El centro


EL VAGABUNDO MEXICANO BORRACHO

 

Hanson estaba trabajando en el centro, sustituyendo a compañeros, porque hacía buen tiempo y muchos policías estaban de vacaciones. Otros, que ya habían consumido las vacaciones y tenían que trabajar, habían llamado en el último momento diciendo que estaban enfermos. En cuanto salió de Transporte, la centralita le dijo que fuera al bloque 2200 de Broadway a comprobar un 647F.

Recorrió las pocas manzanas que había hasta I. Magnin y vio al mexicano inconsciente, semincorporado y apoyado contra un escaparate. Detrás de él se exhibían los maniquíes posando con ropa de verano mientras los peatones y los compradores que salían por la puerta giratoria fingían no verlo. Daba la impresión de que el sol había grabado su sombra en la pared.

Hanson aparcó en doble fila delante de la tienda, se bajó del coche y permaneció unos segundos contemplando al vagabundo: tenía el rostro demacrado, sucio y quemado por el sol. En otra época debió de ser guapo.

Se puso los guantes de cuero negro que utilizaba para manipular a los vagabundos, lo aferró por los hombros y lo zarandeó.

—Señor, por favor —dijo en español.

Pero la cabeza del mexicano, simplemente, cayó inerte de un lado a otro. Hanson cerró el puño y, con los nudillos, le recorrió el hueso del esternón, que parecía una tabla de lavar. No le gustaba nada tener que despertarlo.

—Tiene que acompañarme.

—Ah… Claro… —dijo el hombre.

Hanson lo ayudó a levantarse y lo llevó hasta el coche patrulla, cuya portezuela había dejado abierta. El mexicano, un militar de carrera vagabundo y borracho, conocía el procedimiento: poner las manos a la espalda para que Hanson pudiera esposarlo y a continuación, borracho como estaba y esposado, meterse en el coche casi con elegancia. Tenía muchos años de práctica.

En cuanto Hanson se subió al coche, le dio su nombre, su edad y su número de serie militar. Hanson anotó todos los datos en su libreta, contento de que el mexicano se los hubiera facilitado de buen grado. No le gustaba preguntar la edad a los vagabundos para rellenar la casilla del parte de detención; le daba la sensación de que se sentían humillados cuando le respondían que cuarenta y nueve o cincuenta y uno porque sabían que aparentaban ser mucho más viejos cuando en realidad no lo eran, según los estándares normales. Pero estaban acabados, lo que casi equivalía a estar muertos. Habían perdido la esperanza respecto de todo lo que no fuera el próximo trago de alcohol. Muchos policías los humillaban porque los irritaban, o simplemente por diversión. No tenían motivo para esperar bondad por parte de nadie; en cambio, por alguna razón, de camino al calabozo solían hablar con él de la vida que habían vivido, o que ellos creían haber vivido, y él los escuchaba.

Aquel mexicano había luchado en Corea y había visto muchos combates. A pesar de las esposas, se desabrochó el botón de la camisa y se las ingenió para remangársela hasta los codos. Después se giró en el asiento para que Hanson pudiera ver las abultadas cicatrices.

—Creía que en los marines había encontrado un hogar —dijo.

Hanson escuchó, pero no respondió nada. Tan solo se sorprendió un poco cuando el mexicano le preguntó:

—¿Por qué no se quedó?

—Aquella guerra había terminado. No soy buen soldado en tiempos de paz.

—Claro. Así que ahora es soldado en las calles. —Incluso estando borracho, todavía hablaba con una formalidad impecable—. Me gustaría saber si… ¿Me permite que le pregunte una cosa, agente?

—Adelante.

Pero el mexicano no volvió a hablar hasta que llegaron a la entrada posterior de los calabozos. Hanson tomó el micrófono y pidió a la centralita que ordenase al calabozo abrir la puerta. Luego colgó el micrófono, y en aquel momento empezó a levantarse la puerta de láminas de acero.

—¿Cuál era la pregunta, señor Morris?

