Capítulo 48

—Muy bien —dijo Rose mientras se sentaba en el asiento del pasajero de su coche—, muy bien, ¿o sea que juras y afirmas so pena de perjurio, como recoge el Código de Pensilvania, que en esta boda no habrá nadie de Lewis, Dommel, and Fenick? —Esta información era importante. Había hablado de muchas cosas con Simon (su madre fallecida, su hermana desaparecida, su abominable madrastra), pero nunca había mencionado el tema de Jim Danvers. Y Rose estaba decidida a no hacerlo en la boda de dos compañeros de clase de Simon de la Escuela de Derecho pocos meses antes de su propio enlace matrimonial.

—Que yo sepa, no —contestó Simon, ajustándose la corbata y poniendo el coche en marcha.

—Que tú sepas, no —repitió Rose. Bajó la visera, se examinó el maquillaje frente al espejo y empezó a extender con la mano el pegote de corrector que llevaba debajo del ojo derecho—. Entonces tendré que estar atenta por si veo algún monopatín.

—¿No te lo he contado? —replicó Simon con ingenuidad—. Don Dommel se cayó del monopatín, se golpeó la cabeza en la barandilla y vio las estrellas. Nada de deportes de riesgo. Ahora le ha dado por la meditación. Hay clases de yoga todos los días a la hora de comer. El despacho entero huele a incienso, y las secretarias tienen que saludar con la palabra yoga Namasté cuando cogen el teléfono.

—¿Qué? —se extrañó Rose.

—Rose —dijo Simon—, que vamos a una boda, no a un combate. Tranquilízate.

Rose empezó a revolver el bolso en busca de su pintalabios, pensando que para Simon era muy fácil decir eso. Él no tenía que explicarse. Ahora entendía por qué Maggie había estado tan a la defensiva. Moverse por el mundo con un título —médico, abogado, universitario— era como ir blindado. Pero tratar todo el rato de encontrar la manera de explicarle a la gente quién era uno —lo que, en realidad, equivalía a decirles a qué se dedicaba uno—, resultaba difícil, si no se encajaba en ninguna de las casillas en las que el mundo estaba perfectamente dividido. «Bueno, soy aspirante a actriz, pero en este momento trabajo de camarera», o «Era abogada, pero llevo diez meses paseando perros».

—Todo irá bien —le aseguró Simon—. Sólo tienes que alegrarte por mis amigos, beber champán y bailar conmigo…

—No me habías comentado lo de bailar —dijo Rose, que se miró los pies desconsoladamente, ahora apretujados en el primer par de zapatos de tacón alto que se ponía desde que abandonó su vida en el bufete. «Ánimo —dijo para sí—. ¡Seguro que lo pasaremos bien!» Tragó saliva. Seguro que iba a ser horrible. No se le daban bien los grandes acontecimientos; ésa era una de las razones por las que su propia boda le inspiraba cierto temor. Tenía demasiados recuerdos de fiestas bar y bat mitzvah, de tardes como ésta en sinagogas y salas de baile de clubes campestres, donde siempre se había sentido la chica más alta y más fea, y de cómo se quedaba en un rincón cerca del hígado troceado y los hojaldres de perritos calientes en miniatura, pensando que si nadie la veía, no le dolería que nadie la sacara a bailar, y allí pasaba horas sola, comiendo y viendo cómo Maggie ganaba el concurso de limbo.

Dieciocho años después y prometida, y aquí estaba otra vez, pensó, entrando detrás de Simon en la iglesia, con sus puertas adornadas con guirnaldas gigantes de lilas y lazos blancos de satén. Sólo que en lugar de hígado troceado y minihojaldres habría crudités y champán, y no estaría su hermana bailando limbo para distraerla.

Rose cogió un programa de los cánticos.

—¿La novia se llama Penélope?

—En realidad la llamamos Lopey —matizó Simon.

—De acuerdo, Lopey.

—Te presentaré a algunos colegas —anunció Simon. Y enseguida Rose conoció a James y a Aidan, y a Leslie y a Heather. James y Aidan también habían sido compañeros de universidad de Simon. Leslie trabajaba en publicidad; Heather estaba en el departamento de compras de Macy's. Ambas eran menudas y llevaban vestidos tubo de lino (el de Heather era de color crema y el de Leslie, amarillo), y un chal de cachemir colocado con soltura sobre los hombros. Rose echó un vistazo a su alrededor y la desesperación se apoderó de ella al percatarse de que todas las mujeres —¡todas y cada una de ellas!— llevaban un vestido de corte sencillo, un chal y unas pequeñas y exquisitas sandalias; y aquí estaba ella, con un vestido inapropiado, un color inapropiado, con zapatos de salón y no con sandalias, con un collar de grandes cuentas en lugar de perlas y, probablemente, su pelo era una maraña de rizos que se habían soltado de las peinetas de colores que se había puesto hacía una hora. Mierda. Maggie habría sabido cómo tenía que vestirse, se lamentó Rose. ¿Dónde estaba su hermana cuando la necesitaba?

