Capítulo 25

«A lo mejor es esto lo que se siente cuando uno se vuelve loco», pensó Rose, girando sobre el otro lado y volviéndose a dormir.

En su sueño, estaba perdida en una cueva que se hacía más y más pequeña cada vez, y el techo bajaba y bajaba hasta que pudo sentir cómo las húmedas estalactitas —posiblemente fueran estalagmitas, Rose siempre las había confundido— le presionaban la cara.

Se despertó. La perrita que Maggie le había dejado estaba a su lado, sentada en una almohada, lamiendo sus mejillas.

—¡Ufff…! —exclamó Rose, que enterró la cara en la almohada y se apartó rodando. Durante unos instantes no recordó nada. Luego todo le vino violentamente a la memoria: Jim y Maggie. En la cama. Juntos—. ¡Oh, Dios! —se lamentó. La perrita colocó una pata sobre su frente, como si le tomase la temperatura, y soltó un curioso y sonoro gemido.

—Vete —le ordenó Rose.

No obstante, la perrita dio tres vueltas sobre sí encima de la almohada, se acurrucó hasta parecer una mota de color y empezó a roncar. Rose cerró los ojos y se puso a dormir de nuevo como la perrita.

Cuando se volvió a despertar eran más de las once de la mañana. Se levantó tambaleándose, y estuvo a punto de resbalar con el charco tibio que había delante del cuarto de baño.

Se quedó mirando su pie en silencio y después miró a la perrita, que seguía echada en la cama.

—¿Esto lo has hecho tú? —le preguntó. La perrita se limitó a mirarla. Rose suspiró, cogió el Pine-Sol y un rollo de papel de cocina y arregló el desastre. No podía culpar al animal, supuso… el pobre no había salido desde ayer.

Caminó pesadamente hasta la cocina, preparó la cafetera, se sirvió un bol de cereales Bran Flakes con leche y los removió con la cuchara, hacia delante y hacia atrás. Se dio cuenta de que no quería cereales. No quería nada. Tenía la sensación de que nunca más volvería a tener hambre.

Clavó la vista en el teléfono. ¿Qué día era? Sábado. Lo que le daba el fin de semana de margen para recomponerse. O tal vez debería llamar ahora mismo y decir que estaba enferma, tal vez debería dejarle a alguien un mensaje diciendo que esta semana no iría. Pero ¿a quién? Si Maggie estuviese aquí, sabría qué decir. Maggie era la reina de las mentiras piadosas, las verdades a medias y los días libres para la salud mental, que para ella estaban completamente justificados. Maggie.

—¡Oh, Dios! —volvió a lamentarse Rose. Maggie estaría otra vez en casa de su padre, o escondida entre los arbustos, o en algún banco de la calle, convencida de que por la mañana Rose cambiaría de idea. Bueno, ¡pues ni en sueños!, pensó Rose furiosa, apartando el desayuno y dejando el bol al lado del fregadero.

La perrita, evidentemente, no compartía su desánimo ni su falta de apetito. Había aparecido junto a sus pies y miraba fijamente el bol de cereales con ojos tristones y ávidos. Rose se percató de que no tenía ni idea de lo que Maggie le había dado al animal para comer. No había visto comida para perros por ahí. Claro que no se había fijado en gran cosa. Salvo en Jim. O en la ausencia de éste. Con indecisión, puso el bol de cereales en el suelo. La perrita lo olisqueó, bajó el hocico, dio un pequeño lametazo de leche, luego bufó una vez con desdén y levantó la mirada hacia Rose.

—¿No te gusta? —le preguntó Rose. Revolvió en los armarios. Sopa de guisantes. Probablemente no le gustaría. Semillas de soja… No, mejor que no. ¡Atún! ¿O eso era para gatos? Decidió intentarlo, mezclándolo con salsa mayonesa y dejándolo delante de la perrita junto con una taza de agua. La perrita lo devoró mientras emitía pequeños gruñidos de felicidad, y con el hocico empujaba el bol a lo largo del suelo de la cocina, para intentar rebañar cualquier resto de mayonesa o trozo de atún.