—Er… No era importante —respondió—, pero… —La puerta se elevaba ya por encima del parabrisas, a mayor velocidad, haciendo rechinar los paneles con bisagras de acero, hasta que, con un fuerte estrépito, quedó fija en la posición abierta—. Es que me da la sensación de que usted todavía ve a la muerte en ocasiones.


MERLE/EARL

 

Cada vez que trabajaba en el centro, de inmediato lo localizaban los 5150. Les daban miedo los otros polis, pero cuando lo veían a él les entraban ganas de confiarse, de testificar, de confesarlo todo. Cruzaban la calle por en medio del tráfico para describir civilizaciones sumamente desarrolladas que existían bajo el calabozo y hablarle de dispositivos que les había instalado el Departamento de Veteranos en la cabeza para leerles la mente, robarles las ideas y darles instrucciones.

Sin embargo, Merle/Earl esperó a que se pusiera verde el semáforo, miró a ambos lados antes de bajarse del bordillo y siguió mirando a ambos lados cuando cruzó San Pablo, donde estaba Hanson estacionado en una zona de carga y descarga terminando un parte de detención de un ratero de tiendas que había llevado hasta el calabozo desde Cost Plus. Hanson fingió que no lo había visto, porque sabía que una sola mirada bastaría para atraerlo inmediatamente, y abrigó la esperanza de que pasara de largo. Cuando llegó al coche patrulla, Hanson ya tenía la pistola en la mano, debajo de la libreta y oculta por debajo de la ventanilla. Aun así, continuó fingiendo que no había reparado en que lo tenía a su lado, cambiando el peso nerviosamente de un pie al otro, y que se veía a las claras que no tenía pensado marcharse.

—¿Puedo hablar un momento con usted, agente?

Por fin Hanson levantó la cabeza y lo miró con la expresión más neutra e indiferente que pudo para disuadirlo de entablar conversación.

—Será solo un momento. De forma confidencial, naturalmente.

Era un tipo de la misma edad que él, mirada inteligente, buena dentadura y sonrisa de triunfador, y llevaba una pulsera de plástico blanco del hospital Alameda County que parecía nueva.

—Esperaba tener una oportunidad para hablar con usted ahora que está trabajando en el centro.

Hanson no lo había visto nunca. Merle/Earl debió de notarle la irritación en los ojos o en el gesto de la boca.

—Así que voy a ir al grano —prosiguió.

Dijo que se llamaba Earl y que estaba de paso y no podía revelar su domicilio permanente, pero sí podía decirle que vivía en la zona oeste del país, aunque ya no estaba con su mujer, porque alguien del Departamento de Defensa había decidido que sería mejor para el país que viviera solo. Unos meses después de que se fuera su mujer, sufrió un ataque, o eso le dijo el Departamento de Veteranos, y, mientras estuvo ingresado en el hospital, el Departamento de Defensa le injertó el transmisor en la cabeza.

—Ahora intenta decirme lo que tengo que hacer. Cosas malas. Siempre cosas malas, y cuando lo he visto me he preguntado si podría…

—¿Quién? —le interrumpió Hanson—. ¿Quién le dice esas cosas? —Pero al momento se arrepintió. Si te irritan para que reacciones, tardarás mucho más en librarte de ellos.

—Mi hermano siamés, Merle. Últimamente me dice que debo suicidarme.

Hanson se limitó a mirarlo.

—Verá, he escrito un libro titulado Un minuto de risas. Es una comedia. Se lo vendí a Doubleday, pero Merle lo robó y terminó publicándolo el Departamento de Defensa.

De repente volvió la cabeza para mirar a un costado.