—¿A qué te dedicas? —inquirió Heather. O tal vez fuese Leslie. Las dos eran rubias; pero una de ellas llevaba el pelo hasta los hombros con las puntas peinadas hacia dentro, y la otra lo llevaba elegantemente sujeto en un moño a la altura de la nuca; y las dos tenían un tipo de piel translúcida, resultado de una excelente cuna y una exposición regular al aire que había en los probadores de Talbot.

Rose jugueteó con su collar de cuentas, preguntándose si podría esconderlo en el bolso durante la ceremonia sin que nadie se fijase.

—Soy abogada.

—¡Oh! —exclamó Leslie o quizá fuera Heather—. Entonces ¿trabajas con Simon?

—Pues… en realidad… —Rose le lanzó a Simon una mirada de socorro, pero él estaba enzarzado en una conversación con los chicos. Se enjugó la frente y al hacerlo cayó en la cuenta de que a lo mejor acababa de estropearse el maquillaje—. Estuve en Lewis, Dommel, and Fenick, pero digamos que ahora mismo me he tomado un descanso.

—¡Oh! —exclamó Leslie.

—Eso está bien —afirmó Heather—. Y te casas dentro de poco, ¿verdad?

—¡Sí! —convino Rose, que gritó demasiado y agarró a Simon del antebrazo, asegurándose de que el anillo de compromiso estuviese centrado y a la vista, por si acaso pensaban que mentía.

—Yo cogí tres meses de baja para organizar mi boda —explicó Heather—. Aún recuerdo aquella época. Todos los preparativos… los menús, las flores…

—Yo hice media jornada —intervino Leslie—. Naturalmente, la Junior League me mantenía muy ocupada, pero me dediqué sobre todo a la boda.

—¿Me perdonáis un segundo? —musitó Rose, consciente de que en cualquier momento empezarían a hablar de los vestidos de novia y ella se vería obligada a confesar la verdad, que no había ido a ver más vestidos desde aquella desastrosa tarde con Amy. «Sin vestido, sin trabajo —dirían sus miradas—, y tampoco eres socia de la Junior League. ¿Qué clase de novia eres?»

Rose se apresuró por el pasillo, cruzó el atrio y salió al sendero pavimentado, donde había un hombre alto y trajeado, de pie, como si la estuviese esperando. Rose se detuvo y clavó la vista en su camisa blanca y almidonada, su corbata estampada de color rojo y dorado, su mandíbula de ángulo recto, su piel bronceada y sus brillantes ojos azules. Jim Danvers.

—Hola, Rose —saludó.

Estaba exactamente igual. Pero ¿qué esperaba? ¿Que se marchitase y se muriese sin ella? ¿Que se quedase calvo, que le saliese acné y pelo en las orejas?

Rose hizo un gesto de asentimiento con la esperanza de que él no viese cómo le temblaban las piernas y las manos, que incluso en el cuello sentía también temblores. Pensándolo bien, Rose se fijó en que sí tenía pelo en las orejas. No mucho, la verdad, no la desagradable cantidad de pelo tieso que había visto en las orejas de otros hombres, pero aun así… tenía pelo. Pelo en las orejas. La irrefutable prueba de que no era perfecto. Claro que el hecho de que se hubiese acostado con su hermana también podía interpretarse como una prueba de su falta de perfección; sin embargo, que tuviese pelo en las orejas resultaba reconfortante.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Jim. Su voz era más aguda de lo que ella recordaba. ¿Era posible que Jim Danvers estuviese nervioso?

Rose se sacudió el pelo.

—¡Oh! Mi relación con Lopey se remonta a hace muchos años. Montábamos juntas a caballo y luego cantamos juntas en un grupo a capella de la universidad. Formábamos parte del mismo club de estudiantes, salimos juntas con nuestros novios…

Jim cabeceó.

—Lopey es vegetariana, y me parece que cree que montar a caballo es un abuso. Además, en la universidad era una lesbiana como la copa de un pino, así que, si salisteis con vuestras parejas, debían de ser únicamente mujeres.

—¡Vaya, me habré confundido con el novio! —exclamó Rose.

Jim soltó una carcajada forzada.

—Rose —empezó—, tenía la intención de hablar contigo.

—¡Qué suerte tengo! —repuso Rose.

—Te he echado de menos —confesó él.

