Capítulo 31

—Me preocupa tu hermana —dijo Michael Feller sin preámbulos.

Rose suspiró y clavó la vista en su taza de café, como si el rostro de Maggie fuese a aparecer en su interior. ¿Alguna novedad más?

—Han pasado ocho semanas —continuó su padre, como si, en cierta manera, Rose hubiese perdido la noción del tiempo. Su cara estaba tan pálida y parecía tan vulnerable como un huevo duro pelado, la frente alta y los pequeños ojos tristes sobre un clásico traje de banquero gris y una discreta corbata granate—. No sabemos nada de ella. ¿Y tú tampoco…? —comentó levantando la voz al final de la frase hasta convertirla en una pregunta.

—No, papá, no sé nada —repuso Rose.

Su padre suspiró —un suspiro típico de Michael Feller— y empujó a un lado su plato de helado medio derretido.

—Bueno, ¿y qué crees que deberíamos hacer?

«O sea, ¿qué crees que debería hacer yo?», pensó Rose.

—¿Has llamado a todos sus ex novios? Porque para eso habrás necesitado una o dos semanas —dijo Rose. Su padre estaba callado, pero en su silencio Rose oía el reproche—. ¿La has llamado al móvil? —preguntó.

—¡Pues claro! —exclamó Michael—. Y me sale el buzón de voz. Le he dejado mensajes, pero no me ha devuelto las llamadas.

Rose puso los ojos en blanco. Su padre fingió no darse cuenta.

—Estoy realmente preocupado —prosiguió Michael—. Es mucho tiempo sin tener noticias suyas. Me pregunto… —Su voz se apagó.

—¿Si se habrá muerto? —completó Rose la frase—. No creo que tengamos esa suerte.

—¡Rose!

—Lo siento —se disculpó ella sin mucha sinceridad. No le importaba que Maggie estuviese muerta. Bueno… Sacó un puñado de servilletas del servilletero. No era verdad. No quería que la bruja de su hermana pequeña muriese, pero creía que sería perfectamente feliz si jamás volviese a verla o a hablar con ella.

—Y, Rose, tú también me preocupas.

—Pues no hay nada de qué preocuparse —replicó Rose, y empezó a doblar una servilleta para hacer un abanico—. Todo va bien.

Su padre titubeó mientras arqueaba sus cejas grises.

—¿Estás segura? ¿Estás bien? ¿No tendrás…?

—¿No tendré qué?

Su padre hizo una pausa. Rose esperó.

—¿Qué? —preguntó otra vez.

—Algún tipo de problema. ¿No quieres, hmmm… hablar con alguien o algo así?

—No estoy loca —habló Rose con contundencia—. Así que no te preocupes.

Su padre alzó las manos, se le veía indefenso y enfadado.

—Rose, no me refería a eso…

Pero, obviamente, dijo Rose para sí, eso era justo lo que había querido decir. Su padre nunca hablaba de ello, pero Rose sabía que era lo que había pensado al observar cómo crecían sus hijas —sobre todo Maggie— hasta convertirse en mujeres. «¿Acaso te has vuelto loca, has perdido la cabeza? ¿Acaso esos malos genes que tenéis han empezado a manifestarse? ¿No se te ocurrirá coger esa curva cerrada y resbaladiza a toda velocidad?»

—Estoy bien —insistió Rose—. Es sólo que no estaba contenta en ese bufete y voy a cogerme un tiempo para pensar en lo que quiero hacer. Mucha gente lo hace. Es muy normal.

—Muy bien, si estás segura… —admitió su padre, y dirigió de nuevo la atención a su helado; Rose sabía que el helado era todo un lujo, ya que desde principios de los noventa Sydelle no había permitido que entrara en su casa nada que fuese más calórico que la leche helada y el Tofutti, un helado de grasa vegetal.

—Estoy bien —repitió Rose—. No te preocupes por mí —dijo, recalcando la palabra mí para dejarle claro a su padre por quién sí debía preocuparse.

—¿Podrías llamarla? —inquirió Michael.

