Capítulo 11
—¿Por qué tenemos que pasar otra vez por esto? —preguntó Maggie sentándose en el asiento del copiloto. Hacía la misma pregunta cada vez que iban a ver un partido de rugby jugado en casa. Llevaban casi veinte años yendo una vez al año, pensó Rose, y la respuesta siempre era la misma.
—Porque nuestro padre es un hombre estrecho de miras —contestó Rose, que empezó a conducir en dirección al veterinario—. ¿Te comportarás? Recuerda que jugamos contra el Tampa, pero que no estaremos en su campo. —Maggie se había ataviado para el partido con un peto negro, botas negras con gruesos tacones y una chaqueta de cuero con cuello imitación piel. Por su parte, Rose iba con tejanos y un jersey, además de un gorro, una bufanda, unos mitones y un enorme abrigo amarillo de plumón.
Maggie examinó la chaqueta de Rose.
—Pareces un colchón sobre el que se han meado —comentó.
—Gracias por la información —repuso Rose—. Abróchate el cinturón.
—Vale —dijo Maggie, extrayendo un frasco de uno de los minúsculos bolsillos de su chaqueta. Tomó un trago y lo inclinó hacia su hermana—. Licor de albaricoque —anunció.
—Estoy conduciendo —replicó Rose con seriedad.
—Y yo bebiendo —apuntó Maggie, y soltó una risilla. El sonido de la risa de su hermana le recordó a Rose todos los demás partidos de rugby a los que habían ido desde que su padre, en un gesto de padre partícipe ligeramente equivocado, comprara tres abonos para toda la temporada de 1981.
—Odiamos el rugby —había informado Maggie con la absoluta seguridad de una niña de diez años que se cree que lo sabe todo. Michael Feller se había puesto pálido.
—¡No lo odiamos! —había intervenido Rose, que no dudó en pellizcar a su hermana en el brazo.
—¡Ay! —exclamó Maggie.
—¿De verdad que no? —les preguntó su padre.
—Lo que pasa es que no nos gusta mucho verlo en la tele —explicó Rose—, ¡pero nos encantaría ir al campo! —Le había dado a su hermana otro pellizco para asegurarse de que no dijera lo contrario.
Y eso es lo que ocurrió. Cada año iban los tres juntos (finalmente los cuatro, cuando Sydelle apareció en escena) a los partidos que los Eagles jugaban en casa. Maggie solía prepararse la ropa que se pondría con días de antelación, guantes adornados con piel sintética y sombreros con esponjosos pompones, y en cierta ocasión, si no recordaba mal, un par de botas en miniatura con borlas como las de las animadoras oficiales. Rose hacía sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada, y los introducía en una fiambrera con un termo de chocolate caliente. Los días de más frío se llevaban mantas y se acurrucaban los tres juntos, relamiéndose la mantequilla de sus entumecidos dedos mientras su padre soltaba un improperio en cada placaje y cada vez que el balón pasaba a manos del equipo contrario, y luego miraba a sus hijas con cara de culpabilidad y decía: «Disculpad mi francés».
—Disculpad mi francés —murmuró Rose. Maggie la miró con curiosidad, tomó otro sorbo de su licor y se hundió aún más en su asiento.
Su padre y Sydelle las esperaban en la taquilla. Michael Feller llevaba tejanos, una sudadera de los Eagles y un abrigo de plumón con los colores del equipo, el plateado y el verde. El aspecto de Sydelle, como de costumbre, era de gélido descontento: llevaba la cara llena de maquillaje y un abrigo de visón hasta los tobillos.
—¡Maggie! ¡Rose! —gritó su padre, y les dio sus entradas.
—Chicas —dijo Sydelle besando el aire a medio palmo de distancia a la derecha de sus mejillas, para pintarse de nuevo los labios.
Rose siguió a su madrastra mientras subían a sus sitios. Al escuchar el eco de los tacones de Sydelle contra el cemento, Rose se preguntó —y no era la primera vez— por qué demonios esta mujer había tenido que casarse con su padre. Sydelle Levine, cuyo marido, un corredor de Bolsa, había tenido la desfachatez de abandonarla por su secretaria, se había divorciado a los cuarenta y cinco años. Muy trillado, pero Sydelle había sobrevivido a la humillación, tal vez animada por las generosas asignaciones que su marido, gustoso, había accedido a pagarle (Rose creía que seguramente él había pensado que incluso un millón de dólares al año era poco en comparación con la felicidad de vivir lejos de Sydelle). Michael Feller era ocho años más joven que ella, un cuadro medio de un banco mediano. Vivía con holgura, pero nunca sería rico. Además, iba con equipaje: su mujer fallecida y sus hijas.
¿Qué pudo haberlos atraído? Rose había dedicado horas de su adolescencia a intentar averiguarlo durante los años siguientes al encuentro de Michael Feller y Sydelle Levine en el vestíbulo del Beth Shalom (Sydelle había acudido a una recaudación de fondos a quinientos dólares el cubierto, y Michael salía de una reunión de Padres-sin-Cónyuges).