—¡No me digas! —dijo ella—. Ven, te presentaré a mi prometido.

Los ojos de Jim se abrieron de forma casi imperceptible.

—¿Por qué no paseamos primero? —pidió Jim.

—Me parece que no.

—¡Venga! Hace un día precioso.

Ella sacudió la cabeza.

—Estás guapísima —murmuró él.

Ella se volvió y lo miró indignada.

—Mira, Jim. Te divertiste un buen rato a mi costa, así que ¿por qué no lo dejas ya? Estoy segura de que hay un montón de mujeres a las que impresionarías con tus cualidades.

Ahora Jim parecía afligido.

—Rose, lo siento. Siento haberte hecho daño.

—Te acostaste con mi hermana —replicó ella—. Estoy algo más que dolida.

Jim la cogió de un brazo y la arrastró hasta un banco de madera, se sentó a su lado y la miró seriamente a los ojos.

—Hace tiempo que quiero hablar contigo. La forma en que acabó todo… Lo que hice… —La agarró de las manos—. Quería portarme bien contigo —dijo con dificultad—. Fui débil. Fui un idiota. Tiré por la borda lo que podría haber habido entre nosotros, y durante meses me sentí fatal conmigo mismo…

—Por favor —pidió Rose—, llevo prácticamente toda mi vida sintiéndome mal conmigo misma. No pretenderás darme pena, ¿verdad?

—Quiero arreglar las cosas —declaró—. Quiero compensarte.

—Olvídalo —repuso ella—. Aquello terminó. Mi vida siguió adelante. Ahora estoy prometida…

—Felicidades —celebró Jim con tristeza.

—¡Oh, venga ya! —exclamó Rose—. No me digas que llegaste a pensar que entre tú y yo… que podríamos…

Él parpadeó. ¿Eran lágrimas eso que tenía en los ojos? «Increíble —dijo Rose para sí, que tuvo la sensación de que estaba observando un espécimen en la platina de un microscopio—. Me pregunto si será capaz de llorar siempre que se lo propone.»

Ahora él la cogió de las manos, y ella pudo predecir cada uno de sus movimientos, cada palabra que diría.

—Rose, lo siento —se disculpó, y ella asintió, porque se había imaginado que esto era sólo el principio—. Lo que hice es imperdonable —reconoció— y si hubiese alguna manera de poder compensarte…

Ella negó con la cabeza y se puso de pie.

—No la hay —espetó—. Lamentas lo que pasó. Y yo también. No sólo porque me demostraste qué tipo de hombre eras, sino… —De repente, sintió una opresión en la garganta, como si estuviera intentando tragarse un calcetín—. Porque arruinaste… —«¿Mi vida?», pensó Rose. No, no era cierto. Su vida iba bien, o es probable que fuese bien en cuanto reorientara su carrera; y ahora estaba con Simon, que era tan cariñoso y le producía tanta ternura, y que la hacía reír. El breve y estrepitosamente fallido romance que había tenido con Jim no le parecía más que una lejana pesadilla. No había arruinado su vida, pero había destrozado otra cosa que tal vez no tuviese arreglo—. Por Maggie —admitió al fin.

Y ahora él la conducía de nuevo hacia el banco y le hablaba de su futuro, de lo mal que se había sentido cuando ella se había ido de Lewis, Dommel, and Fenick, y de lo innecesario de aquello —él era un sinvergüenza, sí, lo reconocía, pero al menos era discreto y no le habría pasado nada, si ella hubiese vuelto al despacho—; y ¿qué había sido de su vida? ¿Necesitaba ayuda? Porque él podía ayudarla, era lo mínimo que podía hacer después de lo que había pasado, y…

—¡Basta! ¡Por favor! —suplicó Rose. Los acordes de un cuarteto de cuerda llegaron hasta el jardín y las puertas de la iglesia se cerraron con un chirrido—. Tenemos que entrar.

—Lo siento —insistió él.

—Acepto tus disculpas —aceptó Rose con solemnidad. Y luego, porque Jim parecía tan triste (y porque pese a su hermana ausente, su malvada madrastra y su inexistente carrera profesional, ella era tan feliz) se inclinó hacia él y le dio un suave beso en la mejilla—. No pasa nada —dijo—. Te deseo lo mejor.

—¡Oh, Rose! —gimió él y la abrazó.

Y, de repente, apareció Simon, con los ojos muy abiertos. Estaba atónito.

—Ya ha empezado —anunció en voz baja—. Deberíamos entrar.

Rose lo miró. La cara pálida de Simon estaba aún más pálida que habitualmente.

—Simon —dijo Rose—. ¡Oh, Dios!

