Capítulo 57
El primer problema que planteaba la búsqueda de un vestido de novia prêt-à-porter, como Maggie descubrió a la mañana siguiente, era que sólo había dos tallas, y creía que ninguna de ellas era la de Rose. «Lo que tenemos son modelos de prueba —le había explicado la aburrida dependienta cuando Maggie le pidió si tenía algo que no fuera de las tallas 38 o 40—. Te los pruebas, nos dices cuál te gusta y lo encargaremos en tu talla.»
—Pero ¿y si no tienes una treinta y ocho o una cuarenta? —inquirió.
—Si es demasiado grande, lo prendemos con alfileres —respondió la chica.
—¿Y si es demasiado pequeño? —preguntó Maggie mientras tocaba los vestidos, consciente de que su hermana no cabría en ellos. La dependienta se había encogido de hombros y había garabateado un nombre y una dirección en un trozo de papel.
—Aquí encontrarás tallas grandes —dijo.
Y era verdad que la siguiente tienda —una sucursal de una cadena gigante de vestidos de novia— tenía tallas grandes expuestas en un departamento de atrevido nombre, Diva.
—¿Los venden con todos los complementos? —había preguntado Ella. Maggie no estaba segura, pero lo que sí tenía claro es que los vestidos eran espantosos.
—¿Qué te parece éste? —propuso Ella, enseñándole a Maggie el enésimo vestido de corte imperio y abultada falda que veían. Este tenía abundantes racimos de flores de seda en el pecho.
—Está bien —respondió Maggie—. Es correcto, sí, pero quiero encontrar algo que sea perfecto, y no sé si aquí lo encontraremos. —Suspiró y se apoyó en un recipiente de cristal que contenía ligueros que estaban rebajados de precio—. Ni siquiera estoy segura de lo que busco. Tengo la sensación de que lo sabré en cuanto lo vea, ¡pero lo que no sé con seguridad es si lo llegaré a ver!
—Veamos… ¿Qué le gusta a Rose? —se interesó Ella.
—No tiene ni idea de lo que le gusta —explicó Maggie—. Su prenda de ropa favorita es una sudadera azul con capucha y una cremallera en la parte delantera. —Volvió a suspirar—. Me parece que sería mejor que fuésemos directamente a una modista. —Cabeceó—. Puede que tengamos suerte, aunque, desde luego, aquí no será —añadió, y echó un vistazo a su alrededor—. ¿Dónde está Lewis?
Resultó que Lewis estaba en los probadores haciendo útiles críticas a las futuras novias.
—No sé —comentó una diminuta cabeza pelirroja que llevaba un abultado merengue—, ¿cree que es demasiado exagerado?
Lewis la observó detenidamente.
—Ponte otra vez el tercero, el de la espalda escotada —sugirió—. Sigue siendo mi favorito.
Una chica negra con conchas y cuentas en sus trenzas le tocó a Lewis en el hombro y dio unas cuantas vueltas.
—¡Éste sí que te queda bien! —celebró Lewis, que asintió en señal de aprobación.
—¡Lewis! —gritó Maggie—. ¡Nos vamos ya!
Se oyó un coro de protestas procedente de media docena de probadores. «¡No! ¡Aún no! ¡Sólo un vestido más!» Lewis sonrió.
—Por lo visto esto se me da bien. Maggie, a lo mejor deberías contratarme.
—Hecho —accedió Maggie—. Pero nos quedan dos días hasta que Rose se vaya y todavía no tenemos el vestido, así que hay que seguir mirando tiendas. ¡Vámonos!
Aquella misma noche, más tarde, Maggie y Ella regresaron a Golden Acres en coche; el aire nocturno era espeso y húmedo, se oía el chirrido de las cigarras y las dos estaban desanimadas. El vestido que habían ido a ver era desastroso: la mezcla de poliéster y satén demasiado brillante, el escote redondo era excesivamente pronunciado, y las lentejuelas de los bajos estaban tan mal cosidas que algunas cuentas se soltaron y cayeron tintineando en el suelo de falso linóleo de la cocina de la supuesta vendedora. Cuando Maggie le dijo a la mujer que no les convencía, ésta insistió en que le harían un favor llevándose el vestido.
—¿Es su vestido de novia? —quiso saber Maggie.
—Estuvo a punto de serlo —contestó.
De modo que ahora volvían a casa con el vestido, que colgado en su percha se balanceaba en el asiento trasero como un fantasma, y Maggie estaba enfadada y preocupada.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó.
Y le sorprendió la respuesta de Ella:
—¿Sabes qué? Creo que éste es realmente uno de esos casos en los que es la intención lo que cuenta.
—¿Y cómo narices va a ir Rose hasta el altar con una intención puesta? —replicó Maggie.
—Evidentemente, eso es imposible, pero el mero hecho de que hagas esto y de que pongas tanto empeño, demuestra lo mucho que la quieres.
—Sólo que ella no sabe que lo estoy haciendo —declaró Maggie—. Y quiero encontrarle un vestido, en serio. Para mí es importante, muy importante.
—Está bien… pero no es necesario que lo encuentres antes de que Rose se vaya. Tienes cinco meses. Siempre puedes dar con algo que te guste y mandarlo hacer. O coserlo tú misma.
—No sé coser —confesó Maggie de mal talante.
