Sigue la corriente para llevarte bien con la gente
Por toda la ciudad habían estado sonando falsas alarmas. La lluvia golpeaba los tejados de los almacenes, hacía saltar dispositivos e interrumpía los haces de luz de las células fotoeléctricas. Hanson pasó por delante de un taller mecánico cerrado que ocupaba una manzana entera y que tenía un letrero pintado con letras blancas que decía: LOS GUARDIAS DE LA PRISIÓN DE DAKOTA DEL SUR LES LAMEN EL CULO A LOS ESPALDAS MOJADAS. El óxido ya lo estaba desgastando. Se trataba de un antiguo mensaje de rencor. Hanson se dirigía a un encuentro que había solicitado un sargento al que no conocía, cosa que no era inusual porque los patrulleros y los sargentos eran trasladados continuamente de un distrito a otro, a menudo en el último momento, literalmente, porque todos los días eran muchos los agentes que llamaban diciendo que no iban a trabajar porque estaban enfermos justo antes de que se pasara lista. La moral estaba baja. En la Policía de Oakland se esperaba que un sargento estudiase para el examen de teniente mientras pillaba a patrulleros ganduleando o cagándola en algún sitio. No todos eran malos chicos, pero estaban siempre bajo presión, igual que los patrulleros estaban siempre bajo presión para que cumplieran con su cuota de detenciones.
Aquella noche de lluvia Hanson estaba trabajando en el distrito 3; el Departamento lo había sacado de los distritos en los que predominaba la población negra para que estuviera más próximo a la ciudad y a las áreas de blancos. Uno de los beneficios de trabajar en los distritos 4 y 5 era que había menos posibilidades de que los sargentos se pasaran por allí a pillarlo a uno ganduleando o cagándola. No era que les preocupara su seguridad, aunque a algunos sí, sino que allí ocurrían demasiados incidentes que podían torcerse y perjudicar su carrera profesional. Allí las cosas se torcían con más frecuencia, y un sargento no quería estar en la zona cuando se torciesen, porque a lo mejor le salpicaba algo a él.
Era algo parecido al motivo por el que la mayoría de los patrulleros aprendían a no ver gran cosa cuando iban de camino a un aviso. Si veían un problema del que nadie había dado parte y se paraban a atenderlo, no tenían nada que ganar y sí mucho que perder. Si resolvían el problema, no se fijaría nadie, salvo los ciudadanos involucrados, a los cuales seguramente no volverían a ver nunca, y si la cosa iba mal y empeoraba más, la culpa era de ellos por haberse parado. Y mientras tanto, el problema oficial al que los había enviado la centralita aún estaba esperando.
Hanson vio el coche patrulla del sargento allá delante, a través de la lluvia, detenido debajo de un paso elevado de hormigón que se estaba cayendo a pedazos, envuelto en los gases del tubo de escape como si fuera una niebla. El sargento encendió las luces rojas y azules y volvió a apagarlas, y Hanson se situó a su costado pero en dirección contraria, su ventanilla frente a la ventanilla del sargento. La lluvia caía en densas mantas de agua por ambos lados del paso elevado, como cascadas propias de una película.
Se apellidaba Croix y era todo un vendedor, no mal tipo, con ese trato afable característico de los vendedores de coches.
—Solo quería darle oficialmente la bienvenida a la brigada —dijo, aunque, dado que Hanson conducía normalmente un vehículo táctico, solo estaba en su brigada por la noche, pero el sargento era de los que trabajaban duro y había decidido que merecía la pena venderle la moto a Hanson, solo por si acaso—. Traver me ha hablado muy bien de usted, y he estado echando un vistazo a las estadísticas —agregó tocando el maletín que llevaba al lado— y me indican que sale usted bien parado en comparación con el resto de la brigada.
Traver era un policía de tráfico con el que Hanson había trabajado unas cuantas veces al principio; se llevaron bastante bien. Hanson mantenía la boca cerrada y se limitaba a asentir y escuchar los buenos consejos de Traver sobre cómo informar de accidentes de tráfico. Él odiaba ocuparse de los accidentes de tráfico, porque siempre había que medir las marcas de neumáticos y utilizar transportadores y plantillas para dibujar a escala los vehículos implicados en los impresos. Traver lo hacía en un santiamén, pero él era lento y muchas veces dibujaba mal las curvas, tenía que borrarlas y dibujarlas de nuevo, y aquello no quedaba bien en el impreso.
—Siga trabajando así —le dijo el sargento Croix al tiempo que encendía otro cigarrillo—. Cuando un miembro de mi brigada da el alto a un conductor bebido, me gusta que me llame para presenciar la prueba de alcoholemia. Quiero ver cómo lo hace, y a lo mejor puedo serle de ayuda, dado que usted todavía es bastante nuevo en este trabajo.
