My Girl
Era el solsticio de invierno, el 21 de diciembre, la noche más larga del año. A partir de ahí los días empezarían a alargarse. Iba a trabajar durante las Navidades, una semana en la que la tasa anual de homicidios alcanzaba de nuevo los diez dígitos para volver a cero el día de Año Nuevo.
En el distrito 5 no encontró ningún sitio donde comer, así que tras la última llamada se fue al Junkyard Dog de Foothill a tomar una Coca-Cola y una hamburguesa. No tenía hambre porque había desayunado un batido de proteínas, pero sabía que debía comer algo para las horas de más que le tocaría trabajar. No había suficientes policías en la calle, y aquella semana todo el que tuviera algo de antigüedad, por poca que fuera, estaría de vacaciones. Y otros estaban de baja por enfermedad. Solo había dos coches asignados al distrito 5, y la mitad de las llamadas que recibían eran de fuera de ese distrito. Los coches de apoyo tardarían mucho o no existirían, una situación peor que de costumbre, pero de todas formas él se sentía sumamente cómodo trabajando solo y tener que hacer horas extras a causa de las Navidades no lo molestaba. Era mejor trabajar en un coche patrulla que estar solo en casa o en la calle rodeado de muchedumbres que hacían compras de última hora al son de la música navideña de supermercado.
Su nómina quincenal era más del doble de lo que ganaría haciendo cualquier otra cosa, aunque encontrase otro empleo. Se había comprado un sofá, un microondas y otro robot de cocina que no iba a usar jamás. Le cambió las cuatro ruedas al coche, un International Harvester Travelall D1100 de 1963, el modelo de cuatro puertas, que había adquirido en una subasta del Servicio Forestal de Missoula. Lo había llevado desde Boise hasta Oakland, pero a duras penas. Valía para llevarlo de su piso a la Ciudad de la Justicia. Si lo dejase tirado del todo, podría coger un autobús o ir andando. Al final tendría que comprarse otro coche, pero eso implicaba negociar con un vendedor de coches, y quería aplazarlo todo lo que fuera posible. Dos meses más y se habría puesto al día con los gastos y tendría dinero en el banco. ¿Para qué otra cosa iban a contratarlo? Aún no había estallado la siguiente guerra, y cuando estallase él sería demasiado viejo para alistarse. No se veía capaz de aguantar dos o tres años más en el mundo académico para obtener un doctorado, y, aunque lo fuera, no sabía qué podía hacer después. Y en un trabajo de oficina duraría aproximadamente un día sin tirar al jefe por la ventana.
Una vez que terminaba de pasar lista, que se alejaba de la Ciudad de la Justicia y salía a las calles, la cosa no estaba tan mal. A solas por el este de Oakland, con la vida/muerte/vida/muerte. Y por la manera en que lo iban cambiando de una ronda a otra y de un distrito a otro todas las noches, no se podía decir que existiera una supervisión constante. No se veía obligado a mirar continuamente a su espalda por si aparecía algún sargento criticando su modo de actuar y esperando que hiciera las cosas a la manera del Departamento. Por lo visto, siempre que mantuviera su cuota de detenciones, lo dejarían en paz. Quizá incluso el trabajo saliera bien y él pudiera jubilarse y morirse dentro de veinticinco años.
El Junkyard Dog era una vieja autocaravana Airstream pintada de marrón perrito caliente, con una franja encima de color amarillo que semejaba la mostaza. En el extremo que estaba más cerca de la calle había un robot con forma de cabeza de perro salvaje, soldado y reforzado con remaches, que salía de la cabina de un camión, con dientes, ojos y orejas puntiagudas, todo fabricado con piezas de desguace: radiadores, parachoques, alerones… Los ojos eran dos focos que iluminaban Foothill día y noche. La cabeza protegía la ventanilla a prueba de balas como si fuera una cochera abierta. Hanson aparcó marcha atrás en el espacio que quedaba más cerca de la calle, se apeó y fue hasta la ventanilla. Solo había otro coche más, más viejo que el suyo: un Cadillac dorado y muy tuneado, con una mujer joven en el asiento del pasajero.
