Capítulo 40
Rose tenía que reconocer que, si algo caracterizaba a Simon Stein, era su persistencia.
Al día siguiente de haber comido juntos recibió en su casa una docena de rosas rojas con una tarjeta que decía: «Estoy deseando volverte a ver. Posdata: No comas mucho a mediodía». Ella puso los ojos en blanco al leerlo con la esperanza de que él no se hubiese llevado una impresión equivocada y metió las rosas en un jarrón poco apropiado, que colocó sobre la encimera de la cocina, desde donde rápidamente empezaron a hacer que, en comparación, el resto de sus pertenencias parecieran viejas y poco románticas. La verdad es que era un chico bastante simpático, pero jamás podría sentirse atraída por él. Además, pensaría más tarde mientras se subía a la bicicleta para dirigirse a Pine Street e iniciar el turno de paseos matutinos, no quería saber nada del amor; y para cambiar de idea necesitaría algo más que un hombre que era como la guía de restaurantes Zagat, sólo que con patas.
—He abierto un paréntesis en el amor —le explicó a Petunia mientras daban su paseo diario con la luz de la mañana. Rose tenía que admitir que, si bien le gustaban todos los perros que cuidaba, siempre había tenido cierta debilidad por la ceñuda perrita faldera.
Petunia se puso en cuclillas, orinó brevemente en la cuneta, bufó unas cuantas veces y emprendió su búsqueda de sushi callejero: cortezas de pizza, charcos de cerveza, huesos de pollo desechados.
—Creo que de vez en cuando está bien hacer un descanso —declaró Rose—. Así que eso es lo que voy a hacer.
Esa noche Rose se afeitó las piernas con esmero, se quitó la toalla y examinó la ropa que había dispuesto encima de la cama. Por supuesto que no había nada que le quedara bien. La falda roja que tanto le había gustado en el centro comercial le hacía extrañas bolsas en las caderas. El vestido sin mangas verde estaba irremediablemente arrugado, a la falda tejana le faltaba un botón, y con la falda negra larga una de tres: o parecía que acababa de llegar del despacho, o que iba de luto, o que había ido de luto a trabajar. ¡Dios! ¿Dónde estaba Maggie cuando la necesitaba?
—¡Mierda! —protestó Rose. Pese a que acababa de ponerse desodorante, estaba sudando y ya llegaba cinco minutos tarde—. ¡Mierda, mierda, mierda! —Se puso la falda roja y una camiseta blanca por la cabeza con brusquedad, y buscó en el armario sus sandalias de tacón y piel de serpiente, pensando que aunque el conjunto rozara el desastre, sus zapatos, como siempre, serían impecables.
Buscó a tientas en el estante. Botas, botas, mocasines, tacones, las sandalias rosas, las negras, las desacertadas Tevas de suela de caucho que había adquirido una semana en que había pensado que podía convertirse en una de esas chicas de rostro lozano y mejillas rosadas de L. L. Bean, que recorrían el Appalachian Trail durante las vacaciones de primavera… ¿Dónde demonios estaban los zapatos que quería?
«Maggie —gruñó con las manos aún revolviendo el embrollo de tirillas y hebillas—. Maggie, si te has llevado los zapatos, te juro por Dios que…» Y entonces, antes de que pudiese jurar lo que le haría a su hermana si algún día volvía a verla, las yemas de sus dedos rozaron la parte superior de las sandalias en cuestión. Las sacó del estante, metió en ellas sus pies descalzos, cogió el bolso y se dirigió hacia la puerta. Apretó el botón del ascensor, se apoyó en una pierna y luego en la otra, asegurándose de que sus llaves estaban dentro del bolso e intentando evitar ver su reflejo en las puertas del ascensor, convencida de que no le gustaría lo que viese. «La ex abogada», dijo para sí y se miró con tristeza las piernas recién afeitadas, pero todavía rasposas.
Simon Stein la esperaba delante del edificio; llevaba una camisa azul con botones de arriba abajo, unos pantalones de color caqui y mocasines marrones, el uniforme de Lewis, Dommel, and Fenick para los días en que no se requería un jersey de la empresa. Por desgracia, desde la última vez que lo había visto, no había crecido dos palmos ni se había vuelto guapo ni era ancho de hombros. Pero le había abierto la puerta de un taxi con muy buenos modos.
—¡Hola! —la saludó y la examinó con aprobación—. Bonito vestido.
—Es una falda —repuso Rose—. ¿Adónde vamos?
