Capítulo 29

—¿Ella? —preguntó Lewis—. ¿Estás bien?

—Sí —contestó ella, y asintió para enfatizar.

—Estás muy callada —comentó él.

—Estoy bien —aseguró ella, y le sonrió. Estaban sentados en la terraza con mosquitera de Ella, escuchando tranquilamente el canto de los grillos y el croar de las ranas, y a Mavis Gold hablar con entusiasmo del capítulo de Everybody Loves Rnymond de la noche anterior.

—Entonces dime una cosa —le pidió Lewis—. ¿De qué te arrepientes?

—Esa es una pregunta muy rara —apuntó Ella.

—Y eso no es una respuesta —replicó Lewis.

Ella reflexionó. ¿Por dónde podía empezar? Decidió no hacerlo por aquello que lamentaba de verdad.

—¿Sabes de qué me arrepiento? De no haberme bañado nunca en el mar.

—¿En serio no te has bañado nunca en el mar?

—No desde que me trasladé aquí. No desde que era una niña. Fui un día con mi toalla y mi gorro de baño, con todo, pero es que me resultó tan… —Había tardado media hora en encontrar un sitio donde estacionar el coche, la playa estaba atestada de chicas con bikinis asombrosamente pequeños, y chicos con calzones de baño de colores chillones. Había doce radios diferentes que emitían doce estruendosas canciones diferentes, el ambiente estaba lleno de estrepitosas voces de adolescentes, le pareció que el sol brillaba demasiado y que el mar era demasiado grande, de modo que había dado media vuelta y se había subido de nuevo al coche antes incluso de poner un pie en la arena—. Creo que soy demasiado vieja —dijo.

Lewis se levantó y sacudió la cabeza.

—¡De eso nada! ¡Vamos!

—¡Lewis! ¿Ahora? Pero ¡si es tardísimo!

—La playa no cierra —replicó él.

Ella alzó la vista y lo miró; en su cabeza había un millón de razones para no ir a la playa. Era tarde, tenía una cita a la mañana siguiente temprano, estaba oscuro, y vete a saber a quién se encontrarían por ahí. Lo de ir en coche a la playa a medianoche era propio de los jóvenes o los recién casados, no de los ancianos con artritis y audífonos.

—¡Vamos! —insistió él, tirando de sus manos—. Te gustará.

—No, creo que será mejor que lo dejemos para otra ocasión —repuso ella. Pero, sin saber cómo, se había puesto de pie, habían salido por la puerta y pasado de puntillas por delante del silencioso piso de Mavis Gold como conspiradores o niños a punto de hacer alguna gamberrada.

La playa estaba sólo a diez minutos de distancia. Lewis detuvo el vehículo justo frente a la arena, le abrió la puerta a Ella y la ayudó a bajar del coche.

—Quítate los zapatos —le dijo.

Y ahí estaba, el agua que había visto un centenar de veces desde el coche, desde una ventana de un piso alto, en las postales y en los folletos de brillantes fotografías que la habían traído a Golden Acres como primera opción. Ahí estaba, agitándose inquieta, con espumosas olas que crecían y corrían hasta la arena, lo bastante cerca para hacerle cosquillas en los pies descalzos.

—¡Oh! —exclamó y dio un pequeño brinco—. ¡Qué fría está!

Lewis se agachó, se arremangó sus pantalones, y a continuación los de Ella. La cogió de la mano y se metieron en el agua hasta que ésta les llegó por encima de los tobillos, casi hasta las rodillas. Ella se quedó inmóvil, sintiendo cómo las olas tiraban de ella y la empujaban mientras lamían la arena. Podía oír el bramido de las olas y oler el humo de la hoguera, hecha a lo lejos por algún pescador. Soltó la mano de Lewis.

—¿Ella? —preguntó él.

Siguió adentrándose, dos pasos, luego tres, y el agua estaba por encima de las rodillas, de sus muslos. Su camisa suelta de algodón flotaba a su alrededor y se abultaba cada vez que las olas retrocedían. El agua estaba asombrosamente fría, más fría que los lagos de su niñez, y le castañetearon los dientes hasta que su cuerpo se adaptó a la temperatura.

—¡Eh! Ten cuidado —gritó Lewis.