El conductor del Cadillac ya estaba ante la ventanilla de grueso plexiglás que hacía las veces de puerta giratoria en miniatura. Había sacado un billete de cinco dólares con manchas de sangre, pero el que atendía, un chico negro y regordete, con una gorra de papel, se negaba a accionar la puerta giratoria para cogerlo. La chapa que lucía en la chaquetilla blanca llevaba el apellido «Jiménez», pero no tenía pinta de ser mexicano.
—No aceptamos billetes manchados de sangre —dijo Jiménez con la voz amortiguada por el plástico a prueba de balas.
La sangre era reciente, estaba húmeda y brillaba a través de las fibras de papel bajo la luz artificial. Ninguno de los dos pareció percatarse de la presencia de Hanson, que estaba allí de pie, uniformado, armado, luciendo una chapa con su nombre y con una radio por la que se oía el constante ir y venir de las llamadas de la centralita.
—Es dinero legal —dijo el cliente al tiempo que se volvía para mirar a la chica del coche—. Las leyes federales obligan a aceptarlo.
Llevaba un traje confeccionado con hilo iridiscente que proyectaba una nebulosa verde y dorada.
Jiménez se limitó a mirarlo y negar con la cabeza.
—Tío, ¿te crees que me lo estoy inventando? Es lo que dice la ley, tronco, y nadie está por encima de la ley.
Hanson no había pedido permiso a la centralita para abandonar aquel distrito. Se alegró de que el sindicato de la policía se hubiera opuesto a la última propuesta del Departamento de colocar transpondedores en los coches patrulla para poder saber dónde estaban en todo momento. Cuando por fin se salieran con la suya, no iba a poder comer nada mientras estuviera de servicio.
El tipo trajeado se volvió hacia Hanson.
—¿Va usted a aplicar la ley, agente? —le preguntó.
—¿Quiere que lo detenga o que le dispare? —Miró al chico de la autocaravana—. Jiménez… —empezó.
—Yo no me llamo así, tengo que llevar puesta esta mierda de apellido mexicano toda la noche.
—Dele un par de servilletas —dijo Hanson hablando por el pequeño micrófono que había por encima de la ventanilla a prueba de balas—. Si consigue limpiarlo bien, usted lo mete dentro y lo coge por una esquina que no esté manchada de sangre, con dos dedos, ¿de acuerdo? —Levantó la mano por encima de la cabeza y juntó el índice y el pulgar—. Y luego, antes de que nos enzarcemos en complicados debates sobre cuestiones legales, lo mete en la caja registradora.
Ninguno de los dos dijo nada. Ambos pusieron cara de cabreo.
—Piénselo. Cuando me vaya, puede hacerme caso o seguir discutiendo, pero de momento póngame una Coca-Cola y una hamburguesa con queso. ¿Vale, Jiménez? ¿Por favor? —A continuación se volvió hacia el tipo del traje—: Perdone por haberme colado, pero es que tengo que volver a la calle y lo suyo puede durar toda la noche. ¿Vale? —El cliente se limitó a mirarlo con cara de pocos amigos—. O bien puede usted enseñarme ahora mismo la documentación. Considero que un billete manchado de sangre constituye un motivo suficiente para investigarlo y registrar su coche. Usted decide.
—Dale la Coca-Cola —le dijo el tipo trajeado a Jiménez— y a ti que te follen. Yo me voy a otra parte.
Regresó al coche con el billete sujeto con dos dedos. Hanson bebió un sorbo de Coca-Cola contemplando cómo se iba el Cadillac mientras Jiménez le envolvía la hamburguesa.
—Gracias —le dijo al chico—, y feliz Navidad.
Esperó a estar a solo unas pocas manzanas de su distrito para declarar finalizado su último aviso.
—Recibido, Cinco Tac 51 finalizado…, pero llevamos un rato reteniendo un 245, una agresión con arma blanca frente al Artistic Hair Haven, entre la 66 y Foothill.
