Capítulo 47

Ella anduvo hasta la valla que rodeaba la piscina y presionó la cara contra ella.

—Ahí —dijo, dotando a esa sola palabra de toda la tristeza y decepción que sentía—, ahí está.

Lewis se puso a su lado, y la señora Lefkowitz se acercó como un rayo con su nueva sillita motorizada. Juntos, los tres permanecieron frente a la valla, mirando a través de los agujeros con forma de diamante. Mirando a Maggie.

Su nieta estaba echada en una tumbona al lado de la zona profunda de la piscina, resplandeciente con un nuevo bikini rosa y una cadena de plata, delgada como un pelo, que colgaba de su ombligo. Su piel brillaba por la crema bronceadora. Llevaba el pelo recogido encima de lo cabeza, aunque le colgaban algunos rizos, y los ojos escondidos detrás de unas pequeñas y redondas gafas de sol. Y a su alrededor había cuatro personas: una señora mayor con un descolorido gorro de baño rosa de goma, y tres ancianos con shorts. Mientras Ella observaba, uno de los hombres se inclinó hacia delante, hacia Maggie, como si estuviese haciéndole una pregunta. Su nieta se apoyó en un codo, con aspecto meditabundo. Al mover los labios, su público estalló en risas.

—¡Vaya! —comentó Lewis—. Parece que ha hecho nuevas amistades.

A Ella se le heló el corazón en tanto que Maggie continuaba entreteniendo a sus nuevos conocidos: nunca la había visto así de relajada y cómoda; mientras, los principiantes de la clase de aeróbic acuático chapoteaban enérgicamente al ritmo de una mala grabación de la canción Runaround Sue. Durante toda la semana —todos los días desde que Ella había intentado hablar con Maggie de su madre— ésa había sido la rutina de su nieta. Maggie regresaba del trabajo, desaparecía en la habitación del fondo, se cambiaba el uniforme de Bagel Bay por el traje de baño y los shorts, y venía aquí. «Me voy a nadar», decía. Ella no estaba nunca invitada. Y sabía adónde iría a parar todo esto. Maggie se trasladaría: a un piso, por su cuenta, o quizá con una de sus nuevas amigas, alguna anciana encantadora que le ofreciera todas las ventajas que tenía una abuela sin ninguna oscura complicación o historia dolorosa. ¡Oh!, se lamentó, no era justo. ¡Había esperado tanto tiempo! ¡Había albergado tantas esperanzas! Y ahora tenía que presenciar cómo Maggie se le escapaba de entre las manos.

—¿Qué voy a hacer? —susurró.

La señora Lefkowitz retrocedió la sillita motorizada y condujo a toda velocidad en dirección hacia la entrada a la piscina.

—¡Espere! —gritó Ella—. ¿Adónde va?

La señora Lefkowitz no se volvió, no se detuvo y no contestó. Ella le lanzó una mirada de desesperación a Lewis.

—Iré… —empezó Lewis.

—Será mejor… —dijo Ella.

Ella notaba el pulso en la garganta mientras corría detrás de la señora Lefkowitz, que cruzó la entrada aprisa, directamente hacia Maggie, sin que hubiera indicios de que fuese a aminorar la marcha.

—¡Eh! —protestó uno de los hombres cuando la señora Lefkowitz pasó volando junto a él y chocó contra la mesa en la que había colocada una mano de cartas. Lo ignoró y detuvo la sillita frente a la tumbona de Maggie. Maggie se bajó las gafas de sol y la miró fijamente. Respirando con dificultad, Ella y Lewis se apresuraron detrás de la señora Lefkowitz, y durante unos grotescos instantes aquello le recordó a Ella una docena de spaghetti westerns y la escena que había en cada una de ellos, en la que los buenos se enfrentaban con el enemigo en una calle convenientemente desierta o en medio de un corral vacío. Lo único que le faltaba a la escena, pensó, era algunas hojas que pasaran volando junto a la sillita de la señora Lefkowitz. Incluso los que aprendían a nadar habían dejado de chapotear y se habían quedado inmóviles en la parte baja de la piscina, con el agua que goteaba de sus brazos tostados y arrugados, esperando para ver qué sucedería a continuación.