—¿Y qué le digo?

—Conmigo no hablará —comentó apenado—, pero puede que contigo sí lo haga.

—No tengo nada que decirle.

—Rose. ¿Por favor?

—De acuerdo —gruñó Rose.

Esa noche puso el despertador a la una de la madrugada, y cuando sonó, buscó a tientas el teléfono, a oscuras, y marcó el número del móvil de Maggie.

Un pitido. Dos. Y luego oyó a su hermana, que habló en voz alta y alegre.

—¿Diga?

¡Dios! Rose soltó un ruido de disgusto. A lo lejos se escuchaba el sonido de una fiesta: música y otras voces.

—¡Hola! —canturreó Maggie—. ¿Quién es?

Rose colgó. Su hermana era como un jodido tentetieso, dijo para sí. Aunque se tambaleara o estuviera al borde del abismo, aunque le robara los zapatos, el dinero y el novio, jamás se vendría abajo.

A la mañana siguiente, después de su primer turno de paseos caninos, llamó a su padre al despacho.

—Está viva —informó.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó su padre ridículamente aliviado—. ¿Dónde está? ¿Qué te ha dicho?

—No he hablado con ella —contestó Rose—. Sólo he oído su voz. La hija pródiga está sana y salva, y ha vivido para irse de juerga una noche más.

Su padre estaba callado.

—Deberíamos intentar encontrarla —sugirió.

—Haz lo que creas conveniente —replicó Rose—. Dale recuerdos de mi parte cuando la encuentres. —Colgó el teléfono.

«Que sea mi padre el que busque a su díscola hija. Que sean Michael y Sydelle los que intenten persuadirla de que vuelva a casa. Deja que, por una vez, Maggie Feller sea el problema de alguien más.»

Salió por la puerta en dirección al mundo que había descubierto desde que ya no trabajaba a jornada completa y pasaba los días recorriendo las calles de la ciudad, a menudo con un ramillete de correas en las manos. De nueve a cinco la ciudad difícilmente era el mundo fantasmal que ella se había imaginado. Había gente de lo más variopinta, una ciudad secreta de madres y bebés, trabajadores por turnos, estudiantes y repartidores, jubilados y gente en paro, que se desplazaban por calles y rincones de la ciudad que, pese a sus años en la Escuela de Derecho y en el bufete, ella ni siquiera conocía. ¿Por qué iba una abogada soltera y sin hijos a conocer Three Bears Park, un diminuto parque infantil entre Spruce Street y Pine Street? ¿Cómo iba a saber una mujer, que todos los días seguía la misma ruta para ir a trabajar, que en cada una de las casas de la manzana quinientos de Delancey ondeaba una bandera distinta? ¿Cómo iba a imaginarse el bullicio que había a la una de la tarde en las tiendas y comercios de comestibles, atestados de gente vestida con pantalones caqui y sudaderas en lugar de ir trajeada y con maletines? ¿Quién hubiera dicho que podía llenar fácilmente sus horas con los asuntos que tenía que solucionar de prisa y corriendo en unos pocos minutos de tiempo libre?

Sus días empezaban con los perros. Tenía su propia llave de la Pata Elegante, y cada mañana, a la hora en que estaría comprándose un gran vaso de café solo y yendo al despacho, abría la puerta de la perrera, les ponía la correa a dos, tres o cuatro perros, se llenaba los bolsillos de galletas, y de bolsas de plástico para recoger los excrementos, y se iba a Rittenhouse Square. Allí se pasaba tres cuartos de hora, en el parque cuadrado, rodeada de tiendas de ropa y librerías, y restaurantes de lujo y altos edificios de pisos, dejando que los animales que custodiaba oliesen arbustos, setos y otros perros. Después dedicaba la mañana a hacer recados. Se acercaba al drugstore, recogía ropa de la tintorería, volando enérgica por las aceras y callejuelas con los bolsillos cargados por el peso de las llaves, y abriendo puertas a decoradores, paisajistas, fumigadores, cocineros particulares e incluso deshollinadores.

