Capítulo 23

El teléfono de casa de Rose volvía a sonar. Maggie lo ignoró. Dejó que la toalla cayera en el suelo del salón y se metió en la ducha. Era su tercera ducha de la mañana. Al día siguiente de su brusco y personal encuentro con el dinámico dúo de Grant y Tim, se había duchado un montón de veces, dedicando diez, veinte y hasta treinta minutos a frotarse con su esponja de loofah, lavándose el pelo hasta que había crujido. Y todavía se sentía sucia. Sucia y furiosa. Todas estas semanas en el sofá de Rose, ¿y qué se había demostrado a sí misma? No tenía dinero, pareja ni fotografías de estudio. Nada de nada. Sólo idiotas que la llevaban a aparcamientos como si no valiese nada. Como si ni siquiera fuese real.

Oyó la voz de su hermana bramando en el contestador automático. «Maggie, ¿estás ahí? Descuelga, si estás ahí. Necesito hablar contigo, de verdad. Maggie…»

Se envolvió en una toalla, sacó con la mano el vaho del espejo, haciendo caso omiso de la voz de su hermana en el contestador automático, y se miró detenidamente. Su arma número uno, como siempre, era su cuerpo, más alargado que una pistola, más afilado que un cuchillo. Encontraría a esos tipos. Recorrería la ciudad hasta encontrarlos, en un bar o en un autobús. Donde fuese. Caminaría hasta ellos, con la cabeza erguida y sacando pecho, y sonreiría. Lo de la sonrisa sería la parte más difícil, pero estaba segura de que lo conseguiría. Era una actriz. Una estrella. Sonreiría y pondría la mano entre los omóplatos de Tim y le preguntaría qué tal estaba. Tomaría su copa a sorbos, dejando en el borde del vaso medios besos de pintalabios, y rozaría una rodilla contra la suya. Se inclinaría hacia él y le susurraría que aquella noche se lo había pasado muy bien, que lamentaba haberse ido corriendo, ¿qué le parecía si volvían a intentarlo? ¿Estaban libres esa noche? Y ellos la llevarían a su casa. Y entonces usaría su arma número dos. Tal vez un cuchillo. O una pistola, si daba con una. Algo que los hiriese para siempre, algo que les enseñara que con ella no se jugaba.

El teléfono sonó de nuevo. «Maggie, sé que estás ahí. ¿Podrías, por favor, coger el teléfono? Acabo de hablar otra vez con la policía y me han dicho que alguien se llevó el coche del depósito y que hay un montón de multas…»

Maggie ignoró el teléfono y subió el volumen de la música; era Axl Rose cantando «Welcome to the Jungle». Do you know where you are?… chillaba la voz. Introdujo los pies en la última adquisición de Rose, un par de botas negras de piel hasta la rodilla que le ceñían las pantorrillas. Unas botas de 268 dólares, que su hermana podía comprarse sin pensárselo dos veces, porque a Rose las cosas nunca le salían mal. ¡Oh, no! Rose no se habría equivocado leyendo el teleprompter, Rose jamás estacionaría el coche en el lado prohibido de la calle, jamás tendría a un par de idiotas metiéndole mano en un aparcamiento y, desde luego, para ganarse la vida nunca tendría que aceptar un trabajo en el que hubiera que estrujar los culos de los perros. Rose lo tenía todo y Maggie no tenía nada. Absolutamente nada, exceptuando a la pequeña perra que llevaba meses abandonada a su suerte en la Pata Elegante hasta que Maggie la había rescatado y se la había llevado a casa.

Desnuda, únicamente con las botas puestas, deambuló por la casa, de la habitación al salón y a la cocina, y vuelta, mientras oía el ruido que hacían los tacones contra el parqué, olía el cuero, el jabón y el sudor de su cuerpo, y hervía de rabia. Visualizó el cuchillo. Vio su propio reflejo en el espejo mientras andaba majestuosamente por el cuarto de baño, con la piel sonrosada, húmeda y preciosa; un engañoso disfraz, una flor de suaves pétalos con largos tallos, sus piernas. Al verla nadie sospecharía jamás cómo era realmente.

Sonó el interfono. La perrita gimió.

—No pasa nada —le dijo Maggie, poniéndose una camiseta por la cabeza. Se le ocurrió ponerse unas medias, pero pensó: ¿para qué? Eran las ocho de la tarde; demasiado pronto para que Rose volviera y la sermoneara otra vez. Seguramente sería el idiota del vecino para decirle que bajara el volumen.

