Capítulo 22
—Tiene que irse de mi casa —le dijo Rose a Amy.
Estaban sentadas en un rincón del café favorito de Amy, sorbiendo té helado y esperando a que les sirvieran la comida. Rose había ido al despacho en taxi y se había pasado casi toda la mañana al teléfono con la Policía municipal de Filadelfia, intentando averiguar qué había pasado con su coche y cuánto le costaría la última broma de Maggie. Después había echado una mirada al reloj, había gruñido al caer en la cuenta de que aún no había empezado a trabajar, y había llamado a su casa. Maggie no había contestado. Rose le había dejado un escueto mensaje: «Maggie, llámame al despacho cuando oigas esto». A la una todavía no había dado señales de vida, y Rose y Amy habían quedado para tomar unas ensaladas y planear una estrategia.
—¿Te acuerdas de aquella vez que se quedó tres semanas en mi casa? ¿Te acuerdas de que yo tenía la sensación de que vivía en un infierno? ¿Te acuerdas de que juré que no volvería a pasar?
Amy asintió comprensiva.
—Me acuerdo.
Rose dio un respingo. Ella también recordaba que Amy había ido a su casa a ver una película, coincidiendo con la estancia de Maggie, y al día siguiente descubrió que le habían desaparecido del bolso dos barras de labios y cuarenta dólares.
—Escúchame —le pidió Amy—, has sido una buena hermana. Has sido muy paciente. ¿Ha encontrado trabajo?
—Eso dice.
—Eso dice —repitió Amy—. ¿Y te da dinero para el alquiler? ¿Para la comida o algo?
Rose sacudió la cabeza. La camarera, alta, negra y guapísima se aproximó con los platos, los dejó encima de la mesa y se alejó con afectación sin que, aparentemente, se diera cuenta de que el vaso de Rose estaba vacío.
—¿Por qué sigues viniendo aquí? —inquirió Rose, cogiendo el tenedor—. El servicio es nefasto.
—Me gusta que mi dinero revierta en la sociedad —repuso Amy.
—Amy —apuntó Rose con paciencia—, tú no formas parte de la sociedad. —Comió un poco de ensalada y luego apartó el plato—. ¿Qué voy a hacer con Maggie?
—Pararle los pies —soltó Amy con la boca llena de espinacas—. Dile que tiene que irse.
—¿Y adónde irá?
—No es tu problema —replicó Amy—. Mira, sé que suena duro, pero Maggie no se morirá de hambre en la calle. Además, no eres responsable de ella. Eres su hermana, no su madre.
Rose se mordió el labio. Amy suspiró.
—Lo siento —se lamentó Amy—. Siento que Maggie sea un desastre. Siento que Sydelle sea una pesadilla para ti. Siento lo de tu madre. Pero, Rose, lo que intentas hacer… no funcionará. No puedes hacer de madre.
—Lo sé —masculló Rose—. Pero es que no sé qué hacer. Quiero decir que sé lo que se supone que tengo que hacer, pero no sé cómo hacerlo.
—Repite conmigo: «Maggie, tienes que irte» —dijo Amy—. En serio. Se irá a casa de tu padre y de Sydelle, y si eso no le sirve para sentar la cabeza y espabilarse hasta que tenga suficiente dinero para independizarse, nada lo hará. Dale dinero, si quieres (y fíjate que hablo de «darle» y no de «prestarle»). Yo me ofrezco a ayudarte.
—Gracias —repuso Rose levantándose—. Tengo que irme.
—Maggie también tiene que irse —insistió Amy—. En este tema tienes que ser un poco egoísta. —Rose asintió abatida—. Llámame si necesitas ayuda. Llámame para lo que sea. Mantenme informada.
Rose prometió que así lo haría y volvió al despacho. Comprobó sus mensajes. No había noticias de Maggie, pero sí de Sydelle. «Rose, por favor, llámanos. Inmediatamente.»
De modo que quizá su hermana estuviese ahí. Rose respiró hondo y marcó.
—Soy Rose —anunció.