—¡Vamos! —ordenó él, en voz baja y fría, y fue con ella hacia la iglesia, donde el cortejo de pajes había comenzado ya a recorrer el pasillo y a esparcir a su paso pétalos de rosa de color melocotón claro.

Simon estuvo toda la ceremonia sentado y en silencio. Estuvo callado durante la cena. Cuando la orquesta empezó a tocar se fue directamente a la barra y se quedó ahí, de pie, bebiendo cerveza, hasta que, por fin, Rose lo convenció de que tenían que hablar, de que tenían que hablar en privado. Simon le abrió la puerta del coche, un gesto que siempre le había parecido encantador, pero que ahora le parecía irónico, incluso cruel.

—Bueno —dijo él—, ¡qué tarde tan interesante! —Miraba al frente y los pómulos de sus pálidas mejillas estaban sonrojados.

—Simon, siento que hayas presenciado eso —comentó Rose.

—¿Sientes que haya sucedido o que yo lo haya visto? —replicó Simon.

—Deja que te lo explique —pidió ella—. Quería contártelo…

—Le has besado —observó Simon.

—Ha sido un beso de despedida —puntualizó Rose.

—¿De despedida de qué? —preguntó Simon—. ¿Qué hay entre vosotros?

Rose suspiró.

—Salimos.

—¿Un socio con una asociada? ¡Menuda osadía! —exclamó Simon.

Rose cerró los ojos con fuerza.

—Lo sé. Fue una auténtica estupidez. Un gran error por parte de ambos.

—¿Y cuándo empezó vuestra asociación?

—¿Nuestra asociación? —repitió Rose—. ¡Simon, que no era una fusión de empresas!

—No, de empresas salta a la vista que no —dijo él—. ¿Por qué no funcionó?

—Infidelidad —respondió Rose en voz baja.

—¿Tuya o suya? —repuso Simon.

—¡Suya! ¡Suya, naturalmente! Venga, Simon, que me conoces mejor que eso. —Rose lo miró. Él la ignoró—. ¿O no?

Simon no dijo nada. Rose miró por la ventana, hacia la mezcla de árboles y edificios, hacia los coches. ¿Cuántas parejas habría discutiendo en otros coches?, se preguntó. ¿Y cuántas mujeres habría explicándose mejor de lo que ella lo hacía?

—Verás, lo importante es que se ha terminado —dijo ella mientras Simon estacionaba el coche delante de su casa—. Se ha acabado completa, total, auténtica y absolutamente, y siento que vieras lo que has visto, pero no significa nada. Créeme, Jim Danvers es lo último que quiero en mi vida. Y eso es lo que le estaba diciendo cuando tú has aparecido.

Simon espiró con fuerza.

—Te creo —aseguró—, pero quiero saber qué pasó. Quiero entenderlo.

—¿Por qué? ¿Te pregunto yo por tus ex novias?

—Esto es distinto.

—¿Por qué? —Rose lo siguió hasta la habitación, donde, por fin, se sacó el collar de cuentas.

—Porque lo que sea que pasó entre vosotros, fue lo bastante malo para que no hayas querido volver a pisar un bufete.

—No son todos los bufetes —protestó Rose—. En realidad, sólo hay uno que me resulte especialmente problemático.

—No cambies de tema. Tienes esta… esta historia, y no sé nada de ella.

—¡Todo el mundo tiene historias! Tú tienes una amiga llamada Lopey, de la que podrías haberme hablado antes…

—¡Pero si no sé nada de tu pasado!

—¿Qué quieres saber? —inquirió ella—. ¿Por qué te importa tanto?

—¡Porque quiero saber quién eres!

Rose sacudió la cabeza.

—Simon, no soy ningún misterio. Tuve una… —Buscó la palabra menos ofensiva—. Una relación con ese tío, que no acabó bien. Que se terminó y ya está.

—¿Cómo acabó? —insistió Simon.

—Hizo algo —contestó Rose—. Hizo algo con alguien… —Tragó saliva.

—Cuando quieras contármelo —dijo Simon con frialdad— estaré encantado de escucharte.

Entró en el cuarto de baño. Rose oyó el portazo y el agua, que corría. Volvió al salón y se agachó para recoger el montón de cartas que ambos habían esquivado al entrar en casa. Facturas, facturas, oferta de tarjeta de crédito, y una carta de verdad con su nombre, con su nombre escrito con una caligrafía grande y enlazada que le resultaba muy familiar.

Rose se sentó con abandono en el sofá. Le temblaban las manos mientras abría el sobre y desplegaba la solitaria hoja de papel de libreta que había en el interior.