—Es una sorpresa —contestó Simon, asintiendo con seguridad. Un practicadísimo y breve asentimiento propio de un abogado que significaba «está todo controlado». Un útil asentimiento que la misma Rose había desplegado en el pasado—. No te preocupes. No te secuestraré ni nada parecido.
—Ni nada parecido —repitió Rose, todavía sorprendida tras haber visto a Simon Stein asentir como ella. El taxi se detuvo junto al bordillo, en una manzana de aspecto sospechoso de South Street. Había una valla de eslabones que albergaba una maraña de crecidas malas hierbas a un lado de la calle, y al otro una casa con aspecto de haberse quemado y con las ventanas tapiadas, y en la esquina, una pequeña construcción de cemento, pintada de verde y con un escaparate en cuya ventana aparecían las palabras La cabaña espasmódica con luces de neón.
—¡De modo que es de aquí de donde han salido todos mis novios! —comentó Rose.
Simon Stein resopló, honroso, al estilo de Petunia y le abrió la puerta a Rose para que bajara del taxi; sus ojos azules brillaban, bien porque se divertía, bien por la emoción que le producía la cena, pensó Rose. Se fijó en que llevaba una bolsa de papel marrón escondida debajo de un brazo. Rose miró a su alrededor, incómoda, y reparó en un grupo de hombres apoyados en el edificio tapiado, que se pasaban unos a otros una botella, y en los cristales que había esparcidos por la acera.
—No temas —la tranquilizó Simon, sujetándola por el codo y conduciéndola hacia el escaparate… lo pasaron de largo, llegaron a una puerta de madera pintada, que estaba en el centro de la acera, sin nada a ninguno de sus lados salvo la descuidada maraña de hierba. Puso la mano en la puerta y miró a Rose—. ¿Te gusta la comida jamaicana?
—¿Tengo alguna opción? —inquirió Rose, mirando de reojo hacia atrás para ver al grupo de hombres mientras el taxi se alejaba.
De no ser por las lustrosas piedras cuadradas y grises de granito que formaban un sendero entre la confusión de despojos urbanos —cascos de botellas, un periódico medio deshecho, algo muy parecido a un condón usado—, a Rose no le habría cabido duda de que deambulaban por otro terreno abandonado. La hierba, visiblemente descuidada, llegaba a la altura de las rodillas, y a lo lejos le pareció oír unos tambores acerados.
Entonces doblaron una esquina, y Rose vio una plataforma detrás del pequeño escaparate, cubierta por un toldo naranja y llena de diminutas bombillas blancas como estrellas. En los bordes había antorchas encendidas, y en un altillo una charanga de tres instrumentos. Olía a clavo, a chile y a humo de madera quemada que ascendía de la parrilla formando volutas, y sobre su cabeza, incluso en esta asquerosa manzana de South Street, el cielo estaba repleto de estrellas.
Simon condujo a Rose a una mesa de madera debajo del toldo y le apartó la silla para que se sentara.
—¿A que es genial? —dijo aparentemente satisfecho—. ¿A que nunca hubieras dicho que aquí podía haber un sitio como éste?
—¿Cómo lo has encontrado? —preguntó Rose en voz baja, todavía mirando al cielo.
—Por instinto —contestó Simon—. Y porque salió una crítica en el periódico. —Extrajo un paquete de seis cervezas de la bolsa de papel marrón y la acribilló a preguntas. ¿Le gustaba la comida picante? ¿Era alérgica a las nueces o al marisco? ¿Tenía algún reparo filosófico o gustativo para comer cabrito? Era como elaborar un historial médico, pero centrado únicamente en la comida, pensó Rose, con una sonrisa y diciéndole que sí, que le gustaba la comida picante, que no, que no era alérgica, y que suponía que podía probar la carne de cabrito.
—Estupendo —concluyó Simon cerrando la carta. Rose se sintió aliviada, como si hubiese aprobado una especie de examen. Lo que era ridículo, dijo para sí. ¿Quién era Simon para ponerla a prueba, y qué más daba si pasaba o no el examen?
Después del cabrito al curry y las gambas picantes, después de las empanadas de ternera, las alitas de pollo desecadas y el arroz con coco, y de que Rose, algo sin precedentes, se hubiese bebido tres cervezas, además de tomar un sorbo de una cuarta, Simon le hizo una pregunta:
—Dime algo que te guste —le pidió.
Rose tenía hipo.