—Muy bien —dijo Rose.

Ya era la una de la tarde, increíble. El piso estaba inmaculado gracias a la limpieza de la noche anterior. Paseó hasta el cuarto de baño y se miró en el espejo durante bastante rato. Era una chica normal, con un pelo normal y unos ojos castaños normales. Sus labios, mejillas y cejas no tenían nada en especial.

«¿Qué me pasa?», le preguntó al rostro del espejo. La perrita se sentó junto a la puerta del baño y la miró fijamente. Rose se cepilló los dientes, se lavó la cara e hizo la cama desplazándose por la habitación lenta y pesadamente. ¿Salía? ¿Se quedaba? ¿Y si volvía a dormir?

La perrita se puso a rascar la puerta principal.

—¡Eh, para! —Miró a su alrededor, preguntándose si Maggie habría dejado una correa, entonces cogió una bufanda que se había comprado una tarde de poca inspiración en que había pensado que, sin duda, podía ser el tipo de persona que llevara bufandas; el tipo de mujer que usaba accesorios en lugar de que sus bufandas acabaran inevitablemente pilladas por la puerta del coche y metidas en la sopa.

Se arrodilló y pasó la bufanda por el collar del animal. Parecía contrariada y humillada, como si la perrita —como si ella— supiera que la bufanda era de poliéster y no de auténtica seda.

—Te pido mil perdones —se disculpó Rose con sarcasmo y buscó sus llaves, sus gafas de sol y sus mitones, y un billete de veinte dólares que se metió en el bolsillo para poder comprar comida para mascotas. Después se dirigió hasta el ascensor, cogió a la perrita y la escondió dentro de su abrigo, pasó con disimulo por delante del portero y fue hacia la puerta. Si mal no recordaba, había una franja de césped en la esquina de la calle. La perrita podría hacer allí sus necesidades, y luego cruzaría la calle hasta el Wawa, el drugstore, ataría el animal a un parquímetro como había visto hacer a otras personas, y compraría comida para el animalito, y un donut para ella, decidió Rose. Un donut de jalea. Posiblemente dos, y un café con crema, y tres sobres de azúcar. Engordaría… pero ¿qué más daba? ¿Quién iba a verla ahora desnuda? ¿A quién le importaría? Podía engordar; podía dejar que los pelos de las piernas le crecieran hasta que fueran lo suficientemente largos como para hacerse trenzas; podía ponerse todos los pantys con carreras que tuviese, sucios y con la goma rota. Nada de eso importaba ya.

En cuanto salieron del edificio, la perrita le lanzó a Rose una mirada de agradecimiento, trotó hasta el bordillo, se sentó en cuclillas y orinó durante lo que a Rose le pareció una eternidad.

—Siento haberte hecho esperar —confesó Rose.

La perrita bufó. Rose no estaba segura de lo que eso quería decir, porque lo cierto era que el animal resoplaba mucho. A lo mejor no era más que un rasgo propio de la raza. A lo mejor esta raza resoplaba especialmente. Rose lo ignoraba. Después de Honey Bun, el perro que les duró un día, Maggie y ella no habían tenido ni siquiera un pez de colores. Demasiada responsabilidad añadida para su padre, para el que, saltaba a la vista, las dos niñas ya eran suficiente carga. Y luego, cuando Maggie y ella abandonaron la casa paterna, Sydelle adquirió su perro de diseño, un perro con pedigrí y papeles que lo atestiguaban. «Soy alérgico», había advertido su padre. «No digas tonterías», había sido la respuesta de Sydelle. Y eso fue todo. Chanel, el golden retriever idiota, se quedó. Y su padre se aguantó.

—¡Qué monada de perro faldero! —exclamó una mujer de pelo negro, arrodillándose para dejar que el animal le oliera la mano. Perro faldero, dijo Rose para sí. Muy bien, o sea, que era una perra faldera. Algo es algo.