Maggie miró fijamente a la señora Lefkowitz y los nuevos amigos de Maggie observaron a Ella y luego a Lewis, y Ella escudriñó el agrietado cemento que había debajo de sus pies, deseando tener un sombrero de cowboy y, aún con más ahínco, un guión. ¿Qué era aquí? ¿De los buenos o de los malos? ¿Era el héroe que había venido a rescatar a la doncella en peligro, o el villano que había venido a atarla a las vías del tren?

El héroe, decidió, justo cuando la señora Lefkowitz avanzó la sillita otro palmo, rozando el extremo de la tumbona de Maggie. A Ella le recordó un cachorro empujando con el hocico una puerta cerrada.

—Maggie, cariño —dijo la señora Lefkowitz—, necesitaría que me ayudaras a hacer algo.

Maggie arqueó las cejas mientras uno de los ancianos miraba con indignación a la señora Lefkowitz.

—Está cansada —protestó combativo el anciano y agarró su bastón con ambas manos—. Ha tenido un día muy largo. Y justo nos iba a explicar cómo estuvo a punto de trabajar en MTV.

La señora Lefkowitz no se inmutó.

—Adelante, pues, cuéntanoslo.

Maggie miró más allá de la señora Lefkowitz y se dirigió directamente a Ella:

—¿Qué quieres?

Las palabras se agolparon espontáneamente en la boca de Ella y amenazaron con salir. «Quiero que me quieras. Quiero gustarte. Quiero que dejes de huir.»

—Verás… —logró decir.

—Está ocupada —objetó el hombre bajo y rechoncho como un tonel, que se colocó delante de la tumbona de Maggie para protegerla.

—¿Es usted la abuela de Maggie? —inquirió la mujer del gorro rosa—. ¡Oh! Debe de estar muy orgullosa de ella. ¡Es tan guapa y tiene tanto talento!

Maggie se mordió el labio, y el anciano del bastón emitió un desagradable sonido mientras Lewis acercaba un par de sillas al círculo que rodeaba a Maggie, y le indicaba a Ella con un gesto que se sentara.

—¿Así que en MTV? —preguntó la señora Lefkowitz, que asintió con cara de entendida, como si se hubiese inventado el nombre del canal de televisión—. ¿Ibas a entrar en calidad de concursante de uno de sus programas?

—No, de presentadora —musitó Maggie.

—¡Como Carson Daly! —exclamó la señora Lefkowitz, que puso las manos sobre su deformada cadera y levantó los ojos, ocultos por sus gafas de sol de cristales cuadrados, hacia el sol—. ¡Qué guapo es!

Los dos grupos formaron un tenso círculo alrededor de la tumbona de Maggie. Ella, Lewis y la señora Lefkowitz estaban en un lado, y los nuevos amigos de Maggie en el otro. Maggie miró con detenimiento a un grupo y después miró al otro. Entonces se encogió de hombros, de manera casi imperceptible, metió la mano en la mochila y extrajo una libreta. Ella sintió que se relajaba un poco. Esto no era exactamente un logro, pero al menos Maggie no había huido ni les había pedido que se marcharan.

—Usted es Jack, ¿verdad? —le preguntó Lewis al hombre del bastón.

El hombre, Jack, soltó un gruñido en señal de afirmación. Lewis le ofreció la mano. La mujer parlanchina empezó a hacerle un interrogatorio a la señora Lefkowitz acerca de su sillita motorizada. Los otros dos hombres reanudaron su juego de cartas. Ella cerró los ojos, respiró tranquilamente y rezó.

En su tumbona, Maggie también tenía los ojos cerrados, pensaba en lo que haría y en cómo enderezar las cosas, aunque una parte de ella se rebelaba porque arreglar las cosas no era su cometido. En Florida nadie la conocía. Aquí nadie sabía cómo había echado a perder su vida. Nadie conocía a Rose, ni sabía que era su hermana la que se ocupaba de todo, como tampoco sabían que Maggie era siempre la que necesitaba ayuda, que la sacaran de apuros o que le solucionaran las cosas. Tenía trabajo, alojamiento y gente que se preocupaba por ella. Había llegado el momento de empezar a enmendar el daño ocasionado, de empezar con la persona a la que más daño había hecho: Rose.