Apagó las luces y abrió la puerta de golpe, con los ojos chispeantes, dispuesta a cantarle a alguien las cuarenta, pero a quien se encontró fue al novio de Rose.

—¿Rose? —inquirió él, aguzando la vista en la oscuridad.

Y Maggie se rió, al principio soltó una risilla, pero las carcajadas fueron creciendo en su garganta como el veneno, como si vomitara hacia dentro. No, no era Rose. Nunca lo sería. Carecía del talento de su hermana, de su facilidad para triunfar. Ella no sería nunca la que aconsejara, la que sobresaliera, aguijoneara, regañara y pusiera las reglas, la que mostrase una empalagosa comprensión que ocultara su impaciencia. Rose. ¡Ja! Echó hacia atrás la cabeza y dejó que saliera la risa.

—Creo que no —respondió al fin.

Jim la miró de arriba abajo, deteniendo los ojos en sus botas, en el trozo de pierna desnuda, en sus pechos.

—¿Está Rose? —preguntó.

Maggie sacudió la cabeza y, lentamente, le dedicó una insolente sonrisa. Un plan se estaba formando en su cerebro.

Venganza, pensó, con la sangre latiéndole con fuerza en las sienes. «Venganza.»

—¿Quieres entrar y esperarla? —le ofreció ella. Jim la miró fijamente, la repasó de arriba abajo con los ojos, y Maggie casi pudo leerle el pensamiento. Ella era Rose, pero mejorada, superada, digitalmente perfeccionada; era Rose, sólo que mil veces mejor que ella.

Jim cabeceó. Maggie se apoyó con insolencia en el marco de la puerta.

—Déjame adivinar —dijo con voz sugerente y provocativa—. Estás pensando en pasar del morcillo al solomillo.

Jim volvió a sacudir la cabeza, todavía mirándola con fijeza.

—O a lo mejor —prosiguió Maggie— nos quieres a las dos. ¿Es eso lo que quieres? ¿Un sándwich mixto?

Él intentó mirarla con cara de ofendido, pero por la fugaz expresión de su cara Maggie pudo adivinar lo atractiva que le había parecido la idea.

—Pues tendrás que esperar —dijo Maggie, que respondió a su propia pregunta—. No hay nadie en casa salvo la pequeña Maggie. —Alargó los brazos, agarró con las manos el borde de la camiseta y se la sacó por la cabeza, arqueando la espalda de tal modo que sus pechos casi rozaron el pecho de Jim. Él soltó un gemido. Ella avanzó un poco, acortando la distancia entre ambos. Él acercó las manos a sus pechos mientras ella le chupaba el cuello con su ardiente y ávida boca.

—No creo que… —susurró él, aunque rodeaba a Maggie con los brazos.

—No —repuso ella, poniendo una pierna alrededor de Jim y apretándose contra él.

—¿No, qué?

Y ahora levantó la otra pierna y se quedó enroscada a él como una serpiente, y él gimió mientras la cogía en el aire y la llevaba dentro.

—No me digas que no.

Cuando llegó a su casa eran casi las nueve y el ascensor iba lleno. Rose se apretujó en el último hueco que había disponible y trató de ignorar el sofocante perfume de la mujer que estaba a su lado.

—O me estoy volviendo loca o juraría que en este edificio hay un perro —anunció la mujer a todos los presentes.

Rose bajó la vista y la clavó en sus pies.

—No sé quién puede ser tan desconsiderado para tener una mascota en el edificio —prosiguió la mujer—. Hay vecinos con unas alergias terribles.

Rose lanzó desesperada una mirada a la pantalla indicadora. Tercera planta. Aún faltaban trece.

—La gente es increíble —continuó la mujer—. ¡Simplemente les da todo igual! Se les explica cuáles son las reglas y dicen: «¡Oh, ya! Pero esas reglas son para los demás, no para mí. Yo soy especial».

Finalmente, la mujer bañada en perfume salió del ascensor y Rose llegó finalmente a su planta. Mientras andaba por el pasillo deseó que su hermana estuviese en casa y empezó a ensayar su discurso. «Maggie, tenemos que hablar muy en serio. La perra tiene que irse. Las llamadas se tienen que acabar. Necesito que me devuelvas los zapatos. Necesito que mi casa vuelva a ser como antes. Que mi vida vuelva a ser como antes.»

Giró la llave, abrió la puerta, estaba todo a oscuras. Oyó voces, una risa entrecortada, los quejidos de la perra.