—Lo tendré —contestó ella. De repente, sintió miedo. ¿Recordaría cómo se nadaba? ¿Era la clase de cosa que uno olvidaba? ¡Oh! Debería haber esperado a que se hiciera de día, o al menos haberse traído una toalla…

«Se acabó», pensó. Se acabó. Había tenido miedo durante veinte años —o incluso más, si contaba esas noches horribles en las que Caroline había salido y ella no sabía dónde estaba—, pero aquí no quería tener miedo. Ahora no. Durante muchos años de su infancia y su juventud nadar había sido su pasión. En el agua se había sentido invencible, y libre, como si fuese capaz de cualquier cosa, como si pudiese ir hasta el infinito, nadar hasta China. «Se acabó», pensó de nuevo y movió los pies para impulsarse hacia delante. Una ola le dio de lleno en la cara. Tragó agua salada, la escupió y siguió avanzando, sus manos se extendían en el agua oscura, los pies se agitaban inseguros antes de recuperar el ritmo. Y sucedió. El agua la sostenía y ella volvía a nadar.

—¡Oye! —gritó Lewis.

Ella casi esperaba mirar hacia atrás y ver a su hermana pequeña, Emily, de pie en la orilla, pálida y con la carne de gallina, chillando: «¡Ella! ¡Estás demasiado lejos! ¡Ella, vuelve!»

Se volvió y casi se rió al ver a Lewis chapotear hacia ella, con los dientes apretados y la cabeza erguida (supuso que para que no se le mojara el audífono). Flotó boca arriba y su pelo ondeó con cada ola hasta que Lewis la hubo alcanzado; entonces alargó un brazo hacia él, rozándole la mano con las yemas de los dedos y volviendo a poner los pies sobre la arena.

—Si llego a saber que íbamos a nadar —jadeó él—, me habría traído el bañador.

—¡Es que no lo sabía! —repuso Ella—. ¡Ha sido un impulso!

—Bien, ¿y has tenido suficiente ya?

Ella levantó los pies, pegó las piernas a su pecho y dejó que el agua la sostuviese. Se sentía como un huevo flotante en un cazo de agua caliente, completamente rodeado de agua.

—Sí —contestó al fin, remó con los brazos para dar la vuelta y chapoteó al lado de Lewis de regreso hacia la orilla.

Más tarde, sentada encima de una mesa de picnic en la playa, envuelta en una toalla con olor a húmedo que Lewis había sacado del maletero de su coche, dijo:

—Antes me has preguntado de qué me arrepiento.

—¿Cuándo? ¿Antes del baño? —inquirió Lewis, como si el agua del mar le hubiese anulado la memoria.

—Sí —contestó Ella—, antes. Pero ahora quiero ser del todo sincera. —Respiró profundamente y recordó la sensación de estar flotando rodeada de agua, el agua que le daba valor. Recordó que cuando era pequeña nadaba hasta más lejos que cualquier otro niño, más que cualquiera de los adultos, tan lejos que Emily juraría más tarde que apenas era un punto en el mar—. Lamento haber perdido a mis nietas.

—¿Perdido? —repitió Lewis—. ¿Por qué?

—Cuando Caroline murió, su padre se las llevó. Se trasladó con ellas a Nueva Jersey y no quiso que yo siguiese teniendo contacto. Estaba muy enfadado… conmigo, con Ira, con todo el mundo. También con Caroline, pero ella no estaba allí para desahogarse, y nosotros sí. Yo sí. —Se envolvió aún más con la manta—. Y no le culpo por ello. —Se miró las manos—. Una parte de mí se sentía… —Volvió a respirar profundamente—. Aliviada, supongo. Era tan difícil tratar a Caroline, y Michael estaba tan enfadado, y me resultó más cómodo no tener que tratar con ninguno de ellos. Así que cogí el camino fácil. Dejé de intentarlo, y ahora las he perdido.

—Tal vez deberías volverlo a intentar —sugirió Lewis—. A lo mejor les gustaría saber de ti. ¿Qué edad tienen?

Ella no contestó, aunque conocía la respuesta. Maggie tendría veintiocho años, y Rose treinta. Puede que se hubiesen casado y tuviesen maridos e hijos, y apellidos diferentes; ¿de qué serviría que una vieja, una extraña, irrumpiera en sus vidas con un corazón lleno de recuerdos tristes y pronunciando el nombre de su madre fallecida?

—A lo mejor sí —repitió Ella, porque Lewis la miraba, sentado con las piernas cruzadas en el respaldo del banco de picnic, con el pelo todavía húmedo tras el baño. Y Lewis asintió, y le sonrió, y ella supo que esa noche no tendría que contestar más preguntas.