El libro de aves de Weegee


Aparte de su coche patrulla y de su piso, el único lugar en el que Hanson pasaba algún rato era Walden Pond Books. El propietario, Marshall, era un judío progresista radical de la Costa Este, de la vieja escuela, que se había mudado al oeste a principios de los años setenta. Era un intelectual amable y de modales suaves que abrigaba puntos de vista muy pensados, pero Hanson lo había visto trabar amistad con radicales rabiosos simplemente a base de escucharlos con educación. Hanson notaba que se relajaba en cuanto entraba en su librería. Marshall sabía que era policía, y ambos se sentían cómodos a ese respecto: no cambiaba su relación.

El ayudante de Marshall, Darrell, era un graduado de la Universidad de Berkeley de veintimuchos años que se autoproclamaba anarquista. Siempre daba la impresión de estar de un humor taciturno, huraño y suspicaz, pero en un grado que resultaba divertido, y él lo resaltaba aún más. Cuando estaban los tres solos en la tienda, Hanson se sentía como si estuviera entre amigos.

Hanson acababa de terminar de correr por el lago Merritt y estaba recuperando el resuello cuando pasó por delante de la librería. Marshall resultaba apenas visible al otro lado del escaparate tapado con carteles; estaba apilando libros en el marco de una ventana, y le llegaban a la altura del hombro. Hanson se detuvo y entró. Marshall no se percató de su presencia hasta que lo tuvo a su espalda, junto a la caja registradora, tamborileando con los dedos sobre el mostrador de cristal.

—Marshall —dijo Hanson—, sabes de sobra que si tienes libros apilados en las ventanas en torres tan altas la policía no puede ver si te están robando.

—¿Y quién iba a robar aquí? —replicó Darrell—. No hay suficiente dinero.

—El botín de una tienda de veinticuatro horas no suele ascender a más de treinta o cuarenta pavos. Por cincuenta matan a la gente.

—¿Quiénes?

—Los marginados.

Marshall había estado sacando libros nuevos de una caja. La música y la época de Miles Davis hasta 1960. Miles aparecía tocando la trompeta, sosteniéndola con las dos manos como si temiese que se le rebelara y se fuera a escapar, ensimismado en la música.

—Agente Hanson —saludó Marshall—. ¿Buscas algo en particular?

—Un libro que trate de aves.

—Pues —respondió Marshall riendo— tú te conoces la librería casi tan bien como yo.

Anteriormente Walden Pond había sido una tienda de electrodomésticos. El local era más profundo que ancho. Todos los títulos nuevos, los superventas, los manuales de autoayuda y los libros de arte para poner en las mesas de centro estaban colocados al principio, en mesas y expositores. Uno podía traerse un café de la cafetería de al lado y sentarse en un sofá con estampado de flores o en uno de los mullidos sillones.

El resto de la librería era serio, con filas y filas de estanterías que había construido el propio Marshall con tablas de madera de pino de dos centímetros y medio de grosor. Hanson sabía distinguir de un solo vistazo si un libro había sido añadido a aquellas estanterías de pino o si había sido retirado.

Los libros que había allí tenían veinte, treinta o cuarenta años de antigüedad; la mayoría ya estaban descatalogados, olvidados, ignorados, y entre las estanterías flotaba un olor a moho. Por la noche, cuando la librería estaba oscura y en silencio, Hanson imaginaba que los libros hablaban unos con otros. Conversaban en voz baja hasta el amanecer, cada uno narraba una y otra vez la misma historia, contaba lo que sucedió o no sucedió o podía haber sucedido, alternaba entre diferentes versiones de la verdad. Todos esperaban días y noches a que alguien los eligiera, los abriera y los empezara a leer.

Cuando empezó a ir por aquella librería, centraba la atención en la sección dedicada a las guerras, dos baldas llenas de la historia de Estados Unidos. La guerra de Vietnam contaba con una subdivisión propia. Se arrodillaba y, pasando los libros de costado, iba leyendo los títulos. Despachos. O una historia nueva del Grupo 5.º de las Fuerzas Especiales de Vietnam. En cambio, recientemente se había concentrado en los libros de aves, concretamente, aves rapaces: cernícalos, águilas… Iba recorriendo un estrecho pasillo que discurría entre las estanterías.

Halcones, azores y buitres, aves con las que se había familiarizado cuando estuvo en Idaho, y a las que echaba de menos de vez en cuando. Y los cóndores de California, de los cuales quedaba un puñado, aves prehistóricas que pronto se habrán extinguido, y lo saben. Las observaba posadas en sus aviarios de dos plantas del Centro Mundial de Aves de Presa, situado en un promontorio que había a las afueras de Boise. Establecía contacto visual con ellas, abrigando la esperanza de que le transmitieran sus conocimientos. Encontró la entrada «Cóndor de California» en el volumen I de Las aves de California, © 1923. Cuatro volúmenes encuadernados en bucarán de color verde. En 1923 el cóndor ya tenía problemas. En todas las áreas situadas al norte de San Francisco era un ave «extinta o muy poco habitual».