«Querida Rose —leyó. Las palabras saltaban de la carta—. Abuela… Lo siento… Florida… Ella… Reconciliarse…»

—¡Oh, Dios mío! —susurró Rose. Se obligó a leerlo todo un par de veces y luego corrió a la habitación.

Simon estaba de pie frente a la cama con una toalla atada a la cintura y expresión seria. Sin decir palabra, Rose le dio la carta.

—Mi… abuela —comentó. Se sentía muy extraña pronunciando esa palabra—. Es de Maggie. Está en casa de mi abuela.

Ahora Simon parecía incluso más enfadado.

—¿Tienes una abuela? ¿Ves a qué me refiero, Rose? ¡Ni siquiera sabía que tenías una abuela!

—Yo tampoco lo sabía —contestó Rose—. Quiero decir que supongo que lo sabía, pero no sabía absolutamente nada de ella. —Se sentía como si de pronto la hubiesen sumergido debajo del agua, como si todo fuese raro y lento—. Tengo que… —dijo—. Debería llamarlas. —Se dejó caer en la cama, estaba aturdida. Una abuela. La madre de su madre, quien, evidentemente, no vivía en un extraño geriátrico, como Rose siempre había creído, a menos que en esos sitios también dejaran entrar a vagabundos veinteañeros—. Debería llamarlas. Debería…

Simon la miraba sin pestañear.

—¿De verdad no sabías que tenías una abuela?

—Bueno, no sé, sabía que mi madre venía de algún sitio. Pero pensaba que estaba… No sé. Vieja o enferma. En un geriátrico. Mi padre me dijo que estaba en una residencia de ancianos. —Rose clavó los ojos en la carta, sintió un retortijón de tripas. Su padre le había mentido. ¿Por qué habría mentido sobre algo tan importante como esto?—. ¿Dónde está el teléfono? —preguntó, poniéndose de pie de un salto.

—¡Eh! Espera un momento. ¿A quién vas a llamar? ¿Y qué le vas a decir?

Rose dejó el teléfono y cogió las llaves de su coche.

—Tengo que irme.

—¿Irte? ¿Adónde?

Rose lo ignoró, se precipitó a la puerta y avivó el paso hasta el ascensor con el corazón latiéndole mientras corría por la calle hacia el coche.

Veinte minutos después, Rose estaba en el mismo sitio en que había estado con su hermana hacía casi un año, en los escalones de casa de Sydelle, esperando a que le abrieran la puerta. Pulsó el timbre. El perro aulló y, finalmente, las luces se encendieron.

—¿Rose? —Sydelle estaba en la puerta, parpadeando—. ¿Qué haces aquí? —Bajo la deslumbrante luz, el rostro de su madrastra tenía un aspecto un tanto extraño. Rose miró con detenimiento antes de decidir que era por lo mismo de siempre: se había vuelto a retocar los ojos. Le dio a su madrastra la carta de Maggie.

—Explícame esto —exigió.

—No llevo las gafas —replicó Sydelle hábilmente mientras se ajustaba la bata adornada con encaje y fruncía la boca al ver el espacio vacío que había en el camino de entrada a la casa, donde en noviembre pasado Maggie había arrancado un arbusto.

—Pues te lo contaré yo —resolvió Rose—. Es una carta de Maggie. Dice que se ha ido a vivir con mi abuela. Mi abuela, que yo no sabía que aún está en su sano juicio.

—¡Oh! —exclamó Sydelle—. Bueno, mmm…

Rose la miró con fijeza. No recordaba haber visto nunca a su madrastra sin palabras. Pero aquí estaba, perpleja y con la cara incómodamente crispada debajo de su crema y de los puntos.

—Déjame entrar —ordenó Rose.

—¡Por supuesto! —dijo Sydelle con voz rara y temerosa, apartándose.

Rose paso por su lado andando a zancadas y se quedó al pie de la escalera.

—¡Papá! —gritó.

Sydelle apoyó la mano en el hombro de Rose, pero ésta se la sacudió de encima.

—Esto fue idea tuya, ¿verdad? —preguntó y miró indignada a su madrastra—. «¡Oh, Michael! No necesitan a su abuela, ya me tienen a mí.»

Sydelle retrocedió como si Rose le hubiese pegado una bofetada.

—Las cosas no fueron así —explicó con voz temblorosa—. Nunca fue mi intención sustituir todo… todo lo que habíais perdido.

—¿Ah, no? Entonces, ¿cómo fue? —inquirió Rose. Se sentía como si todas las células de su cuerpo hirviesen hasta estallar de ira, como si fuesen a explotar—. ¡Ilústrame!

Michael Feller se precipitó por la escalera, vestido con unos pantalones de chándal y una camiseta, y limpiándose las gafas con el pañuelo. Su fino pelo flotaba como la niebla sobre su calva cabeza.

