Capítulo 35

Si algo había aprendido Maggie Feller en los catorce años que llevaba tratando con miembros del sexo opuesto era esto: los deslices amorosos siempre te persiguen. Si había un chico al que nunca habías visto antes, todo lo que tenías que hacer para garantizar que lo verías en todas partes era pasar un buen rato a solas con él en un asiento trasero, en una habitación o encerrada en un cuarto de baño. Y luego aparecía de sopetón en la cafetería, por los pasillos, sentado detrás de la barra del restaurante en el que habías empezado a trabajar, y cogiendo de la mano a otra chica en la fiesta del viernes siguiente por la noche. Era la ley de Murphy de las relaciones: resultaba imposible evitar al chico que no deseabas volver a ver. Y Josh, por desgracia, desde su primera noche en el campus no había sido ninguna excepción.

Maggie no creía que fuese a reconocerla: él estaba completamente borracho, y era tarde, y ella acababa de bajarse del tren y aún no había tenido tiempo para perfeccionar su camuflaje en Princeton. Pero Josh estaba en todas partes, como si estuviese a punto de relacionar su cara con el dinero, el saco de dormir, la linterna de camping y la ropa que le habían desaparecido.

Levantaba la vista del libro, en la biblioteca, y vislumbraba su sudadera y el perfil de su rostro. Se servía otro café en el comedor, y lo veía detrás del bufé de ensaladas, examinándola. En realidad, empezó a hablar con ella un sábado por la noche cuando Maggie, erróneamente convencida de que a esas horas no habría nadie lavando su ropa, arrastraba hasta el lavadero una funda de almohada robada llena de ropa sucia.

—¡Eh! —exclamó él con naturalidad mientras la observaba introduciendo sus sujetadores y braguitas en la lavadora.

—Hola —saludó ella sin mirarlo.

—¿Qué tal? —inquirió Josh.

Maggie se encogió levemente de hombros y vertió el detergente encima de la ropa con uno de esos pequeños dosificadores de cartón que había comprado en la máquina expendedora.

—¿Quieres ponerle suavizante? —le preguntó él con una sonrisa y enseñándole el frasco. Pero sus ojos no le sonreían; registraban con detalle su cara, su pelo y su cuerpo para comparar lo que veía con lo que recordaba de aquella noche en su cama.

—No, gracias. No me hace falta —dijo Maggie. Metió veinticinco centavos en la ranura, justo en ese momento sonó el móvil. Se imaginó que sería su padre; había llamado antes y ella no había contestado, pero ahora agarró el teléfono como si fuese un salvavidas y ella se estuviera ahogando—. ¡Hola! —saludó alegremente y se volvió para esquivar los ojos escrutadores de Josh.

No hubo respuesta, sólo se oía a alguien respirar.

—¡Hola! —repitió Maggie, que se apresuró escaleras arriba, pasando por delante de un grupo de estudiantes que compartía una botella de champán y cantaba una especie de canción como las que cantaban en los partidos de rugby—. ¿Quién es? —Seguía sin haber respuesta. Se oyó sólo un chasquido y luego silencio. Se encogió de hombros, se guardó el teléfono en el bolsillo y salió precipitadamente al aire fresco y primaveral. Las farolas iluminaban el sendero a intervalos irregulares y había bancos de madera tallada a lo largo de él y junto a los edificios. Maggie eligió un banco lejos de la luz y se sentó en un extremo.

«Tenía que irse —dijo para sí—. No es un campus grande y ese chico está en todas partes; será sólo cuestión de tiempo que descubra quién eres y qué hiciste, eso si no lo sabe ya. Ha llegado el momento de largarse, de poner las cartas boca arriba, de coger el siguiente autobús con destino a otro lugar.»

Sólo que lo extraño era que no quería irse. Era… ¿qué? Maggie acercó las piernas al pecho y miró hacia las ramas de los árboles, cargadas de capullos verdes cerrados, y el cielo nocturno estrellado. Divertido. Bueno, no exactamente divertido, no era divertido como una fiesta o como arreglarse y estar impresionante, y notar la celosa mirada de la gente recorriendo el cuerpo de una. Era un desafío, el tipo de desafío que sus numerosos trabajos sin porvenir de salario mínimo no le habían proporcionado nunca. Era como ser la protagonista de su propia serie de detectives.