Por las tardes hacía otra tanda de paseos, y regresaba a Rittenhouse Square para su cita diaria con la niña, el perro moteado y la mujer que iba con ellos.

Durante las ocho semanas que llevaba como paseadora canina se había fascinado con la niña, Joy, con el perro, Nifkin, y con la mujer que deducía que era la madre de la niña. Iban cada tarde al parque entre las cuatro y las cuatro y media. Rose se pasaba una hora tirándoles una pelota de tenis a los perros e inventándose una vida para la mujer, la niña y el perro. Se imaginaba un marido, guapo pero que fuera un buen chico. Una casa grande con chimeneas y alegres alfombras tejidas, y un baúl de madera con todo tipo de juguetes y muñecos de peluche para la pequeña. Los visualizaba viajando en familia a la costa, de excursión por los Poconos. Se los imaginaba bajando de un avión: al padre arrastrando una gran maleta de ruedas, a la madre, una mediana, y a la niña con una bolsa apropiadamente pequeña. Papá Oso, Mamá Osa, Bebé Oso y el perro, que se movía garboso detrás de ellos. En su mente tenían una vida tranquila y feliz: buenos trabajos, suficiente dinero, cenas en casa entre semana, los tres solos, los padres instando a la niña a que se bebiera la leche, y la niña dándole a escondidas la verdura al perro llamado Nifkin.

Ya había logrado pasar del asentimiento de cabeza a modo de saludo al gesto con la mano y a pronunciar la palabra «Hola». Con el tiempo, pensó Rose, quizá las cosas derivaran en una conversación de verdad. Se sentó y observó a la niña, que perseguía al perro moteado en dirección a la fuente, y a la madre, alta, de hombros y caderas anchas, que hablaba por el móvil.

«No, no me gusta el hígado —oyó que decía la mujer—. Eso es a Lucy. ¿Te acuerdas? ¿Es tu otra hija?» Puso los ojos en blanco hacia Rose y movió los labios: mi madre. Rose trató de asentir comprensiva e hizo un leve gesto con la mano. «No, mamá, no creo que a Joy le guste el hígado tampoco. —Hizo una pausa, escuchó y sacudió la cabeza—. No, a Peter no le gusta el hígado. De hecho, no creo que le guste a nadie, ni siquiera sé por qué lo venden.» Rose se echó a reír. La mujer le sonrió, seguía escuchando. «¡A Nifkin le gusta el hígado! —declaró—. ¿Por qué no se lo damos a él? —Otra pausa—. Bueno, pues no sé qué decirte. Yo ya te he dado una idea. Úntalo en galletas saladas o algo y diles a los del club del libro que es paté. Vale. De acuerdo. Hasta luego. Sí. Adiós.»

Colgó el teléfono y lo introdujo en su bolsillo.

—Mi madre se cree que no trabajo —empezó a decir.

—¡Oh! —repuso Rose, que maldijo sus oxidados recursos para la conversación.

—Pero sí que trabajo —aseguró la mujer—. Lo que pasa es que trabajo desde casa, y por lo visto para mi madre eso es como si no diera golpe, y se piensa que puede llamarme cuando le apetezca para hablarme de hígados y cosas por el estilo.

Rose se rió.

—Me llamo Rose Feller —se presentó.

La mujer extendió la mano.

—Y yo Candace Shapiro. Cannie.

—¡Mami! —De repente, la niña había reaparecido y sujetaba la correa de Nifkin.

Cannie se rió.

—Mejor dicho —rectificó—, pronto dejaré de ser Candace Shapiro y seré Krushelevansky. —Su cara era expresiva—. Intenta meter eso en una tarjeta de visita.

—Entonces, ¿está casada? —preguntó Rose. Hizo una mueca de disgusto, cerró la boca y se preguntó qué le pasaba. Llevaba dos meses sin ir al despacho, dos meses en los que sobre todo había estado entre perros y repartidores, y ya no recordaba cómo se hablaba con la gente.

Pero no le dio la impresión de que Cannie hubiese notado nada extraño.