—¿Una persona —replicó con evasivas— o una cosa? —Se imaginaba que él diría «una persona» y ella le contestaría «tú», y entonces, supuso, él decidiría que podía besarla. En algún momento dado después de la tercera cerveza había reproducido en su mente el escenario de un beso con Simon, y había concluido que, si la velada acababa con un beso de Simon Stein, estaría bien. Había cosas peores, reflexionó, que estar sentada bajo las estrellas en una cálida noche primaveral de un sábado y que un hombre la besara, aunque ese hombre midiese un palmo menos que ella y estuviese obsesionado con la comida y el equipo de softbol de la empresa. Era simpático. Realmente simpático. De modo que lo besaría. Pero Simon Stein la sorprendió.
—Una cosa —respondió—. Algo que te guste.
Rose consideró sus opciones. ¿Tu sonrisa? ¿Este lugar? ¿La cerveza? Sin embargo, rebuscó en el bolso y sacó el llavero, el llavero nuevo que se había comprado en la tienda de todo a un dólar de Chestnut Street cuando empezó a acumular las llaves de la gente.
—Esto me gusta —declaró, y le enseñó que, en el extremo de la cadenilla, había una diminuta linterna no más grande que el corcho de una botella de vino. Hizo varios intentos, porque sus dedos eran gruesos y estaban algo torpes debido a la cerveza, pero logró encenderla e iluminarle la cara—. Me ha costado un dólar.
—Una ganga —repuso Simon Stein.
Rose arqueó las cejas. ¿Se estaría riendo de ella? Tomó otro trago de cerveza y se sacudió el pelo.
—Algunas veces —explicó— me entran ganas de coger la bici y recorrer el país.
—¿Sola?
Rose asintió. También podía visualizar el viaje: compraría un par de bolsas para colgarlas a cada lado de la rueda trasera, y uno de esos pequeños remolques que los cicloturistas enganchaban a las bicicletas, compraría una tienda de campaña para una persona y un saco de dormir, pondría a Petunia dentro del remolque y… se iría. Iría en bici por las mañanas, pararía para comer en una cafetería o un restaurante barato, pedalearía unas cuantas horas más y luego montaría la tienda de campaña junto a un arroyo, escribiría en su diario (aunque en la vida real no lo hacía, en esta fantasía escribía un diario), leería una de sus novelas románticas y se quedaría dormida bajo las estrellas.
Era como la fantasía que había tenido durante los años siguientes a la muerte de su madre de comprar una caravana, una de esas Winnebagos que medían un carril y medio de ancho, y que estaban dotadas de todas las comodidades. Debía de haber visto una fotografía en alguna parte, o puede que incluso hubiese estado en una. Recordó que eran como pequeños mundos independientes, con camas que salían de las paredes, y una diminuta cocina de dos quemadores, una ducha en la que apenas si se cabía, y la televisión escondida en el techo. Su sueño había sido irse con su padre y con Maggie. Dejar su casa de Nueva Jersey e irse a algún sitio más cálido, algún sitio donde no hubiese ninguna carretera mojada, ninguna lápida gris ni ningún policía en la puerta. Phoenix (Arizona); San Diego (California); Albuquerque (Nuevo México). Algún lugar soleado, donde siempre fuese verano y oliese a naranjo.
Rose, tumbada despierta en la cama, pronunciaba esos nombres, imaginándose la caravana, imaginándose a Maggie bien arropada en la litera inferior y a ella lo bastante valiente para dormir en la de arriba, y a su padre al volante, guapo y feliz a la luz del salpicadero iluminado. Volverían a tener a Honey Bun, su perro, y su padre dejaría de ser alérgico, y Honey Bun dormiría en una almohada en el asiento del copiloto, y su padre ya no lloraría más. Conducirían hasta que estuvieran lejos, hasta que dejaran atrás el recuerdo de su madre, a los niños que la habían atormentado en el recreo, y a los profesores que cabeceaban al ver a Maggie. Y encontrarían un lugar donde establecerse, cerca del mar. Y Maggie y ella serían íntimas amigas. Nadarían cada día, cocinarían la comida en una hoguera, y por las noches dormirían cómodamente en la casa rodante.
«Gracias —le diría su padre—. ¡Qué idea tan estupenda, Rose! Nos has salvado.» Rose percibiría la sinceridad de esas palabras, como percibía la luz del sol, su propia piel y el peso de sus huesos. Los salvaría a todos, pensaba antes de quedarse, al fin, dormida, y soñar con literas, ruedas que giraban y el mar que nunca había visto.