—¿Maggie? —dijo. Había una corbata tirada encima del sofá.

«¡Oh, genial! —pensó desolada—. Ahora trae a tíos a mi casa para hacer con ellos en mi cama Dios sabe qué.»

—¡Maggie! —gritó, y entró en su habitación. Y ahí estaba su hermana, en la cama, totalmente desnuda a excepción de las botas nuevas de Via della Spiga, debajo de un desnudo Jim Danvers.

—¡Oh, no! —exclamó Rose. Se quedó de pie, mirando, intentado entender lo que veía—. No —dijo en voz baja.

Maggie salió de debajo de Jim y se desperezó lánguidamente, con lo que le proporcionó a su hermana una panorámica completa de su esbelta espalda, de su perfecto y pequeño trasero, de las largas y suaves piernas que empezaban donde acababan las botas de cuero negras, antes de coger la camisa de Jim del suelo, ponérsela por la cabeza y salir con arrogancia del dormitorio, al pasillo, como si estuviera en el teatro, como si hubiese un montón de público, con flashes y libretas, todos esperándola. Jim miró a Rose de lo más avergonzado y puso bien las sábanas.

Rose se tapó la boca con las manos, se volvió y corrió hacia el cuarto de baño, en cuyo lavabo vomitó. Dejó correr el agua hasta que los restos de su comida se fueron por el desagüe. Luego se mojó la cara, se pasó las manos húmedas y temblorosas por el pelo y regresó a la habitación. Jim se había puesto los bóxers y buscaba el resto de su ropa para vestirse. Rose vio su retenedor dental, que brillaba en su mesilla de noche.

—Vete —ordenó.

—Rose —repuso él tratando de cogerla de las manos.

—Vete y llévatela contigo. No quiero volveros a ver a ninguno de los dos.

—Rose —suplicó él.

—¡Vete! ¡Vete! ¡Vete! —Podía oír su propia voz, que subía en espiral hasta convertirse en un grito. Buscó algo para tirárselo (una lámpara, una vela, un libro). Agarró con una mano un frasco de aceite para masajes con aroma de sándalo. Estaba abierto. No había tapón. Lo acababan de usar, sin duda, y Maggie lo habría pagado con su tarjeta de crédito, otra factura que su hermana nunca pagaría. Lo lanzó tan fuerte como pudo, deseando que fuera de cristal, que se rompiera y que Jim se cortara. No obstante, sólo rebotó en su hombro, sin hacerle daño, y rodó por el suelo, goteando aceite mientras rodaba por debajo de su cama.

—Lo siento —musitó Jim, que rehuyó su mirada.

—¡LOO SIEENTOO! —repitió Rose—. Con que lo sientes, ¿eh? ¿Y te crees que con eso basta? —Lo miró fijamente; temblaba—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido?

Cruzó corriendo el salón, donde estaba Maggie sentada en el sofá, haciendo zapping, y entró en la cocina. Cogió una bolsa de basura y empezó a llenarla con todo lo que encontró de cualquiera de los dos. Metió el encendedor y los cigarrillos de Maggie que estaban en la mesa de centro. Arrojó con todas sus fuerzas el maletín de Jim contra la pared, contenta al oír que algo en su interior había hecho crac. Se dirigió al cuarto de baño, barrió los pantys y los sujetadores de Maggie (diminutas piezas de satén sintético negro y de color crema) que había colgados en la barra de la cortina de la ducha, y los metió también en la bolsa de basura. De vuelta en el dormitorio, Jim se estaba poniendo los pantalones. Rose lo ignoró y cogió la carpeta con los cincuenta magníficos currículums de Maggie. La laca de uñas de Maggie, y el quitaesmalte, sus tubos, frascos y cajas de colorete, su maquillaje, máscara de pestañas, crema suavizante, sus diminutos corpiños, sus tejanos ceñidos y sus Doc Martens de oferta de Payless.

—Fuera, fuera, fuera —dijo en voz baja, arrastrando la bolsa.

—¿Hablas sola, Rosie Posy? —le preguntó Maggie. Habló con frialdad, pero le temblaba la voz—. No deberías hacerlo. Parece que estés loca.

Rose cogió una zapatilla de deporte y se la lanzó a su hermana a la cabeza. Maggie se agachó. El zapato rebotó en la pared.

—Sal de mi casa —dijo Rose—. No te quiero aquí.

Maggie soltó un grito.