—Vamos —ordenó Rose, envolviéndose la mano con la bufanda, y la perrita caminó tranquila a su izquierda mientras iban al Wawa, el drugstore—. Quédate aquí —le dijo Rose, y ató la bufanda a un parquímetro. La perra faldera levantó la vista hacia ella y la miró como una invitada que espera su plato de sopa—. Ahora vuelvo —aseguró Rose. Entró y se pasó diez minutos ante la confusa variedad de comida canina antes de decantarse por una bolsa de galletas para perros adultos pequeños. Asimismo compró un cuenco de plástico para poner la comida, dos donuts de jalea, café, dos tarrinas de helado de medio litro cada una, y una bolsa de ganchitos de queso que había cogido de un estante, y que prometían ser lo último en sabores de queso. El cajero arqueó las cejas al ver su compra. Rose venía mucho por aquí, pero siempre compraba periódicos, café solo y alguna que otra caja de Slim-Fast.

—Estoy de vacaciones —explicó Rose, preguntándose por qué sentía la necesidad de explicarle nada a un chico que trabajaba de cajero en el Wawa. Pero él le sonrió con amabilidad y, junto con el ticket, introdujo un paquete de chicles Bazooka en su bolsa.

—Disfrútalos —declaró él.

Rose le devolvió una tímida sonrisa y salió a la calle, donde la perrita seguía sentada y atada al parquímetro.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Rose en voz alta.

La perrita se limitó a mirarla.

—Yo soy Rose —afirmó Rose—. Soy abogada. —La perrita caminó a su lado. Había algo en la forma en que movía la cabeza y erguía las orejas que la hacía pensar que realmente la escuchaba—. Tengo treinta años. Me diplomé cum laude en Princeton, luego estudié en la Escuela de Derecho de Pensilvania, donde fui redactora de la revista Law Review, y…

¿Por qué le explicaba su currículum a la perrita? ¡Menuda estupidez! La perrita no iba a contratarla. Probablemente nadie más lo haría. Correría la voz de lo suyo con Jim. Quizá ya habría empezado a circular, pensó Rose abatida. Seguro que había empezado mientras ella trabajaba en la empresa, pero había estado demasiado atontada y ciega de amor para verlo.

—Tenía un ligue —explicó Rose, y se detuvo con la perrita frente a un semáforo en rojo. La joven que estaba a su lado en la acera y que llevaba un piercing de oro en el labio, la miró extrañada y se fue deprisa—. Estaba este chico… —Hizo un alto—. Bueno, siempre hay alguno ¿no? En realidad era como mi jefe y acabó siendo… —Tragó saliva—. Un desastre. Un completo desastre.

La perrita soltó un ladrido agudo. ¿De desesperación? ¿De asentimiento? Rose no estaba segura. Quería llamar a Amy, pero no se veía con ánimos de hacer frente al dolor de decirle a su mejor amiga que tenía razón, que Jim había resultado ser tan imbécil como ella se había imaginado… y que Maggie, su hermana, a la que había acogido en su casa, su hermana, a la que había intentado ayudar, se había portado aún peor. La luz estaba en verde. La perra ladró de nuevo y tiró con suavidad de la bufanda.

—Se acabó —concluyó Rose, simplemente para decir algo, para terminar la historia de alguna forma, aunque sólo estuviese hablando con un perro y el perro no la estuviera escuchando—. Se acabó —repitió, y cruzó la calle.

La perrita miró a Rose y luego otra vez hacia el suelo.

—Entonces, la chica que ha estado cuidándote se llama Maggie. Y es mi hermana —continuó mientras se aproximaban a su casa—. Habrá que darte de comer y comprarte una correa, e intentar averiguar de dónde has salido para devolverte. —Se paró en una esquina y volvió a observar a la perrita, pequeña, de color café, suponía que inofensiva. La perrita alzó la vista y después bufó enérgicamente, y Rose diría que con desdén—. Vale, desagradecida —le reprochó. Cruzó la calle y se dirigió a casa.