Al igual que otros muchos policías del Departamento, el sargento desconocía que Hanson ya había sido policía anteriormente, y se preguntaba por qué razón había decidido hacerse poli a los treinta y ocho años.
Probablemente el sargento Croix tenía la misma edad que él, pero Hanson no distinguía bien a los policías de su edad y solía desistir de intentar siquiera adivinarlo. Todos daban la impresión de haberse criado juntos en la misma ciudad y de haber ido juntos al mismo instituto. O quizá le daba a él esa impresión porque no se le parecían en nada; eran capaces de desempeñar su trabajo sin implicarse de verdad, sin preparación y con total desapego. Con veintiún años, fueron a la Academia, firmaron un contrato e hicieron un pacto con el Departamento: prestar sus servicios a cambio de un salario. Ahora todavía seguían presentándose a trabajar para cumplir su horario y el Departamento seguía entregándoles a cambio su nómina cada dos semanas. Aquello no se diferenciaba mucho de un parlanchín profesor titular de universidad que repite el mismo programa un curso tras otro y que reparte grados y títulos sin enseñar nada. Así era como hacían las cosas, y ello tenía su lógica. Aquella era la manera en que la mayoría de la gente se acomodaba en el trabajo. Pero él no era capaz de hacerlo. De igual modo, se le daba mal administrar el dinero y hacer negocios. Él esperaba que las personas le dijeran la verdad, y entonces se convertían en sus amigos. Si le mentían, se convertían en enemigos. Pero un vendedor de coches o un agente inmobiliario pertenecían a una tercera categoría: no eran ni amigos ni enemigos, porque no decían la verdad pero tampoco mentían exactamente.
El humo del cigarrillo iba cobrando densidad dentro del coche del sargento. La lluvia debía de estar actuando como barrera, se dijo Hanson, o, tal vez, como el porcentaje de humedad era muy superior al cien por cien, el aire en cierto modo rechazaba el humo, no podía absorberlo, algo así.
—También me gusta que mis hombres me llamen en caso de delitos cometidos bajo custodia y pruebas de 11550. Qué cojones, no tengo reparos en confesarlo. Me gusta el dinero extra que se cobra por asistir a los juicios. El año pasado gané cincuenta y ocho mil, y este año espero sobrepasar los sesenta, y puedo hacerlo, sin problema, si usted y los demás miembros de la brigada me tienen en cuenta. Es una buena brigada, Hanson.
Hanson asintió, incluso intentó sonreír, una sonrisa normal, para dar la impresión de que había comprendido y que estaba de acuerdo con lo que decía el sargento.
El sargento expulsó otra bocanada de humo mientras charlaban, conversando de poli a poli.
—Este año tengo que refinanciar mi casa y buscar una nueva propiedad para alquilar, y para eso necesito las horas extras —dijo, meneando la cabeza—. Si uno no tiene varias propiedades para alquilar, el fisco le hace trizas. Ya lo verá. Yo llevo ya dieciséis años en el Departamento, casi diecisiete, y esa es una cosa que he aprendido. Tengo veinte deducciones. Veinte. Implica mucho tiempo y mucho trabajo, pero con veinte deducciones uno se lleva un buen sueldo a casa. Si no se pagan impuestos, se puede vivir muy bien con el sueldo.
Hizo una pausa para reflexionar unos instantes, luego afirmó con la cabeza y aguardó un momento antes de proseguir.
—Me gustaría tener una brigada entera que actuara motivada por la codicia. La codicia es una motivación tan válida como cualquier otra para efectuar detenciones, detenciones que acaban en los tribunales porque algún puto fiscal del distrito no es capaz de darle la patada al acusado o de llegar a un acuerdo con él. Ellos van a juicio, nosotros cobramos las horas extras, y un capullo más que hemos apartado de la circulación. Se da la circunstancia de que sé que en su caso, cuando estaba en la Academia, su puntuación en la redacción de informes siempre era «mejor que aceptable», y esa es una habilidad que puede servirle de ventaja a la hora de redactar informes sobre conducción bajo los efectos del alcohol, 11550 y delitos graves. La manera de redactarlos es lo que puede transformar un sobreseimiento en una detención de calidad que acabe yendo a juicio.
Miró la hora e hizo una mueca de sorpresa; no se había dado cuenta de lo rápido que había pasado el tiempo, porque la conversación con Hanson había sido muy interesante.
—Joder, mejor me voy de nuevo a la calle. Ha sido un placer charlar con usted, Hanson. Estoy seguro de que volveremos a vernos. Cuídese.
Metió la marcha, sonrió una vez más a Hanson para cerrar el trato y hacer la venta, y acto seguido arrancó y se fue, atravesando la cortina de agua que caía del paso elevado e iluminando la calle con sus luces traseras.