—¿En serio que no me quieres aquí? ¡Qué horror!

Rose se fue al lavabo. Jadeando, sudando, arrastró la bolsa hasta la habitación. Jim estaba vestido, pero seguía descalzo.

—Supongo que no servirá de nada que te diga que lo siento. —Había pasado de estar afligido a estar simplemente avergonzado.

—Guárdatelo para alguien a quien le importe —gruñó Rose.

—Está bien, pero de todas formas quiero disculparme. —Se aclaró la garganta—. Lo siento, Rose. Mereces algo mejor.

—¡Imbécil! —le insultó con una indiferencia que la sorprendió, y la asustó, y le recordó otra persona, hacía muchos, muchos años. Tenía la sensación de que esto ocurría lejos de aquí, de que no le estaba pasando a ella—. Con mi hermana —añadió—. ¡Mi hermana!

—Lo siento —repitió Jim. Maggie, que ahora estaba apoyada en una pierna en el pasillo, y que se había puesto unos tejanos teñidos y un estrecho top de tirantes, no dijo nada.

—¿Sabes qué es lo más patético de todo? Que yo podría haberme enamorado de ti. En cambio Maggie ni siquiera recordará cómo te llamas —le reprochó a Jim. Sintió que las palabras, las palabras prohibidas y llenas de odio, las palabras que hasta ahora no había pronunciado nunca, burbujeaban en su pecho. Pensó que tal vez debería reprimirlas, pero luego pensó: ¿por qué? ¿Acaso ellos dos se habían contenido?—. Porque Maggie es muy guapa, sí, pero no es muy lista. —Se volvió, despacio, y se puso el pelo detrás de las orejas—. De hecho, Jim, si tuviera que hacer una apuesta, diría que ni siquiera sabe cómo se escribe tu nombre. Son sólo tres letras —dijo, levantando tres dedos en el aire—, pero no sabe deletrearlo. ¿Quieres preguntárselo? ¿Eh? ¿Y tú qué dices, Maggie? ¿Quieres intentarlo?

Maggie, que estaba detrás de su hermana, soltó un grito sofocado.

—Eres un imbécil —continuó Rose con firmeza, volviéndose de nuevo a Jim con ojos reprobadores—. Y tú… —dijo, esta vez mirando a su hermana. La cara de Maggie estaba pálida y sus ojos desmesuradamente abiertos—. Siempre he sabido que no tenías cerebro; ahora sé que tampoco tienes corazón.

—Gorda asquerosa —musitó Maggie.

Rose se rió. Soltó la bolsa y se rió. Se inclinó hacia atrás sobre los tacones y se rió hasta que las lágrimas se agolparon en sus ojos.

—Está loca —dijo Maggie en voz alta.

—Gorda… asquerosa… —gritó Rose—. ¡Dios! —exclamó, señalando a Jim—. Tú eres un traidor, y tú… —Señaló a Maggie mientras buscaba la palabra adecuada—. Tú eres mi hermana —dijo finalmente—. Mi hermana. ¿Y el peor insulto que se te ocurre es «gorda asquerosa»?

Levantó la bolsa del suelo, le dio vueltas, hizo un nudo en su parte superior y la llevó con esfuerzo hasta la puerta.

—¡Fuera de aquí! —ordenó—. No quiero volver a veros en mi vida.

Rose se pasó gran parte de la noche a cuatro patas, frotando, intentando eliminar de su casa cualquier rastro de Maggie y de Jim. Sacó las sábanas, las fundas de las almohadas y el edredón de la cama, los arrastró hasta el lavadero y los lavó con dos dosis de detergente. Restregó el suelo de la cocina y el baño con Pine-Sol y agua caliente. Fregó el parqué del salón, de la habitación y del recibidor. Limpió la bañera con Lysol, y luego las paredes alicatadas de la ducha con un spray antibacterias y antihongos. La perra estuvo un rato observando, siguiéndola de habitación en habitación, como si Rose fuese la nueva asistenta y la perra una jefa desconfiada, y después bostezó y retomó su siesta en el sofá. A las cuatro de la mañana Rose todavía estaba dándole vueltas a la cabeza y lo único que veía con claridad cuando cerraba los ojos era la imagen de su hermana, con sus botas nuevas, moviendo el cuerpo hacia arriba y hacia abajo encima de Jim, echado en la cama, embelesado y con cara de felicidad.

Se puso un camisón limpio, se metió en la cama y tiró con rabia de las sábanas limpias para taparse hasta la barbilla. Después cerró los ojos; respiraba con fuerza. Creía que conseguiría agotarse, que podría dormir.