De repente entró por la puerta un tipo vestido con una cazadora de cuero negro. Llevaba un pendiente de oro en la oreja y el cabello rizado al estilo Jheri y recogido con un pañuelo verde.

—¿Qué precio tiene el libro de Miles? —preguntó.

Hanson lo observó desde las estanterías.

—Trece con noventa y nueve más impuestos —contestó Marshall.

—De acuerdo —respondió al tiempo que se volvía otra vez hacia la puerta—. Ya vendré otra vez. Miles, ajá.

Hanson dejó el libro de las aves en su sitio y fue hasta «Erotismo», una sección en la que los títulos nuevos y los de segunda mano no estaban separados. En su mayoría eran demasiado cerebrales e intelectuales para poner cachondo a Hanson. Historia de O. Varias ediciones del Kamasutra. Un lustroso libro de mesa de centro sobre el sexo tántrico. Justina o los infortunios de la virtud, del marqués de Sade. Obras completas del arte erótico, volúmenes I y II, de Phyllis y Eberhard Kronhausen. En la sección «Erotismo» Marshall conservaba Mujeres blancas, de Helmut Newton. Hanson cogió El vendaje de los pies en China: Historia de una curiosa costumbre erótica y empezó a hojearlo.

Aquel autor británico decimonónico consideraba que la costumbre de vendar los pies era un ejemplo de la inventiva humana en el arte del placer. Los pies hinchados de la mujer, su forma titubeante de andar, el aumento de la sensibilidad al dolor… El placer intensificado del varón cuando mantiene cautivos los exquisitos y diminutos zapatos de seda que encierran los pies vendados y doloridos, cuando coloca a la mujer, sumisa y temerosa pero excitada, en la posición perfecta para entrar en ella. Hanson se sorprendió pensando en Libya, en cuando tuvo su pie herido entre sus manos y lo bañó. Los pies de Libya tenían el empeine muy alto, y ella no era una mujer indefensa.

Lástima, pensó. Hacía mucho tiempo que no conocía a una mujer que le resultara interesante.

—Eh, Hanson. —Marshall estaba mirando por la ventana principal, por encima de los libros apilados en el alféizar—. Aquí fuera hay un crío en bicicleta que no se ha movido desde que entraste tú. ¿Qué andará tramando? Tiene pinta de buen chaval.

Salió de la librería, lo que pilló a Weegee por sorpresa.

—Agente Hanson —dijo—. Simplemente pasaba por aquí.

—Entra, Weegee.

—¿Puedo entrar con la bici?

—Claro. Vamos —lo instó a la vez que le abría la puerta para que pasara con la bicicleta, el naipe traqueteando lentamente contra los radios de la rueda—. Weegee, te presento a Marshall, de Nueva York. Es el propietario de la tienda.

—Weegee, bienvenido a mi librería.

—Y ese tipo de ahí, el que tiene cara de enfadado, es Darrell. Nació en el sótano de la Universidad de California de Berkeley. En realidad es mucho más simpático de lo que aparenta al principio.

—Un placer, señor Weegee.

—Weegee —propuso Hanson—, vamos a comernos un par de hamburguesas… Espera, voy a hacerte un regalo. Lo vi hace cinco minutos, estaba esperando en una de esas baldas a que llegaras tú, es una suerte que pasaras por aquí. Enseguida vuelvo.

Hanson volvió a donde estaban los libros de aves y tomó uno de tapa dura apenas usado, una segunda edición del Aves occidentales de Peterson. Él ya tenía un ejemplar en casa.

Le dio a Marshall un billete de veinte dólares, pero Marshall lo rechazó.

—Invita la casa —dijo.

—Gracias, Marshall. ¿Te importa prestarme este bolígrafo un momento…? —Abrió el libro por la página del título. Miró por la ventana, que daba a Grand Avenue, luego miró a Weegee, que estaba esperando con su bicicleta, y escribió lo siguiente: «Para Weegee, mi buen amigo de Oakland, que me salva cada vez que me pierdo. Con este libro podrá ponerles nombres a todas las aves»—. Aquí tiene, señor —le dijo al tiempo que se lo entregaba—. Gracias otra vez, Marshall.

—Gracias, Marshall —dijo Weegee, un poco desconcertado por todo aquello.

Abrió el libro por donde había escrito Hanson y lo leyó varias veces, sin apartarse del mostrador.

—Te lo guardo en la mochila y nos vamos a comer.

—No has firmado —señaló Weegee.

—Tienes razón, sí, señor. —Hanson volvió a coger el libro—. Tu amigo, el agente Hanson —recitó a la vez que firmaba con una floritura—. Muchas gracias, caballeros —se despidió de Marshall y de Darrell.