—Voy para allá —respondió Hanson, que colgó el micrófono y paró junto a la acera para consultar el callejero y terminarse la hamburguesa en tres bocados.
Con un gruñido, se puso la Coca-Cola entre las piernas y enfiló a toda velocidad la calle Este 14 pasando por delante de un aparcamiento lleno de árboles de Navidad de aspecto triste, rodeado por una valla de alambre de espino.
Tuvo que detener al propietario del Artistic Hair Haven y acusarlo de asalto a mano armada, ocultación de arma y posesión siendo expresidiario, pero por lo menos no tuvo que pelear con él para llevárselo al calabozo. En cambio, tuvo que hacer mucho papeleo. Después acudió a una reyerta familiar en la que el marido había intentado prender fuego al árbol de Navidad; eso dijo la mujer, pero se desmayó antes de poder incendiarlo y ella le echó encima una cazuela de agua hirviendo, así que tuvo que ir a urgencias con quemaduras de tercer grado en la parte posterior de las piernas.
Para las dos de la madrugada la situación estaba tranquila y Hanson conducía por las callejuelas adyacentes a la avenida 96. En el cielo batía las palas un helicóptero de la policía que se dirigía hacia la bahía.
Llevaba el cinturón de seguridad desabrochado y la funda del arma apoyada en las rodillas para poder sacar la pistola rápidamente. Imaginaba la cara de idiota que tendría estando muerto, acribillado a balazos al volante, con el cinturón abrochadito y la pistola enfundada. El teniente Garber y los chicos se librarían de él. El experto en temas constitucionales, el trabajador social. Sonrió imaginándolos a todos partiéndose de risa con ello. Le gustaría saber si a su funeral llevarían a alguien que tocase Amazing Grace con una gaita.
Allá delante se oyó el estrépito que hacía un cubo de basura al rodar por el asfalto esparciendo latas de cerveza, envases de comida rápida de edición especial para Navidad y una comadreja cubierta de un pelaje blanco plateado que salió dando tumbos y cruzó por delante de los faros del coche para ir a esconderse en la oscuridad; era enorme y torpe y tenía la cola partida en dos y el rostro manchado de algo de color blanco que la hacía parecer un payaso.
Hanson pasó despacio junto al cubo de basura, inclinado sobre el asiento del pasajero, y llamó al animalito susurrando a través de la ventanilla:
—Eh, comadreja…
—Cinco Tac 51.
Sin apartar la vista de la comadreja, detuvo el coche y descolgó el micrófono del salpicadero.
—Aquí Cinco Tac 51.
—Cinco Tac 51, tenemos una pelea de veinticinco o treinta personas a la altura de la Ochenta y dos con Bancroft…
—De acuerdo.
—¿Necesita un coche de apoyo?
—Ya me encargo yo. —Luego, dirigiéndose a la comadreja, agregó—: Ten cuidado, amiguita. Feliz Navidad. —Soltó una carcajada y se incorporó.
¿Un coche de apoyo?, mis cojones, pensó mientras salía de la callejuela. Como si hubiera alguno disponible. Como si un coche de apoyo conducido por un agente al que no conocía de nada fuera a servir de algo con toda aquella gente. Sí, sí, un coche de apoyo. Si cuando llegara él todavía había veinticinco o treinta personas peleando, para calmarlas tendría que recurrir a un bombardeo. Nadie aguantaba quince minutos peleando, a no ser que fueran zombis. A saber cuál era el problema en realidad. A saber qué se encontraba. A saber si lograba resolverlo o acababa muerto. Aquello era lo que le gustaba de su trabajo: que se olvidaba de los problemas, las dudas, los errores y los arrepentimientos por los que ya no podía hacer nada.