Sin embargo, al cerrar los ojos le vino inmediatamente a la memoria el recuerdo que sabía que estaba ahí, oculto, agazapado, esperándola. El recuerdo de la peor noche de su vida, que también había vivido Maggie.

Ese día había reunión de profesores y acababan antes las clases, eran justo pasadas las doce de la mañana de un día de fines de mayo cuando salieron de la escuela. Rose había recogido los libros de su taquilla y se había encontrado con Maggie en la puerta del aula de primer curso para asegurarse de que su hermana llevaba consigo su mochila. La llevaba. Y llevaba, además, un papel rosa en la mano que a Rose le resultaba familiar.

—¿Otra vez? —preguntó Rose, alargando el brazo para que su hermana le diera la nota de su profesora. La leyó mientras Maggie andaba delante de ella, en dirección hacia el camino que había detrás de la escuela de primaria y que las conduciría a casa.

—Maggie, no está bien que muerdas a la gente —la regañó Rose.

—Pero ha empezado ella —contestó su hermana malhumorada.

—Eso no importa —dijo Rose—. ¿Qué dice siempre mamá? Que las cosas hay que hablarlas.

Aceleró el paso para alcanzar a su hermana, que resoplaba ligeramente por el peso de la mochila.

—¿Ha sangrado? —le preguntó a Maggie.

Maggie asintió.

—Se la habría arrancado de un mordisco —se jactó—, si Miss Burdick no hubiese estado delante.

—¿Y por qué querías arrancarle la nariz de un mordisco?

Maggie apretó aún más los labios.

—Porque me ha hecho enfadar.

Rose sacudió la cabeza.

—Maggie, Maggie, Maggie —dijo como le había oído decir a su madre—. ¿Qué haremos contigo?

Maggie puso los ojos en blanco y luego miró a su hermana.

—¿Me castigarán? —inquirió.

—No lo sé —contestó Rose.

Maggie frunció la boca.

—Es que Megan Sullivan da una fiesta y me había invitado a dormir a su casa.

Rose se encogió de hombros. Estaba perfectamente enterada de esa fiesta. Hacía días que Maggie había preparado su maleta rosa de Barbie.

—¿Has cogido algún libro de la biblioteca? —preguntó Rose, y Maggie asintió, sacando Goodnight Moon de su mochila.

—Ése es un libro para niños pequeños —declaró Rose.

Maggie miró indignada a su hermana. Era verdad, pero no le importaba.

—«Buenas noches, mitones de la silla. Buenas noches a todo el mundo» —susurró Rose y empezó a saltar por el camino.

El sendero finalizaba detrás del jardín de los McIlheneys. Rose y Maggie bordearon la piscina y el cobertizo, atravesaron el jardín de la parte delantera de la casa de los McIlheneys y luego cruzaron la calle en dirección a su casa, que era igual que la de los McIlheneys; en realidad, era igual que todas las casas de esa calle. Dos pisos, tres dormitorios, ladrillo rojo y persianas negras, y verdes jardines cuadrados; eran como las casas de un libro de colorear para niños.

—¡Espérame ahí! —gritó Rose mientras Maggie cruzaba la calle dando brincos y echaba a correr por el camino de gravilla de entrada a su casa hacia la puerta principal—. ¡No puedes cruzar sola la calle! ¡Me tienes que coger de la mano!

Maggie no le hizo caso y siguió corriendo, como si no hubiese oído nada.

—¡Mamá! —exclamó mientras dejaba la llave encima del mueble y olisqueaba para saber qué había para comer—. ¡Hola, mamá! ¡Ya estamos en casa!

Rose entró y dejó la mochila. La casa estaba silenciosa y supo que su madre no estaba incluso antes de que Maggie se lo dijera.

—¡Su coche no está aquí! —informó Maggie sin aliento—. Y he mirado en la puerta de la nevera y tampoco ha dejado ninguna nota.

—A lo mejor se ha olvidado de que salíamos antes —explicó Rose. Sólo que esa mañana se lo había recordado a su madre, se había colado en la lóbrega habitación y había susurrado: «¿Mamá? ¡Oye, mamá!» Su madre había asentido al decirle Rose que volverían antes, pero no había abierto los ojos. «Pórtate bien, Rose —le había pedido—. Y cuida de tu hermana.» Era lo mismo que le decía cada mañana, cuando decía algo.