—¿Rose? ¿Qué pasa?

—Pues pasa que tengo una abuela, que no está en un geriátrico, pasa que Maggie está en su casa y que nadie creyó que fuese necesario contarme nada de esto —soltó Rose.

—Rose —intervino Sydelle, alargando un brazo hacia ella.

Rose se revolvió.

—No me toques —ordenó.

Sydelle reculó.

—¡Ya basta! —exclamó Michael.

—No —replicó Rose. Le temblaban las manos y tenía el rostro encendido—. No, de eso nada. Esto no ha hecho más que empezar. ¿Cómo pudiste? —chilló mientras Sydelle se encogía en una esquina del vestíbulo recién empapelado—. Sé que nunca te hemos caído bien, pero ¡tanto como para esconder a una abuela! Incluso viniendo de ti, Sydelle, ¡te has pasado!

—No fue ella —confesó Michael Feller cogiendo a Rose de los hombros—. No fue idea suya, sino mía.

Rose se quedó boquiabierta.

—Tonterías —dijo—. Tú nunca… —Miró fijamente a su padre, sus acobardados ojos grises y su blanca y alta frente, miró a su padre triste, bueno y con cara de perro abandonado—. Tú no…

—Sentémonos —propuso Michael Feller.

Sydelle le lanzó una mirada a Rose.

—No fui yo —aseguró con voz abatida y débil—. Lo siento… —Su voz se apagó. Rose contempló a su madrastra, que nunca le había parecido menos monstruosa, ni más patética. A pesar de que llevaba el contorno de los labios tatuado y de que tenía la piel tirante, su rostro parecía pequeño y vulnerable. Rose la observó, tratando de recordar si había oído esas palabras alguna vez, si Sydelle se había lamentado de algo alguna vez. Y decidió que, si en alguna ocasión su madrastra le había pedido disculpas, no se acordaba.

—No te imaginas… —Sydelle suspiró—. No te imaginas lo que era vivir en esta casa. No te imaginas lo que era vivir sin hacer nunca bien las cosas. Siendo plato de segunda mesa, sin que nadie me quisiera realmente. Sin acertar nunca.

—¡No sabes cuánto lo siento! —se compadeció Rose en un tono de mofa que podría haber sido de su hermana pequeña.

Sydelle alzó la vista y miró a Rose indignada.

—Nunca os parecía bien lo que hacía —declaró, parpadeando con sus pestañas recién puestas—. Nunca me disteis una oportunidad. Ninguna de las dos.

—Sydelle —intervino Michael con suavidad.

—Adelante —le dijo Sydelle a su marido—, cuéntaselo. Cuéntaselo todo. Es hora de que lo sepa.

Rose miró fijamente a su madrastra y por primera vez vio la vulnerabilidad que se escondía detrás del maquillaje, del Botox, de los consejos de adelgazamiento y los aires de superioridad. Miró y vio a una mujer con sesenta años a sus espaldas, cuyo delgado cuerpo era desgarbado y desagradable, y cuyo rostro se asemejaba a una cruel caricatura, un desafortunado dibujo grabado al agua fuerte de una mujer y no de una cosa real. Miró y percibió la tristeza que Sydelle había sentido todos los días de su vida: un marido todavía enamorado de su primera mujer, un ex marido que la había abandonado, y una hija adulta que había salido del nido.

—Rose —dijo su padre.

Rose lo siguió al salón de Sydelle. Los sofás de piel habían sido sustituidos por otros de ante con fundas, pero aún eran de un blanco resplandeciente. Se sentó en un extremo y su padre hizo lo propio en el otro.

—Siento lo de Sydelle —empezó diciendo su padre, que miró en dirección al vestíbulo.

Esperaba que entrara, pensó Rose. Estaba esperando que viniese e hiciese el trabajo sucio por él.

—Está pasando un mal momento —le explicó su padre—. Marcia le da muchos quebraderos de cabeza.

Rose se encogió de hombros; no le producían excesiva lástima ni Sydelle ni Mi Marcia, que nunca tuvo mucho tiempo ni demostró mucho interés en sus hermanastras, salvo para asegurarse de que no le tocaran sus cosas mientras estaba en la universidad.

—Ha dejado de ser judía y ahora cree en Jesús —apuntó y apartó la vista.

—¡No lo dirás en serio!

—Bueno, eso es lo que pensamos al principio, que era una broma.

—¡Oh, Dios! —exclamó Rose, suponiendo que para Sydelle, que tenía mezuzahs[7] en todas las puertas de la casa, incluidos los cuartos de baño, y que fruncía el entrecejo ante cada Papá Noel que veía por los centros comerciales, tenía que ser un suplicio—. ¿Así que ahora es cristiana?