Era un triste centro comercial con varias tiendas moribundas y otras ya cerradas. Había doce o catorce coches aparcados formando un círculo, todos con la radio sintonizada en la misma emisora. Había parejas bailando, bebiendo y fumando marihuana. Las brasas rojas de los cigarrillos y los porros resplandecían y bailaban en la oscuridad del aparcamiento. Vieron llegar el coche patrulla, por supuesto, pero hicieron como que no. Hanson apagó los faros y se detuvo como a un par de coches de distancia del círculo. Se oía cantar a Donna Summer She works hard for the money. Se apeó del coche patrulla para ver cómo bailaban y escuchar la canción de Donna Summer, que hablaba del caso de tantas mujeres, y también hombres, del este de Oakland.
Hacía una noche estupenda. La mejor hora del día, en opinión de Hanson. Se subió de un salto al capó del coche, donde era más difícil que pasaran de él, pero ellos se las arreglaron sin ningún problema, hasta que empezó a agitar los brazos en alto y gritó:
—¡Disculpen, disculpen todos! —Agitaba los brazos hacia arriba y hacia atrás igual que un árbitro señalando un touchdown—. Disculpen, tengo que decirles una cosa…
No tenía reparos en parecer un poco tonto si con ello lograba resolver un problema. No había muchos policías que obraran de aquel modo, así que por lo general la gente le prestaba atención. La mayoría de los policías se habrían quedado dentro de su coche patrulla y habrían impartido órdenes a través del megáfono.
Por fin, todo el mundo se volvió hacia él y dejó de ser invisible. Haciendo equilibrios sobre el capó del coche, los miró, sin miedo, en actitud razonable, estableciendo rápidamente contacto visual con muchos de ellos. Si la gente ve que tienes miedo, no escuchará nada de lo que digas.
—Gracias —exclamó—. Gracias, señoras y señores. La centralita me ha hecho venir aquí diciéndome que había veinticinco o treinta personas peleándose en estos momentos. En fin… —Hizo una pausa y sonrió—. Yo les he dicho que vale, que iba a encargarme de ello.
Esto provocó unas cuantas carcajadas, y la tensión empezó a disiparse. La brisa proveniente del mar era un poco fresca a aquellas horas, y agradeció el calorcillo que despedía el capó del coche. A lo mejor podía anotar aquel detalle en un parte. Sin más papeleo. Existía la posibilidad de que alguien le disparase, pero no era probable; y si le disparaban, ¿qué más daba?
—Veo que no están peleando, sino únicamente bailando y pasándolo bien. Pero la cosa es… —continuó, mirando el reloj— que son las dos y media y que a lo mejor la gente que vive por aquí está intentando dormir porque mañana tienen que ir a trabajar, y han pensado que si decían que había una pelea la policía tardaría menos en llegar que si decían que había una fiesta. —Se encogió de hombros y levantó las manos—. ¿Qué puedo decir? Sea como sea, ¿podrían hacerme el favor de marcharse a casa? Lo siento, pero, si no se marchan, van a venir muchos más polis, y entonces sí que se armará una buena. No sé si me entienden.
Justo en aquel momento, como si fuera una señal del cielo, en todas las radios empezaron a sonar las seis primeras notas del bajo del tema My Girl del gran Smokey Robinson.
—Eh —dijo Hanson con una gran sonrisa—, ¡My Girl!
My Girl, pensó Hanson siguiendo la letra de la canción durante unos momentos. Era una canción alegre, pero también triste, en el este de Oakland, donde… En fin, tal vez fuera posible encontrar allí un poco de alegría cuando uno era joven, tenía novia y las cosas todavía no pintaban tan mal. Recorrió a los jóvenes con la mirada.
—En serio, les agradecería a todos que se marcharan a casa.
Los presentes miraron a Hanson, luego se miraron unos a otros y finalmente empezaron a dirigirse hacia sus coches al tiempo que apuraban los porros y se bebían lo que quedaba de sus cervezas Olde English 800 y Night Train, algunos riendo y otros diciendo adiós a Hanson con la mano.
—Muchas gracias —voceó Hanson—. De verdad, gracias. Se lo agradezco. Que tengan buena noche. Y feliz Navidad.