—¿Te irías sola? —inquirió Simon.
—¿Sola? —repitió Rose. Durante unos instantes no supo muy bien de qué hablaba. Seguía perdida en la fantasía de la casa rodante, que con el paso de los años había perfeccionado y agrandado, incluso cuando se dio cuenta de que nunca se haría realidad. La única vez que había visto anunciada una Winnebago de segunda mano en la circular de objetos en venta del barrio y se la había enseñado, titubeante, a su padre, éste se la había quedado mirando como si hubiese empezado a hablar marciano antes de decirle amablemente: «Creo que no».
—¿No crees que echarías de menos a la gente? —preguntó Simon.
Rose sacudió la cabeza al instante.
—No necesito… —Respiró hondo, haciendo una pausa antes de empezar a hablar. De pronto tenía calor, un calor insoportable y desagradable. La música estaba demasiado fuerte y su cara, sonrosada, y la comida picante formaba una molesta pelota en su estómago. Bebió agua del vaso y volvió a comenzar—. Soy muy independiente —comentó—. Me gusta estar sola.
—¿Qué te pasa? —se preocupó Simon—. ¿Estás bien? ¿Quieres una tónica? Aquí tienen una gaseosa con jengibre casera; va bien cuando se tiene el estómago revuelto…
Rose lo apartó con un gesto y luego hundió la cara en sus manos. Si cerraba los ojos, aún podía ver la Winnebago tal como se la había imaginado, los tres debajo de un toldo que se extendería desde el lateral del vehículo, haciendo perritos calientes en una hoguera, en la playa, sentados sobre sus sacos de dormir, seguros y cómodos en su pequeño y perfecto hogar como las orugas en sus capullos. ¡Había deseado tan intensamente que se hiciese realidad!; por el contrario, había perdido a su padre, que estaba con Sydelle y en su mundo de puntuaciones de partidos y cierres diarios de bolsa; sólo se sentía seguro hablando de temas como los porcentajes de tiros libres y la estabilidad de la renta fija, y las únicas sensaciones que se permitía eran la emoción cuando los Eagles ganaban, y la desilusión cuando sus inversiones bajaban. Y Maggie…
—¡Oh! —se lamentó, consciente de que a lo mejor estaba asustando a Simon Stein, pero incapaz de evitarlo. Maggie. Había creído que podría salvar a Maggie. Pero ¿cómo habían acabado las cosas? Ni siquiera sabía dónde vivía su hermana, su propia hermana.
—¡Oh! —volvió a exclamar en voz baja, y ahora Simon Stein le había rodeado los hombros con un brazo.
—¿Qué te ocurre? —quiso saber—. ¿Crees que te ha sentado algo mal? —Se mostró tan solícito que Rose se echó a reír—. ¿Por qué no bebes agua? —Metió la mano en el bolsillo—. Tengo Pepcid, Alka-Seltzer…
Rose levantó la cabeza.
—¿Te pasa esto a menudo en tus citas?
Simon Stein frunció la boca.
—No con frecuencia —contestó al fin—, pero sí de vez en cuando. —La miró con detenimiento—. ¿Estás bien?
—En lo que respecta a la comida, sí —dijo Rose.
—Entonces, ¿qué te pasa? —insistió él.
—Es que… sólo pensaba en alguien.
—¿En quién?
Y Rose soltó lo primero que le vino a la cabeza:
—En Petunia, la perra que cuido. —Y Simon Stein, algo que le honraría eternamente, no se rió ni hizo una mueca, ni la miró como si estuviese loca. Se limitó a levantarse, doblar su servilleta, dejar una propina de diez dólares encima de la mesa y decirle:
—Vayamos entonces a buscarla.
—Esto es una locura —susurró Rose.
—¡Chsss…! —exclamó Simon Stein.
—Podríamos meternos en un buen lío —insistió Rose.
—¿Por qué? —repuso Simon—. ¿Acaso no tienes que pasear a la perra los sábados? Pues es sábado.
—Es viernes por la noche.
—Son las doce y cinco —puntualizó Simon, que consultó la hora en su reloj.
Rose puso los ojos en blanco. Estaban en el ascensor del edificio en el que vivía Petunia y no había nadie más excepto ellos dos.
—¿Siempre tienes que tener razón?
—Lo prefiero —fue la respuesta de Simon, que a Rose le pareció de lo más hilarante. Se empezó a reír, pero Simon le tapó la boca con la mano.