—El libro lo he escrito yo —continuó, esta vez con una voz distinta, más áspera—. Se titula Tengo que irme. Es una comedia, desde luego, pero también es mucho más. Trata de cómo marcharse cuando uno está con gente y quiere irse. Trata de marcharse con elegancia. Pero ¿qué te ocurre? —siguió diciendo la voz—. No deberíamos hablar con policías. Volverá a encerrarnos a los dos en la sala de aislamiento. Que te jodan, Merle —balbució Earl. Se esforzó por erguir de nuevo la cabeza y, una vez que lo consiguió, se relajó—. ¿Ve a qué me refiero, agente Hanson? Mi hermano es un ladrón y un mentiroso, y no puedo librarme de él. Llevo dos noches sin dormir.

—¿Él no se cansa?

—Al final sí, pero soy yo el que tiene que cargar todo el tiempo con él y encontrar de comer para los dos, y todo lo demás.

—¿Y por qué es tan capullo?

—Porque todavía sigue estando furioso porque dejé a Elaine, después de todo este tiempo. Estaba enamorado de ella.

—¿Está tomando su medicación, Earl?

Earl esquivó la mirada de Hanson, luego tensó la mandíbula y lo miró.

—No. La medicación me debilita a mí y lo fortalece a él.

—Supongo que usted es el que mejor lo sabe —repuso Hanson—. Los loqueros no saben tanto como creen.

—Así es, ninguno —respondió Earl, aliviado.

—Earl, tengo que irme —dijo Hanson, y sonrió—. Mire, no debería hacer esto, así que no se lo cuente a nadie o me meterá en un buen problema. —Earl lo miró esperanzado, pero no dijo nada—. ¿De acuerdo?

—A nadie —prometió Earl.

Hanson sacó uno de los cargadores de la funda que llevaba al cinto, retiró una bala y volvió a guardarlo.

—Quédese con esto —le dijo—. Le proporcionará una fuerza adicional, es una 357 Magnum, una bala muy potente. Le servirá para igualar la situación entre Merle y usted. Pero los dos tienen que solucionar sus cosas. No fue culpa suya que tuviera que dejar a Elaine. Fue una pena, pero no fue culpa suya. Y él tiene que tener en cuenta que depende de usted para casi todo. Si usted se pone enfermo, él se pone enfermo; si a usted le encierran, también lo encierran a él. Así que tienen que perdonarse y trabajar juntos. —Hanson arrancó el coche.

—Gracias, agente Hanson —le respondió Earl—. Voy a proteger esto con mi vida —aseguró al tiempo que aferraba la bala en el puño—. Y no se preocupe, nadie más que Merle sabrá que me lo ha dado.

—Muy bien —respondió Hanson al tiempo que metía la marcha—, buena suerte a los dos.

—Espere —le dijo Earl con la otra voz.

Hanson pisó el freno y lo miró.

—Venga, Merle. Vámonos —dijo Earl con su voz, y acto seguido echó a andar cojeando y tambaleándose y cruzó la calle.

Hanson se imaginó a sí mismo vagando en el viento, capaz de sentir el suelo bajo los pies pero sin poder verlo, preguntándose dónde estaba y cómo había llegado allí.

—2L2… 2L2…

Hanson cogió el micro. Aquella era su identificación ese día.

—Aquí 2L2.

—¿Puede ir a…?


SOY HEMOFÍLICO

 

Se encontraba de nuevo en el hotel California, en la sexta planta, buscando a una prostituta travesti en fase de preoperatorio que se hacía llamar Terciopelo Negro. En el bar-restaurante del hotel había golpeado a un cliente con un bote de kétchup hasta hacerle sangre. El camarero había llamado a la policía. Era la hora feliz.

Cuando la localizó en la sexta planta, ya estaba haciéndose de noche. Otro travesti, con el pelo de punta y vestido con un kimono de dibujos verdiazulados y malvas abierto hasta el ombligo, vio a Hanson acercarse por el pasillo. Lo esperó de pie en la puerta de su habitación, con una mano en la cadera y en la otra un cigarrillo, ocupando todo el umbral, dejando ver una gran porción de sus pechos, aumentados pero muy atractivos.

—¿Está buscando a esa zorra de Terciopelo, cariño? —le preguntó con voz insinuante.

—En efecto —respondió Hanson.