«¡El sexo!», había concluido Maggie con risas entrecortadas. Y lo cierto era que, objetivamente hablando, su padre era guapo. Pero Rose no estaba segura. Creía que Sydelle había encontrado en su padre no sólo a un hombre guapo o a un buen partido, sino a su verdadero amor, su segunda oportunidad. Rose siempre había creído que Sydelle lo quería de verdad, al menos al principio. Y se hubiera apostado cualquier cosa a que su padre no buscaba más que una compañera de viaje, y, naturalmente, a la vista del éxito de Sydelle con Mi Marcia, una nueva madre para Maggie y Rose. Michael Feller ya había encontrado el amor de su vida, y lo había enterrado en Connecticut. Y cada semana que pasaba, Sydelle era más consciente de esa verdad, y se decepcionaba un poco más, y se portaba un poco peor con las hijas de Michael Feller.
«¡Qué pena!», se dijo Rose mientras se sentaba, se tapaba las orejas con el gorro y se cubría bien el cuello con la bufanda. Una pena que no tenía visos de cambiar. Lo de Sydelle y su padre era a largo plazo.
—¿Quieres un poco?
Sobresaltada, Rose dio un pequeño brinco en su asiento y volvió la cabeza hacia su hermana, que había puesto las piernas encima del asiento que tenía delante y agitaba el pequeño frasco de licor de albaricoque.
—No, gracias —contestó Rose, volviéndose a su padre—. ¿Qué tal va todo? —le preguntó.
—Bueno, ya sabes —le dijo—, el trabajo me mantiene ocupado. Mis quinientos bonos de Vanguard han sufrido una caída terrible. He… ¡TOMA YA, CABRÓN!
Rose se inclinó por delante de su hermana para hablar con Sydelle.
—¿Qué me cuentas? —inquirió, esforzándose como hacía en todos los partidos por ser simpática con su madrastra.
Sydelle sacudió el visón.
—Mi Marcia está cambiando la decoración.
—¡Genial! —exclamó Rose con fingido entusiasmo.
Sydelle asintió.
—Vamos a ir a un balneario —prosiguió—. En febrero —anunció, y lanzó una expresiva mirada hacia la barriga de Rose—. Ya sabes que cuando se casó, Mi Marcia se compró un vestido de Vera Wang de la talla treinta y seis, que…
«… que tuvo que estrecharse», dijo Rose para sí mientras Maggie decía lo mismo, pero en voz alta.
Sydelle entornó los ojos.
—No entiendo por qué tienes que ser tan desagradable.
Maggie la ignoró y alargó el brazo para coger los prismáticos de su padre cuando las animadoras salieron al campo. «Gordas, gordas, viejas, gordas —cantó Maggie avanzando hasta la barandilla—. Pelo mal teñido; ¡oh…! Feas delanteras, viejas, gordas, viejas…»
Michael Feller hizo un gesto con la mano al vendedor de cervezas. Sydelle agarró su mano y la devolvió a su regazo.
—¡Ornish! —susurró.
—¿Cómo dices? —preguntó Rose.
—Ornish —repitió Sydelle—. Estamos haciendo la dieta de plantas de Dean Ornish. —Volvió a mirar de reojo, esta vez, hacia las piernas de Rose—. Podrías probarla.
«Esto es el infierno —pensó Rose con tristeza—. El infierno es un partido de los Eagles, donde en las gradas siempre te hielas, el equipo siempre pierde y mi familia está como una cabra.»
Su padre le dio un golpecito en el hombro y abrió el billetero.
—¿Vas a buscar chocolate caliente?
Maggie se acercó.
—¿Vas a darme dinero a mí también? —preguntó. Después escudriñó el billetero—. ¿Quién es éste?
—¡Oh! —exclamo su padre visiblemente ruborizado—. Es un artículo que he recortado para dárselo a Rose…
—Papa —dijo Rose—. Éste es Lou Dobbs.
—Ya lo sé —repuso su padre.
—¿Llevas en la cartera una foto de Lou Dobbs?
—No es una foto —se defendió Michael Feller—, es un artículo sobre la preparación de la jubilación. Está muy bien.
—¿Y llevas fotos de nosotras? —inquirió Maggie cogiendo el billetero—. ¿O sólo de Lou Lo-que-sea? —Ojeó las fotografías. Rose también echó un vistazo. Había fotos de la escuela de Maggie y de ella de cuando estaban en sexto y cuarto respectivamente. Una foto de Michael y Caroline en la que se apartaba el velo de la frente, desplazando el labio inferior hacia delante y soplando, y de Michael, que la miraba. Rosa reparó en que no había ninguna foto de Michael y Sydelle. Se preguntó si Sydelle lo sabría. A juzgar por su gélida expresión, por la forma en que miraba con fijeza al frente con sus diminutos ojos, Rose dedujo que la respuesta era afirmativa.
—¡Vamos, nenas! —le gritó a Rose al oído el tipo de la fila de atrás y después eructó.
Rose se levantó y se dirigió hacia el ruidoso bar, azotado por el viento, donde se compró un vaso de aguado chocolate caliente y un perrito caliente dentro de un blandengue pan blanco que devoró en cuatro mordiscos gigantes. Después se apoyó en la barandilla, limpiando los restos del manjar de la bufanda y contando los minutos que faltaban para las ocho en punto, hora en la que se reuniría con Jim para cenar. «¡Paciencia!», dijo para sí. Compró tres vasos más de chocolate caliente y los llevó con cuidado hasta las gradas.