Y no se trataba únicamente de que nadie la descubriera. Aquí estaban los jóvenes más capacitados, los que se licenciaban, los finalistas del Mérito Nacional, la crema, la flor y nata. Si Maggie lograba pasar desapercibida entre ellos, ¿no demostraba eso lo que la señora Fried siempre le había dicho? Si lograba sobrevivir en Princeton, si podía sentarse en la última fila de doce aulas diferentes y seguir todas las clases de verdad, ¿no quería decir aquello que ella también era lista?

Maggie se limpió el rocío de la parte posterior de los tejanos y se puso de pie. Además, estaba lo de la obra de teatro de Charles, su debut como director en un acto de Beckett en el Teatro Intime. Y ella era la protagonista. Se había reunido con él bastantes veces para ensayar, había repasado su papel en el Centro de Estudiantes o en una clase vacía del edificio de Bellas Artes, en Nassau Street.

—Yo vivo en Lockhart —le había dicho él en su último encuentro cuando la acompañó al volver de Nassau 185—. Me acuesto tarde. Vivo con otros dos compañeros —añadió antes de que Maggie pudiese arquear las cejas—. Te garantizo que conmigo tu honor estará a salvo.

Lo cierto es que ahora era tarde. Se preguntó si estaría despierto. Rodeándose el cuerpo con los brazos, se preguntó si le importaría dejarle un jersey. Corrió por el campus. Si no recordaba mal, Lockhart estaba junto a la tienda de la universidad. La habitación de Charles estaba en el primer piso, y cuando Maggie golpeó la ventana, él subió la persiana sonriente y se apresuró a abrirle la puerta.

La habitación de Charles era totalmente distinta a como se la había imaginado. Era como entrar en otro país. Cada centímetro de la pared estaba cubierto con tapices indios y docenas de espejos con marcos de plata. Una alfombra oriental, de color carmín, dorado y azul, cubría el suelo y, en el centro, en lugar de una mesa había un arcón viejo y destartalado, un baúl de los tesoros, pensó Maggie. Sus compañeros y él habían colocado las mesas contra las paredes y rodeado el baúl con cojines: rojos con flecos dorados, morados con flecos rojos, y uno de color verde salvia con bordado dorado y lentejuelas.

—Siéntate —le dijo Charles señalando los cojines—. ¿Te apetece beber algo? —Había una pequeña nevera en una esquina con una máquina para café capuchino encima.

—¡Guau! —exclamó Maggie—. Pero ¿tú qué tienes, un harén o qué?

Charles se rió y sacudió la cabeza.

—¡Qué va! —repuso—. Es sólo que nos gusta variar. El semestre pasado Jasper viajó a África y decoramos esto en plan safari, pero las cabezas de animales en las paredes me desquiciaban. Esto me gusta más.

—Es muy bonito —reconoció Maggie, que recorrió lentamente toda la habitación para examinarlo todo. Había una magnífica minicadena de música en un rincón, con los discos compactos clasificados por géneros: jazz, rock, world beat, música clásica, y luego por orden alfabético. En otro rincón había una mesilla alta con un montón de libros de viajes: Tíbet, Senegal, Machu Picchu. Al respirar hondo percibió el aroma del incienso, a colonia y a cigarrillos. La pequeña nevera tenía varias botellas de agua, limones, manzanas y mermelada de albaricoque. No había ni una sola cerveza o botes de aliño.

Era gay, decidió Maggie, cerrando la puerta de la nevera. Era gay, pensó con cierto alivio. Sin duda alguna era gay. Cogió una foto que había encima de la mesa de Charles. Aparecía él rodeándole los hombros con el brazo a otra chica que se reía.

—¿Es tu hermana? —inquirió.

—Mi ex novia —contestó él.

«¡Oh!», pensó Maggie.

—No soy gay —declaró Charles. Entonces se rió como excusándose—. Es que todas las personas que vienen aquí lo piensan, y tengo que estar los tres meses siguientes esforzándome para ser lo más heterosexual posible.

—¿Y qué es lo que haces, rascarte cada cinco minutos en lugar de cada diez? Eso tampoco cuesta tanto —dijo Maggie, que se dejó caer en los cojines y abrió un libro sobre México. Casas encaladas que contrastaban fuertemente con el intenso cielo azul, vírgenes llorosas en patios alicatados, olas espumosas que se encrespaban hacia la dorada arena. Estaba decepcionada. Sólo había conocido tres tipos de hombres en su vida: los gays, los viejos, y la tercera categoría, cien veces mayor que las dos primeras, los que la deseaban. Si Charles no era gay, y desde luego tampoco era un viejo, quería decir que a lo mejor la deseaba. Lo que entristeció a Maggie y la defraudó un poco. Nunca había tenido a un chico que sólo fuese un amigo, y había pasado suficiente tiempo con Charles para saber que ella le gustaba a él por su inteligencia, su rapidez y sus recursos, y no por lo único que solía gustarles al resto de los chicos.