—Tranquila —la calmó Rose—. Volverá a las tres. —Maggie parecía preocupada. Rose la cogió de la mano—. Ven —le dijo—, que te haré la comida.

Rose hizo huevos, lo que fue un detalle, aunque se suponía que no debía haberlos hecho, porque tenían prohibido usar el fogón.

—No te preocupes —le dijo Rose a Maggie—. Tú me vigilarás para comprobar que no me dejo el gas encendido.

Era la una y media. Maggie quiso salir por el jardín de atrás para ir a jugar a casa de su amiga Natalie, pero Rose pensó que sería mejor que se quedaran las dos y esperaran a que su madre volviera a casa. De modo que se sentaron delante de la televisión y vieron los dibujos de Heckle and Jeckle durante media hora (los había escogido Maggie), y luego el programa educativo Barrio Sésamo (elegido por Rose).

A las tres de la tarde su madre aún no había llegado.

—Seguramente se habrá olvidado —comentó Rose, que ahora también empezaba a preocuparse.

El día anterior había oído a su madre hablar por teléfono: «¡Sí! —le había gritado a alguien—. ¡Sí!» Rose se había acercado a la habitación y había pegado la oreja a la puerta cerrada. Hacía meses que su madre hablaba mascullando soñolienta y aturdidamente. Pero ahora gritaba, vocalizaba cada palabra con la claridad del agua transparente. «Estoy. Tomando. La. Medicación —había dicho su madre—. ¡Por el amor de Dios, déjalo ya! ¡Déjame en paz! ¡Estoy bien! ¡Estoy bien!»

Rose había cerrado los ojos. Su madre no estaba bien. Lo sabía, al igual que su padre lo sabía, y probablemente también la persona a la que su madre gritaba.

—No pasa nada —le volvió a decir a su hermana—. ¿Podrías ir a buscar el listín de teléfonos rojo de mamá? Tenemos que llamar a papá.

—¿Por qué?

—Tú ve a buscarlo, ¿quieres?

Maggie vino corriendo con el listín. Rose dio con el número del despacho de su padre y lo marcó despacio.

—Sí, ¿podría hablar con el señor Feller, por favor? —preguntó en un tono de voz al menos una octava más alto que el suyo ronco habitual—. Soy Rose Feller, su hija. —Esperó, sin mover un solo músculo de la cara, presionando el auricular contra la oreja y con su hermana pequeña, de pie, a su lado—. ¡Oh! Entiendo. Muy bien. No. Dígale sólo que lo veremos luego. Gracias. De acuerdo. Adiós.

Colgó el teléfono.

—¿Qué? —inquirió Maggie—. ¿Qué?

—Ha salido —contestó Rose—. No saben cuándo volverá.

—Pero vendrá a cenar, ¿verdad? —quiso saber Maggie, levantando la voz en espiral, y soltando un gallo. Estaba pálida, tenía los ojos desmesuradamente abiertos, como si la idea de perder a su madre y a su padre a la vez fuese más de lo que podía soportar—. ¿Verdad?

—¡Claro que sí! —respondió Rose, y a continuación hizo algo que a Maggie le dio a entender que realmente había motivos para preocuparse; le dejó a su hermana el mando de la tele y se fue del salón.

Maggie fue detrás de ella.

—Vete —le ordenó Rose—. Tengo que pensar.

—Yo también puedo pensar —repuso Maggie—. Te ayudaré a pensar.

Rose se quitó las gafas y las limpió con el borde de la camisa.

—Podríamos ver si falta alguna cosa.

—¿Como una maleta?

Rose asintió.

—Como una maleta.

Las dos se apresuraron por la escalera, abrieron la puerta del cuarto de sus padres y miraron dentro. Rose se esperaba el desorden de cada día: las sábanas revueltas, las almohadas en el suelo, y una colección de vasos medio vacíos y tostadas a medio comer en la mesilla de noche. Pero la cama estaba perfectamente hecha. Los cajones de la cómoda estaban todos cerrados. Sobre la mesilla de noche encontró unos pendientes, una pulsera, un reloj y un sencillo anillo de oro. Se estremeció y se metió el anillo en el bolsillo antes de que Maggie lo viera y empezase a hacer preguntas acerca de por qué su madre había ordenado su habitación y se había quitado el anillo de boda.

—¡La maleta está aquí! —exclamó Maggie desde el vestidor dando brincos de alegría.