—Tienes que hacer algo con tu hermana —le instó Sydelle, procediendo a relatarle el más reciente y atroz escándalo de Maggie—. ¿Sabes que tenemos cobradores llamando a casa a las ocho de la mañana?
—Yo también —contestó Rose.
—Muy bien, ¿y no puedes hacer algo? —inquirió Sydelle—. Eres abogada, ¿no podrías decirles que llamar aquí es ilegal? Cariño, a tu padre esto no le conviene nada…
Rose quiso decirle que tampoco era nada conveniente para ella, que nada de lo que Maggie hacía era conveniente para nadie más que para la propia Maggie, pero se mordió la lengua y le dijo que haría lo que pudiese. Colgó el teléfono y volvió a llamar a casa. Seguía sin contestar. Ahora empezaba a preocuparse. Tal vez Maggie estuviese trabajando. Seguro, pensó con amargura. Y tal vez el jurado iría pronto a su casa para nombrarla Miss América. Rose conectó el ordenador y miró los e-mails. Había uno de un socio preguntándole, con bastante laconismo, cuándo tendría listo el borrador del informe. Otro de información general de Simon Stein titulado «Reunión pretemporada de softbol», que Rose eliminó sin leerlo.
Se puso de pie y comenzó a ir de un lado a otro del despacho. Necesitaba ver a Jim, decidió. Necesitaba verlo ahora. Necesitaba verlo, quisiera él o no. Miró hacia el suelo y para su disgusto se dio cuenta de que llevaba puestos dos mocasines negros completamente diferentes; era la consecuencia lógica de tener una hermana que amontonaba todos sus zapatos en el suelo. «¡Maggie!», dijo furiosa para sí y, corriendo por el pasillo, pasó volando por delante de la secretaria de Jim («¡Eh! ¡Está hablando por teléfono, Rose!») y entró directa en su despacho.
—¿Rose? ¿Qué pasa? —inquirió Jim, que colgó el teléfono y cerró la puerta.
Rose clavó los ojos en sus desparejados zapatos. Lo que pasaba era que su casa era una leonera, su vida se desmoronaba, le debía doscientos dólares a la Policía municipal, tenía un perro que vivía ilegalmente en su salón y, evidentemente, ya ni siquiera podía vestirse. Necesitaba que él la abrazara, que le cogiera la cabeza con las manos y le dijera que su historia acababa de empezar, y que a lo mejor había empezado a trompicones debido a la omnipresencia de Maggie, pero que pronto volverían a estar juntos.
—¡Ehhh! —dijo Jim, conduciéndola a la butaca de piel que había frente a su mesa, la destinada a los clientes, la inclinada silla de Eames que tenía las patas traseras más cortas para asegurarse, en todos los casos, de que él estaba siempre más alto que ellos.
No obstante, Rose tomó asiento e inspiró profundamente. «Resume», dijo para sí.
—Te echo de menos —confesó.
Jim parecía triste.
—Lo siento, Rose —se disculpó—, pero por aquí hemos tenido unos días de locura.
Rose tuvo la sensación de que estaba en una montaña rusa que tenía que coronar una colina con la que no había contado, y ahora el centro de su vida se desintegraba. ¿Acaso Jim no veía que lo necesitaba?
Él le rodeó los hombros con los brazos, pero mantuvo su cuerpo alejado.
—¿Cómo puedo ayudarte? —susurró—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Ven a casa esta noche —pidió Rose, apretando los labios contra su cuello, consciente de que acababa de hacer exactamente lo que una mujer jamás, bajo ningún concepto, tenía que hacer (es decir, suplicar)—. Necesito verte. ¡Por favor!
—Puede que salga tarde —repuso él—. Como a las diez más o menos.
—No me importa. Te esperaré. —«Siempre te esperaré», pensó y salió del despacho. La secretaria de Jim la miró indignada.
—No puedes entrar así como así —la reprendió—. Tengo que anunciarte.
—Lo siento —se disculpó Rose, que tenía la sensación de que no había hecho otra cosa en todo el día que disculparse—. De verdad, lo siento.