—Prometida —anunció—. Nos casaremos en junio.

«¡Vaya!», dijo Rose para sí. Bueno, si las estrellas de Hollywood podían tener hijos antes de casarse, suponía que los ciudadanos de a pie también podían.

—¿Y será una boda grande?

Cannie cabeceó.

—No, pequeña. En el salón de casa. El rabino, la familia, unos cuantos amigos, mi madre y su compañero, su equipo de softbol… Nifkin llevará los anillos y Joy será la madrina de boda.

—¡Oh! —exclamó Rose—. Mmm… —No se parecía en nada a las bodas que había visto en la tele—. ¿Cómo…? —Rose empezó la pregunta, pero se detuvo, insegura, antes de volver a formular la más banal de las preguntas que se hacían en los cócteles—. ¿Cómo conoció a su futuro marido?

Cannie se rió y se sacudió el pelo, que le caía sobre los hombros.

—Pues a ver —respondió—, es una historia larga y complicada. Todo empezó con una dieta.

Rose miró de reojo a Cannie y decidió que la dieta no debía de haber dado muy buenos resultados.

—En realidad, cuando conocí a Peter estaba embarazada de Joy, pero yo aún no lo sabía. Él hacía un estudio sobre la pérdida de peso, y yo pensé que si adelgazaba, el chico con el que había roto volvería conmigo. —Le dedicó a Rose una sonrisa—. Pero ya sabes cómo son las cosas. Vas detrás del chico equivocado hasta la saciedad, y luego te das cuenta de que el que te conviene está delante de tus narices. Los senderos del amor son misteriosos. ¿O son los del Señor? Nunca me acuerdo.

—Creo que son los del Señor —confirmó Rose.

—Si tú lo dices —replicó Cannie—. ¿Y qué me dices de ti? ¿Estás casada?

—¡No! —contestó Rose enfática—. Quiero decir, no —repitió en un tono más moderado—. Es sólo que… verás, acabo de terminar una relación. Bueno, no es que yo la haya terminado. Mi hermana… da igual. Es una larga historia. —Se miró las manos, miró a Petunia, acurrucada junto a sus pies, y luego en dirección a Joy y a Nifkin, que jugaban a lanzar y coger un mitón rojo, y a la media docena de perros que había en medio del triángulo de hierba—. Supongo que intento averiguar lo que voy a hacer con mi vida.

—¿Te gusta lo que haces ahora? —quiso saber Cannie. Rose miró a Petunia, a los demás perros del parque, a la pelota de tenis grisácea que tenía en las manos y al montón de bolsas de plástico que había a su lado.

—Sí —afirmó. Y era verdad. Le gustaban todos sus perros: los bufidos de la desdeñosa Petunia; el golden retriever que siempre se alegraba tanto de verla que giraba contento en círculos en cuanto oía la llave en la cerradura; los serios bulldogs; los ariscos schnauzers y el cocker spaniel con narcolepsia llamado Sport, que algunas veces se había dormido en los semáforos en rojo.

—¿Y qué más te gusta? —inquinó Cannie. Rose cabeceó y sonrió con pesar. Sabía lo que le gustaba a su hermana: los pantalones de cuero de la talla 34, las cremas hidratantes francesas de 60 dólares, hombres que le dijeran que era guapa. Sabía lo que hacía feliz a su padre: los mercadillos gigantes, cobrar dividendos, un ejemplar recién editado de The Wall Street Journal y las infrecuentes ocasiones en que Maggie había conseguido aguantar en un trabajo. Y sabía lo que hacía feliz a Amy: los discos de Jill Scott, pantalones de Sean Jean y la película Fear of a Black Hat. Sabía lo que le gustaba a Sydelle Feller: Mi Marcia, los granos ecológicos, las inyecciones de Botox y, cuando Rose tenía catorce años, darle gelatina dietética de postre mientras los demás tomaban helado. Hubo un tiempo en que incluso había sabido lo que hacía feliz a su madre, como las sábanas limpias y las barras de labios de color rojo fuerte, y los broches de bisutería que Maggie y ella elegían para su cumpleaños. Pero ¿qué era lo que la hacía feliz a ella, aparte de los zapatos, de Jim, y de lo que le gustaba y no debía comer? Cannie le sonrió y se puso de pie.