—Estupendo —comentó Rose, con el mayor entusiasmo de que fue capaz. Volvería a intentar localizar a su padre para contarle lo que había encontrado en cuanto consiguiera entretener a su hermana con otra cosa—. Vamos —dijo. Sacó a Maggie de la habitación y bajaron por la escalera.

Maggie pasó el rodillo de cocina una y otra vez por la bolsa de plástico llena de patatas. Rose miró el reloj de la pared por tercera vez en menos de un minuto. Eran las seis de la tarde. Procuraba fingir que todo iba bien, pero nada en absoluto iba bien. No había conseguido hablar con su padre, y su madre todavía no había llegado. Incluso aunque se hubiese olvidado de que la escuela acababa antes, debería haber vuelto a las tres y media.

«¡Piensa!», dijo Rose para sí mientras su hermana molía las patatas hasta convertirlas en polvo. Ya tenía bastante claro que su madre se había vuelto a ir FUERA. Supuestamente, Maggie y ella no sabían lo que era ese FUERA, no sabían dónde estaba ni que su madre había estado allí. Pero Rose lo sabía. El verano anterior, después de que su madre regresara de FUERA, Maggie le había enseñado un catálogo arrugado.

—¿Qué pone aquí? —quiso saber Maggie.

Rose leyó con detenimiento.

—«Instituto de Vida» —dijo mientras observaba la ilustración: la palma de una mano que sostenía los rostros de una mujer, un hombre y un niño.

—¿Y qué quiere decir?

—No lo sé —contestó Rose—. ¿Dónde lo has encontrado?

—En la maleta de mamá.

Rose ni siquiera le había preguntado a Maggie qué hacía revisando la maleta de su madre; a los seis años ya era una fisgona de consideración. Varias semanas más tarde, Rose volvía a casa de una excursión al colegio hebreo en el coche de los Schoen cuando pasaron a lo largo de un grupo de edificios, frente a los que había un cartel que tenía exactamente el mismo dibujo que había visto en el catálogo: los mismos rostros, la misma palma cóncava.

—¿Qué es eso? —había preguntado Rose como quien no quiere la cosa, porque el coche había pasado por delante del cartel demasiado rápido para intentar formarse una idea.

Steven Schoen había soltado una risita.

—El manicomio —había dicho. Y su madre había dado tal volantazo que el pelo se le fue hacia delante, y Rose olió a Aqua Net.

—¡Steven! —lo había regañado, y luego se volvió a Rose y le dijo con voz suave y almibarada—. Es un sitio que se llama Instituto de Vida —le explicó—. Es un tipo de hospital especial para la gente que necesita ayuda con sus sentimientos.

Bueno, así que eso era FUERA. Rose no se sorprendió demasiado; todo el mundo sabía que su madre necesitaba alguna clase de ayuda. Pero ¿dónde estaba ahora? ¿Estaría otra vez allí?

Rose miró de nuevo el reloj. Las seis y cinco. Llamó otra vez al despacho de su padre, pero el teléfono sonó y sonó. Colgó el auricular y fue hasta el cuarto de estar, donde ahora estaba Maggie sentada en el sofá y mirando por la ventana. Se sentó junto a ella.

—¿Ha sido culpa mía? —susurró Maggie.

—¿Qué?

—¿Se ha ido por mi culpa? ¿Se ha enfadado porque no me porto bien en el colegio?

—No, no —contestó Rose—. La culpa no es tuya. Y no se ha ido. Seguro que se ha confundido o algo, o a lo mejor ha tenido algún problema con el coche. ¡Puede haber pasado cualquier cosa! —Pero mientras tranquilizaba a Maggie, Rose metió la mano en el bolsillo para tocar el frío anillo de oro—. No te preocupes —insistió.

—Tengo miedo —dijo Maggie en voz baja.

—Lo sé —repuso Rose—. Yo también. —Permanecieron sentadas en el sofá, una al lado de otra, esperando mientras el sol se ponía.

Michael Feller apareció por el camino de entrada poco después de las siete, y Rose y Maggie se precipitaron a la puerta para saludarlo.

—¡Papi, papi! —exclamó Maggie, que al instante se lanzó sobre las piernas de su padre—. ¡Mamá no está en casa! ¡Se ha ido! ¡No ha vuelto!

Michael se volvió hacia su hija mayor.

—Rose, ¿qué pasa?

—Que hemos salido pronto del colegio… hoy había reunión de profesores, la semana pasada traje una carta a casa…

—¿Y no ha dejado ninguna nota? —quiso saber su padre, yendo tan deprisa hasta la cocina que Rose y Maggie tuvieron que correr para alcanzarlo.