Sin esperar a que apareciese un sargento para presenciar el control de alcoholemia, hacían falta un par de horas fuera de la calle para procesar un caso de conducción bajo los efectos del alcohol. Y, de todas formas, en la zona este de Oakland a nadie le importaba una mierda que alguien condujera borracho, porque todo el mundo estaba borracho todo el tiempo.
Sin esperar a que llegara un sargento, para un 11550 se tardaba casi lo mismo, tras haber observado a un individuo que daba la impresión de encontrarse bajo los efectos de una sustancia controlada, habitualmente un opiáceo, la mayoría de las veces heroína, y tras haberlo examinado por si tuviera marcas de pinchazos y las pupilas contraídas. Las marcas de pinchazos eran evidentes si se encontraban en el pliegue del brazo, pero resultaban más difíciles de ver entre los dedos de los pies, en el ano o en el pene. En esos casos, el pupilómetro —un aparato que comparaba el diámetro de las pupilas, en milímetros, con el gráfico del folleto de los 11550, una fila de puntos negros que iban aumentando de tamaño de izquierda a derecha— era otra forma de garantizar una detención de calidad, hacer horas extras yendo a juicio y sacar al sospechoso de la calle y encerrarlo en una cárcel abarrotada para castigarlo por consumir heroína en vez de no consumirla.
Si acabas de efectuar una detención por un delito grave, y quizá has forcejeado con un tipo, lo has arrojado al suelo y lo has esposado para custodiarlo, y se forma una turba que pretende quitarte la pistola y pegarte un tiro con ella porque el detenido está sangrando por la cabeza en el punto en que tú lo golpeaste contra el suelo y está gritando que el único motivo por el que lo detienes es que es negro, probablemente no te convenga esperar a que llegue el sargento… En fin, sería mejor que simplemente anotaras su nombre en el informe para que él siguiera cobrando horas extras por ir a juicio y fuera tu amigo cuando te pille ganduleando o cagándola en algún sitio.
Hanson informó de que estaba libre y la centralita lo envió a cubrir a 3L32 con un individuo sospechoso, posible 459. 3L34 ya estaba de camino. La dirección correspondía a un centro comercial que no estaba lejos. Posible allanamiento en curso. Hanson lanzó una carcajada en voz alta.
Para cuando llegó allí y se apeó del coche, el posible allanador ya había sido acorralado por dos policías en el lateral de una ferretería cerrada. Los dos agentes habían adoptado la postura de combate agachada, con las pistolas apuntando al posible ladrón, y gritaban: «¡No se mueva! ¡Quieto, gilipollas!». Daban pasitos hacia un costado para mantener la distancia sin perder una buena línea visual, aunque el sospechoso se negaba a mirarlos e iba dejando atrás la ferretería y retrocediendo en dirección a la callejuela.
Hanson se percató de que también él estaba dando pasos hacia un costado mientras observaba a los tres integrantes de la escena, bastante seguro de que no había causado una buena impresión al sargento Croix y preguntándose por qué no era capaz de seguirle la corriente a la gente de vez en cuando para llevarse bien. Entonces fue cuando pensó: «A la mierda». Echó a correr hacia el posible allanador gritando a los otros dos agentes: «¡No me disparen!», con la certeza de que lo que estaba haciendo no era el procedimiento correcto de la Policía de Oakland. Debería haber llegado allí más despacio, para dar tiempo a los dos agentes a disparar al posible allanador y mantenerse al margen. Pero ya era demasiado tarde para eso, ahora estaba cabreado y quería una pequeña satisfacción. Empujó con el hombro al posible allanador contra una pared exterior, y cuando rebotó lo agarró de su sucia camisa con ambas manos y tiró de él.
—Venga, amigo, le han dicho que no se mueva. —Volvió a estamparlo contra la pared—. Igual que en la tele. No se mueva, cabrón. —Lo estampó otra vez—. Venga, hombre, ¿por qué no hace lo que tiene que hacer?
Después le dio una patada en las piernas para hacerlo perder el equilibrio y le sacudió un rodillazo en la espalda. Cuando le puso las esposas le faltaba la respiración, pero se sentía mejor de lo que se había sentido durante toda aquella puta noche de lluvia.
—Gracias. Muchas gracias —le dijo al tiempo que lo levantaba del suelo. Le gustó la sensación que notó en los músculos de los hombros y del pecho cuando agarró al detenido por los brazos y tiró de él—. Agradezco… su… colaboración… —Lo zarandeó de un lado a otro—. Cabrón. —Se apartó para que los dos agentes, con las pistolas enfundadas, pudieran golpearlo de nuevo.
Sin pronunciar palabra, intercambió esposas con uno de los agentes y emprendió el regreso a su coche, mojado y sucio pero sintiéndose genial. No quería saber nada del papeleo. Ya era hora de dar la noche por terminada.