—Bueno, me alegro de que hayamos aclarado todo esto. Y me alegro también de que estés aquí. Tengo una poesía para ti.

—¿Para mí? ¿La has escrito tú?

—No. La estudiamos la semana pasada en clase de Historia de la poesía.

Charles abrió la Norton Anthology y empezó a leer:

Margaret, ¿lloras a causa de ese Bosque Dorado sin hojas?

Te preocupas por las hojas, como por las cosas humanas, con tus frescos pensamientos, ¿no es así?

¡Ay! A medida que envejece el corazón tales percepciones serán más frías, poco a poco, sin escatimar suspiros, aunque mientan los mundos de tristes bosques sin hojas; y, sin embargo, llorarás y sabrás por qué.

Ahora no importa, pequeña, el nombre: las fuentes del pesar son las mismas.

Ni boca ni mente han expresado lo que escuchó el corazón, lo que barruntó el alma:

El hombre ha nacido para el infortunio, es por Margaret por quien lloras[5].

Cerró el libro. Maggie respiró hondo. Tenía la piel de gallina.

—¡Guau! —exclamó—. ¡Qué triste! Pero yo no soy Margaret.

—¿Ah… no?

—No —insistió ella—. Soy sólo Maggie. Maggie May, de hecho. —Se rió avergonzada—. Por el célebre poeta, Rod Stewart. A mi madre le gustaba esa canción.

—¿Cómo es tu madre? —quiso saber Charles.

Maggie lo miró y luego desvió la mirada. Normalmente, cuando llegaba el momento del intercambio de información con el chico de turno, Maggie se inventaba su propia versión del trágico relato del fallecimiento de su madre y se lo soltaba al chico con toda la naturalidad del mundo. Algunas veces decía que su madre se había muerto de cáncer de mama, y otras sí que explicaba que el coche había quedado destrozado, pero siempre con profusión de detalles y dramatismo. ¡La quimioterapia! ¡La policía en casa! ¡El funeral y las dos niñas que lloraban sobre el ataúd! Pero no le apetecía contarle a Charles esa versión de la historia. Tenía ganas de contarle algo que se ajustara más a la verdad, lo que le daba miedo porque, si le contaba la verdad sobre esto, ¿qué más estaría tentada de confesarle?

—No hay mucho que explicar —respondió con indiferencia.

—¡Oh, no! Sé que eso no es verdad —objetó él.

Maggie notó los ojos de Charles encima. Sabía lo que vendría a continuación. «¿Por qué no te acercas un poco?» o «¿Te sirvo una copa?» Y enseguida notaría los labios de él sobre su cuello o un brazo alrededor de sus hombros, con la mano que se alargaría hacia su pecho. Era un ritual por el que había pasado demasiadas veces.

Sólo que Charles no pronunció esas palabras ni le besó el cuello; se quedó exactamente donde estaba.

—Bueno, pues no me lo cuentes —concluyó él sonriente; era una sonrisa amigable, pensó Maggie, aliviada. Maggie echó un vistazo al reloj, que parecía de anticuario y que estaba encima de su mesa. Era más de la una.

—Debo irme —anunció—. Tengo que ir a recoger la ropa.

—Te acompañaré —se ofreció Charles.

—No, no hace falta.

Pero él cabeceó y cogió su mochila.

—Es peligroso que vayas sola por ahí.

Maggie estuvo a punto de reírse. Princeton era el lugar más seguro en que había estado jamás. Era más seguro que una piscina para niños, más seguro que una sillita de bebé. Lo peor que había visto era que a alguien se le cayera la bandeja en el comedor.

—No, en serio —continuó él—. Además, estoy hambriento. ¿Has estado alguna vez en P.J.'s?

Maggie sacudió la cabeza. Charles fingió un gesto de horror absoluto.

—Es una tradición de Princeton. Hacen unas crepes con trocitos de chocolate que son deliciosas. Vamos —ordenó, mientras aguantaba la puerta para que Maggie pasara—, invito yo.