Acto seguido salieron por la puerta y se incorporaron a la multitud que llenaba Grand Avenue a aquella hora del día. Echaron a andar hacia All American Burgers, situado junto al Grand Lake Theatre. Weegee iba al lado de Hanson, empujando la bicicleta.

Cada uno se pidió una hamburguesa All American con queso y juntos compartieron una ración gigante de patatas fritas. La chica que atendía detrás del plexiglás a prueba de balas no reconoció a Hanson, pero sonrió a Weegee y este se la presentó:

—Darlene, este es el agente Hanson. Hoy no está de servicio.

—Agente Hanson, siempre es un placer conocer a un amigo de Weegee —dijo la chica.

Weegee se tomó una Coca-Cola y Hanson bebió agua, dos vasos grandes, contento de que su resaca no fuera tan intensa como podría haber sido. El agua ayudó, pero todavía se sentía un tanto acalorado y nervioso, sentado en una de aquellas mugrientas mesas redondas, rodeado de peatones. Weegee devoró su hamburguesa y la mayor parte de las patatas fritas sin quitar ojo a Hanson y a la gente de la calle.

—Se te nota un poco cansado —le dijo Hanson—. ¿Dónde has dormido esta noche?

—¿Que dónde he dormido? Vivo con mi tía, agente Hanson —respondió, un poco indignado, pero después rio—. Claro que puede ser que me acostara tarde. Las vacaciones de verano, ya sabes. Estuve por ahí con la bici, curioseando.

—Uno de estos días podríamos probar con tu libro de aves, cuando yo no esté de servicio. Contiene descripciones y dibujos de todas las aves que podríamos ver. Déjame que le eche un vistazo, voy a enseñarte una cosa. —Hanson le mostró el martinete—. Este pájaro se ve de vez en cuando en el lago Merritt, posado en un árbol.

—Me gustan los pingüinos —dijo Weegee.

—De esos no he visto ninguno en el lago Merritt.

—Claro, porque viven en el Polo Sur, en témpanos de hielo que flotan en el mar. Mi tía tiene un cuadro de pingüinos en su cocina. Son mis aves favoritas. —Se bajó de la silla, pegó los brazos a los costados y levantó la cabeza—. Caminan así —dijo andando adelante y atrás como un pingüino—. Hola —saludó a un pingüino imaginario—, ¿qué tal estás? Bien, gracias. En el Polo Sur, en esos témpanos de hielo, se conocen todos, pero tienen que vigilar por si alguno de esos bloques de hielo se rompe y se derrumba en el agua. ¿Vas a terminarte esas patatas fritas?

—No, señor —respondió Hanson con una sonrisa—. Yo creo que son tuyas.

Weegee volvió a sentarse y se puso a comerlas.

—¿Cómo es que Marshall no te ha dejado que le pagues el libro?

—Es buena gente.

—¿No será porque eres policía?

Hanson soltó un carcajada.

—¿Qué, un soborno para que yo no lo detenga por vender libros? Weegee, yo le compro montones de libros. Somos amigos. Y tú le has caído bien. En ocasiones resulta un placer regalarle algo a alguien.

Weegee meneó la cabeza, sonriendo para sí por lo inocente que era el agente Hanson.

—¿Cómo es que te gustan tanto las aves? La mayoría de la gente se las carga con escopetas de perdigones y tirachinas.

—Yo antes también hacía eso. Hace mucho tiempo. Ahora me gusta ver cómo vuelan.

—Bueno, es mejor que me vaya —anunció Weegee—. Gracias por la hamburguesa, y también por el libro.

—De nada. Pásate por mi casa cuando quieras. Voy a darte mi dirección. —Hanson se dio cuenta de que nunca le había dicho algo así a nadie de Oakland—. Y veremos unos cuantos pájaros. —Escribió su dirección y su teléfono en la parte de atrás de una de las tarjetas en las que decía: «Soy agente de policía».

—De acuerdo, agente Hanson —dijo Weegee al tiempo que se bajaba de la silla y se subía a su bicicleta con un movimiento fluido—. Ah, casi se me olvida: ¿te acuerdas del conejo negro que vimos aquel día en el barrio de aquellas brujas? Últimamente me lo encuentro en todas partes. Por lo que se ve, se mueve tanto como yo. Hasta luego.

Hanson lo miró mientras se marchaba pensando en todas las veces que había estado en operaciones de combate con niños de doce años en las montañas de Vietnam; había contemplado cómo los ayudaban sus padres, sus tíos y sus hermanos a cargar con el equipo, cómo les sonreían y les decían que no iba a ocurrirles nada. Y también los había visto muertos, atados de pies y manos, colgados de estacas de bambú y transportados de nuevo al campamento, donde las mujeres les lavaban las heridas, los vestían y los metían en unos ataúdes de madera roja que los americanos mantenían ocultos casi todo el tiempo. Aquellos chicos eran buenos soldados, y si sobrevivían a las primeras operaciones se convertían en los mejores asesinos.