Cuando se bajó del capó, todo el mundo estaba ya arrancando el coche y encendiendo los faros, que describían arcos luminosos al cruzarse unos con otros y se reflejaban en los escaparates de las tiendas. Hanson se quedó a observar cómo los coches iban desfilando por las dos salidas del aparcamiento y tomando distintas direcciones, con el resplandor de los faros y las luces rojas de posición adelantándose mutuamente y la música de la radio difuminándose.
Levantó la vista y contempló las estrellas, ya familiares porque eran viejas amigas de la época que pasó en Idaho. Allí aprendió a conocerlas, a respetar su elegante fiabilidad, a fiarse de los antiguos protocolos que observaban en su movimiento. Esta noche también se veía a Júpiter, que brillaba más que la más brillante de todas las estrellas, regio y firme en su órbita a través de las constelaciones. Y la poderosa constelación de Orión, en forma de gigantesco reloj de arena, con un cinturón contra el que daban la impresión de chocar otras estrellas menores antes de hundirse en la nebulosa que había más abajo.
—Rigel. Betelgeuse, Bellatrix, Saiph —pronunció en voz alta para presentar sus respetos a las estrellas principales de la constelación antes de meterse de nuevo en el coche patrulla.
Cuando encendió los faros, la luz arrancó un destello a la curva del parachoques cromado de un automóvil que no estaba escondido del todo, al fondo, en el callejón que había al final del centro comercial. Quitó el cierre magnético a la escopeta al tiempo que iba hacia allí y también abrió un poco la puerta del conductor para, si fuera necesario, poder abrirla del todo de una patada y saltar fuera con la escopeta. Se detuvo al principio del callejón, donde quedaba protegido por la delantera del coche patrulla, alumbrando el reluciente Cadillac azul marino con los faros. Tenía las lunas tintadas y dentro estaba oscuro. Lo hizo todo con calma, sin indecisión ni miedo, contento por el momento consigo mismo, dejando a un lado el pasado y el futuro. A lo mejor estaba sintiendo lo que sentía la gente normal cuando decía que estaba feliz.
El Cadillac bajó la ventanilla del conductor y este saludó.
—Buenas noches, agente. Una noche estupenda.
Tendría unos treinta años, era más joven que Hanson, y llevaba una barba recortada y unas gafas de montura metálica que le agrandaban ligeramente los ojos.
—Buenas noches, caballero —respondió Hanson a través de la ventanilla del coche policial, en tono amistoso pero con la mano en la escopeta—. ¿Está esperando a alguien?
—Ya me iba, agente. Gracias. Ahora que se ha terminado la música —añadió, con seguridad pero sin arrogancia, educado, con un tono de voz que empujaba a uno a creerle—. Admiro el modo en que ha dispersado usted a esa gente, con tanta facilidad.
Algo tramaba, y Hanson se preguntó quién sería, pero ya era tarde, hora de regresar a casa, y estaba seguro de que ambos volverían a verse.
—La mayoría de la gente se muestra razonable si se le da la oportunidad —declaró Hanson sin creerse ni una palabra.
—Muy cierto, agente —coincidió el otro—. Esa es también la experiencia que he tenido yo. —Cosa que, a todas luces, no era verdad.
—Desde luego —dijo Hanson procurando no romper a reír—. Buenas noches. Conduzca con cuidado.
La luna tintada se elevó de nuevo y el Cadillac salió del callejón sin hacer ruido, se detuvo al llegar a la calle, giró a la derecha y se alejó. Hanson había sacado el bolígrafo para anotar la matrícula, pero esta estaba tapada por una especie de plástico. Volvió a cerrar el bolígrafo y se quedó observando cómo el Cadillac giraba al llegar a la siguiente manzana y se perdía de vista.
Cualquiera de los que habían estado presentes en aquella fiesta le habría dicho a Hanson que el del Cadillac era Felix Maxwell, capo de la droga en Oakland, un chico salido de las viviendas sociales que había logrado dejar huella. En cambio, nadie habría podido decirle lo que los astros les tenían preparado a los dos.