—¡Chsss…! —ordenó. Rose buscó a tientas su llavero con linterna, encontró la llave cuya etiqueta, pegada con cinta adhesiva, rezaba: «Petunia» y se la dio a Simon.
—Muy bien —dijo Simon—, lo haremos de la siguiente manera. Yo abriré la puerta. Tú apagas la alarma. Yo cojo a la perra. ¿Dónde crees que debe de estar?
Rose reflexionó. No podía pensar con claridad. Después de las cervezas en La cabaña espasmódica habían ido a un bar para perfeccionar la Operación Petunia y habían tomado vodka.
—No lo sé —contestó Rose finalmente—. Cuando vengo a buscarla suele estar en el sofá, pero no sé dónde duerme cuando hay gente en casa.
—Bueno, eso déjamelo a mí —la tranquilizó Simon. Justo lo que Rose tenía intención de hacer. No es que hubiese contado el número de copas, pero estaba casi convencida de que él no había tomado tanto vodka como ella.
—¿La correa? —preguntó Simon, y Rose metió la mano en el bolsillo, y extrajo los dos cordones de los zapatos de Simon, que habían unido en el bar—. ¿El premio? —Rose rebuscó en su bolso y sacó una empanada de ternera envuelta en una servilleta manchada por la propia grasa—. ¿La nota? —Rose sacó otra servilleta. Después de tres borradores, habían decidido que «Querida Shirley pasaba por aquí y se me ha ocurrido pasear a Petunia temprano» era lo más razonable.
—¿Estás lista? —inquirió Simon, agarrando a Rose por los hombros y mirándola directamente a los ojos, con una sonrisa—. ¿Preparada? —preguntó, y Rose asintió. Simon se inclinó hacia delante y la besó en los labios—. Pues adelante —dijo, sólo que Rose estaba tan impresionada por la intensidad del beso que se quedó ahí, petrificada, mientras Simon abría la puerta y la alarma se disparaba, aullando, en la noche.
—¡Rose! —musitó.
Ella entró precipitadamente en el piso y clavó el dedo en el teclado de la alarma mientras Petunia corría hacia el salón, ladrando furiosa antes de deslizarse sobre el parqué, detenerse y empezar a mover la cola.
Shirley corrió tras la perra, con el teléfono portátil en la mano.
—¡Oh! —exclamó y los miró a los dos fijamente—. Simon. ¿Es que ya no llamas?
Rose se quedó boquiabierta; miró a Simon, a Shirley y a Petunia, que en ese momento intentaba saltar a los brazos de Simon. Y Simon le sonreía:
—Rose —le dijo—, ésta es mi abuela. Nanna, conoces a Rose, ¿verdad?
—¡Por supuesto que la conozco! —replicó Shirley impaciente—. ¡Petunia, para! —Y la perra, obediente, dejó de saltar y se sentó en el suelo, pero su cola se movía en frenéticos círculos y la lengua rosa le colgaba de la boca. Rose se quedó de pie, congelada, mirando y tratando de entenderlo, pero no lo lograba.
—Entonces… ¿conoces a Petunia? —preguntó por fin.
Simon asintió.
—Desde que era así —respondió, y puso sus manos en forma de taza.
—Y tú conoces a Simon —constató Shirley.
—Trabajábamos juntos —explicó Rose.
—¡Magnífico! —exclamó Shirley—. Y ahora que todos nos conocemos, ¿puedo volver a la cama?
Simon avanzó y besó a su abuela en la frente.
—Gracias, Nanna —se despidió cariñoso—. Lamento que te hayamos despertado.
Shirley asintió, dijo algo que Rose no pudo oír del todo y los dejó solos en el recibidor. Petunia, que aún estaba sentada y agitaba contenta la cola, miró a Simon y a Rose alternativamente.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Rose en voz baja.
Simon le sonrió.
—Creo que ha dicho: «¡Cómo has tardado!»
—¿Qué quería… cómo…?
Simon sacó la correa de Petunia del cajón en que Shirley la guardaba y le dedicó a Rose una sonrisa.
—Demos un paseo —sugirió. Cogió la correa con una mano y con la otra la mano de Rose, y fueron a su casa, donde Petunia se hizo un ovillo a los pies de la cama, y Rose y Simon se tumbaron juntos encima de la colcha azul, susurrando y besándose hasta el amanecer, y en ocasiones riéndose tan fuerte que Petunia se despertó y bufó.