El travesti ladeó el cigarro en un gesto lánguido para señalar el estrecho pasillo.

—Ah —dijo Hanson, asintiendo—, muchas gracias. —Echó a andar por donde le indicaban, pero de pronto hizo un alto, se volvió y dijo—: Por cierto, una túnica preciosa —y prosiguió su camino.

—Vaya, muchas gracias, cielo —oyó que decía el travesti.

Otras residentes, en bragas y sujetador, con medias de redecilla de cuerpo entero y vinilo ajustado, le pusieron morritos a Hanson y lo perforaron con la mirada, todas apuntando hacia una ventana abierta. La moqueta del pasillo, deshilachada y desgastada en algunos puntos, con manchas de un rosa claro grisáceo, terminaba en la ventana.

Hanson salió por ella y apareció en el descansillo de una escalera de incendios. Ya estaba oscureciendo, y justo por debajo de él estaba la marquesina del hotel con el luminoso CALIFORNIA parpadeando en neón dorado. Subió hasta la mitad del tramo siguiente de la escalera de acero, hizo un alto y miró a través de la estructura, entre sus pies, al tráfico que pasaba por la calle seis pisos más abajo. En la acera había un individuo mirándolo a él, iluminado por el resplandor amarillo. Llevaba una chaqueta de chándal azul brillante donde ponía TOKYO JAPAN bordadas con hilo de plata en la espalda, formadas por el cuerpo ondulante de un dragón sonriente. Hanson reconoció de inmediato a la Parca y se preguntó qué estaba haciendo él allí.

Meneó la cabeza en un gesto negativo, le sonrió con tristeza a la Parca y empezó a retroceder con cuidado por la escalera de incendios. Con cada paso que daba, la estructura emitía un siniestro ruido metálico. Volvió a meterse por la ventana y la Parca siguió andando hasta la esquina, la dobló y se perdió de vista.

No dio con Terciopelo Negro, pero su víctima, un expresidiario de mirada perdida que había nacido en Oaxaca y que no medía mucho más de un metro y medio, estaba escondido en el cuarto de baño que había al otro extremo del pasillo. En el centro de la ciudad todo el mundo era expresidiario, al parecer, pero este había salido de San Quintín, a unos veinticinco kilómetros al norte, pasado el puente de San Rafael, justo un día antes. No quería verse involucrado en su propia agresión. No había habido ninguna agresión. Él no había llamado a la policía.

—Estoy perfectamente —aseguró—. No hay ningún problema.

Tenía el cabello negro y manchado de sangre y, aunque se había limpiado la cara con toallitas de papel, no había conseguido limpiar del todo las pestañas, que insistían en pegársele a la cara cada vez que parpadeaba, se mantenían cerradas un momento y después volvían a abrirse. Resultaba un poco desorientador para Hanson, porque el tiempo… se detenía… frenaba… y se reanudaba cada vez que el mexicano movía los párpados.

De todos modos, se alegraba de haber salido de la puta escalera de incendios.

—Está sangrando bastante —observó.

—No pasa nada, agente. Soy hemofílico, ¿sabe? Sangro con facilidad. —Estaba moderadamente borracho y hacía todo lo posible por aparentar buen humor.

—Está bien —dijo Hanson—. Por qué no recoge sus cosas, yo le acompaño a la salida.

—Pero he pagado la habitación, agente. Por adelantado.

—Si lo dejo aquí, no causará ningún problema que me obligue a volver, ¿no?

El mexicano negó con la cabeza ensangrentada y le sonrió a Hanson.

—Si me hace volver, me voy a cabrear mucho.

—No hay problema, agente. Se lo juro.

Hanson despachó el asunto con un parte. «No hay denunciante. Vuelvo a estar de servicio». Había anotado el nombre y la fecha de nacimiento de aquel tipo en su libreta, por si acaso. Si decidía buscar a la prostituta y pegarle un navajazo, con un poco de suerte él ya habría finalizado su turno o estaría ocupado con otro aviso.

No hay problema, agente.