis meses en las calles, sorprendieron con los faros a Sandler inclinado sobre el chico, apuntándole con una pistola a escasos centímetros de la cabeza. El chico estaba chillando: «¡No me mate!».

Ellos no conocían a Sandler y, por supuesto, desconocían que existieran policías infiltrados, así que se bajaron de los coches patrulla, apuntaron a Sandler con sus armas semiautomáticas y le ordenaron que no se moviera. Pero en aquel momento uno de ellos apretó el gatillo sin querer; asustó al otro, que también era nuevo, y entre los dos dispararon a Sandler once veces desde el centro de la calle.

Ezekiel tenía miedo de moverse y Sandler había muerto.

Al día siguiente los medios de comunicación no comentaron nada, tan solo apareció un breve artículo que contaba que un agente de la Policía de Oakland había fallecido de forma accidental por unos disparos.