Apretó los ojos con fuerza. Tenía miedo, una parte de ella quería levantarse y salir corriendo por la valla, sentarse al volante del gran coche de Lewis e irse a algún sitio donde nadie la conociera, donde nadie supiese quién era, qué había hecho o de dónde venía. Pero ya había huido a Princeton y después hasta aquí. No quería seguir huyendo.

En la parte baja de la piscina los principiantes habían empezado los estiramientos. Su abuela, que estaba sentada en la silla de al lado, se aclaró la garganta.

—Supongo que echarás de menos estar con gente de tu edad —comentó Ella—. Tiene que ser difícil ser la única persona joven de aquí.

—Estoy bien —repuso Maggie.

—Está bien —refunfuñó Jack.

Maggie abrió los ojos y luego la libreta. «Querida Rose», escribió. Ella miró el papel, pero enseguida apartó la vista. Dora, la mujer del gorro de baño rosa, no fue tan discreta.

—¿Quién es Rose? —inquirió.

—Mi hermana —contestó Maggie.

—¿Tienes una hermana? ¿Cómo es? —Jack dejó las cartas y Herman su revista Mother Jones—. ¡Tiene una hermana!

—Es abogada en Filadelfia —explicó Ella, que no dijo nada más y miró a Maggie pidiendo ayuda. Maggie la ignoró, cerró su libreta, se puso de pie, dejó atrás al grupo de ancianos y se aproximó al borde de la piscina para introducir las piernas en el agua.

—¿Está casada? —quiso saber Dora.

—¿Qué especialidad del derecho ejerce? —preguntó Jack—. Por casualidad no hará testamentos, ¿verdad?

—¿Vendrá a verte? —inquirió Herman—. ¿Se parece a ti? ¿Lleva tatuajes?

—No está casada —explicó Maggie—. Tiene un novio…

«O por lo menos lo tenía hasta que yo lo estropeé todo.» Maggie clavó los ojos con tristeza en el fondo clorado de la parte honda de la piscina.

—¡Cuéntanos más cosas! —pidió Dora.

—¿Lleva algún piercing? —preguntó Herman.

Maggie sonrió y sacudió la cabeza.

—No se parece a mí. Bueno, tal vez un poco. Tenemos los ojos y el pelo del mismo color, pero ella es mayor que yo. Y tampoco lleva tatuajes. Es muy tradicional. Siempre lleva el pelo recogido.

—¡Como tú! —intervino Ella.

Maggie quiso protestar, pero al tocarse la cola de caballo cayó en la cuenta de que era verdad. Se metió de un salto en el agua, se puso boca arriba y flotó.

—Rose puede ser divertida —explicó. Ella se apresuró al borde de la piscina para escuchar. Los demás amigos de la piscina de Maggie la siguieron, dándose codazos para coger los mejores sitios a lo largo del borde de la parte profunda—. Y algunas veces cruel. Cuando éramos pequeñas compartíamos habitación. Dormíamos en camas separadas, y entre medio había un espacio, y ella se echaba a leer en su cama, y yo solía saltar por encima de ella. —Maggie empezó a sonreír mientras recordaba—. Ella estaba echada y yo saltaba de una cama a otra y le decía: «¡El veloz zorro gris saltó sobre el perro holgazán!»

—Así que tú eras el zorro veloz —dijo Ella.

Maggie le dirigió una mirada de obviedad que rápidamente imitaron Jack, Dora y Herman.

—Saltaba hasta que me pegaba —siguió hablando.

—¿Te pegaba? —preguntó Ella.

—Yo saltaba de una cama a la otra y veía que ella se ponía realmente nerviosa, pero no paraba hasta que estiraba el brazo en el aire y me enviaba abajo. —Maggie asintió y salió del agua, era extraño, pero el recuerdo de su hermana pegándole e interrumpiendo su salto parecía que la alegraba.

—Cuéntanos más cosas de Rose —pidió Dora mientras Jack le pasaba una toalla y su tubo de Bain de Soleil.