—No —respondió Rose.

—¿Dónde está? —preguntó Maggie—. ¿Tú lo sabes, papi?

Su padre sacudió la cabeza y cogió el listín rojo y el teléfono.

—Pero no os preocupéis; seguro que no es nada grave.

Medianoche. Rose había obligado a Maggie a comer un poco de tallarines con atún e intentó también que su padre los probara, pero éste la había apartado con un gesto, sentado y encorvado, sin despegarse del teléfono, haciendo una llamada detrás de otra. A las diez, viendo que sus hijas todavía estaban despiertas, les puso a toda prisa los camisones y las acostó, olvidándose de decirles que se lavaran la cara y se cepillaran los dientes.

—A dormir —ordenó. Se habían pasado las dos últimas horas tumbadas la una al lado de la otra en la cama de Rose, a oscuras y con los ojos completamente abiertos. Rose le había contado cuentos a Maggie, La Cenicienta y Caperucita Roja, y la historia de la princesa y los zapatos encantados que bailaban, bailaban y bailaban.

Llamaron al timbre. Rose y Maggie se incorporaron automáticamente.

—Tendríamos que salir —sugirió Maggie.

—A lo mejor es ella —apuntó Rose.

Descalzas, bajaron corriendo la escalera cogidas de la mano. Su padre ya estaba en la puerta, y sin oír siquiera lo que decían, Rose supo que algo horrible había pasado, que su madre no estaba bien, que nunca nada volvería a estar bien.

En la puerta había un hombre alto, un hombre con uniforme verde y sombrero marrón de alas anchas.

—¿Señor Feller? —pregunto—. ¿Es ésta la casa de Caroline Feller?

Su padre tragó con dificultad y asintió. Del sombrero del hombre alto cayeron gotas de lluvia al suelo.

—Me temo que traigo malas noticias, señor —declaró.

—¿Ha encontrado a nuestra madre? —inquirió Maggie con un hilo de voz tembloroso.

El policía los miró apenado. Su cinturón de cuero crujió cuando alargó el brazo para apoyar la mano en el hombro de su padre. Sobre los pies descalzos de Maggie y Rose cayeron gotas de lluvia. El hombre las miró y miró de nuevo a su padre.

—Creo que tendríamos que hablar en privado, señor —observó. Y Michael Feller, con los hombros caídos y la cara descompuesta, le hizo pasar.

Y después de eso…

Después de eso vino su padre con el rostro desencajado. Después de eso vino lo del «accidente de coche», embalaron sus cosas de Connecticut, dejaron la escuela, su casa, a sus amigos, su calle de siempre. Su padre puso las cosas de su madre en cajas para los pobres; y Rose, Maggie y su padre se subieron a un camión U-Haul y viajaron hasta Nueva Jersey. «Para volver a empezar», les había dicho él. Como si eso fuera posible. Como si el pasado fuese algo que uno pudiera dejar atrás como el envoltorio de un caramelo o un par de zapatos que a uno le quedan pequeños.

En su cama, en Filadelfia, Rose se incorporó a oscuras, consciente de que esa noche no dormiría nada. Recordó el funeral. Recordó el vestido azul marino que había llevado, comprado hacía nueve meses para el primer día de clase, y cómo ya le iba demasiado corto, y las gomas de las mangas abullonadas, que le habían dejado marcas rojas en los brazos. Recordó la cara de su padre sobre el féretro, remota y distante, y a una señora mayor de pelo cobrizo sentada en el fondo de la sala, llorando en silencio con un pañuelo en la mano. Su abuela. ¿Qué había sido de ella? Rose no lo sabía. Después del funeral, habían sido raras las veces en que habían hablado de su abuela o de su madre. Vivían lejos del policía del sombrero lleno de lluvia y del camino de entrada en el que éste había estacionado su coche patrulla, con las luces azules todavía iluminando, quedas, la oscuridad, y lejos de la carretera que lo había traído hasta la casa de ellos. La resbaladiza y mojada carretera de peligrosas curvas, una cinta negra, como una lengua traicionera. Estaban lejos de la carretera, de la casa y del cementerio donde estaba enterrada su madre, debajo de un manto de desapacible hierba y una lápida con su nombre, el año de su nacimiento y de su muerte, y las palabras «Esposa y Amada Madre» cinceladas en ella. Y Rose jamás había vuelto a ir.