Su padre sacudió la cabeza.

—El fin de semana pasado fuimos a verla y tenía una gran guirlanda en la puerta.

—¡Caramba! —dijo Rose alegremente.

—Rose —advirtió su padre.

Ella levantó los ojos y lo miró con rabia.

—Vale, volvamos al tema que nos ocupa. Mi abuela.

Michael Feller tragó saliva.

—¿Te ha llamado Ella?

—Maggie me ha escrito una carta —le informó Rose—. Dice que vive en casa de esta… de Ella. ¿Qué pasó?

Su padre no dijo nada.

—¿Papá?

—Me avergüenzo de mí mismo —admitió Michael al fin—. Tendría que haberte hablado de esto, de Ella, hace mucho tiempo. —Entrelazó las manos alrededor de sus rodillas y se balanceó hacia delante y hacia atrás, claramente deseando escuchar un informe bursátil anual o al menos tener el Wall Street Journal para que le ayudase a sobrellevar esto—. La madre de tu madre —empezó a decir—, Ella Hirsch, se fue a vivir a Florida hace muchos años. Después de… —Hizo un alto—. Después de que muriera tu madre.

—Nos dijiste que estaba en un hogar para ancianos —espetó Rose.

Michael Feller cerró los puños y los colocó sobre los muslos.

—Y lo estaba —repuso él—, sólo que no en el tipo de hogar que probablemente os imaginasteis.

Rose se quedó mirando a su padre.

—¿Qué quieres decir?

—Que estaba en un hogar, en su hogar. —Tragó con dificultad—. Con Ira, supongo.

—Nos mentiste. —Rose fue categórica.

—Fue una mentira por omisión —precisó su padre. Saltaba a la vista que esta estrategia la había pensado hacía mucho tiempo, que la había ensayado en su cabeza durante años. Michael respiró hondo—. Después de que tu madre… —Su voz se apagó.

—Muriese —completó Rose la frase.

—Eso, muriese —repitió Michael—. Tras su muerte yo me enfadé. Me sentía… —Hizo una pausa y clavó la vista en la mesa de centro de cristal y metal de Sydelle.

—¿Te enfadaste con los padres de mamá? ¿Con Ella?

—Intentaron hablarme de Caroline, pero no quise escuchar. La quería tanto… —Rose dio un respingo al percibir el dolor en la voz de su padre—. La quería tanto. Y estaba indignado con ellos. Cuando la conocí, tu madre tomaba litio. Estaba estable. Pero detestaba los efectos que producía en ella la medicación. Y yo procuré que se la tomara, y Ella, su madre, también, y durante una temporada se encontró bien, pero luego… —Suspiró y se sacó las gafas como si no pudiese soportar su peso sobre la cara—. Vuestra madre os quería. Nos quería a todos. Pero no pudo… —A Michael se le estranguló la voz—. Aunque da igual, porque no cambió lo que yo sentía por ella.

—¿Cómo era mamá? —preguntó Rose.

Su padre parecía sorprendido.

—¿No te acuerdas?

—No es que hicieses precisamente un relicario en casa ni nada por el estilo. —Hizo un gesto con la mano hacia el inmaculado salón de Sydelle (las paredes blancas, la alfombra blanca, la estantería en la que nunca había habido libros, sino sólo objetos de cristal y un marco de 20 x 27 cm con una fotografía de Mi Marcia el día de su boda)—. No hay fotos de ella. Nunca hablabas de mamá.

—Me dolía —confesó Michael—. Me dolía recordar. Me dolía ver su rostro. Y creí que a Maggie y a ti también os dolería.

—No lo sé —titubeó Rose—. ¡Ojalá…! —Se miró los pies sobre la blanca alfombra de fibra—. ¡Ojalá no hubiese sido un secreto!

Michael estaba tranquilo.

—Recuerdo la primera vez que la vi. Empujaba su bicicleta por el campus de la Universidad de Michigan y estaba riéndose, era como el sonido de una campana en mi cabeza. Era lo más bonito que había visto nunca. Llevaba un pañuelo rosa atado al pelo… —La voz de su padre se desvaneció.

Rose podía recordar imágenes, momentos, fragmentos de escenas, una voz dulce y aguda, una mejilla suave que presionaba la suya. «Que tengas dulces sueños, pequeña. Que duermas bien, Honey Bun.» Ya por lo que habían dicho, ya por lo que habían mantenido en secreto, todos habían mentido. Ella le había mentido a su padre sobre Caroline; o más bien le había contado la verdad, pero él no había querido escucharla. Y su padre les había mentido a sus hijas acerca de Ella; o les había explicado una pequeña parte de la verdad, omitiendo el resto.