—No le preocupa mucho su aspecto ni la ropa —continuó Maggie, que se volvió a repantigarse en la tumbona mientras recordaba cómo Rose se miraba de soslayo en el espejo, o se ponía un pegote de máscara de pestañas en los ojos para salir luego por la puerta con dos medias lunas negras en las mejillas.

—¡Oh! Me encantaría conocerla —confesó Dora.

—¿Por qué no la invitas a venir? —sugirió Jack, lanzándole una mirada a Ella—. Estoy convencido de que a tu abuela le encantaría teneros a las dos juntas.

Maggie sabía que Jack tenía razón. A Ella le encantaría conocer a Rose. ¿A qué abuela no? Una nieta inteligente, licenciada en derecho y con éxito. Pero Maggie no estaba segura de estar preparada para volver a ver a Rose, aunque Rose tuviese intención de perdonarla. Desde que se marchó de Filadelfia aquella horrible noche, las cosas le iban mejor que nunca. Por primera vez en su vida su hermana no le hacía sombra, no era la segunda hermana, la que no era tan lista, la que no tenía tanto éxito, la que, simplemente, era guapa en una época en que daba la impresión de que la belleza importaba cada día menos. Corinne y Charles no habían sabido nada de su historia, de sus luchas, de sus clases de recuperación, de todos los trabajos que había dejado o de los que la habían despedido, de las amigas que había tenido. Dora, Jack y Herman no la consideraban estúpida o despreciable. Les caía bien. La admiraban. La escuchaban. Y si Rose aparecía, lo estropearía todo. «¿En una panadería?», preguntaría en un tono que daría a entender que una panadería era lo máximo a lo que Maggie podía aspirar; una panadería, una habitación de invitados, un coche prestado y la amabilidad de unos desconocidos.

Maggie abrió de nuevo su libreta. «Querida Rose», escribió una vez más, y se detuvo. No sabía cómo hacer esto, cómo continuar la carta.

«Soy Maggie, por si no has reconocido mi letra —escribió—. Estoy en Florida con nuestra abuela. Se llama Ella Hirsch y la…» ¡Uf! ¡Qué difícil era esto! Había una palabra para lo que quería decir. Casi la tenía, la tenía prácticamente en la punta de la lengua, y esa sensación le aceleró el pulso, al igual que le sucediera en las clases de Princeton cuando, sentada en la última fila, tenía las respuestas adecuadas esperando para brotar de su boca.

—¿Cómo se dice cuando una persona quiere estar con otra, pero no están juntas debido a alguna pelea o algo? —inquirió.

—¿En yiddish? —preguntó Jack.

—¿A quién quieres que escriba en yiddish? —replicó Herman, devolviendo su atención a Mother Jones.

—No, en yiddish no —respondió Maggie—. Necesito saber cómo se llama cuando hay dos familiares o dos personas, pero otros miembros de la familia están enfadados por lo que sea y entonces esos dos familiares no llegan a conocerse.

—Apartar —contestó Lewis. Jack lo miró airadamente, pero, al parecer, Maggie no se dio cuenta.

—Gracias —dijo.

—Me alegro de ser útil en mi vejez dorada —comentó Lewis.

«Se llama Ella Hirsch y la apartaron de nosotras», escribió Maggie, y clavó los ojos en la página. Ahora venía lo más difícil… pero lo había practicado en Princeton; allí había trabajado con las palabras, eligiendo las mejores del mismo modo en que un cocinero meticuloso elige las mejores manzanas de la cesta, el pollo más grande de la carnicería.

«Siento lo que pasó el invierno pasado —escribió, decidiendo que, probablemente, ésta era la mejor manera de enfocarlo: de frente, dando la cara—. Siento haberte hecho daño. Quiero…» Y volvió a hacer una pausa, consciente de que todos la observaban, como si fuese una extraña criatura acuática recién traída para vivir en cautividad, algún animal del zoo que acababa de aprender a hacer algo gracioso.

—¿Cómo se dice cuando uno quiere enderezar alguna cosa?

—Reconciliarse —contestó Ella en voz baja, y la deletreó, y Maggie la escribió dos veces para asegurarse de que la anotaba bien.