—Tú no —repuso Ella—, pero yo sí. O eso creo, porque ha pasado mucho tiempo. Solía hacer toda clase de cosas: manteles, cortinas, vestidos para tu madre cuando era pequeña…
—Pero un vestido de novia… en fin, ¿no te sería difícil?
—Mucho —confirmó Ella—, pero podríamos hacerlo juntas en cuanto sepas lo que te gusta.
—Me parece que ya lo sé —anunció Maggie. De hecho, después de haber visto más de cien vestidos diferentes y fotografías de tal vez unos quinientos más, empezaba a tener una idea de lo que le quedaría perfecto a Rose. No es que hubiese visto el vestido en realidad. Había pensado en un vestido de noche, porque Rose tenía una figura lo bastante bonita y suficiente cintura para que le sentara bien. Tal vez vestido de noche con escote en «u», abierto pero no indecente, quizá con los bajos ribeteados de lentejuelas o perlas, nada demasiado llamativo, y desde luego tampoco demasiado incómodo. Las mangas tres cuartos serían las más favorecedoras, sin duda alguna mejor que la manga corta, que, en cierto modo, producía un efecto de mayor gordura, y un vestido sin mangas, que sabía que Rose no se pondría jamás. Y una falda voluminosa, como las de los cuentos de hadas, una falda que a Rose le recordase a Glinda, la bruja buena de El Mago de Oz, sólo que no tenía que ser exactamente igual, y, cómo no, una cola, aunque no demasiado larga—. Y creo que Rose se fiaría de mí. —Lo que no era del todo cierto, dijo Maggie para sí. Esperaba que Rose confiase en ella. Lo esperaba.
Condujo mientras pensaba y se imaginaba el vestido en su mente.
—Cuando coses —le preguntó a su abuela—, ¿necesitas encontrar un patrón exacto de lo quieres hacer?
—Sí, así es como se suele hacer.
—¿Y si quieres hacer algo que no se ajusta a ningún patrón?
—Mmm… —titubeó Ella, que se dio unos golpéenos en el labio inferior—. En ese caso, supongo que lo que haría es intentar encontrar partes de patrones distintos y juntarlas. Claro que unir todos esos metros de tela sería complicado, además de caro.
—¿Como varios cientos de dólares? —inquirió Maggie con un hilo de voz.
—Me parece que más que eso —contestó Ella—. Pero lo puedo pagar yo.
—No —rechazó Maggie—. No, lo quiero pagar yo. Quiero regalárselo yo. —Condujo en la impenetrable oscuridad, oyendo truenos que retumbaban en la lejanía mientras los cielos se preparaban para la ducha nocturna de Florida. Todas las inseguridades de antaño, todas las burlas de secundaria, todos los jefes que la habían despedido y propietarios que la habían desahuciado, todos los chicos que la habían llamado estúpida se agolparon en su interior como una ola. «No podrás —le decían—. Eres tonta, nunca lo conseguirás.»
Sus manos agarraron con fuerza el volante. «¡Sí podré!», pensó. Recordó las tardes que había dedicado a repartir propaganda por todo Golden Acres, un dibujo de un vestido colgado en una percha y las palabras SUS COSAS FAVORITAS, MAGGIE FELLER, COMPRADORA PERSONAL, y cómo durante las dos siguientes semanas el teléfono había sonado con tal insistencia que, finalmente, se había hecho instalar una línea privada. Se le ocurrió repasar de nuevo su presupuesto con Jack; recordó cómo Jack le había explicado una y otra vez, sin perder nunca la paciencia, que para poder ahorrar y tener su propia tienda era preciso que se imaginara que su dinero era un pastel, y que para sobrevivir necesitaría comerse la mayoría del pastel —es decir, pagar el alquiler, la comida, el gas, etcétera—, pero que si cada mes podía reservar un pequeño trozo, por diminuto que fuese, a la larga («no enseguida —había advertido—, pero sí a la larga») tendría dinero suficiente para sus grandes proyectos. Volvería a repasar los números y sacaría un pedacito para el vestido de Rose.
Y pensó en el pequeño local que había visto a la vuelta de la esquina de la panadería, que llevaba tres meses desocupado y tenía un bonito toldo a rayas verdes y blancas, y un escaparate cuyo cristal estaba lleno de mosquitos muertos. Pensó en cómo pasaría por delante en su rato de descanso y se imaginó a sí misma limpiando el cristal, se imaginó pintando las paredes de color crema y dividiendo el espacio en cubículos con la ayuda de telas blancas de algodón y gasa. Pondría bancos con cojines en cada probador para que las clientas pudieran sentarse y estantes donde dejar sus bolsos, compraría espejos antiguos de segunda mano, y todos los precios estarían redondeados, con el IVA incluido. No sería como estar en Hollywood, pero era lo que se le daba bien. Lo que se le daba mejor de todo. Su actividad favorita. Y estaba triunfando, lo que quería decir que no había razón por la que esto tuviera que salir mal. No se caería de morros para que alguien tuviese que venir a rescatarla; ella misma se rescataría.
—¿Podemos intentarlo? —le preguntó al fin a Ella. El vestido del asiento trasero se balanceaba suavemente, hacia un lado y el otro, como si bailase.
—Sí —afirmó Ella—. Sí, cariño, ¡claro que sí!