Rose se levantó, había cerrado las manos. Mentiras, mentiras y más mentiras. ¿Dónde estaba la verdad de todo esto? Su madre estaba loca y luego murió. Su padre se había unido a una bruja malvada a cuyo cuidado le había entregado a sus hijas. Su abuela había desaparecido en una madriguera, y Maggie se había ido a buscarla. Y Rose no se había enterado de nada, de absolutamente nada.

—Lo que hiciste fue librarte de ella. No recuerdo haber visto una sola foto suya ni ninguna de sus cosas en toda mi infancia…

—Era demasiado doloroso —se limitó a decir Michael—. Ya era bastante duro tener que veros a vosotras dos.

—¡Guau! Gracias.

—¡Oh, no! No me refería… —Cogió la mano de Rose, un gesto que la dejó sin habla. Excepto algún que otro beso en la mejilla, no recordaba que su padre la hubiese tocado desde aquel catastrófico día en que, con doce años, menstruo por primera vez y al salir del baño anunció en voz baja que era mujer—. ¡Es que las dos me recordabais tanto a ella! Cada cosa que hacíais… era como tener que recordar a vuestra madre todo el rato.

—Y después te casaste con ella —le reprochó Rose, señalando con la cabeza en dirección al vestíbulo, donde, probablemente, estaba aún su madrastra.

Su padre suspiró.

—Sus intenciones eran buenas.

Rose soltó una estrepitosa carcajada.

—¡Sí, seguro! Es maravillosa. Sólo nos odia a Maggie y a mí.

—Tenía celos —manifestó Michael.

Rose se había quedado sin respiración.

—¿Celos? ¿De qué? ¿De mí? Me tomas el pelo. Pero si Mi Marcia lo hace todo mejor. Y aunque estuviese celosa, era terrible, y tú dejaste que se saliera con la suya.

Su padre parecía abatido.

—Rose…

—Rose, ¿qué?

—Necesito darte algo. Sé que es demasiado tarde, pero aun así…

Subió apresuradamente por la escalera y volvió con una caja de zapatos en las manos.

—Son suyas, de tu abuela —declaró—. Está en Florida —comentó—. Intentó durante muchos años ponerse en contacto conmigo, con vosotras. Pero no le dejé hacerlo. —Metió la mano en la caja, y sacó un sobre arrugado y amarillento en cuyo exterior decía «Señorita Rose Feller»—. Esta es la última carta que envió.

Rose deslizó los dedos por la solapa, cuya goma, después de quince años, se soltó con facilidad. En el interior había una tarjeta con un bouquet de flores en la parte delantera. Las flores eran rosas y moradas, y habían sido espolvoreadas con purpurina dorada que brillaba tenuemente debajo de las yemas de los dedos de Rose. «FELIZ Y BONITO DECIMOSEXTO CUMPLEAÑOS», rezaban las letras plateadas que había encima de las flores. Y en su interior… Rose abrió la tarjeta. Había un billete de veinte dólares y una fotografía, que cayó sobre su regazo. «PARA MI NIETA —ponía con letras oblicuas—. TE DESEO MUCHO AMOR Y TODA LA FELICIDAD EN UN DÍA TAN ESPECIAL.» A continuación, una firma. Seguida de una dirección, un número de teléfono y una posdata que decía: «Rose, me gustaría tener noticias tuyas. Por favor, ¡¡¡llámame cuando quieras!!!» Fueron sobre todo los tres signos de exclamación los que le partieron el corazón, pensó Rose. Contempló la fotografía. Era la imagen de una niña pequeña, de cara redonda, ojos castaños, con flequillo y dos impecables coletas atadas con lazos rojos de hilo, y expresión seria en su rostro, sentada en la falda de una anciana. La mujer se reía. La niña, no. Rose giró la foto. «Rose y abuela, 1975», ponía con la misma tinta azul, la misma letra oblicua. Mil novecientos setenta y cinco; ella debía de tener seis años. Rose se puso de pie.

—Ahora tengo que irme —anunció.

—¡Rose! —gritó su padre, inútilmente, pero ella ya se había vuelto. Lo ignoró y salió de la casa.

Después, sentada al volante del coche, con la tarjeta todavía en las manos, cerró los ojos y recordó la voz de su madre, la sonrisa de labios pintados de rosa de su madre, un brazo bronceado que se alargaba detrás de una cámara de fotos. «¡Sonríe, tesoro! ¿A qué viene esa cara de pena? Dedícame una sonrisa, Rosie Posy. Una gran sonrisa, muñeca.»