Capítulo 12
—¿Señora Lefkowitz? —Ella golpeó la puerta de aluminio con fuerza mientras sostenía con la cadera una bandeja de comida—. ¿Hola?
—¡Váyase al infierno! —balbució una voz desde el interior. Ella suspiró y siguió llamando.
—¡Es la hora de comer! —indicó lo más animada posible.
—¡Lárguese! —chilló la señora Lefkowitz. La señora Lefkowitz había sufrido un derrame cerebral y, por desgracia, su recuperación había coincidido con la semana en que Golden Acres había tenido el canal HBO gratis, que incluía un especial de las comedias de Margaret Cho. Desde entonces la señora Lefkowitz había llamado a Ella «Bruja», riéndose ruidosamente cada vez que lo decía.
—Traigo sopa —gritó Ella.
Al otro lado de la puerta hubo silencio.
—¿Crema de champiñones? —preguntó esperanzada la señora Lefkowitz.
—De guisantes —confesó Ella.
Otra pausa y luego la puerta se abrió de golpe, y ahí estaba la señora Lefkowitz, de metro cincuenta de estatura y pelo blanco enredado y desarreglado. Llevaba una sudadera rosa con pantalones a juego y unos patucos rosa y blanco, la clase de conjunto que uno le regalaría a un recién nacido, pensó Ella tratando de no sonreír mientras su última clienta del día del Comedor Móvil la miraba furiosa.
—No soporto la crema de guisantes —dijo la señora Lefkowitz. El lado izquierdo de su boca se inclinó ligeramente; tenía el brazo izquierdo doblado en un extraño ángulo y pegado a su cuerpo. Miró a Ella expectante—. ¿Tal vez usted podría hacerme crema de champiñones?
—¿Tiene champiñones? —inquirió Ella.
—¡Sí, claro! —contestó la señora Lefkowitz, que caminó hasta la cocina arrastrando los pies, su diminuta silueta nadando entre tanto punto rosa. Ella la siguió y dejó la bandeja encima de la mesa de la cocina—. Siento haberle gritado. Pensé que era otra persona.
¿Quién?, quiso preguntarle Ella. Por lo que sabía, era la única persona que veía a la señora Lefkowitz, aparte de sus médicos, y de la enfermera que iba a cuidarla a su casa tres veces a la semana.
—Mi hijo —declaró la señora Lefkowitz. Se volvió a Ella con una lata de Campbell's en la mano derecha.
—¿Y le dice usted a su hijo… —Ella era incapaz de repetirlo— que se… largue?
—Los jóvenes de hoy… —comentó con orgullo la señora Lefkowitz.
—A mí me parece que es bonito que venga a verla —dijo Ella, volcando la grisácea masa congelada en un cazo.
—Le dije que no viniera —espetó la señora Lefkowitz—, pero me dijo: «Mamá, has estado al borde de la muerte». Y yo le dije: «Tengo ochenta y siete años. ¿Al borde de qué te creías que estaba? ¿De inscribirme en el Club Med?»
—Pues está bien que venga.
—¡Tonterías! —exclamó la señora Lefkowitz—. Lo único que quiere es tomar el sol. Ahora no soy un estorbo —dijo con el labio que le caía temblando—. Adivine dónde está en este momento. En la playa. Probablemente viendo a las chicas en bikini y bebiendo una cerveza. ¡Ja! Se moría de ganas de largarse de aquí.
—Se tiene que estar bien en la playa —dijo Ella mientras revolvía la crema.
La señora Lefkowitz retiró una silla de la mesa, se sentó con cuidado y esperó a que Ella la acercara al borde de la mesa.
—Supongo que sí —repuso. Ella le puso el bol delante. La señora Lefkowitz hundió la cuchara y se la aproximó a los labios. Le temblaba la muñeca, y la mitad del contenido acabó encima de su sudadera—. ¡Mierda! —protestó, la voz apagada, trémula y derrotada.
—¿Tiene planes para cenar? —le preguntó Ella pasándole a la señora Lefkowitz una servilleta y vertiendo la crema en una taza grande.
—Le dije a mi hijo que cocinaría yo —respondió—. Pavo. Le gusta el pavo.
—Si quiere, puedo ayudarle —concedió Ella—. A lo mejor podríamos preparar una bandeja con un surtido de deliciosos sándwiches. Son fáciles de comer. —Se puso de pie mientras buscaba un bolígrafo y un trozo de papel para poder hacer una lista—. Podemos comprar pechugas, pavo y cecina… ensalada de col, y de patatas, si a su hijo le gusta…
La señora Lefkowitz sonrió con media boca.
—Solía comprarla con semillas de alcaravea, y cuando acabábamos de comer me encontraba un montoncito de semillas en un lado de su plato. Nunca se quejaba… las sacaba una a una y las apartaba.
—A mi hija le pasaba lo mismo con las pasas. Siempre las sacaba —contó Ella. La señora Lefkowitz la miró fijamente. La voz de Ella se desvaneció.
La señora Lefkowitz se llevó una cucharada de sopa a la boca como si no hubiese percibido el silencio de Ella.
—¿Así que nos vamos de compras? —le preguntó.
—¡Claro que sí! —contestó Ella, inclinándose para poner los platos en el lavavajillas, de espaldas a la señora Lefkowitz. Esta noche Lewis iría a recogerla. Se iban al cine. ¿Cuánto faltaría para que empezara a hacerle preguntas? «¿Tienes hijos? ¿Y nietos? ¿Dónde están? ¿Qué pasó? ¿No los ves? ¿Por qué no?»—. ¡Claro que sí!