—Bueno, ya me lo dirás —dijo alegremente. Silbó para avisar a Nifkin, que vino corriendo, seguido de Joy, que tenía las mejillas sonrosadas y la cola de caballo deshecha—. ¿Te veremos mañana?

—¡Claro! —exclamó Rose.

Se metió la pelota de tenis en el bolsillo y empezó a reunir a los perros a su cargo, sujetando cinco correas con la mano izquierda y una, la de un galgo gruñón, con la derecha. Repartió a los perros hasta que sólo quedó Petunia. La perrita faldera trotaba unos cuantos pasos por delante de ella como un cruasán relleno con patas. Petunia la hacía feliz, aunque había tenido que devolvérsela a su dueña, una recta señora de 72 años que vivía en el centro de la ciudad y que había accedido encantada a que Rose la paseara cada día. ¿Qué más? La ropa, no, la verdad. Ni el dinero, porque lo máximo que había hecho con su exorbitante sueldo de seis cifras era pagar el alquiler, los créditos de estudios universitarios, invertir un razonable porcentaje en un fondo de pensiones y dejar que el resto, por instrucción expresa de Michael Feller, le diese intereses en una cuenta de valores.

Entonces, ¿qué?

—¡Ojo! —gritó un mensajero en bicicleta.

Rose cogió a Petunia en brazos y se apartó de un salto mientras la bici pasaba zumbando. Su conductor llevaba una mochila colgada en el hombro y un walkie-talkie en la cintura que chirriaba debido a las interferencias. Rose lo observó mientras pedaleaba calle abajo y recordó que cuando era pequeña había tenido una bicicleta. Una Schwinn azul, con un sillín azul y blanco, un cesta blanca de paja, y borlas rosas y blancas en el manillar. En la parte posterior de la casa de sus padres en Connecticut había habido un camino para ir en bici, un sendero que conducía a los campos de golf y de fútbol de la ciudad. Asimismo bordeaba un huerto de manzanos silvestres hasta donde, en otoño, Rose solía ir en bici; las ruedas crujían al aplastar las manzanas caídas y susurraban al pisar las hojas rojas y doradas. Algunas veces su madre iba con ella, en su propia bici, que era como la de Rose pero para adultos, una Schwinn de tres marchas, con una sillita para bebés encima de la rueda trasera, en la que tiempo atrás Maggie y ella se habían sentado.

¿Qué había pasado con su bicicleta? Rose intentó recordar. Al trasladarse a Nueva Jersey habían vivido en una zona residencial que estaba justo al salir de la autopista, lo que equivalía a aparcamientos y calles sin aceras ni bordillos.

Probablemente, mientras vivieron allí, la bicicleta se le quedó pequeña, y luego, cuando se fueron a casa de Sydelle, no le compraron otra. No obstante, sí se sacó el carné de coche, tres días después de cumplir los dieciséis, y al principio se había sentido feliz ante la idea de ser libre, hasta que se dio cuenta de que la mayoría de sus desplazamientos consistirían en llevar a su hermana a fiestas, recogerla tras las clases de baile y en ir a comprar.

Dejó a Petunia en casa de Shirley y decidió que ese fin de semana se compraría una bicicleta; una de segunda mano, para empezar y ver si le gustaba. Se compraría una bici, y quizá pondría un cesto pequeño para Petunia en el manillar, y se iría a… a alguna parte. Tenía entendido que en Fairmount Park había senderos para ir en bici, y un camino de sirga que iba desde el museo de arte hasta Valley Forge. Se compraría una bicicleta, pensó, ahora sonriente y dando saltitos mientras andaba. Se compraría una bicicleta y un mapa y se iría de picnic: se llevaría pan, queso, uvas, minibizcochos de chocolate y nueces, y la mejor lata de comida canina para Petunia. Se iría a la aventura.